sábado, 22 de noviembre de 2014

El español en peligro: la variación diastrática


 

En los dos últimos ensayos he reflexionado sobre las variaciones diatópicas; las que se producen en función del lugar en que se habla y, muy especialmente, del fenómeno de “contaminación” del castellano por el idioma inglés.

Sin embargo, en mi opinión, el mayor peligro para el habla correcta proviene de nosotros mismos, de la llamada variación diastrática; es decir, de los “sociolectos” que se imponen en un mismo territorio sobre una base socioeconómica y, muy especialmente, cultural.

En efecto: su entorno cultural y económico determina la manera como se expresa. Porque la enseñanza del lenguaje es un proceso de asimilación que no puede escapar de tópicos, modismos y usos. Se nos cincela desde la cuna para integrarnos e identificarnos con un grupo.

Es importante diferenciar la variación diastrática de la diafásica; ésta última afirma que todos hablamos de distinta manera a lo largo del día, un lenguaje informal con los amigos y otro más cuidado en una reunión de trabajo. Sintaxis y léxico se acomodan a escenarios e intenciones; pero nuestro idioma es el mismo.  

La sociolingüística estudia la variación diastrática que, como hemos dicho, se fundamenta en razones sociales y culturales. Por decirlo crudamente, si el entorno social en el que creces y te educas fomenta la lectura y el uso de un habla variada, te expresarás mejor que si maduras en un hogar o una patria sin libros ni hábito de lectura. Un niño que ve leer a su padre lo más probable es que acabe leyendo, por mimetismo. Si, además, los progenitores le corrigen los errores que comete, el aprendizaje se adquiere sin esfuerzo, como un elemento más de la interacción social, siempre gratificante y necesaria. Si la educación desde pequeños centra sus esfuerzos en asentar una buena base de lectura y escritura, por encima de la simple memorización de conceptos, seremos capaces de desarrollar nuestro intelecto porque dispondremos de herramientas para hacerlo.

Quiero aclarar algo para que no haya lugar a malentendidos: El ámbito del lenguaje objeto de este artículo no es el denominado español culto, un idioma cuidado hasta el extremo por unas pocas inteligencias. No me refiero a un español exquisito y minoritario, sino a una lengua estándar no siempre perfecta, pero sí correcta en lo posible. Por lo que me pregunto, entonces, es por el español que habla el común de los ciudadanos, por nuestro conocimiento de la sintaxis y la riqueza de nuestro léxico, y por si se observan cambios en los últimos decenios.

Algo más que quisiera dejar claro es que voy a referirme a los sociolectos en España. Y ello por dos razones. Primero, es el ejemplo que mejor conozco; a otros países hispanohablantes sólo acudo de visita, lo que me impide pronunciarme con respecto a la influencia socioeconómica y educacional sobre el dominio de la lengua. En segundo lugar, porque en mis viajes por algunos países hispanohablantes sí he observado problemas de integración racial que afectan a amplios grupos poblacionales indígenas, a menudo hablantes de un idioma que no es el español. En este caso, el análisis sociológico adquiere matices significativamente diferentes. Además, la desigualdad en la distribución de la riqueza, así como la falta de seguridad jurídica y de igualdad de oportunidades en muchas (que no todas) las zonas hispanohablantes condiciona el estudio de la variación diastrática.

No lo impide; de hecho, posiblemente lo hace incluso más necesario. Pero el enfoque de este artículo necesita de unas condiciones de equidad. Mi sujeto de análisis lo constituye la población en general, no una minoría académica ni una marginalidad sin acceso a un sistema de educación pública de calidad. En definitiva, pretendo centrarme en el habla de lo que denominamos “clase media”.

La pregunta es: en un Estado Social de Derecho, con una economía (todavía) poderosa y servicios públicos (sanidad o educación) al alcance de todos, ¿cómo observo la deriva diastrática? La clase media, mayoritaria hoy en España, realmente cobró pujanza hace apenas unos 50 años; mucho más tarde, por ejemplo, que en Argentina. Pues bien, con unos índices de alfabetización actuales cercanos al 100%, con el libre acceso a la cultura (bibliotecas públicas) y una sobreexposición a la información y todo tipo de estímulos y entretenimientos ¿qué provecho hemos sacado de esta inusual bonanza?

De nuevo un inciso obligado. Estamos sufriendo una terrible crisis económica, la peor en 60 años. Y es probable que toda una generación quede irremisiblemente apartada de la senda de la esperanza. Con un tercio de la población pasando dificultades, hablar de primer mundo puede parecer un sarcasmo cruel. Sin embargo, vista España con perspectiva suficiente, el avance conseguido en los últimos 50 años no tiene parangón en toda nuestra historia, y es un caso tan excepcional que en universidades extranjeras se estudia como el “milagro español”. El que ahora pasemos por una pesadilla no debe nublarnos el juicio: España es un país sometido al embate de un horrible huracán, pero continúa asentado, por méritos propios, dentro del denominado primer mundo.

En este sentido, y ya que de socio-economía hablamos, hay tres índices que miden la bonanza de un país: El Producto Interior Bruto nos indica cuánta riqueza genera. Más importante resulta la Renta per Cápita, porque refleja el nivel de vida al que puede optar la población. Por ejemplo, España es pequeña si la comparamos con China, pero la renta per cápita de un español es 20 veces superior a la de un chino.

Un tercer índice mide la distribución equitativa de la riqueza. Es, en mi opinión, el índice más importante. Un país puede tener toda la renta concentrada en unos pocos, con grandes bolsas de marginalidad. Vallas y fusiles protegerán a su oligarquía de la justa ira de un pueblo  explotado que pasa hambre y no tiene acceso a una educación superior, mientras un puñado se aísla en paraísos edulcorados. Como alternativa viable, en la Europa de la postguerra se intentó crear un modelo de sociedad en la que el estado protege los derechos fundamentales gracias a un reparto igualitario de bienes, servicios y oportunidades, pero siempre respetando la propiedad privada, el libre mercado y la democracia representativa.

Naciones Unidas realizó un estudio al respecto que a muchos incomoda. Utiliza para ello el denominado coeficiente Gini. Cuanto mayor es el coeficiente, menos igualitaria es la sociedad. Cuando supera de hecho el valor de 0,40 la sociedad muestra una polarización importante entre pobres y ricos: unos pocos privilegiados acumulan la riqueza del país.

En todo el planeta el coeficiente supera el 0,60. Vivimos en un planeta muy poco igualitario. Noruega, Islandia, Suecia o Finlandia están a la cabeza de las sociedades más equitativas y rondan el 0,24. La Unión Europea se sitúa en una media del 0,30. España ha sufrido por la crisis este último lustro, y ahora se encuentra en un 0,35; pero el poderoso imperio de los EEUU, por ejemplo, alcanza un índice que sorprende: un 0,47.  La China comunista soporta un terrible 0,61. El gigante asiático tiene pies de barro, y la desigualdad puede provocar disturbios sociales en el futuro.

