jueves, 29 de mayo de 2014

El bosque de los suicidas



En el idioma japonés existe una palabra muy extraña.
“Karoshi”
Significa “morir por exceso de trabajo”. Es un vocablo inaudito para un español, se lo aseguro.
Por fortuna.
Por causas de índole cultural y religiosa, que tienen por fundamento la demografía en un país con escasos recursos, los japoneses supeditan los intereses privados al bien de la comunidad. Tiene arraigada desde la infancia el “Shudan Ishiki”, la conciencia de pertenecer a un grupo, ya sea familiar o empresarial. Y el honor es la manifestación de una vida virtuosa de servicio a los demás, sin mácula que pueda abochornar a los más allegados.
Es así que la crisis económica, la posibilidad de quedarse sin trabajo o no poder pagar los enormes préstamos que son norma en la economía japonesa, supone una carga de estrés a menudo insoportable. Y ello conlleva una tasa de suicidio inusualmente elevada.

 
De hecho, el suicidio forma parte de la cultura milenaria de un Japón que, a pesar de su vestimenta tecnológica, sigue siendo un país sorprendentemente conservador en sus tradiciones. Y hay una benevolencia, una comprensión hacia el suicidio, impensable en una sociedad tan individualista como la occidental.
A menudo la explicación es tan simple como que los prestamistas incluyen en el contrato seguros de vida, con cláusulas de pago en caso de suicidio. Los deudores, que cargan con la vergüenza de haber puesto como avalistas a familiares o conocidos, finalmente no encuentran otra salida que la propia muerte para saldar sus deudas y reestablecer su honor.

Hay algo más: la ley japonesa establece que los inconvenientes que pueda causar un suicida con su acción deben sufragarlos su familia directa. Es decir, si alguien se tira a las vías de un tren y causa desperfectos, o simplemente genera molestias o retrasos a los usuarios del transporte público, los allegados deben compensar a los afectados.
Es así que los japoneses se suicidan en lugares aislados; y hay un lugar por encima de todos, el segundo lugar en el mundo, tras el Golden Gate de San Francisco, por número de personas suicidadas.

El bosque Aokigahara.

El bosque de los suicidas.
Aokigahara, en las faldas del volcán Fuji, cerca de Tokio, es un lugar muy hermoso, espeso y grande, con una extensión de 35 Km2. Japón, a pesar de su densidad poblacional, cuida con esmero de su patrimonio natural.
 
Si llegas al bosque, lo primero que te llama la atención es la existencia de senderos delimitados por cinta policial, bastante descuidados; hay residuos por doquier, botellas, envases… y, curiosamente, muchos envoltorios vacíos de pastillas. De vez en cuando, un letrero escrito en japonés e inglés te conmina a pensar en tu familia, a reflexionar sobre lo bello que es vivir, a buscar ayuda.
En el interior la espesura oculta, sí, restos humanos. Aunque el Estado realiza redadas con cientos de operarios para retirar los cuerpos de los suicidas, el bosque es grande y frondoso. Hay huesos humanos y cuerpos momificados. Los últimos años el Gobierno decidió no publicar el número de muertes, para así evitar el efecto llamada de un fenómeno que va en aumento; más de un centenar de personas al año. Ni las patrullas policiales ni los guardas forestales pueden evitar el incesante aumento de cadáveres. Muchos eligen ahorcarse de las ramas de los árboles; otros escogen el envenenamiento por consumo de medicinas.
Hay jóvenes entre los fallecidos, cada vez más.
El bosque Aokigahara acoge la angustia insoportable de miles de almas que no le vieron sentido a la vida. Un drama, estarán de acuerdo, terrible.
Por cierto; el gobierno español no refleja con verosimilitud las cifras reales de suicidios en la España doliente de hoy. De seguro que los datos resultarían estremecedores.

 
No es más que una impresión, claro. Pero veo demasiada desesperación en demasiados rostros.
Y la sombra del miedo.
Aokigahara no es un lugar exclusivo de Japón.
Créanme.
La sombra del ciprés es alargada.
Mucho.

