miércoles, 10 de diciembre de 2014

Incógnitas sobre la Peste Negra



El año 1346 un mal terrible se extendió por Asia.

Fueron muchos meses de muerte que pasaron desapercibidos en la Europa medieval.

Todo comenzó en una tierra inhóspita, en las amplias estepas tártaras, posiblemente Manchuria. Un roedor, la marmota, era portador de un mal terrible y conocido desde antiguo: la peste. Sus pulgas propagaron una desolación que pronto cabalgó lejos, a lomos de un nuevo huésped: la rata negra. La India resultó diezmada y las crónicas chinas hablan de al menos 15 millones de muertos. Poco después Oriente Medio o Egipto sucumbieron bajo el aleteo de la guadaña.

Dos años más tarde, arriban silentes barcos a los puertos de Mesina, Venecia, Marsella o Génova cuyos tripulantes están ya enfermos o muertos. Provienen de ciudades genovesas asediadas por ejércitos mongoles. Y unas escurridizas y pequeñas ratas oscuras desembarcan, sembrando una ponzoña para la que no hay cura ni estamos inmunizados.

La rata negra procede de la India y está acostumbrada a los climas cálidos; sin embargo, en el refugio de los hogares europeos las ratas (y sus pulgas) sobreviven, y en las grandes ciudades las mujeres, ocupadas en labores domésticas, fueron víctimas propiciatorias del mal que portaban.

 
Con el frío hay menos pulgas, pero los contagios no se detienen. Las frías temperaturas del otoño europeo alteran el sistema digestivo de la pulga, que no puede metabolizar convenientemente la sangre que ha ingerido. Las enzimas gástricas no destruyen las bacterias de la peste, que se multiplican en su interior. 

La pulga está siempre hambrienta. Y en un ambiente insalubre ratas enfermas y pulgas infectadas proliferan.

En 1348 una muerte repentina, como nunca se ha visto, asola el continente. Es la famosa peste negra. Los hijos asustados abandonan a los padres enfermos y, contraviniendo la naturaleza misma, los padres abandonan a los hijos. Los médicos desatienden a las víctimas e incluso los sacerdotes se niegan a ofrecer el alivio de la extremaunción. La situación es tan grave que los obispos permiten que los familiares practiquen este sacramento por sí mismos. Esta vivencia nueva de la fe, más personal, sin la intermediación del sacerdote, será uno de los caldos de cultivo del protestantismo.

Los pueblos asisten a lo que parece el fin del orden social, una hecatombe que parece acabar con el atisbo de civilización que supuso la ciudad en la Baja Edad Media. Un tercio de la población europea fallece en cuestión de pocos meses. No hay quien siembre los campos, y en ciudades de Alemania fallece el 90% de la población. El hambre es atroz. Reina el caos de la desesperación y del desánimo.

El rey francés Felipe VI acude a la Facultad de Medicina de la Sorbona, una de las más prestigiosas del mundo, para que aclarare en lo posible las causas de lo que parecía el fin del mundo. Los doctos profesores presentaron su dictamen: una triple conjunción de Saturno, Júpiter y Marte en el grado cuarenta de Acuario, ocurrida el veinte de marzo de 1345, había elevado las temperaturas y emponzoñado el aire.

Sin embargo, sí se observan unas pautas que ayudan a luchar contra el mal. Nadie relaciona el contagio con la picadura de las pulgas, pero hay profesiones más propensas a contraer el mal; como los comerciantes de paños. Las vestiduras parecen transportar la muerte, y en algunas ciudades los viajeros debían desprenderse de sus ropajes y sólo se les permitía entrar después de vestirse con unas ropas nuevas prestadas por la propia ciudad. Se queman las ropas de los muertos.

Es curioso que nadie acabase de ver la relación entre ropa, pulga y peste. De hecho, habrá que esperar a principios del siglo XX, cuando se pusieron de moda los abrigos de piel de marmota de Manchuria (volvemos, pues, al origen). Miles de cazadores inexpertos se dedicaron al lucrativo negocio de atrapar a los roedores, especialmente a los más débiles por enfermos. Con ello incumplían una tradición centenaria de los cazadores expertos: “nunca se caza a una marmota enferma”.

Al poco, una epidemia de peste bubónica mató a 60.000 personas. Diez años antes, en Francia, se había descubierto el bacilo causante de la peste.

Los médicos medievales formularon las hipótesis más peregrinas; creían que la peste se debía a los vientos cálidos que provenían del sur. Se recomendaba aspirar el olor de maderas aromáticas o, por el contrario, el olor pútrido de las letrinas públicas; toda actividad física implicaba un mayor consumo de aire, y por tanto era peligrosa. También se le echó la culpa a los judíos, que envenenaban las aguas.