Porque no es de simples números de lo que hablo; tienen un reflejo pragmático incuestionable. España, por ejemplo, disfruta del segundo mejor sistema de salud pública del mundo, con un claro liderazgo mundial en trasplantes. En los EEUU, por ejemplo, si tu seguro médico no te cubre un tratamiento, te enfrentas a serios problemas: los precios de la sanidad privada están al alcance de muy pocos.  Y las familias ahorran durante años para poder pagar los estudios universitarios de sus hijos.

La crisis en España preocupa precisamente porque afecta al Coeficiente Gini. Y esto puede significar la destrucción de la clase media y del tejido productivo del país. Es una situación que se ha dado en otros lugares y momentos, y el mejor ejemplo lo tenemos en Argentina. A principios de siglo Argentina era la cuarta potencia económica del mundo. Todavía en 1975 su Coeficiente Gini era de 0,35. En la actualidad alcanza el 0,44, aunque llegó al 0,55 en el 2002. En Argentina la clase media y la seguridad jurídica fueron las principales víctimas de la crisis, con el arribismo de populismos y dictaduras.

Por cierto, Colombia (0,53), Chile (0,52), Ecuador (0,49), Perú (0, 48) o México (0,47) sufren igualmente una situación de franca desigualdad. Como excepción en el mundo de habla hispana, podemos citar los ejemplos de Uruguay y Nicaragua (0,34).

Pero volvamos al idioma.

En ocasiones los factores socioeconómicos no inciden tan negativamente en la educación. Tal es el caso de Argentina. A pesar de todo lo antedicho, el país del cono sur tiene un nivel de educación equiparable (si no mejor) al de España o cualquier otro estado similar. Creo que tiene que ver con su pasado próspero, del que perdura la conciencia de la importancia de la formación.

En España el proceso ha sido a la inversa. La España de principios de siglo XX era un país con serias carencias, especialmente en entornos rurales y deprimidos. El ideal ilustrado tenía por antagonista una sociedad civil muy cerrada en sí misma, piadosa y desengañada por un designio funesto del que apenas se culpaba. Era España un país provinciano, desencantado, y los intentos de elevar el nivel cultural de la población no fructificaron. La Institución Libre de Enseñanza, por ejemplo, una gran oportunidad, muere con la Guerra Civil.

Tras la dictadura del General Franco, España sufre una transformación asombrosa, que le permitirá situarse entre las doce principales economías del mundo. La sanidad es ahora universal y gratuita, la educación pública o subvencionada permite que los niveles de escolarización sean equiparables a los de Alemania, Francia o Reino Unido. Se crean decenas de universidades, públicas y privadas, y lo que antes era privilegio de unos pocos, alcanzar estudios superiores, ahora está al alcance de prácticamente toda la población. La generación que nace a finales de los 60 tiene una preparación sin parangón en la historia de esta vieja nación. La entrada en la Unión Europea allana la vetusta frontera pirenaica, y miles de estudiantes españoles aprovechan las becas Erasmus para estudiar en el extranjero.

Y, sin embargo, algo no va bien. Si bien la democracia trae consigo un régimen de derechos universales que proporciona servicios esenciales, la sociedad, como respuesta a un régimen autoritario de 40 años, responde de manera pendular, volviéndose muy permisiva. Se relajan las costumbres y se procura preservar la equidad como un valor que prevalece sobre el mérito.

El problema con los péndulos es que oscilan hacia los extremos. Del rigor, la memorización y la disciplina de nuestros padres pasamos a la banalización del esfuerzo y la pérdida de disciplina y, con los años, del respeto. La falta de autoridad en las aulas es hoy un problema acuciante. Y el nivel de exigencia, paupérrimo.

En parte es un problema de confianza: como no se cree en la capacidad de la ciudadanía, las cabezas pensantes del Ministerio de Educación planean temarios cada vez más esquemáticos y amables, espantados por un índice de fracaso escolar que supera el 30%. En vez de aprovechar la masiva afluencia a las clases para subir sustancialmente el nivel cultural y la adquisición de hábitos de estudio por parte de la nueva y mayoritaria clase media, se opta por desarrollar planes de estudios más y más pobres en contenido. Es un hecho: muchos jóvenes llegan a las universidades sin saber escribir correctamente y sin una mínima capacidad de análisis de texto. Desde el punto de vista diastrático, la sociedad iguala la lengua de todos rebajándola progresivamente. Se empobrece el lenguaje.

Los mercados y la sociedad en su conjunto nos educan, sí, como consumidores de una cultura rápida, sin apenas bagaje ni cultivo del gusto reflexivo. Es un falso igualitarismo: el reinado de la mediocridad disfrazada por ropajes audiovisuales e internautas. Tenemos más foros y oportunidades para expresarnos, pero hemos olvidado el habla con palabras justas. Empleamos un léxico escaso y rendimos la inteligencia bajo el yugo absurdo de un teléfono móvil que sólo permite emplear unas docenas de caracteres. Es la comunicación de hoy.

Toda la sociedad es partícipe de este debacle; no hay inocentes. Por ejemplo, la Real Academia se ve obligada a ceder para acomodar el español al uso bastardo que escuchamos o leemos incluso en los medios de comunicación. Con ello perdemos la importancia del matiz y la lengua se vuelve más ambigua.

Y con ella, nuestra mente también se olvida de sí misma perdida en la ambigüedad.

Necesito explicarme con un ejemplo. Utilizaré el verbo “explotar”.

“Explotar”, en el sentido de explosionar o estallar, hasta hace muy poco venía reflejado en el diccionario de la RAE como barbarismo. Por consiguiente, debía evitarse en lo posible.

“Explotar” proviene del francés exploiter, que significa “sacar provecho de algo”. En efecto, en su acepción original y certera “explotar” hace referencia al hecho de extraer de las minas su riqueza o sacar utilidad de un negocio o del trabajo de otros.

“Explotar” y “explosionar” son dos palabras que se parecen; supongo que por ello se produjo la confusión en el uso cotidiano. Sin embargo, el sustantivo que procede de explotar, “explotación”, remite sólo y exclusivamente a la acepción originar: “la explotación minera ha dado beneficios”. A nadie se le ocurriría decir “La explotación causó destrozos”. Debemos acudir a los verbos “explosionar” o “estallar”. “La explosión/el estallido causó destrozos”.

La RAE ha quitado el oprobio de barbarismo sobre “explotar” en el sentido de explosionar. No es incorrecto utilizarlo. Sin embargo, si tuviera que elegir, preferiría utilizar explosionar o estallar. Pero esta opinión concierne al español culto, y me comprometí a centrar mi discurso en el español estándar que hablamos la mayoría. En este sentido, el del uso común ¿qué podemos decir del verbo “explotar”?

La RAE era consciente de que “explotar”, en sus dos acepciones, podía provocar ambigüedad en el lenguaje. La frase “explotar una mina” contiene dos palabras polisémicas, “explotar” y “mina”. ¿Saco provecho de una excavación en búsqueda de minerales o estallo un explosivo?

Es por esto que la RAE tuvo cuidado en atribuir a “explotar”, sólo en su acepción de explosionar, el carácter de verbo intransitivo. Es decir, no puede tener complemento directo. Por consiguiente, la frase “El coche de Luis explotó esta mañana causando graves daños” es perfectamente válida, pero la construcción “Luis explotó el coche esta mañana causando graves daños” es incorrecta. No se puede decir ni escribir. La forma de salvar este impedimento es con el uso de una construcción causativa: “Luis hizo explotar su coche”. Pero en periódicos, televisión o radio constantemente se afirma que “el grupo… explotó un artefacto cerca de…”. Y está mal.