Antonio Carrillo

viernes, 23 de mayo de 2014

Viudo. En recuerdo a mi padre

 
 
 
 
 

Era de noche. Venía del hospital. Mi padre se moría.

Mis hijos y mi mujer dormían. Yo subí y, en poco tiempo, hice esto.

Mi padre no llegó a verlo.

Pero ¿saben? esa noche dormí como un niño

Antonio Carrillo

sábado, 17 de mayo de 2014

El abad satiriásico



Dedica a Isabel de Leitte, amiga y traductora de portugués. Gracias por el texto y por tu amistad.

En la “Torre do Tombo” de Lisboa, Archivo Nacional portugués creado en 1378, en su armario 5, pliego 7, encontramos un texto, como poco, fascinante, la


 
SENTENCIA PROFERIDA EN 1587 EN EL JUICIO CONTRA EL ABAD DE TRANCOSO (Beira Alta)

La pena es muy dura:

"Padre Francisco da Costa, abad de Trancoso, con sesenta y dos años, será degradado de sus órdenes y arrastrado por las calles  públicas, atado a la cola de los caballos, descuartizado su cuerpo, colocando sus cuartos (restos...), cabeza y manos en diferentes distritos,
 
Claro que el delito es no menos grave:

 por el crimen por el que fue juzgado y que él mismo no negó, siendo acusado de haber compartido lecho:

con veinte y nueve ahijadas habiendo tenido con ellas noventa y siete hijas e treinta y siete hijos; de cinco hermanas ahijadas, tuvo dieciocho hijas;

de nueve comadres, treinta e ocho hijos y dieciocho hijas; de siete amas de leche, tuvo veinte e nueve hijos y cinco hijas;

de dos esclavas tuvo veinte y un hijos y siete hijas; se acostó con una tía, llamada Ana da Cunha, de quién tuvo tres hijas.

Es tal el número, que el tribunal sentenciador se ve obligado a hacer un recuento:

Total: doscientos e noventa y nueve descendientes, de los que doscientas y catorce son del sexo femenino y ochenta y cinco del masculino, habiendo concebido en cincuenta e tres mujeres".
 

El Abad debía ser persona con un metabolismo excepcional y mentalidad liberal:

No satisfecho tal apetito, el mal-hadado abad se acostó con un esclavo adolescente, llamado Joaquim Bento, quién le acusó  de abusar de su nefando conducto noches continuas cuando no había allí mujeres.

Además, dos ayudantes de misa, infantes menores, le acusan de que fueron obligados a realizar pecados orales, completos y nefandos, por los que ellos mismos se culpan por defender sus conductos intocados, en vista de la malicia exigente del  mal-hadado abad.
 
Pero no sufran. Nuestro venerable Abad no tuvo, finalmente, mal final:
 


"El Rey D. João II le perdonó la muerte y mandó ponerle en libertad a los diecisiete dias del mes de Marzo 1587, con el fundamento de haber ayudado a poblar aquella región de la "Beira Alta" (linda con España por la zona de Bejar, Salamanca,, etc.), tan despoblada. En provecho de su real hacienda, le condena a la degradacion en Tierras de Santa Cruz (Brasil), adonde es enviado para vivir en la villa de "Baía de Salvador" como colaborador del repoblamiento a llevar a cabo por los portugueses. El Eey ordena que se guarde esta sentencia en el Real Archivo y los demás papeles que formaron los autos". 


Por tanto, en 1587 el abad embarca rumbo a Salvador de Bahía, Brasil, con la orden de hacer aquello en lo ha demostrado experiencia y probada habilidad; el fornicio productivo.

 
Nota: en 1583 la ciudad de Salvador de Bahía sólo tenía 1.600 habitantes; pero en años posteriores su  población creció inusitadamente, lo que la convirtió en una de las ciudades más grandes de América. Desconocemos la razón, pero algo sospechamos.