 
Sin embargo, sabemos de un caso en el que los consejos del doctor salvaron al paciente: en la sede papal de Aviñón el número de víctimas era tal que, como sucedía en otros lugares, no había posibilidad de enterrar a los miles de muertos diarios. El Papa Clemente VI se vio obligado a consagrar las aguas del río Ródano, y desde entonces se arrojaron los muertos a la corriente. En esta tesitura Guy de Chauliac, médico del pontífice, prohibió al Santo Padre que recibiera visitas, y lo mantuvo cautivo durante todo el caluroso verano provenzal en un salón, en medio de dos grandes fuegos. En ese ambiente asfixiante no podía haber pulgas, y Clemente VI no enfermó de la peste de 1348.

Hoy en día se discute lo que realmente sucedió en la Europa del siglo XVI. La velocidad de propagación del mal, su rapidísima expansión, más parece obra de un agente infeccioso, como una gripe, la viruela o una fiebre hemorrágica. Se han encontrado restos del bacilo de la peste en cadáveres de la época, y los síntomas son inequívocos, especialmente con la peste bubónica; pero en otros cadáveres no hay indicios de bacilos. Algunos especialistas defienden la idea de que no hubo una sola causa que explicase el desplome demográfico, sino una desgraciada concatenación de enfermedades que se cebaron en una población desnutrida y débil.
 

Pero hay más: la Peste Negra esconde un enigma. Si observan el mapa que aporto, observarán que hay dos zonas en concreto en las que no se dieron casos de peste, o fueron muy raros. Hablamos de la ciudad de Milán y de un área muy concreta del occidente pirenaico. Estos dos lugares fueron refugios situados en medio de zonas con una altísima incidencia, oasis que se salvaron de horror ¿Por qué?
 
Llegados a este punto sólo podemos especular. En el caso de Milán, parece demostrado que las autoridades actuaron con mucha diligencia, cegando las tres primeras casas en las que se manifestaron síntomas de la enfermedad. Dentro de estos hogares quedaron encerrados y condenados enfermos y sanos por igual. Esta actuación, y la estricta cuarentena que impusieron a los visitantes, pueden explicar que pudiesen controlar la marea de muerte de 1348. De todos modos, otras poblaciones tomaron medidas similares y ello no evitó que la peste se propagara; el control de las ratas, una verdadera plaga, era imposible.

El asunto de los Pirineos es, francamente, inexplicable. Veamos: los autores y científicos lo justifican en el hecho de que eran zonas poco pobladas y con apenas tránsito ni contacto. Si esta fuese la explicación ¿qué sucede con otras zonas montañosas, como la asturiana? ¿Acaso no hay valles en los Alpes tan o más inaccesibles? Por qué la peste asoló esas otras zonas agrestes, y sin embargo salvaguardó un pequeño reducto del occidente pirenaico?

Tras mucho reflexionar sobre ello, ni tan siquiera encuentro el bosquejo de una hipótesis. ¿Acaso las poblaciones de esa zona en concreto tenían un sistema inmunológico que les preservaba de la muerte? ¿Existió una mutación que nos protegió de la peste o de otras enfermedades? ¿Qué hay de especial en esta zona?

Insisto, no lo sé. En lo primero que pensé fue en la endogamia vasca, que se manifiesta en un índice inusualmente alto del factor RH negativo en la sangre. Vascos y judíos son los únicos de los grandes pueblos occidentales que mantienen rasgos propios en su genotipo. Pero la zona no coincide exactamente con las vascongadas. De todos modos, es una idea que dejo en el aire.

La peste nos cambió, alteró las estructuras sociales y derrumbó todo el armazón feudal. Los que sobrevivieron transmitieron un sistema inmunológico más fuerte, que nos ayudó a soportar otras pandemias. “Lo que no te mata te hace más fuerte”, dice el refrán. Y es cierto.

Los investigadores han estado buscando claves genéticas en la supervivencia, herencias en nuestro sistema inmunológico que se han transmitido a lo largo de los siglos. Es una tarea difícil, por aquello de que los humanos tenemos la costumbre de emigrar y no parar demasiado quietos. Sin embargo, un hecho asombroso acaecido en una población de Inglaterra del siglo XVII nos ofreció las pistas que necesitamos.

Es el increíble ejemplo que nos ofreció el pueblo de Eyam, en Derbyshire. Su historia merece ser recordada.