Esta frase no se puede construir en español estándar. No existe.

He utilizado un verbo muy común: explotar. Hay cientos, sino miles de ejemplos de un uso incorrecto de las palabras, de un idioma que tiende a una uniformidad bastarda. Hoy en día todo el mundo dice “extrovertido”, porque se asemeja a “introvertido”, pero su forma más correcta es “extravertido”. La raíz de la palabra se forma con el prefijo “extra”, no “extro”. Que la RAE haya tenido que admitir extrovertido me causa cierta pena. Está admitido y nada tengo que decir. Tan sólo expreso una opinión personal. Y nada digo de “vagamundo”, “murciégalo” o “almóndiga”. No hace falta, creo.

Pero que quede claro: mientras cedemos terreno al vulgarismo desde quienes tienen la obligación de fijar el idioma, el habla estándar se empobrece hasta extremos injustificables.

No pretendo que la gente conozca el significado de “protervo”, ni que “solapado” como adjetivo sea un sinónimo. “Perverso” o “malvado” sí son palabras de dominio público. Pero ¿”inicuo”? ¿Saben que también significa malvado? ¿Cuánta gente cree que significa lo contrario, inofensivo? ¿Cuánta lo confunde con “inocuo”?

“Con esto no termino, de cara a mis lectores, el debate”. (Una frase también incorrecta: “de cara a” no significa “ante”). Los ejemplos son interminables y todos nos equivocamos. No somos académicos ni lingüistas. Una vez más, no es del habla culta e impoluta de lo que hablo. Pero todos los días constato un empobrecimiento del español, un desconocimiento cruel de las normas de puntuación. Muchos jóvenes ingresan en la universidad sin haber adquirido una capacidad mínima de comunicación escrita o de análisis de texto. Es algo que los profesores nos dicen a menudo. Ayer mismo una profesora con 30 años de experiencia me confirmaba que estamos llegando a unos niveles preocupantes. Que muchos jóvenes no tienen la capacidad de transferir su pensamiento por escrito con un mínimo de orden o sentido.

Y, sin embargo, la España del 2014 no es iletrada. Una media del 63% de la población, muy especialmente mujeres, lee con asiduidad. Pero a los niños que ahora tienen 7 años, mientras  se les obliga a memorizar el músculo “esternocleidomastoideo”, apenas hacen dictados. Ni saben leer comprendiendo y asimilando lo que se dice.

El contenido de los manuales se encapsula en breves frases, señaladas en amarillo, que se memorizan. Con ello se aprueba el examen y se pasa de curso. Mucho se olvida enseguida, porque no hay herramientas cognitivas que permitan interiorizar el sentido de lo que se estudia. No se aprehende.  No se cultiva el saber. No se facilitan las herramientas básicas con las que conformar una mente inquisitiva, ordenada y lógica.

¿Les parezco catastrofista? En mi trabajo (en raras ocasiones, seamos justos) reviso escritos de universitarios cuya capacidad de expresión es incompatible con un aprobado en selectividad ¿Y creen que la culpa es de ellos? Hace diez años fui testigo de cómo un profesor le decía a un niño de ¡ sólo 5 años!: “no sé cómo no te esfuerzas en sacar mejores notas, con lo que les cuesta a tus padres este colegio”. Por supuesto, es una excepción: la gran mayoría de los maestros acuden a la llamada de una vocación, y acaban constreñidos  por unos programas educativos que les obligan a practicar una docencia que aborrecen. Porque los efectos son palpables, inmediatos y, me temo, irreversibles.

 
Ha bajado la calidad del lenguaje periodístico a unos niveles que causan vergüenza. La televisión ofrece horas y horas de emisión con un lenguaje vulgar al que se asoman millones de oyentes pasivos. La globalización de un mismo lenguaje vulgar nos iguala en la mediocridad insoportable. Los gobiernos se suceden y cambian constantemente los planes educativos, pero sin afrontar el problema de raíz. Uno acaba cayendo en una paranoia conspiranoica: ¿Acaso los gobernantes prefieren que sus gobernados se aborreguen para así poder guiarlos más fácilmente? No lo puedo creer. No lo quiero creer.

Pero que hemos bajado a niveles insoportables la cultura y la lengua es una realidad – creo – incontestable. Habrá quien me acuse de “apocalíptico”. Lo asumo. Es verdad que en toda generalización se cometen injusticias. Pero creo que la deriva social nos conduce a un páramo de pocas palabras, a un desierto yermo de adjetivos y adverbios. Yerto por el abandono y la falta de riego.

Se enseñan las preposiciones ¿Recuerdan la letanía? “a, ante, bajo, cabe, con, contra, de….” Sus hijos van a estudiar algunas nuevas: “versus” y “vía”. Pero me interesa la lista antigua, la que estudiamos todos: a, ante, bajo, cabe…

¿Qué significa la preposición “cabe”?

Nadie me explicó jamás lo que significaba “cabe”. Repetía la palabra, memorizándola, pensando que significaba “es factible”. Pero no. Y lo acabo de descubrir, hoy mismo, por casualidad. A mis 45 años.

La frase “el padre está cabe su hijo” ¿tiene sentido en español? Resulta que sí.

¿Cuánto me queda por aprender? Mucho. Todo, creo. Cuánto más sé, más dudas surgen. No puedo dar por cierto lo que leo y escucho. Cometo muchos errores cuando escribo. Lo asumo.

Pero al menos me expreso con claridad y se entiende mi mensaje. Soy capaz de desplegar un abanico de palabras lo bastante amplio como para matizar mi pensamiento y emplear un lenguaje no repetitivo. Intento encontrar la palabra justa en su justo momento, construyendo edificios de oraciones que se ensamblan en un todo armonioso. Empleo las comas para darle respiro a la palabra, para evitar su ahogo.

No es un esfuerzo muy grande. De hecho, es gratificante. Mi mente fluye a través de la palabra. El español es la herramienta que me permite asomarme a ustedes, compartir lo que soy. Me define.

¿No merece que lo cuidemos?


Antonio Carrillo

martes, 18 de noviembre de 2014

Hablar en público.

Emilio Castelar, uno de los mejores oradores de la historia




Hablar expuesto ante un público es una circunstancia estresante que a todos nos afecta, aunque de distinta manera.

He conocido a prestigiosos profesores universitarios cuyas clases eran casi ininteligibles por su nervioso balbuceo; y a otros que se parapetaban tras una barricada de folios leídos, y no asomaban la cabeza en una hora. También he conocido a personas sin formación universitaria capaces de encandilar a un auditorio con una capacidad de improvisación y una espontaneidad admirables. Son personas que irradian seguridad, que se crecen ante un micrófono o un auditorio atento. 

Como en todo, hay trucos y consejos, y de ellos vamos a hablar. Pero, por desgracia, lo que no podemos en una reseña es transformar una personalidad retraída en osada, ni volver intrépido al apocado. En definitiva: siga estos consejos para salir airoso del trance, pero lo va a seguir pasando mal. Se lo digo por propia experiencia.


