domingo, 26 de abril de 2015

Empatía


 
«Tenías dos pechos igual que yo
Y el pelo negro igual que yo
Y la boca pintada como yo la quería
Y usabas falda igual que yo
De tela floreada igual que yo
Y llevabas sandalias como yo
Y te arrastraban dos policías
Y dabas gritos en mitad de la calle
Y llevabas de rastras las sandalias
Y te sangraban los pies

Y desde adentro me llamó mi abuela
Y vino
Y cerró la ventana
Y me arrastró del pelo
Hasta lo más oscuro de la sala». 

Virginia Grüter. “La ventana”

 

«Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos»  

Miguel Hernández

 

 


Empatía (Einfühlung) es un término utilizado por primera vez por Robert Vischer, y se define como la identificación afectiva con una realidad ajena. Para Gaston Berger es la ternura, la tendencia a ponerse en el lugar del otro, de compartir sus alegrías y sus penas.

Frente a los intereses individuales, la empatía o endopatía nos sirve para entender los intereses y sentimientos ajenos, y hace posible fenómenos como la compasión, el altruismo y el sacrificio personal, todos ellos indispensables para construir una sociedad humana viable. 

La empatía surge y se alimenta del roce, de la cercanía. Los experimentos sobre obediencia a la autoridad son un excelente ejemplo:

Unos sujetos se creen partícipes en un falso experimento que supuestamente trata de establecer los límites de tolerancia al dolor. Se les pide que pulsen un botón que provoca fuertes descargas eléctricas a otra persona, también voluntaria en el experimento. Los hechos demuestran que cuanto más cerca se sitúan de las víctimas, más empatizan con su sufrimiento, y menos dispuestas están a causar daño. Sentimos su daño como nuestro.

En el último estadio de la extrospección se produce un fenómeno inusual y difícil de explicar: aparece la más profunda introspección como consecuencia de este compartirnos, porque no hay utilidad ni voluntad de ganancia. No es fácil de justificar el amor de un padre en términos de provecho. Tampoco la amistad. Como otras tantas realidades fundamentales, pierde sentido al intentar explicarla. Sólo está al alcance de una metáfora, o de un cuento que expliqué por qué el amor nos hace mejores:
 

«El Alquimista cogió un libro que alguien de la caravana había traído. El volumen estaba sin las tapas, pero logró identificar a su autor: Oscar Wilde. Mientras lo hojeaba, encontró una historia sobre Narciso.
 
El Alquimista conocía la leyenda de Narciso, un hermoso muchacho que todos los días iba a contemplar su propia belleza en el lago. Estaba tan fascinado por sí mismo, que un día cayó dentro del lago y murió ahogado. En el lugar donde cayó nació una flor que llamaron narciso.

Pero no era así como Oscar Wilde ponía fin a la historia.

El decía que cuando Narciso murió, vinieron las Oréiadas – diosas del bosque – y vieron el lago transformado, de un lago de agua dulce, en un cántaro de lágrimas saladas. 

              -¿Por qué lloráis? –preguntaron las Oréiadas.

              -Lloro por Narciso, -respondió el lago.

     -Oh, no nos extraña que lloréis por Narciso –prosiguieron diciendo ellas -. Al fin y al cabo, a pesar de que todas nosotras le perseguíamos siempre a través del bosque, vos erais el único que  tenía la oportunidad de contemplar de cerca su belleza.

              -Entonces, ¿era bello Narciso? –preguntó el lago.

              -¿Quién sino vos podría saberlo? –respondieron, sorprendidas, las Oréiadas-. Después de todo, era sobre vuestra orilla donde él se inclinaba todos los días.

              El lago quedose inmóvil unos instantes. Finalmente dijo:

              -Lloro por Narciso, pero nunca me había dado cuenta de que Narciso fuese bello.

              -Lloro por Narciso porque cada vez que él se recostaba sobre mi orilla yo podía ver, en el fondo de sus ojos, mi propia belleza reflejada».

 Paulo Coelho. Prólogo de “El Alquimista”

 

 
Empatía. Una de esas cualidades humanas que hacen que vivir merezca la pena.