 
En la primavera de 1665 la ciudad de Londres sufrió una terrible epidemia de peste. Entonces eran comunes  esas figuras espectrales de los médicos ataviados con las máscaras picudas y los bastones de color blanco, una idea del médico de Luis XIII. El humilde sastre George Vicars, de visita en la capital, volvió a Eyam con un cargamento de ropas, sin ser consciente de que en su carro la muerte se agazapaba en forma de pequeñas pulgas. Vicars enfermó a los dos días de su llegada, y falleció en menos de una semana.

No se podía hacer demasiado: Eyam estaba infectada.

El pueblo, en vez de dejarse llevar por el pánico, se reunió en mayo con el reverendo Mompesson y el ministro puritano Stanley y acordaron un plan de acción. Había que frenar la enfermedad en Eyam, y la única manera era aislarse del exterior. Además, los vecinos redujeron al máximo el riesgo de contagio: los familiares de los muertos enterraban a sus víctimas, y las misas se celebraban al aire libre, para que pudiesen estar separados unos grupos de otros. Durante 16 meses Eyam se encerró en sí misma para proteger a las poblaciones vecinas.

Pasado ese tiempo, entraron las primeras personas del exterior. Se encontraron con un paisaje desolador: el pueblo contaba con 350 habitantes, y sólo habían sobrevivido 83. Pero en toda la comarca de los alrededores no hubo ni un solo caso de peste. La valentía de las gentes de Eyam había conseguido frenar la propagación de la peste.

Eyam era un lugar único: durante más de un año una parte de la población había sobrevivido a la enfermedad de forma aparentemente aleatoria. Muchos supervivientes habían tenido un contacto directo con la enfermedad, como Elizabeth Hancock, que cuidó y enterró a sus seis hijos y a su marido en apenas 8 días; o como el enterrador del pueblo ¿Por qué unos sí y otros no? La respuesta debía estar en el sistema inmunológico.

Los genetistas del siglo XXI están estudiando a los descendientes de los 83 supervivientes de Eyam. Han descubierto en muchos una mutación genética conocida como “Delta 32”. Es una mutación que, en su forma heterocigótica (con sólo una copia mutada), se encuentra en un 20% de los europeos. Sin embargo, en el resto del mundo es una mutación muy rara. Los genetistas han rastreado el momento en que se produjo esta mutación: hace unos 600 años. Sobre el 1.400.

Lo asombroso es que estudios recientes han demostrado que esta mutación implica una menor incidencia del virus del SIDA. En el caso de los homocigóticos (un 1%) al parecer son inmunes a contraer la enfermedad.

Acabo ya. Es difícil hablar de un tema tan manido y poder explicar algo nuevo. La peste procedía de las marmotas, hubo un papa que sobrevivió sudando y que consagró un río, hubo dos lugares en los que no se conocen casos de Peste y en un pueblo de Inglaterra sus habitantes demostraron valentía y sensatez.

Espero que, si nos toca pasar por algo así, demostremos estar a su altura. Porque nosotros sí tenemos muchos más conocimientos sobre la enfermedad, vías de contagio y hábitos de higiene. Porque tenemos un sistema de salud pública que nos protege.

Porque ¿saben? La mayor pandemia en términos absolutos se dio en el siglo XX, en 1918, con 100 millones de personas muertas de gripe.

Es algo que conviene recordar. Puede volver a pasar. Conservemos la calma y cuidemos los unos de los otros. Confiemos en la sensatez que transmitan nuestros dirigentes políticos...

... y sí. Yo también me estoy acordando de la reciente crisis del ébola.


Antonio Carrillo

viernes, 5 de diciembre de 2014

El despertar de mañana, a 4.000 millones de kilómetros


 
Distancia: 4.773.736.000 kilómetros de la Tierra.

Hora: las 3 en punto de la tarde de mañana sábado, 6 de diciembre de 2014, hora de la costa este de los EEUU.

Una pequeña sonda despertará de su letargo.

Se llama New Horizons
 

Lleva viajando desde enero de 2006, y es muy rápida. Ha llegado a alcanzar una velocidad de 54.000 kilómetros por hora. Tardaría 36 segundos en llegar de Madrid a Sevilla, y 6 minutos de Nueva York a París. Y, con todo, la New Horizons no es el objeto más rápido creado por el hombre; este récord le corresponde a la Voyager I que está mucho, mucho más lejos.

Quería dejar constancia del hecho: a las 10 de la noche de mañana, hora de Madrid, un objeto fabricado por el hombre acabará con una larga hibernación. En la oscuridad de esas distancias impensables, una lucecita dará cuenta de que los sistemas comienzan a funcionar de nuevo.