Empecemos por lo obvio: lo primero que tiene que hacer es preparase muy bien el tema sobre el que va a hablar. Sin embargo, memorizarlo palabra por palabra a menudo resulta contraproducente, porque se pierde espontaneidad, y uno está siempre expuesto a perder el hilo y no ser capaz de retomar la senda trillada que se había marcado En todo caso, y a no ser que el protocolo o las circunstancias se lo impidan, lleve el texto por escrito, por si se encuentra en dificultades.

Si no todo el texto, al menos sí conviene llevar siempre un guión básico que le permita controlar a modo de guía el tiempo y la deriva de su charla. En un formato de palabra más grande, subraye las cuestiones más importantes o complejas de las que va a hablar.

El tiempo importa. Ensaye el discurso (las veces que haga falta) y cronométrese. No se quede ni corto ni se pase de tiempo. En todo caso, ensaye algo tan importante como los silencios. Los mejores oradores no sólo saben cómo hablar; consiguen que sus silencios hablen.

El tono de voz debe ser grave. Un tono de voz agudo muestra nerviosismo, y acaba perturbando al auditorio. La razón es clara: percibimos los tonos agudos como una acometida ¿Acaso no ha percibido que el ruido de un coche que se acerca es agudo, mientras que nada más sobrepasarle se vuelve grave? Esto responde a una ley física, la ley del efecto Doppler, y justifica que los sonidos más agudos nos resulten agresivos, mientras los graves transmitan calma. Su voz debe ser grave, pero natural, no ampulosa. El volumen siempre lo suficientemente alto como para que se le escuche, pero nunca estridente. Hable despacio, vocalizando correctamente, pero huya de los ritmos cansinos y monótonos.

Y no olvide respirar de forma armonizada.

Procure ser ameno, pero no gracioso; imaginativo, pero no confuso; versado, pero no soberbio. Utilice las citas cuando esté justificado, pero nunca en demasía. No divague en exceso, puede perder al público en alguno de esos cerros de Úbeda argumentales. Siempre reconduzca la charla a unas pocas ideas básicas que quiera dejar claras. Muéstrese humilde y reconozca lo que no sabe: con ello se ganará la simpatía de los demás.

Procure no agitarse demasiado; sobre todo, evite los movimientos oscilatorios repetidos. Grábese en una cinta y reprodúzcala al doble de velocidad. Observará los movimientos que suele hacer mientras habla. Evítelos: resultan irritantes.

Y rece por contar con un público paciente y al que le interese lo que dice. Esto es bastante raro, ya que preferimos siempre oírnos a nosotros mismos que a los demás. Tendrá que encontrar algo que les interese.

La primera impresión es la que cuenta, y en una charla, clase o exposición, los 5 primeros minutos son los más importantes y difíciles. Si en ese tiempo ha salido airoso, lo más probable es que tenga un buen final.

Para poder sobrellevar estos aterradores primeros minutos, le voy a contar un truco. Cuando se haga el silencio en la sala, empiece con estas palabras:




Imagen sacada del blog sueños del papel




"En sus comienzos, cuando aún era un físico casi desconocido, Einstein recibió una invitación para dar una serie de 12 conferencias en distintas universidades de la costa este de EEUU. Acompañado siempre del mismo chófer, Einstein se desplazó, en un periplo de un mes, en un intento por desbrozar brevemente los fundamentos de la joven teoría de la relatividad.

Se dice que cuando estaban llegando a su última conferencia, el chófer, que había asistido a las 11 anteriores, le comentó a Einstein.

- ¿Sabe profesor? Esto que usted hace no me parece tan difícil. Yo mismo podría hacerlo.

- ¿Usted cree? - respondió Einstein herido en su orgullo – le propongo algo: como nadie conoce mi aspecto, cuando lleguemos diremos que usted es Einstein y yo el chófer; veremos entonces si es capaz o no de dar la conferencia.

Dicho y hecho. Cuando llegaron el chófer imitó el acento de Einstein y se presentó como el joven genio de la física. Y, en efecto, para sorpresa del auténtico Einstein, fue capaz de hablar durante media hora sobre la teoría de la relatividad.

Y aquí debería de haber acabado esta anécdota, si no fuese porque sucedió algo que no había pasado en las 11 veces anteriores. Nada más acabar de hablar el chófer, una mano se alzó entre el escaso público asistente.

- ¿Si? - preguntó el chófer - ¿desea algo?

- perdone profesor, pero si no he entendido mal, lo que quiere usted decir es que..... y entonces el asistente comenzó a preguntar cosas insólitas para el chófer, que no entendía ni una palabra.

Cuando el alumno acabó de formular su pregunta el chófer se quedó un instante callado; pero enseguida respondió.


- le ruego que me perdone, pero eso que usted ha preguntado es tan evidente, que voy a permitir a mi chófer (señaló a Einstein) que responda por mí."

Esta anécdota, casi seguro falsa, como muchas otras que se atribuyen a Einstein, le permite varias cosas:

·         Durante los primeros minutos, siempre los más difíciles, usted está contado una anécdota fácil de recordar. Cuando ha terminado, su garganta ya está caliente, se ha acomodado al espacio que debe ocupar, y ha mantenido la atención del público.
·         Un público que espera expectante lo que vendrá después. Usted ha demostrado originalidad e ingenio.
·         Aproveche para pedir a los asistentes que sean benevolentes con usted. Si acaso, pídales que piensen en usted como en el chófer, que no dispone de respuestas para todo. Esta muestra de humildad será bienvenida.

Es un truco para que los comienzos sean fluidos y fáciles para todos. Ya tiene al público en el bolsillo. Relájese y, en la medida de lo posible, disfrute. Su calma transmitirá confianza a través del lenguaje no verbal. Pida que lo interrumpan las veces que sean necesarias, ello le dará espontaneidad a la conferencia y le permitirá descansar. No se olvide de llevar agua, beba regularmente, y no pretenda ser quien no es. Muéstrese sencillo y amable.

Lo demás, es pan comido.

Ánimo.




Antonio Carrillo Tundidor

miércoles, 12 de noviembre de 2014

El español en peligro

 
 

Las poblaciones humanas presentan distintos rasgos fenotípicos tales como el tono de la piel, la forma del cuerpo, más redondo o alargado, o la cantidad de glóbulos rojos en la sangre. De este modo el humano se adapta a distintas condiciones medioambientales, en un cambio progresivo, gradual, que Julian Huxley denominó “clina”.

Con las lenguas sucede algo similar: hay una variación lingüística progresiva en el tiempo y el espacio, resultado de lo que llamamos un continuo o complejo dialectal.  Tanto es así que, de la misma manera que resulta difícil hablar de un “humano negro” prototipo, es muy complejo fijar el arquetipo pacífico de una lengua como la española; un idioma, por razones históricas y geográficas, constituido por múltiples dialectos, todos ellos distintos pero igualmente merecedores de llamarse “español”.

Y, dejémoslo claro una vez más para que no haya equívocos, no hay un español mejor que otro.