Antonio Carrillo

miércoles, 15 de abril de 2015

TIEMPO, CURIOSIDAD Y MIEDO

 



Aquello que la oruga llama el fin del mundo

El resto del mundo lo llama mariposa

Lao tse

El hombre es tiempo, curiosidad y un poco de miedo.


Es mucho más, cierto; pero todo escrito necesita un comienzo, y como frase no está mal.

Si mezclamos estos tres colores primarios dispondremos de una paleta llena de matices insólitos. “Tiempo” y “curiosidad”, por ejemplo, son los ingredientes con los que fabricar a un viajero, un vagabundo. Para el hombre todo horizonte resulta una llamada, y desde que nace se embarca en una búsqueda de lugares, individuos y saberes nuevos, navegando océanos reales e imaginarios.

De niño aprende el habla empujado por el ansia de entender y ser comprendido, con el deseo perentorio de participar de la fascinante magia que son "los otros". Al principio, sólo la madre traduce su confuso balbuceo de hadas; pero muy pronto el niño humano explora, escucha, percibe y se expresa; despierta sus sentidos a la realidad. Los abrazos lo han preparado y conoce sus propios límites, se zambulle en un universo de sonidos e imágenes protegido por la magia de los besos y las caricias; se sabe valorado, importante y único, y está bien pertrechado para iniciar un camino incierto que recorrerá casi siempre solo: su propia vida. Evolucionará después de haber nacido a la luz como ninguna especie lo hace: con la necesidad de deambular por un interminable laberinto de encrucijadas, con el único bagaje de una predisposición genética y, mucho más importante, un entorno social y familiar que lo educa, confiere valores y, si tiene suerte, le facilita comida, calor, seguridad y amor.

Finalmente, decidirá su rumbo en cada cruce, y mientras perdure en él la búsqueda y el asombro, el tiempo y la curiosidad, permanecerá latente en su pecho la vida.

Esto nos conduce a la segunda variante, la que mezcla “tiempo” y “miedo”; que enmarca la naturaleza última del individuo. De lo dicho antes se infiere que los humanos nacemos a medio hacer, moldeables e indefensos. Tanto es así que, como reza un famoso aforismo, nuestra existencia (estar) precede a la esencia (ser). Es decir, no nacemos hechos; nos  ensamblamos en un todo coherente con el lento transcurso del tiempo.

Al principio la herencia cobra protagonismo en forma de instintos, fobias y reflejos que resultaron útiles para la supervivencia de nuestros ancestros. Pero el hombre es un animal capaz de adquirir con esfuerzo y disciplina cualidades insólitas. Cuando un bebé humano nace lo hace "insatisfecho" (del latín in satis factum: no suficientemente hecho). Al cabo de un año el niño resulta un ser sustancialmente distinto. Su cerebro es diferente. Cambia en la sinapsis, lo hace constantemente, y cada día alumbrará a un ser nuevo, hasta casi su final. El momento de su muerte será, entonces, ontológicamente trascendental. Es decir, hay que esperar a la cercanía de la muerte para conocer quien ha llegado a ser en realidad, su verdadero nombre.

No nacemos con un nombre; morimos con él.


Llegará un día en que el niño tome conciencia de su propia muerte, y del hecho de que es responsable no sólo de su presente, sino también de su futuro; buscará atajos y distracciones a este vértigo existencial que lo golpeará durante toda la vida. Un animal transcurre por la vida ajeno a su final, pero el animal humano muere todos sus días, y en algún momento entierra a amigos, padres o hijos. Apartará su miedo en un oscuro almacén que llamamos subconsciente, pero no podrá escapar de la sombra alargada del ciprés.

Es libre para decidir, puede y debe optar por uno u otro sendero; la vida planteará encrucijadas constantemente sin que nadie pueda decidir por él. Le tendrá miedo al tiempo, porque se le escapa imperceptiblemente, porque le obliga a decidir, porque nunca tendrá un control absoluto de su presente. Porque, haga lo que haga, la vida siempre tiene mal pronóstico. Los humanos nos apagamos sin darnos realmente cuenta, y el espejo nos miente amable todas las mañanas. La vejez siempre llega de repente. Por fortuna, resulta tan arduo el camino que muchos llegan agotados a la meta. Y es entonces que se produce un hecho sorprendente: el anciano deja de temer al tiempo. En realidad, él mismo se ha convertido en tiempo.
 