Será un largo desperezar. La New Horizons tardará una hora y media en despejarse lo suficiente como para enviar un primer mensaje a la Tierra: todo va bien.

Me he despertado.

La sonda está tan lejos que su mensaje, que saldrá a las 11:30 de la noche, viajando a la velocidad de la luz, necesitará 4 horas y 25 minutos para cubrir la distancia que le separa de la Tierra.

A las 4 de la madrugada del domingo, las 9 de la noche hora de los EEUU, recibiremos el saludo de la New Horizons.

Enseguida se pondrá a trabajar; tiene que comprobar si los datos de navegación funcionan correctamente. Fijará su mirada en el cercano Plutón, antaño planeta, hoy uno de los muchos grandes cuerpos que gravitan el conocido como cinturón de Kuiper, una zona casi desconocida de nuestro sistema solar.

En un pequeño compartimento, a modo de homenaje, La New Horizons guarda unos gramos de las cenizas de Clyde Tombaugh, el astrónomo que descubrió Plutón en los años 30.
 
En marzo comienzan las primeras observaciones y estudios de Plutón. El miércoles 15 de julio La New Horizons se aproximará a sólo 12.000 kilómetros de Plutón, y sobrevolará Caronte, su enorme luna.

Hasta siete instrumentos científicos estudiarán la superficie y atmósfera del cuerpo, empleando menos energía que la que necesitan dos bombillas de 100 vatios.

Se enterarán. Será noticia – breve – en todo el mundo.

¿Y después?

Había un reto: aproximar la New Horizons a alguno de los enormes cuerpos que hemos detectado en el cinturón de kuiper, algunos, como Eris, mayor incluso que Plutón. Pero están demasiado lejos; es posible que la New Horizons pueda estudiarlos con su cámara de alta resolución y gran alcance. También se especulaba con poder resolver el llamado enigma del “acantilado de Kuiper”, del que ya hablé en una ocasión:
Ver artículo sobre el Acantilado de Kuiper

Pero conviene ser realistas, y estos últimos años, desde el 2011, los astrónomos se han afanado en la búsqueda de cuerpos al alcance del New Horizons. Era una tarea desesperante: son cuerpos muy pequeños, apenas 10 veces más grandes que un cometa, entre 55 y 35 kilómetros de diámetro, y están muy lejos.

No se encontraba nada.

Finalmente, no hace mucho, el Hubble detectó tres cuerpos accesibles desde el New Horizons. Acercándonos, podremos estudiar los orígenes de nuestro sistema planetario.

 
Bueno, eso es todo. No gran cosa. Mañana despertará un fruto del ingenio humano a miles de millones de kilómetros. No es tan importante como la liga de fútbol o las noticias de sucesos.

Pero sucederá. Y ¿saben?, será un pequeño logro de todos, como miembros de una especie de exploradores.

Yo, al menos, así lo siento. Y quería compartirlo.

Antonio Carrillo

sábado, 22 de noviembre de 2014

El español en peligro: la variación diastrática


 

En los dos últimos ensayos he reflexionado sobre las variaciones diatópicas; las que se producen en función del lugar en que se habla y, muy especialmente, del fenómeno de “contaminación” del castellano por el idioma inglés.

Sin embargo, en mi opinión, el mayor peligro para el habla correcta proviene de nosotros mismos, de la llamada variación diastrática; es decir, de los “sociolectos” que se imponen en un mismo territorio sobre una base socioeconómica y, muy especialmente, cultural.

En efecto: su entorno cultural y económico determina la manera como se expresa. Porque la enseñanza del lenguaje es un proceso de asimilación que no puede escapar de tópicos, modismos y usos. Se nos cincela desde la cuna para integrarnos e identificarnos con un grupo.

Es importante diferenciar la variación diastrática de la diafásica; ésta última afirma que todos hablamos de distinta manera a lo largo del día, un lenguaje informal con los amigos y otro más cuidado en una reunión de trabajo. Sintaxis y léxico se acomodan a escenarios e intenciones; pero nuestro idioma es el mismo.  

La sociolingüística estudia la variación diastrática que, como hemos dicho, se fundamenta en razones sociales y culturales. Por decirlo crudamente, si el entorno social en el que creces y te educas fomenta la lectura y el uso de un habla variada, te expresarás mejor que si maduras en un hogar o una patria sin libros ni hábito de lectura. Un niño que ve leer a su padre lo más probable es que acabe leyendo, por mimetismo. Si, además, los progenitores le corrigen los errores que comete, el aprendizaje se adquiere sin esfuerzo, como un elemento más de la interacción social, siempre gratificante y necesaria. Si la educación desde pequeños centra sus esfuerzos en asentar una buena base de lectura y escritura, por encima de la simple memorización de conceptos, seremos capaces de desarrollar nuestro intelecto porque dispondremos de herramientas para hacerlo.