Sin embargo, considero que la fuerte variación diatópica (por razones geográficas) supone para la lengua española un grave riesgo de desnaturalización. Creo que hay señales de peligro que están pasando desapercibidas. Considero, en definitiva, que todos los hispanohablantes deberíamos reflexionar sobre la deriva errática que está tomando nuestra lengua común.

Para entender el origen del problema resulta imprescindible ofrecer una breve semblanza de este fenómeno de evolución cultural que llamamos español.

Todo comienza hace dos mil años, con tres provincias romanas en la península ibérica que presentan importantes diferencias: la rica y fértil Bética y la prestigiosa Lusitania, ambas en el suroeste, de donde proviene el tesoro del mineral, del aceite, el vino o la manufactura del famoso garum; la Tarraconensis al noreste, con menos riqueza material y un carácter más militar. En la Tarraconensis se encuentra Asturias, el último territorio conquistado por los romanos durante las guerras Cántabras, bajo el mando directo de Augusto. En los distintos territorios el latín adopta vocablos y expresiones celtas, íberas e incluso fenicias. El propio nombre “España” tiene un pasado fenicio. Significaba “playa de conejos”.

Con el desmembramiento del impero romano (un proceso gradual, pero que fecharemos en el 410 d.C.), y faltos de la fuerza centrípeta y aglutinante del gobierno imperial, regiones y valles de Hispania, ahora más aislados y bajo la dominación de invasores germanos, adoptan dialectos romances significativamente distintos unos de otros.

Hablo, pues, de hechos históricos y particularidades geográficas que determinarán la evolución de las distintas hablas peninsulares. En la Bética y la Lusitania, por ejemplo, romanizadas muy pronto durante las guerras Púnicas que enfrentaron a romanos y cartagineses, encontramos rasgos arcaicos en su latín. Un latín que proviene del sur de Italia. Algunos estudiosos defienden el hecho de que las diferencias léxicas y sintácticas en España son mayores que entre los países hispanoamericanos. Y después de lo dicho, no es de extrañar.

El mejor ejemplo lo tenemos acaso en la belicosa Asturias.

¿Han oído hablar del Eonaviego? Es un dialecto romance que se habla en unos pocos concejos (municipios) del occidente asturiano, una zona con apenas 40.000 habitantes, mezcla de asturiano-leonés, castellano y gallego. Por ejemplo, esta lengua peculiar tiene 7 vocales, como el gallego. Se habla únicamente en una zona situada junto a Galicia, zonas del noroeste peninsular que tienen de antiguo relaciones comerciales con la Lusitania (Portugal y parte de Extremadura) a través de la Vía de la Plata, una de las principales vías de comunicación terrestre, que parte de Mérida y acababa en Astorga (León); posiblemente los mismos caminos por los que el rico estaño tartesio transitaba de norte a sur rumbo a Fenicia o Grecia.

Un documento notarial del año 1.300, relativo al monasterio de Villanueva de Oscos, nos muestra la influencia gallega en el Eonaviego:

“Esta doaçon uos damos al dito moesterio por las nosas almas e de aquelos de que foy el dito herdamento".
 
Lo que resulta más curioso es que en la propia Asturias, unos valles más hacia el este (apenas unos kilómetros), el idioma (y el paisaje) cambia. El asturiano-Leonés es un idioma importante en la historia del español, porque es la monarquía asturleonesa la que inicia la reconquista cristiana. El dialecto castellano, que acabará siendo oficial, comparte con el asturleonés el hecho de tener 5 vocales, no 7 como el Eonaviego. Es decir: como Don Pelayo frenó en Covadonga el año 722 la acometida de los árabes (una zona asturleonesa y no eonaviega), usted y yo hablamos una lengua, el español, con cinco vocales.

El Padre Nuestro, en Asturleonés (también llamado bable), se escribe así:

Pá nuesu que tas nel cielu, santificáu seya'l to nome. Amiye'l to reinu, fáigase la to voluntá lo mesmo na tierra qu'en cielu. El nuesu pan de tolos díes dánoslu güei y perdónamos les nueses ofenses lo mesmo que nós facemos colos que mos faltaren. Y nun mos dexes cayer na tentación, y llíbramos del mal. Amén.

 


Lo que sigue es una historia de siglos en absoluto lineal; en el 711 los árabes habían invadido la Península Ibérica excepto, como dijimos, un pequeño enclave en el que se hablará el asturleonés. Dos siglos más tarde el Reino de Asturias se extiende hacia el oeste y se denomina Reino de León. En el 932 el llamado “Condado de Castilla”, bajo la figura señera de Fernán González, alcanza la categoría de estado autónomo y, un siglo más tarde, se denominará como Reino de Castilla, con su capital en Burgos. En la riojana Sierra de la Demanda se escribirán las primeras palabras en castellano (aunque esto plantea dudas) y, sí seguro, las primeras en un idioma extraño que nada tiene que ver con el latín: el vascuence. La España medieval se encuentra dividida pues en varios reinos: en los valles de los Pirineos, por ejemplo, se mantuvo otra lengua, más cercana al catalán y al gascón que al Asturiano, castellano o gallego: el navarroaragonés:
 
Pai nuestro, que yes en o zielo, satificato siga o tuyo nombre, bienga ta nusatros o reino tuyo y se faiga la tuya boluntá, en a tierra como en o zielo. O pan nuestro de cada diya da-lo-mos güei, perdona las nuestras faltas como tamién nusatros perdonamos a os que mos faltan, no mos dixes cayer en a tentazión y libera-mos d'o mal. Amén.
 
 
Los siglos transcurren y se avanza en la reconquista, una labor de siglos. Mientras, en los territorios dominados por los árabes de la antigua y rica Bética, los cristianos no convertidos hablan un idioma extraño, el mozárabe, un habla romance pero fecunda de términos provenientes del árabe y que se escribe con la grafía árabe. Cuando los territorios antaño musulmanes pasan a ser cristianos, los hablantes mozárabes adoptarán el idioma oficial del reino más poderoso, el castellano; pero impregnarán el mismo de palabras procedentes del árabe; un fenómeno más acusado cuanto más al sur se encuentren. Al español llegan palabras como tambor, alcalde, zanahoria, jarabe, almohada, tabique, tarea, ojalá, azufre, azul, aceite, aduana, noria, alcohol, naranja, café… todas provenientes del árabe. Con ello el español, como lengua que se impondrá en toda la península, comienza a tomar forma; pero se conserva una diferencia significativa entre los distintos dialectos peninsulares.

Lo que sucede en el sur peninsular nos importa, porque será de Andalucía o Extremadura de donde provengan buena parte de los hispanoparlantes que pueblen las américas. Y no me refiero tanto de la fonética, que determinará un habla distinta de la castellana, como del léxico y, muy especialmente, de la sintaxis.