 

Es entonces el momento de ponerle nombre, lo dijimos antes; y prestar atención a sus palabras.


La ultima mezcla de esta paleta vital, en la que se aúnan “miedo” y “curiosidad”, genera un crisol repleto de desconfianzas y prejuicios. En nuestro interior, un cerebro emocional paleolítico se enfrenta a una existencia en sociedad sumamente compleja, fruto de la curiosidad y la inventiva humana, saturada en fin de conocimientos y tecnología. Pero en el fondo seguimos siendo simios gregarios, competitivos y violentos. Queremos transmitir nuestra carga genética; y defendemos tanto nuestra prole como nuestro nicho biológico con fiereza. Acumulamos si podemos, prevalecemos si sabemos, aniquilamos si es necesario. El siglo XX nos ha dejado un reguero de sangre y vergüenza lo bastante denso como para tener pocas dudas sobre nuestra naturaleza emocional. Hoy mismo, millones de seres del llamado tercer mundo viven (y mueren) una existencia indigna que alimenta el ansia consumista de una minoría selecta de adolescentes perpetuos, que se atiborran de ansiolíticos y consideran la felicidad una meta inexcusable. ¡Como si la felicidad fuera un derecho! Los jóvenes son los que enseñan a los ancianos, que se muestran confundidos y desplazados por una realidad frenética, inaprensible. No se muere con la conquista de un nombre propio, porque la televisión o internet se alimentan de anonimato. Esta despersonalización imparable se apodera de urbes inmensas en las que el estruendo y la prisa atropellan los sueños. 




En un lugar así, tan civilizado, resolvemos ecuaciones a la vez que sufrimos un miedo infantil a que nos quiten lo mucho que acumulamos. Creamos fronteras para poder cerrarlas, hacemos proselitismo de nuestras certezas y acallamos nuestra conciencia con una ayuda humanitaria compuesta de migajas y condescendencia a partes iguales. Es el vociferante mundo de los “sordos funcionales”, que no distinguen lo que Tienen de lo que Son. Decía el humorista Perich: “¿qué cabe esperar de una sociedad en la que las bicicletas son estáticas y los teléfonos móviles?” Los ancianos ocultan su vergonzante condición en máscaras de bótox, los adultos prostituyen su libertad a cambio de dinero y los niños aprenden a no ser niños.

Nos olvidamos de contar historias y, en consecuencia, la historia se olvida de nosotros.
 
Hasta aquí hemos cumplido con lo que se espera de un ensayo sobre la condición humana. El pesimismo y el desastre premonitorio son materia siempre inexcusable. Y, sin embargo, hay algo más; un milagro en forma de esperanza. Pero es difícil de explicar, porque para encontrarle sentido necesitamos de unos gramos de intuición, un poco de inocencia, debemos utilizar el sexto sentido humano, el sentido del humor, y recobrar, en palabras de María Zambrano, el lenguaje de la razón poética. “Tiempo”, “curiosidad” y “miedo” no bastan entonces para abarcar por completo la complejidad humana.

Disponemos de otra visión, más poética, en la que la metáfora germina verdades.  

La sociedad está en crisis, es cierto. En realidad, siempre lo ha estado. En una tablilla de arcilla de la época Sumeria, hace 5.000 años, un padre se lamentaba ya del comportamiento irresponsable de su hijo, y de la juventud en general. Creía que la civilización humana no tenía futuro.

Debemos adoptar una perspectiva “Sub specie aeternitatis”, en expresión de Spinoza; contemplado el hombre desde la eternidad; como un todo. Hoy en día podemos optar por una visión muy amplia del devenir del cosmos. Comenzamos así un viaje por argumentos a menudo incómodos de asumir: somos el resultado de unos fenómenos astronómicos, geológicos y biológicos impredecibles. Somos hijos del azar, unos recién llegados a un anodino sistema solar de una galaxia corriente, situada en un universo joven que se muere de vacío, de frío y oscuridad. Que se expande hacia la nada de manera acelerada desde hace 5.000 años sin que sepamos el porqué. No hay final feliz para nuestra (cualquier) historia, porque lo que hay es un final sin estrellas.  