Antonio Carrillo

viernes, 9 de mayo de 2014

De un monstruo y un pez con pulmones



Del monstruo

Todos tenemos el miedo inserto en lo más profundo de nuestro genoma. El pánico a la garra, a la ponzoña del veneno. Fuimos presa de mandíbulas poderosas y una musculatura fabulosa. Sólo desde el logro de la tecnología nos convertimos en lo que somos: la especie más peligrosa que ha habitado jamás este planeta.
Pero conservamos la herencia del miedo. Anida en nuestras entrañas.
Si tuviese que elegir al depredador más temible, el que más miedo podría causarme, creo que optaría por el más primitivo. Elegiría a un ser poderoso e implacable, todo instinto y fiereza, tosco y definitivo.



Elegiría a un pez, los primeros vertebrados; escogería al primer pez con grandes mandíbulas, capaz de tragarse a un humano de un bocado. Y tendría que irme muy lejos en el tiempo, a los mares del Devónico, hace 380 millones de años.
Lo que describo existió: un ser monstruoso, tan grande como una casa de cuatro plantas; su cráneo deforme y horrible está formado por duras placas de hueso de 5 centímetros de grosor. La armadura le cubre parte del tórax, y explica que su peso supere las dos toneladas. Es tan primitivo que no tiene dientes; no los necesita. Su mandíbula termina en unas afiladas cuchillas hechas de esmalte, durísimas, que cortan como tijeras. Además, su cráneo presenta una adaptación fabulosa a la mordida, con un juego de músculos, ligamentos y articulaciones que le permiten ejercer una presión que iguala e incluso supera la mordedura del Tiranosaurio o de los cocodrilos; más de 5.000 newtons de potencia a disposición de un ser con un cerebro diminuto.

Este monstruo inmenso podía cortar el metal de un solo mordisco.

 
Pero el miedo que nos provoca no se debe sólo a su tamaño, su fuerza o su innegable fealdad: era veloz, capaz de girar la cabeza hacia arriba y deglutir presas de gran tamaño. Mordía en décimas de segundo, creando un vacío y una succión enormes cuando abría su inmensa boca.
Y era implacable, de una ferocidad inimaginable. Practicaba el canibalismo y mataba por el simple hecho de matar: se han encontrado restos de animales no digeridos, que vomitaba hastiado de tanta comida. Era una máquina de matar inmisericorde y terrible. Un animal primitivo que no conocía el miedo, porque era el primer superdepredador definitivo que había poblado los mares.
Existió y se llamaba Dunkleosteus, el mayor pez placodermo que haya existido.

 
Un ser de pesadilla. Un monstruo.


Del pez con pulmones

Con tal compañía, no es de extrañar que en el devónico algunas especies exploraran la posibilidad de colonizar tierra firme. Posiblemente los primeros fueron los artrópodos, con los temibles “escorpiones marinos” en cabeza. Pero pronto unos peces con aletas lobuladas se arrastraron fuera del agua.
A los peces con las aletas en forma de lóbulos aplanados se les denomina sarcopterigios, y hubo uno muy peculiar, el Panderichthys.


Imagine un lugar de aguas someras, y un pez de aproximadamente un metro de largo. Su cabeza es grande, parecida a la de los tetrápodos que colonizarán la tierra, aunque con una mandíbula de pez. Se le distingue un tubo vertical en lo alto por el que respira mientras se encuentra enterrado en el fango del fondo. Con el tiempo, este conducto llamado espiráculo, especialmente ancho en el  Panderichthys, se transformará en el estribo, uno de los huesos del oído.
Si pudiésemos hacer una radiografía a sus aletas musculosas y fuertes, veríamos cuatro radios distales que nos recuerdan a dedos. No son muy funcionales para correr los 100 metros lisos, pero es un primer indicio de una extremidad diseñada para caminar.
Por último, el Panderichthys, que debía encontrarse en ocasiones en charchas muy poco profundas, había desarrollado pulmones.
Era un pez capaz de respirar aire. Increíble.

Una evolución del Panderichthys fue el Tiktaalik, de nuevo un ser extraño; mitad pez, mitad tetrápodo.