En los territorios que se mantuvieron durante siglos bajo dominio árabe las tres religiones y culturas “del Libro”, árabes, cristianos y judíos, convivieron en relativa paz. Ello supuso, como ya he dicho, que el habla cristiana (romance), con su latín antiguo, se enriqueciese de vocablos árabes. La variedad léxica del sur es, en efecto, sorprendente. Permítanme, en este sentido, que ofrezca un ejemplo: mi madre era de Jerez de la Frontera y mi padre de San Fernando; ambas poblaciones de la provincia andaluza de Cádiz. A pesar de pertenecer a una misma provincia y de la poca distancia, a menudo mis progenitores empleaban palabras distintas para definir un mismo objeto. Por ejemplo: el juguete infantil volador que yo llamaba “cometa” (como en casi toda España), mi padre lo llamaba “barrilete” (como en zonas de Argentina, Cuba o Uruguay). Mi madre, sin embargo, lo conocía como “Pandorga” (al igual que en Paraguay).

La pregunta surge: De todas las acepciones propuestas, ¿cuál es la correcta?

La respuesta es: todas.

Sin embargo, esta pluralidad léxica, que considero un ejemplo de riqueza y diversidad cultural, sí plantea un problema a la hora de tener que escoger un término que pueda reconocerse universalmente por todos los hispanohablantes. Y volvemos al meollo del problema; si tengo que escribir un texto que se entienda en Asturias, Madrid, Andalucía, México, Uruguay o Panamá ¿Qué palabra empleo?

Porque, además, el léxico puede dar lugar a malentendidos. De nuevo abuso de una experiencia personal: hace casi 20 años me encontraba en un bar barcelonés, confieso que a horas intempestivas, acompañado por unos colegas de curso y conferencias. Uno de mis amigos, algo embriagado, hombre por lo demás de edad y ánimo sereno, catedrático reconocido de Derecho Laboral en su patria centroamericana, se animó a comentar en alto:

“Pues yo ahora me comería unas pollitas”

En su español americano, el verbo “comer” significaba algo así como “tendría una aventura amorosa con..” (por decirlo suavemente), y con “pollitas” decía “jovencitas”.

Todavía recuerdo el silencio incómodo en el bar.

También caben interpretaciones en sentido contrario: en España el verbo “coger” es sinónimo de agarrar, pero en buena parte de América resulta inadecuado su uso por razones de sobra conocidas. Por lo tanto, si voy a escribir un texto que va a ser leído en América, mejor haría en emplear un sinónimo para no herir susceptibilidades

 
Pero, lo decía, no sólo es el léxico. La Andalucía medieval, muy especialmente durante la época de esplendor Omeya, era refugio de sabios y pensadores, la reserva intelectual del occidente europeo. El contraste entre los reinos cristianos, rústicos y batalladores, y la cosmopolita y sabia Córdoba de Abderramán III era, simplemente, tremendo. Hablamos de un lugar en donde no sólo florecían la matemática, la filosofía, las ciencias de la naturaleza o la astronomía. Más importante incluso: el pueblo participaba de esta fuerza cultural que se manifestaba, por ejemplo, en frecuentes concursos públicos de poesía.  El público jaleaba al ganador con gritos de “Alá”, que con el tiempo hemos convertido en “Olé”.

La reconquista sirvió para que los vencedores del norte adoptaran costumbres más refinadas, embebidos de la riqueza del sur. Pero, además, se mantuvo en territorios más meridionales un gusto por el habla más rica en matices. Lo diré sin ambages: en Andalucía se pronuncia pésimamente el castellano si nos basamos en la ortodoxia fonética, pero es un castellano fecundo, exuberante. Por desgracia, se confunde “pronunciar” el castellano con “estructurarlo”, “construirlo”. Curiosamente, Lorca, Machado, Alberti, Juan Ramón Jiménez, Góngora, Bécquer, Cernuda, Zambrano, Francisco Ayala, Giner de los Ríos, Emilio Lledó, Madariaga, Muñoz Seca, Pemán, Nebrija… y tantos otros estudiosos y escritores. Todos ellos eran andaluces.

Y de esta habla rica es de donde proviene un español, el americano, que a su vez se enriquece de los vocablos precolombinos y de una dispersión geográfica increíble que genera múltiples dialectos.

Pero volvamos al término “cometa”, y en concreto a la palabra “barrilete” que empleaba mi madre en Jerez y Chipiona. En el extremo occidental de la provincia de Cádiz significa “cometa”, así como en Argentina, Cuba y Uruguay, en estos dos últimos países con la particularidad de que su forma debe ser hexagonal y más alta que ancha. Sin embargo en México, el país con un mayor número de hablantes del idioma español, “barrilete” significa aprendiz, especialmente de los abogados. En el resto de Iberoamérica y en España al que aprende el oficio de un abogado se le denomina de otra manera: “pasante”.
 

Y de nuevo un problema: “pasante” en México define a un licenciado que está preparando su tesis doctoral.  En el resto de la comunidad hispanohablante sería un “doctorando”, aunque en países como Chile, Bolivia o el propio México existe la palabra “tesista”.

Es un laberinto que se adivina interminable.

Si voy a escribir un texto que sea entendible para toda la comunidad hispanohablante, tendré que elegir unos términos y prescindir de otros. ¿Qué criterio elijo?

Para contestar a esta pregunta, lo primero que debo preguntarme es si hay un diccionario que sea referencia absoluta sobre la terminología del español. Y no es una pregunta absurda, porque de hecho hay más de un diccionario “oficial”. Me explico: la Academia Nacional de Letras de Uruguay, a quien compete la defensa del idioma oficial en el país sudamericano, publicó en el año 2011 el “Diccionario del Español del Uruguay”. Hay más de 10.000 voces o acepciones propias de los uruguayos y que “no son empleadas en el español estándar”.

¿Un ejemplo? “Auxiliar” en Uruguay es como se define a la rueda de repuesto de un automóvil.

Por cierto, ¿”Automóvil”, “coche”, “vehículo”, “turismo” o “carro”? ¿”Autobús”, “Guagua”, “autocar”, “ómnibus “o “camión”?

Hay también diccionarios del español de Honduras, de México o Argentina, por ejemplo, pero no todos redactados por las Academias de la Lengua.

Pues bien, en mi opinión sí hay un diccionario de referencia de la lengua española; es el Diccionario de la Lengua Española que edita la Real Academia Española en colaboración con la Asociación de Academias de la Lengua Española. Su carácter panhispánico e integrador se refleja en la intervención activa de la Asociación de Academias de la Lengua Española, y tiene su refrendo en la incorporación de nuevos americanismos usados en al menos tres países. También se han introducido guineanismos, de tal manera que en la edición vigesimotercera, recién editada, hemos pasado de 88.431 entradas a 93.111.
 
 

No sólo se citan expresamente a todas las Academias de la Lengua Española; además, el Diccionario tiene como denominación “Diccionario de la Lengua Española”, no de España o de la lengua de España. Es una obra de todos y para todos. Como dice la propia Academia, el Diccionario es uno de los principales instrumentos de que dispone para seguir velando por la esencial unidad de la lengua española.

 Pues bien, mi recomendación sería que, en aras de acordar un español estándar, utilizásemos el diccionario de la RAE como guía. Siempre que una palabra aparezca como un localismo, ya sea canario, andaluz, cubano o guineano, parece conveniente optar – siempre que sea posible – por un sinónimo más extendido y entendible por la generalidad de hablantes. Otra pista nos la ofrece el diccionario, cuando una entrada remite directamente a otra que resulta ser un sinónimo, y en donde sí se define su significado.
 