Somos innecesarios y, posiblemente, únicos. Al menos en nuestra galaxia.

Pero mientras dure la senda, mientras Estemos, aparte de pasarlo lo mejor posible, debemos revestir el “tiempo”, el “miedo” y la “curiosidad” de intuición. Y con ello vamos a buscar la perspectiva nueva que nos ofrece, en palabras de Chantal Maillard, “la creación por la metáfora”.


Vamos a sembrar por doquier una semilla del árbol de la curiosidad. 

Cuyo fruto, como la estatua del halcón maltés, está hecha de la materia que conforma los sueños.

Antonio Carrillo Tundidor

miércoles, 1 de abril de 2015

El "Alien" de las profundidades




Desde hace más de 300 millones de años un ser extraño habita las profundidades de nuestros océanos. Son los mixinos, aunque también se los conoce como pez bruja.

Y, francamente, dan algo de miedo. Y no sólo por su aspecto.

Estos antiguos peces no han evolucionado desde antes de los dinosaurios. Son tan primitivos que, a pesar de tener cráneo, carecen de vértebras. A lo largo de su cuerpo cilíndrico encontramos una cuerda dorsal flexible llamada notocordio, presente en la fase embrionaria de los cordados. Este hecho, la ausencia de vértebras, que denota su antigüedad evolutiva, suscita un debate sobre si los mixinos deben incluirse o no entre los animales vertebrados.

Tienen forma de anguila, con una longitud que oscila entre los 30 centímetros y el metro y medio. No tienen
espinas, y se han encontrado ejemplares con hasta cinco corazones. Sus ojos son rudimentarios, como es de esperar en una especie que vive en la oscuridad del fondo oceánico, hasta los 1.500 metros de profundidad. Para localizar a sus presas disponen de un oído rudimentario y receptores de olor en su piel.

Son unos animales que han suscitado un enorme interés por su fascinante mecanismo de defensa. Si los peces bruja se sienten atacados enseguida sus células segregan una pequeña proteína de forma cónica que se acumula en capas hasta formar una molécula bastante grande, de varios centímetros.


La sustancia segregada reacciona con el agua y se expande, formando una capa viscosa de un material flexible, casi transparente y extremadamente resistente, Algo parecido a una tela de araña. El atacante se ve obligado a renunciar al ataque, porque corre el riesgo de morir asfixiado por una baba clara que le cubre boca y branquias.

Un solo pez bruja puede segregar cientos de kilómetros de hilo de este material.

Los científicos están intentando sintetizar este maravilloso producto en el laboratorio, porque la producción industrial en piscifactorías de mixinos es inviable. Al fin y al cabo, es un pez abisal que vive en unas condiciones de presión y temperatura extremas. Podríamos fabricar tendones para cirugía reparadora, chalecos antibala muy livianos, cuerdas con una resistencia a la rotura impresionante y muchos otros productos.

Los mixinos se encargan de limpiar los fondos oceánicos comiéndose a los animales que acaban muertos en las profundidades. Es muy usual ver el cuerpo de una ballena siendo devorado por estos seres. Pero tienen una faceta que, con su aterrador aspecto, los hace temibles. Son capaces de atacar y devorar a presas vivas desde su interior.

La boca de un pez bruja carece de mandíbulas. Dispone de dos hileras de dientes con los que se aferran al cuerpo de sus víctimas y, lo que suena aterrador, de dentro de su boca surge una potente y espantosa lengua plagada de dientes que hiere piel y carne. El "Alien" se introduce dentro del huésped.

Una vez dentro, devoran lentamente a su presa. Que sigue viva y condenada a una muerte horrible.

Un "Alien" abisal; un ser anterior a los dinosaurios que ha sobrevivido a cambios climáticos y extinciones. Un superviviente de pesadilla.

En definitiva; un animal fascinante



Antonio Carrillo