El Tiktaalik era un pez, con branquias, escamas y una mandíbula primitiva; y vivía en el agua. Sin embargo, tiene una cabeza aplanada, que nos recuerda a los cocodrilos, pulmones, costillas similares a las de los anfibios. En esta especie destaca muy especialmente la anatomía de las aletas anteriores, con hombro, codo y muñeca.
Con una cavidad torácica similar a la de los anfibios y unas articulaciones capaces de soportar su peso, el  Tiktaalik era capaz de salvar el gran obstáculo que presenta el paso del océano a la tierra firme: la gravedad. El no morir aplastado por tu propio peso.

 
Es fácil de imaginar: el Tiktaalik era un depredador grande, que podía alcanzar los dos metros y medio de envergadura, armado con dientes afilados. Seguramente esperaría emboscado bajo el agua junto a la orilla, observando con sus ojos situados en la parte superior de la cabeza. Podía hacer algo que ningún pez es capaz de realizar: podía levantar su cabeza y moverla independientemente del resto del cuerpo.
En su anatomía también destaca la pelvis, con una articulación de la cadera que supone un salto evolutivo. Este animal, a pesar de su tamaño, era capaz de propulsarse fuera del agua a gran velocidad y atrapar a presas en la orilla. Sin embargo, no viviría mucho tiempo fuera del agua: el Sol provocaría una rápida deshidratación de sus tejidos. Habrá que esperar a que los reptiles desarrollen una dura piel queratina para que este problema se resuelva.
Un asombro final
Aquí debería acabar el artículo, con la remembranza de esos primeros pasos sobre la tierra, con unos peces asombrosos, poseedores de branquias y pulmones.
Pero no.
Estamos en una zona pantanosa, afluente del río Congo, en el oeste de África. Nos hayamos en plena estación seca, y los acuíferos están secos. La tierra cuarteada espera el agua de la estación lluviosa, dentro de unos meses.
Aparentemente, nada vive bajo tierra.
Un agujero nos ofrece una pista de que algo se oculta bajo la tierra resquebrajada. Escavamos, y encontramos una especie de gran capullo. En su interior, enroscado en sí mismo, hay un pez. Un pez que ha creado un agujero que rezuma agua gracias a una mucosidad que ha producido y que mantiene húmeda su piel; un hábitat diminuto en forma de costra, con un exterior endurecido que evita la evaporación de la humedad.

Y este pez increíble, aletargado en su descanso veraniego, sobrevive respirando aire gracias a sus pulmones.

 
Estamos en el año 2014 y hemos encontrado un ejemplar de Protopterus annectens, un pez con branquias y pulmones. Un dipnoo. Un fósil viviente. Un sarcopterigios que camina. Un pez que prefiere pasear por el fondo de un estanque o incluso que puede recorrer cortas distancias en tierra firme, respirando (en realidad tragando aire) por la boca.
 
Este animal de 120 centímetros tiene dos corrientes sanguíneas separadas, una evolución que comenzó con el Panderichthys. La circulación pulmonar exige de un corazón con una apariencia diferente al de los peces, con una forma de S que nos recuerda a las salamandras, y tabiques que separan la parte derecha e izquierda. Sin embargo, en los dipnoos (peces pulmonados) no hay corazones con cuatro cámaras, como en los amniotes.
Tener el privilegio de poder ver a este ser fascinante caminando, alternando las extremidades y respirando aire, es un privilegio increíble que me sorprende no sea de dominio público y objeto de más interés. En estos seres que llevan 350 millones de años viviendo sobre este planeta nos podemos ver como lo que somos: animales cordados que una vez salieron de los océanos, respiraron aire y caminaron sobre cuatro extremidades. Uno especie se irguió hace unos 6 millones de años, y acabó enviando sondas a lo más profundo del espacio.
Pero todo comienza así, con el andar vacilante de un pez con pulmones ¿No les maravilla? ¿No les asombra poder verlo?
Y hay otras especies de dipnoos, en América y Australia. 
Una vez más, la realidad nos presenta asombros difíciles de creer.

Antonio Carrillo