De lo que hablo es de (y sólo de) utilizar un español estándar en escuelas, traducciones o comunicaciones que afecten a más de una región, de tal manera que fijemos unas normas de uso común y que faciliten lo que es la esencia de todo lenguaje: su carácter de herramienta de comunicación. Porque, y cito textual lo que expresa la Asociación de Academias (todas las Academias de español): “si no existiera ese conjunto de preferencias comunes, y cada hablante emplease sistemáticamente opciones particulares, la comunicación se haría difícil y, en último extremo, imposible”. Más claro incluso: “La norma surge, pues, del uso comúnmente aceptado y se impone a él, no por decisión o capricho de ninguna autoridad lingüística, sino porque asegura la existencia de un código compartido que preserva la eficacia de la lengua como instrumento de comunicación”.

Como el español se habla en más de veinte países, es inevitable que haya normas y usos diversos. No hablo de que todos hablemos igual. Más bien hablo de “una expresión culta de nivel formal, extraordinariamente homogénea en todo el ámbito hispano, con variaciones mínimas entre las diferentes zonas, casi siempre de tipo fónico y léxico” (De nuevo la Asociación de Academias). Es la lengua de las escuelas, de los ensayos y libros científicos, de las traducciones dirigida a lectores de todo el mundo.

Pero esta homogenización de la que habla la Asociación de Academias de la lengua española corre serio peligro. No tanto porque en ocasiones se discuta la primacía de la RAE y su diccionario (que también), sino por la intromisión de extranjerismos que afectan no sólo al léxico, sino a la sintaxis. El español que se habla en los EUU difiere del que se enseña en las escuelas, pero corremos el riesgo de que su influencia viaje como una ponzoña a través de modismos ajenos al español culto.

¿Se han fijado? Hay una Academia Norteamericana de la Lengua Española. Pero no la hay de la lengua inglesa ¿Por qué? No hay Academias de la Lengua Inglesa en ningún país del mundo. Tampoco la cultura anglosajona sabe de Documentos de Identidad, ni su ordenamiento jurídico se basa en Códigos escritos, sino en la jurisprudencia. Es otra cultura, distinta a la nuestra. Y, créanme, en su seno el español estándar corre peligro.

Para un idioma un siglo, dos, no es nada. Pero bastan esos 200 años para que cambien sus estructuras, adentrándose, en palabras del hispanista Günther Haensch, en una senda peligrosa. Ya tenemos, al menos, tres españoles estándar: el ibérico, el rioplatense y el mexicano.

Nos entendemos, cierto, y estamos a tiempo de tomar conciencia del problema. Pero observo una tendencia clara al abandono, a una falta de rigor. Y hablo de España, en donde el español se empobrece por decenios, con una juventud cuyo conocimiento de la sintaxis es deficiente y su vocabulario paupérrimo.

Pensemos en términos de “activo económico”. Un mismo idioma derriba fronteras y fomenta el intercambio. Nos hace más ricos e influyentes. ¿Vamos a descuidar un recurso tan increíble? ¿Permitiremos que se asiente la frase “vacunar la carpeta” (vacuum the carpet) como “aspirar la alfombra”?

Sería una lástima, porque “alfombra” es una palabra de origen árabe. Forma parte de nuestra historia común, de nuestra identidad como hispanohablantes.

Es una hermosa palabra, que nos pertenece a todos.

Antonio Carrillo

jueves, 6 de noviembre de 2014

El español neutro



 
Yo vivo de la palabra.

Todos vivimos con y para la palabra.

Yo, además, vivo de ella.

Dirijo una empresa, una agencia de traducción. Un lugar de puentes livianos, cimentados de verbos y sujetos y asfaltados de adverbios y adjetivos. Todos los días se reciben encargos y se trazan rumbos nuevos, que buscan hermanar culturas y saberes con la diplomacia de la palabra traducida. Es una red que se acrecienta con los años, labores anónimas las más de las veces, que nos ha permitido ser testigos de excepción de la fascinante acrecida de un pais castigado de suyo por la historia y sus pésimos gobernantes.
 

Trabajo en la calle Mayor, frente a la Plaza Mayor, zona señera del Madrid más antiguo, en donde un pasado de siglos asienta un urbanismo de recodos, adoquines y piedras gastadas. Llevamos traduciendo sin descanso, en este mismo lugar, desde 1950. Las remodelaciones en los despachos no han callado del todo el rumor de esas primeras máquinas de escribir; los muchos diccionarios – hoy en franco desuso – permanecen en sus estantes como testigos mudos de una época en la que la traducción tenía más de oficio que de negocio.

Hablo de un pasado más digno y respetuoso con una labor difícil, que necesita de un aprendizaje de muchos años y que, de hecho, no acaba jamás. En Tradux, mi empresa, hemos adoptado un código ético que nos niega la opción de competir en un entorno hostil, de mercaderes y esclavistas.

Es algo de lo que estamos orgullosos, aunque nos cueste lidiar en lodazales y trincheras para las que nos faltan recursos y vocación.

Porque yo vivo de la palabra pensada y cuidada. De la palabra cultivada con el interés que se pone sobre lo que realmente importa. No siempre es el dinero. Además de las tareas propias de la gestión, en ocasiones ayudo en la revisión de textos.

En esta red intrincada y diaria de contratos, manuales o documentos oficiales casi siempre hay un mismo idioma al inicio o al final del sendero: el español. Nuestra lengua materna, la lengua a/desde la que traducimos.

Lo dije hace ya tres años y lo repito ahora: no hay un lenguaje fundamental; lo fundamental es el lenguaje. Hablar de un idioma mejor que otro es tan absurdo como defender la idea de un Dios más creíble o una música superior. Lo cultural, por diverso y subjetivo, rehúye todo intento de prelación, de preferencia. Sin embargo, la historia del español, su gestación, sus primeros pasos en un entorno cambiante y profuso en influencias lingüísticas diversas, su expansión hace 500 años por todo un continente… Son todos factores que convierten este idioma en un fenómeno cultural significativamente complejo. Tanto es así que, en ocasiones, más parece que habláramos de geolectos con diferencias tan significativas que ponen en solfa la existencia de una sola lengua.   
 
    

Los datos hablan por sí solos: el español es el segundo idioma del mundo como lengua materna, tras el Chino, con cientos de millones de hablantes, y es el único idioma que se habla en los seis continentes: América, Europa (sólo en España; el idioma oficial de Andorra es el catalán), África (es idioma oficial en Guinea Ecuatorial y en el Sahara Occidental, así como en las ciudades españolas de Ceuta y Melilla y las islas Canarias), Asia (En donde su presencia es testimonial: en Filipinas se le reconoce el estatus de lengua oficial para los documentos coloniales no traducidos, y existe una Academia Filipina de la Lengua Española; y en Israel hay una comunidad Sefardí cuya lengua es el ladino, una mezcla de castellano medieval, hebreo, algo de griego y turco) Oceanía (el español es el idioma oficial en la Isla chilena de Pascua; y querría citar el caso de la isla de Guam y su idioma, el chamorro; una mezcla de polinesio y español. Un idioma en las antípodas de España y que tiene en su alfabeto la letra ñ, con palabras como “saludu”, “amigo”, “Buena”, “yo”, “adiós” “probecho”, “nabidat”, “aire”, “noche”….) y la Antártida (en donde sólo hay dos asentamientos civiles, con escuelas, uno argentino y otro chileno. En ambos se enseña como lengua nativa el español).

