viernes, 22 de abril de 2016

El hombre de la nariz de oro


 

El hombre de la nariz de oro se muere.

Decae. Se percibe un temblor en los labios, en los dedos de la mano derecha. Aquejado de dolor de cabeza y una persistente diarrea, sus ojos se nublan y su mente se aletarga.
A la vez, hay episodios de irritabilidad, en los que pierde el sentido de la realidad. Hay arrebatos de locura, y un miedo persistente.
El insomne hombre de la nariz de oro tiene los órganos internos irremisiblemente dañados, especialmente los riñones.
El hombre de la nariz de oro muere envenenado.
Es un hombre rico y poderoso, el señor de un castillo. Durante la cena, al fondo del salón, percibe la callada presencia de su invitado más reciente, un brillante matemático y físico alemán. Una de las mentes más privilegiadas de la historia de la humanidad.
El hombre de la nariz de oro ha dedicado su vida a observar el cielo nocturno, el movimiento de los astros. Nadie en la historia ha desempeñado esta tarea con tanta precisión y meticulosidad. Pero los datos esconden una respuesta: el tránsito de estrellas y planetas sigue un patrón, un orden. Y nadie ha sido capaz de descifrarlo. Sólo el matemático alemán tiene la inteligencia para desentrañar el secreto. Y necesita los datos recopilados por el dueño del palacio durante toda una vida.
Pero, en su delirio, enfermo y débil, inseguro, el hombre de la nariz de oro le racanea el acceso a la información. Son migajas lo que le ofrece. Unos pocos datos inconexos.
Todo empezó hace más de cincuenta años. El hombre de la nariz de oro nació en 1546, en el seno de una de las familias más poderosas de Dinamarca. Su destino era la política, el gobierno, y recibió una educación exquisita en humanidades y leyes. Sin embargo, a los 14 años presenció un eclipse de sol que había sido predicho. Este fenómeno lo marcó irremisiblemente: sus ojos adolescentes miraron desde entonces hacia lo alto, hacia el rumbo que marcan las estrellas.
A los 20 años sus estudios incluían, además de leyes y humanidades, astrología, matemáticas, alquimia y medicina. Se habla ya de su erudición por media Europa, y el propio rey le concede un puesto que le permite desarrollar su talento.
Es por entonces que, en el transcurso de una riña contra un colega astrónomo, el filo de una espada le arranca buena parte de la nariz. Hace que le fabriquen una prótesis de oro y plata, que disimulará con maquillaje.
A los 26 años, en 1572, mientras se dedicaba especialmente a la química y la alquimia, observa asombrado el nacimiento de una nueva estrella en la constelación de Casiopea. Donde antes no había nada, ahora aparecía un fulgor inigualable, tan brillante como Júpiter. Una luz nueva en el cielo nocturno, lo que contradecía todo lo que se sabía sobre el firmamento y su inmutabilidad. Se hizo más brillante, al punto que podía verse incluso de día. Publicó un libro sobre el fenómeno que llevaba por título Stella Nova. Nueva estrella.
Desde entonces, llamamos novas o supernovas a estas estrellas brillantes que surgen de repente. Y la estrella, hoy denominada supernova SN 1572, tiene el sobrenombre de nuestro protagonista: la estrella Tycho.
Tycho Brahe (el hombre de la nariz de oro) desarrolló su labor antes de la invención del telescopio. No podía saber que el fenómeno del que había sido testigo era excepcional y de una importancia descomunal. Porque lo que la humanidad presenció en 1572 no fue una supernova normal. Hoy sabemos que SN 1572 es, en realidad, un fenómeno astronómico causado no por una, sino dos estrellas hermanadas. Una supernova del tipo Ia.
Imaginen. 5.500 años antes de Cristo la humanidad daba sus primeros pasos hacia lo que denominamos civilización. Faltan 2.000 años para que se invente la escritura en Mesopotamia, pero en el cercano oriente ya hay ciudades fuertemente amuralladas, como Jericó. Hay comercio, jefatura, sacerdotes.
 