Quiero aclarar algo para que no haya lugar a malentendidos: El ámbito del lenguaje objeto de este artículo no es el denominado español culto, un idioma cuidado hasta el extremo por unas pocas inteligencias. No me refiero a un español exquisito y minoritario, sino a una lengua estándar no siempre perfecta, pero sí correcta en lo posible. Por lo que me pregunto, entonces, es por el español que habla el común de los ciudadanos, por nuestro conocimiento de la sintaxis y la riqueza de nuestro léxico, y por si se observan cambios en los últimos decenios.

Algo más que quisiera dejar claro es que voy a referirme a los sociolectos en España. Y ello por dos razones. Primero, es el ejemplo que mejor conozco; a otros países hispanohablantes sólo acudo de visita, lo que me impide pronunciarme con respecto a la influencia socioeconómica y educacional sobre el dominio de la lengua. En segundo lugar, porque en mis viajes por algunos países hispanohablantes sí he observado problemas de integración racial que afectan a amplios grupos poblacionales indígenas, a menudo hablantes de un idioma que no es el español. En este caso, el análisis sociológico adquiere matices significativamente diferentes. Además, la desigualdad en la distribución de la riqueza, así como la falta de seguridad jurídica y de igualdad de oportunidades en muchas (que no todas) las zonas hispanohablantes condiciona el estudio de la variación diastrática.

No lo impide; de hecho, posiblemente lo hace incluso más necesario. Pero el enfoque de este artículo necesita de unas condiciones de equidad. Mi sujeto de análisis lo constituye la población en general, no una minoría académica ni una marginalidad sin acceso a un sistema de educación pública de calidad. En definitiva, pretendo centrarme en el habla de lo que denominamos “clase media”.

La pregunta es: en un Estado Social de Derecho, con una economía (todavía) poderosa y servicios públicos (sanidad o educación) al alcance de todos, ¿cómo observo la deriva diastrática? La clase media, mayoritaria hoy en España, realmente cobró pujanza hace apenas unos 50 años; mucho más tarde, por ejemplo, que en Argentina. Pues bien, con unos índices de alfabetización actuales cercanos al 100%, con el libre acceso a la cultura (bibliotecas públicas) y una sobreexposición a la información y todo tipo de estímulos y entretenimientos ¿qué provecho hemos sacado de esta inusual bonanza?

De nuevo un inciso obligado. Estamos sufriendo una terrible crisis económica, la peor en 60 años. Y es probable que toda una generación quede irremisiblemente apartada de la senda de la esperanza. Con un tercio de la población pasando dificultades, hablar de primer mundo puede parecer un sarcasmo cruel. Sin embargo, vista España con perspectiva suficiente, el avance conseguido en los últimos 50 años no tiene parangón en toda nuestra historia, y es un caso tan excepcional que en universidades extranjeras se estudia como el “milagro español”. El que ahora pasemos por una pesadilla no debe nublarnos el juicio: España es un país sometido al embate de un horrible huracán, pero continúa asentado, por méritos propios, dentro del denominado primer mundo.

En este sentido, y ya que de socio-economía hablamos, hay tres índices que miden la bonanza de un país: El Producto Interior Bruto nos indica cuánta riqueza genera. Más importante resulta la Renta per Cápita, porque refleja el nivel de vida al que puede optar la población. Por ejemplo, España es pequeña si la comparamos con China, pero la renta per cápita de un español es 20 veces superior a la de un chino.

Un tercer índice mide la distribución equitativa de la riqueza. Es, en mi opinión, el índice más importante. Un país puede tener toda la renta concentrada en unos pocos, con grandes bolsas de marginalidad. Vallas y fusiles protegerán a su oligarquía de la justa ira de un pueblo  explotado que pasa hambre y no tiene acceso a una educación superior, mientras un puñado se aísla en paraísos edulcorados. Como alternativa viable, en la Europa de la postguerra se intentó crear un modelo de sociedad en la que el estado protege los derechos fundamentales gracias a un reparto igualitario de bienes, servicios y oportunidades, pero siempre respetando la propiedad privada, el libre mercado y la democracia representativa.

Naciones Unidas realizó un estudio al respecto que a muchos incomoda. Utiliza para ello el denominado coeficiente Gini. Cuanto mayor es el coeficiente, menos igualitaria es la sociedad. Cuando supera de hecho el valor de 0,40 la sociedad muestra una polarización importante entre pobres y ricos: unos pocos privilegiados acumulan la riqueza del país.