La variación diatópica del español es un asunto que nos debería ocupar a todos, porque en nuestro idioma tenemos un tesoro que estamos obligados a preservar. La lengua es algo vivo, cambiante. Pero debe cuidarse de la influencia empobrecedora de los extranjerismos, así como de la falta de rigor en su uso y enseñanza. Si optamos por el camino más cómodo, corremos el riesgo de sucumbir a una corriente falsamente igualitaria en la que se prefiere obviar la excelencia. No digo que debamos hablar cotidianamente cuidando escrupulosamente las formas; ello atentaría a la función primera de todo lenguaje: comunicar algo de forma espontánea en un entorno sociocultural determinado. Pero si escribo un artículo periodístico, me expreso en televisión o traduzco un texto, es necesario (exigible, diría) un conocimiento de las normas gramaticales y lexicales más básicas que determinan lo que es correcto y lo que no. Existe, de hecho, un Diccionario Panhispánico de Dudas, redactado por las Academias de España, Colombia, Ecuador, México, El Salvador, Venezuela, Chile, Perú, Guatemala, Costa Rica, Filipinas, Panamá, Cuba, Paraguay, Bolivia, República Dominicana, Nicaragua, Argentina, Uruguay, Honduras, Puerto Rico y Norteamérica. Su publicación representó un gran logro en la dirección correcta, aunque puede que resulte insuficiente.

Con el español nos enfrentamos a un serio inconveniente (o una gran suerte, depende de cómo se mire). Una particularidad gramatical puede ser correcta y aceptada en un determinado ámbito geográfico, pero no en otros. Hablo de opciones que, sin dejar de ser legítimas y reconocidas por las Academias de la Lengua del país en cuestión, sin embargo resultan ajenas y extrañas al resto de los hispanohablantes. Hablamos una lengua rica y diversa.

El español nació en un entorno cambiante, sometido a fuertes variaciones por razones geográficas o culturales. De hecho, en España acabaron surgiendo cuatro idiomas oficiales, reconocidos como tales por la Constitución Española: el español, catalán, gallego y vasco. Por si esto no bastase, la España en la que nace el español es un territorio agreste, que facilita con el paso del tiempo la consolidación de dialectos muy diferentes unos de otros (España es el segundo país más montañoso de Europa, justo detrás de Suiza). Pero, además, es un territorio en el que la reconquista provoca constantes movimientos migratorios y una interrelación inevitable entre una España cristiana y otra árabe, en la que se habla un idioma, el mozárabe, que si bien procede del latín se escribe con el alfabeto y muchos vocablos árabes.

Durante 500 años perduró el mozárabe en zonas del sur peninsular, lugares de donde provinieron buena parte de los expedicionarios que se hicieron a la mar en pos de la aventura de las Indias. Ello explica que el español que se habla en América presente rasgos similares al español del sur de la península.

Si a ello sumamos los 500 años transcurridos tras la llegada de los españoles a los territorios de ultramar, la enorme extensión que acabó adoptando el español como idioma materno y las influencias de las lenguas precolombinas en las distintas áreas, no resulta extraño que sea difícil llegar a un acuerdo sobre lo que podríamos llamar un “español neutro” o “español internacional”. Es decir, un español válido y asumible en cualquier país de habla hispana.

Es un tema muy delicado, porque puede parecer que se intenta imponer un español más culto u ortodoxo, y en absoluto es así. De hecho, no creo que exista un español ortodoxo; hace cien años el español que se habla en Castilla podía arrogarse tal derecho. Pero hoy en día, afortunadamente, no es así. Insisto en ello: no hay un español mejor que otro. Lo que sí hay es un buen o mal uso del español, y la necesidad de acordar claves que nos ayuden a definir un español lo más neutro posible, por mor del entendimiento mutuo entre todos los hispanohablantes.

En el caso de las traducciones, el asunto es de una enorme importancia. Imagine: una empresa alemana o china quiere traducir su página web a un idioma en alza como es el español. Pero, claro está, sólo precisa de una traducción. No de 20.

¿Qué español se escoge? ¿El que se habla en México? ¿El argentino? ¿El cubano? ¿El colombiano? ¿El de Burgos? ¿El de Madrid?

Son tales y tan significativas las diferencias que la pregunta es pertinente. En un próximo artículo intentaré esbozar una respuesta.

Por el momento, dejo una reflexión en el aire: el español se asienta, a pasos agigantados, en Norteamérica. Ya ostenta, tras México, el rango de segundo país por número de hispanohablantes. Sin embargo, el español que se habla en EEUU presenta tal cantidad de “injertos” del habla inglesa que resulta extraño; han bastado dos generaciones para que de la calle surja un dialecto con nombre propio: el espanglish. Este hecho, ¿es factible evitarlo? No lo creo. ¿Es inconveniente? Tampoco. Los humanos, seres sociales, nos adaptamos rápidamente al entorno cultural y escogemos palabras que nos ayudan a transmitir y comprender un mensaje. Es normal que los hispanohablantes adopten palabras del inglés, especialmente en el lenguaje técnico. Sin embargo, considero imprescindible insistir en que el español que se enseña en las escuelas, que se escribe en la prensa o con el que se expresa un locutor debe ser formalmente correcto. Comprensible, sí, pero acorde a las normas gramaticales y lexicales que rigen este idioma. Yo puedo hablar un español informal con mis amigos, pero el español que aprendo y leo debe ser, en lo posible, correcto. En este sentido, más peligroso que el espanglish me parece la avalancha de anglicismos que observo en muchos países.

Pondré un ejemplo de hoy mismo: una traducción en la que el sujeto “tomaba” clases de… Pues bien; según la RAE el verbo “tomar” tiene ¡es increíble! 39 significados. El primero de ellos es “coger”. Sin embargo, ninguno de los 39 hace referencia al acto de “cursar” determinados estudios ¿Por qué entonces lo de “tomar”? Porque, y es una suposición, en inglés se emplea el verbo “take”, que significa “tomar” en español. Si estoy en lo cierto, el uso del verbo “tomar” como sinónimo de "cursar", algo muy extendido, es incorrecto.

¿Peco de exquisito? Fijar un idioma es preservarlo de su disolución. Las normas existen porque todo idioma precisa de una estructura compartida y asumida por sus hablantes. Si no es así, si se generan enclaves en los que se abandona el habla culta a favor de un habla popular progresivamente distinta, ocurrirá como sucedió con el latín. El español, italiano o portugués son hijos de un mismo padre, pero con el abandono de la enseñanza y uso del latín clásico se emanciparon en un proceso irreversible.


Lo mismo puede suceder con el español. Y no sería bueno. Demostraría una desidia insoportable por nuestra parte y nos haría perder influencia como sociedad hermanada por un mismo idioma.

Hablamos español. Hagamos gala de ello y cuidemos de lo que es nuestro.

Podemos sentirnos orgullosos


Antonio Carrillo