En ese preciso momento, muy lejos, a 7.000 años luz de distancia, dos estrellas que orbitan juntas en un sistema binario están a punto de sufrir un cambio catastrófico. Una de las estrellas es lo que denominamos una enana blanca, una estrella pequeña y (relativamente) fría compuesta de carbono y oxígeno y una fina capa de helio e hidrógeno. Su compañera es una gigante roja, una enorme estrella que se desgarra en parte, compartiendo materia con su hermana pequeña. La enana blanca recibe masa de la gigante, su núcleo se compacta con el tiempo y, de repente, se inicia una fusión nuclear que consume casi todo el carbono en apenas unos segundos. Se genera una reacción incontrolada que acaba en una gigantesca explosión que la destruye.
Una supernova Ia.
Esto sucedió, hemos dicho, unos 5.500 años antes de Cristo. Como las estrellas estaban a unos 7.000 años luz de la Tierra, vimos la explosión justo 7.000 años más tarde, en el año 1572.
Pero hemos dicho que las supernovas del tipo Ia son muy importantes ¿Por qué?
Estas explosiones estelares Ia tienen como protagonistas a enanas blancas, de las que conocemos bastante bien la cantidad de luz que emiten. Las supernovas que percibimos responden a esta uniformidad, muy especialmente a los pocos meses de explosionar, cuando la materia que se ilumina se compone principalmente de níquel. Es decir, sabemos lo brillantes que son las estrellas al explotar gracias al metal que blanquea el interior de nuestras monedas de euro.
Este dato es de una importancia excepcional. La intensidad de la luz que emite una estrella varía con la distancia, más tenue cuanto más lejos. Si observo supernovas Ia en galaxias muy lejanas a miles o decenas de miles de años luz de distancia, puedo calcular con precisión lo lejos que están midiendo la intensidad con la que me llega la luz de la explosión.
Este método – igual les sorprende – es una de las pocas herramientas con las que contamos para medir el cosmos. Lo grande que es en realidad. Lo rápido que se expande.
Pero volvamos a Tycho Brahe.
Al año siguiente de presenciar la supernova , el inconformista Tycho provoca un gran escándalo al elegir como esposa a Cristina, una humilde campesina. Tuvo que intervenir el mismo rey para que se pudiese celebrar el enlace. Tuvieron 8 hijos.
Dos años más tarde el monarca, deseoso de mantener a Tycho como astrólogo real, le regaló la isla de Hven, con una casa y una renta vitalicia. Tycho amplió el recinto construyendo un verdadero centro de observación científico, con observatorio, laboratorios e incluso una imprenta propia.
Mucho más tarde, en 1599, Tycho fue nombrado astrólogo y matemático del Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Rodolfo II de Habsburgo. Y es entonces, en el año 1600, en un castillo cercano a Praga, que nos volvemos a encontrar al Tycho Brahe mortalmente enfermo a sus 54 años.
Envenenado, dije.
El problema lo causa la exposición al mercurio. Los alquimistas de la época, y ciertos artesanos que utilizaban el fieltro, como los sombrereros, sufrían por el contacto con este metal altamente venenoso (¿Recuerdan al sombrerero loco de Alicia en el País de las Maravillas?). El propio Newton murió con la razón trastornada por su afición a la alquimia y la exposición al mercurio.
Esto nos conduce a una reflexión que considero de una enorme importancia. En el siglo XVI y XVII la modernidad (la física experimental, la astronomía o las matemáticas) convivían con retazos de una cultura medieval (la astrología, la alquimia), estableciendo unas fronteras difusas. La iglesia, por ejemplo, condena a Galileo (que inventó el telescopio en 1609) por su teoría heliocéntrica el año 1633.
Por cierto, en el año 1990 Ratzinger, futuro Benedicto XVI, afirma que “la Iglesia de la época de Galileo se atenía más estrictamente a la razón que el propio Galileo, y tomaba en consideración también las consecuencias éticas y sociales de la doctrina galileana. Su sentencia contra Galileo fue razonable y justa, y sólo por motivos de oportunismo político se legitima su revisión”. O, como diría más tarde, “Desde las consecuencias concretas de la obra galileana, C. F. von Weizsäcker, por ejemplo, da un paso adelante cuando ve un «camino directísimo» que conduce desde Galileo a la bomba atómica”.
Conviene recordarlo: en enero de 2008 el ya Papa Benedicto XVI tendrá que anular su presencia en la principal universidad de Roma, La Sapienza, ante la protesta firmada por 67 profesores y los actos de rebeldía del alumnado.
Conviene recordar, asimismo, que la comisión nombrada por Juan Pablo II para tratar el “caso Galileo” en 1992, afirmó que Galileo carecía de argumentos científicos para demostrar el heliocentrismo, y la comisión sostuvo la inocencia de la Iglesia como institución y la obligación de Galileo de reconocer y prestar obediencia a su magisterio, justificando la condena y evitando una rehabilitación plena.
Porque la historia de Tycho Brahe, del hombre de la nariz de oro, es, en definitiva, la historia del triunfo del razonamiento científico frente al dogma o la doctrina.
Un Tycho Brahe moribundo accede finalmente a que el matemático alemán pueda disponer de los miles de datos recopilados durante decenios. En su lecho de muerte, en un breve momento de lucidez, sólo tiene un último ruego, una súplica desesperada: “no quiero haber vivido en vano”.
La obra de su vida pasará, en efecto, al matemático Johannes Kepler, una de las tres figuras capitales del siglo XVII.
 
Y sucede algo sorprendente: Kepler era un hombre muy religioso, creyente en un universo que reflejaba la perfección de Dios en órbitas perfectamente circulares, a la manera de Aristóteles, pero que además guardaban entre sí una relación equivalente a los poliedros perfectos, siguiendo el razonamiento platónico. Pero los datos de Brahe eran concluyentes, e incompatibles con el círculo, incluso con el óvalo. Los astros no obedecían a la armonía de las esferas.
Kepler pudo obviar los datos de Brahe. Pudo amañarlos para que se adecuasen a sus prejuicios. Pudo simplemente desacreditarlos. Sin embargo, buceó en otras formas geométricas hasta que descubrió las elipses. Y con ello acabó formulando, en 1609, las tres leyes que describen el movimiento de los astros. Tres leyes que seguimos utilizando, que sirvieron de inspiración a Galileo o Newton. Que nos permiten conocer con exactitud cómo se comporta la realidad.
Gracias a la obra de estos tres hombres hoy podemos enviar una sonda a millones de kilómetros, más allá de Plutón, al encuentro con una pequeña roca de apenas 40 kilómetros de diámetro; una hazaña que se producirá el 1 de enero de 2019. Los cálculos necesarios se basan en razonamientos del siglo XVII.
Por cierto; Kepler será también testigo, en 1604, de la aparición de una Stella nova. La estrella de Kepler.
Es un suceso excepcional. Desde entonces no hemos podido volver a ver, a simple vista, este fenómeno en el firmamento. Y han pasado 400 años.
Un adolescente observa un eclipse. Su mente se abre al asombro con la intensidad del amor temprano.
 
Y el universo, por un instante, acaso una milésima de segundo, se siente observado.
Esta es la grandeza del hombre. La mirada de un niño. A lo alto.

Antonio Carrillo.