En todo el planeta el coeficiente supera el 0,60. Vivimos en un planeta muy poco igualitario. Noruega, Islandia, Suecia o Finlandia están a la cabeza de las sociedades más equitativas y rondan el 0,24. La Unión Europea se sitúa en una media del 0,30. España ha sufrido por la crisis este último lustro, y ahora se encuentra en un 0,35; pero el poderoso imperio de los EEUU, por ejemplo, alcanza un índice que sorprende: un 0,47.  La China comunista soporta un terrible 0,61. El gigante asiático tiene pies de barro, y la desigualdad puede provocar disturbios sociales en el futuro.

Porque no es de simples números de lo que hablo; tienen un reflejo pragmático incuestionable. España, por ejemplo, disfruta del segundo mejor sistema de salud pública del mundo, con un claro liderazgo mundial en trasplantes. En los EEUU, por ejemplo, si tu seguro médico no te cubre un tratamiento, te enfrentas a serios problemas: los precios de la sanidad privada están al alcance de muy pocos.  Y las familias ahorran durante años para poder pagar los estudios universitarios de sus hijos.

La crisis en España preocupa precisamente porque afecta al Coeficiente Gini. Y esto puede significar la destrucción de la clase media y del tejido productivo del país. Es una situación que se ha dado en otros lugares y momentos, y el mejor ejemplo lo tenemos en Argentina. A principios de siglo Argentina era la cuarta potencia económica del mundo. Todavía en 1975 su Coeficiente Gini era de 0,35. En la actualidad alcanza el 0,44, aunque llegó al 0,55 en el 2002. En Argentina la clase media y la seguridad jurídica fueron las principales víctimas de la crisis, con el arribismo de populismos y dictaduras.

Por cierto, Colombia (0,53), Chile (0,52), Ecuador (0,49), Perú (0, 48) o México (0,47) sufren igualmente una situación de franca desigualdad. Como excepción en el mundo de habla hispana, podemos citar los ejemplos de Uruguay y Nicaragua (0,34).

Pero volvamos al idioma.

En ocasiones los factores socioeconómicos no inciden tan negativamente en la educación. Tal es el caso de Argentina. A pesar de todo lo antedicho, el país del cono sur tiene un nivel de educación equiparable (si no mejor) al de España o cualquier otro estado similar. Creo que tiene que ver con su pasado próspero, del que perdura la conciencia de la importancia de la formación.

En España el proceso ha sido a la inversa. La España de principios de siglo XX era un país con serias carencias, especialmente en entornos rurales y deprimidos. El ideal ilustrado tenía por antagonista una sociedad civil muy cerrada en sí misma, piadosa y desengañada por un designio funesto del que apenas se culpaba. Era España un país provinciano, desencantado, y los intentos de elevar el nivel cultural de la población no fructificaron. La Institución Libre de Enseñanza, por ejemplo, una gran oportunidad, muere con la Guerra Civil.

Tras la dictadura del General Franco, España sufre una transformación asombrosa, que le permitirá situarse entre las doce principales economías del mundo. La sanidad es ahora universal y gratuita, la educación pública o subvencionada permite que los niveles de escolarización sean equiparables a los de Alemania, Francia o Reino Unido. Se crean decenas de universidades, públicas y privadas, y lo que antes era privilegio de unos pocos, alcanzar estudios superiores, ahora está al alcance de prácticamente toda la población. La generación que nace a finales de los 60 tiene una preparación sin parangón en la historia de esta vieja nación. La entrada en la Unión Europea allana la vetusta frontera pirenaica, y miles de estudiantes españoles aprovechan las becas Erasmus para estudiar en el extranjero.

Y, sin embargo, algo no va bien. Si bien la democracia trae consigo un régimen de derechos universales que proporciona servicios esenciales, la sociedad, como respuesta a un régimen autoritario de 40 años, responde de manera pendular, volviéndose muy permisiva. Se relajan las costumbres y se procura preservar la equidad como un valor que prevalece sobre el mérito.

El problema con los péndulos es que oscilan hacia los extremos. Del rigor, la memorización y la disciplina de nuestros padres pasamos a la banalización del esfuerzo y la pérdida de disciplina y, con los años, del respeto. La falta de autoridad en las aulas es hoy un problema acuciante. Y el nivel de exigencia, paupérrimo.

En parte es un problema de confianza: como no se cree en la capacidad de la ciudadanía, las cabezas pensantes del Ministerio de Educación planean temarios cada vez más esquemáticos y amables, espantados por un índice de fracaso escolar que supera el 30%. En vez de aprovechar la masiva afluencia a las clases para subir sustancialmente el nivel cultural y la adquisición de hábitos de estudio por parte de la nueva y mayoritaria clase media, se opta por desarrollar planes de estudios más y más pobres en contenido. Es un hecho: muchos jóvenes llegan a las universidades sin saber escribir correctamente y sin una mínima capacidad de análisis de texto. Desde el punto de vista diastrático, la sociedad iguala la lengua de todos rebajándola progresivamente. Se empobrece el lenguaje.

Los mercados y la sociedad en su conjunto nos educan, sí, como consumidores de una cultura rápida, sin apenas bagaje ni cultivo del gusto reflexivo. Es un falso igualitarismo: el reinado de la mediocridad disfrazada por ropajes audiovisuales e internautas. Tenemos más foros y oportunidades para expresarnos, pero hemos olvidado el habla con palabras justas. Empleamos un léxico escaso y rendimos la inteligencia bajo el yugo absurdo de un teléfono móvil que sólo permite emplear unas docenas de caracteres. Es la comunicación de hoy.

Toda la sociedad es partícipe de este debacle; no hay inocentes. Por ejemplo, la Real Academia se ve obligada a ceder para acomodar el español al uso bastardo que escuchamos o leemos incluso en los medios de comunicación. Con ello perdemos la importancia del matiz y la lengua se vuelve más ambigua.

Y con ella, nuestra mente también se olvida de sí misma perdida en la ambigüedad.

Necesito explicarme con un ejemplo. Utilizaré el verbo “explotar”.

“Explotar”, en el sentido de explosionar o estallar, hasta hace muy poco venía reflejado en el diccionario de la RAE como barbarismo. Por consiguiente, debía evitarse en lo posible.

“Explotar” proviene del francés exploiter, que significa “sacar provecho de algo”. En efecto, en su acepción original y certera “explotar” hace referencia al hecho de extraer de las minas su riqueza o sacar utilidad de un negocio o del trabajo de otros.

“Explotar” y “explosionar” son dos palabras que se parecen; supongo que por ello se produjo la confusión en el uso cotidiano. Sin embargo, el sustantivo que procede de explotar, “explotación”, remite sólo y exclusivamente a la acepción originar: “la explotación minera ha dado beneficios”. A nadie se le ocurriría decir “La explotación causó destrozos”. Debemos acudir a los verbos “explosionar” o “estallar”. “La explosión/el estallido causó destrozos”.

La RAE ha quitado el oprobio de barbarismo sobre “explotar” en el sentido de explosionar. No es incorrecto utilizarlo. Sin embargo, si tuviera que elegir, preferiría utilizar explosionar o estallar. Pero esta opinión concierne al español culto, y me comprometí a centrar mi discurso en el español estándar que hablamos la mayoría. En este sentido, el del uso común ¿qué podemos decir del verbo “explotar”?

La RAE era consciente de que “explotar”, en sus dos acepciones, podía provocar ambigüedad en el lenguaje. La frase “explotar una mina” contiene dos palabras polisémicas, “explotar” y “mina”. ¿Saco provecho de una excavación en búsqueda de minerales o estallo un explosivo?

Es por esto que la RAE tuvo cuidado en atribuir a “explotar”, sólo en su acepción de explosionar, el carácter de verbo intransitivo. Es decir, no puede tener complemento directo. Por consiguiente, la frase “El coche de Luis explotó esta mañana causando graves daños” es perfectamente válida, pero la construcción “Luis explotó el coche esta mañana causando graves daños” es incorrecta. No se puede decir ni escribir. La forma de salvar este impedimento es con el uso de una construcción causativa: “Luis hizo explotar su coche”. Pero en periódicos, televisión o radio constantemente se afirma que “el grupo… explotó un artefacto cerca de…”. Y está mal.

Esta frase no se puede construir en español estándar. No existe.

He utilizado un verbo muy común: explotar. Hay cientos, sino miles de ejemplos de un uso incorrecto de las palabras, de un idioma que tiende a una uniformidad bastarda. Hoy en día todo el mundo dice “extrovertido”, porque se asemeja a “introvertido”, pero su forma más correcta es “extravertido”. La raíz de la palabra se forma con el prefijo “extra”, no “extro”. Que la RAE haya tenido que admitir extrovertido me causa cierta pena. Está admitido y nada tengo que decir. Tan sólo expreso una opinión personal. Y nada digo de “vagamundo”, “murciégalo” o “almóndiga”. No hace falta, creo.

Pero que quede claro: mientras cedemos terreno al vulgarismo desde quienes tienen la obligación de fijar el idioma, el habla estándar se empobrece hasta extremos injustificables.

No pretendo que la gente conozca el significado de “protervo”, ni que “solapado” como adjetivo sea un sinónimo. “Perverso” o “malvado” sí son palabras de dominio público. Pero ¿”inicuo”? ¿Saben que también significa malvado? ¿Cuánta gente cree que significa lo contrario, inofensivo? ¿Cuánta lo confunde con “inocuo”?

“Con esto no termino, de cara a mis lectores, el debate”. (Una frase también incorrecta: “de cara a” no significa “ante”). Los ejemplos son interminables y todos nos equivocamos. No somos académicos ni lingüistas. Una vez más, no es del habla culta e impoluta de lo que hablo. Pero todos los días constato un empobrecimiento del español, un desconocimiento cruel de las normas de puntuación. Muchos jóvenes ingresan en la universidad sin haber adquirido una capacidad mínima de comunicación escrita o de análisis de texto. Es algo que los profesores nos dicen a menudo. Ayer mismo una profesora con 30 años de experiencia me confirmaba que estamos llegando a unos niveles preocupantes. Que muchos jóvenes no tienen la capacidad de transferir su pensamiento por escrito con un mínimo de orden o sentido.

Y, sin embargo, la España del 2014 no es iletrada. Una media del 63% de la población, muy especialmente mujeres, lee con asiduidad. Pero a los niños que ahora tienen 7 años, mientras  se les obliga a memorizar el músculo “esternocleidomastoideo”, apenas hacen dictados. Ni saben leer comprendiendo y asimilando lo que se dice.

El contenido de los manuales se encapsula en breves frases, señaladas en amarillo, que se memorizan. Con ello se aprueba el examen y se pasa de curso. Mucho se olvida enseguida, porque no hay herramientas cognitivas que permitan interiorizar el sentido de lo que se estudia. No se aprehende.  No se cultiva el saber. No se facilitan las herramientas básicas con las que conformar una mente inquisitiva, ordenada y lógica.

¿Les parezco catastrofista? En mi trabajo (en raras ocasiones, seamos justos) reviso escritos de universitarios cuya capacidad de expresión es incompatible con un aprobado en selectividad ¿Y creen que la culpa es de ellos? Hace diez años fui testigo de cómo un profesor le decía a un niño de ¡ sólo 5 años!: “no sé cómo no te esfuerzas en sacar mejores notas, con lo que les cuesta a tus padres este colegio”. Por supuesto, es una excepción: la gran mayoría de los maestros acuden a la llamada de una vocación, y acaban constreñidos  por unos programas educativos que les obligan a practicar una docencia que aborrecen. Porque los efectos son palpables, inmediatos y, me temo, irreversibles.

 
Ha bajado la calidad del lenguaje periodístico a unos niveles que causan vergüenza. La televisión ofrece horas y horas de emisión con un lenguaje vulgar al que se asoman millones de oyentes pasivos. La globalización de un mismo lenguaje vulgar nos iguala en la mediocridad insoportable. Los gobiernos se suceden y cambian constantemente los planes educativos, pero sin afrontar el problema de raíz. Uno acaba cayendo en una paranoia conspiranoica: ¿Acaso los gobernantes prefieren que sus gobernados se aborreguen para así poder guiarlos más fácilmente? No lo puedo creer. No lo quiero creer.

Pero que hemos bajado a niveles insoportables la cultura y la lengua es una realidad – creo – incontestable. Habrá quien me acuse de “apocalíptico”. Lo asumo. Es verdad que en toda generalización se cometen injusticias. Pero creo que la deriva social nos conduce a un páramo de pocas palabras, a un desierto yermo de adjetivos y adverbios. Yerto por el abandono y la falta de riego.

Se enseñan las preposiciones ¿Recuerdan la letanía? “a, ante, bajo, cabe, con, contra, de….” Sus hijos van a estudiar algunas nuevas: “versus” y “vía”. Pero me interesa la lista antigua, la que estudiamos todos: a, ante, bajo, cabe…

¿Qué significa la preposición “cabe”?

Nadie me explicó jamás lo que significaba “cabe”. Repetía la palabra, memorizándola, pensando que significaba “es factible”. Pero no. Y lo acabo de descubrir, hoy mismo, por casualidad. A mis 45 años.

La frase “el padre está cabe su hijo” ¿tiene sentido en español? Resulta que sí.

¿Cuánto me queda por aprender? Mucho. Todo, creo. Cuánto más sé, más dudas surgen. No puedo dar por cierto lo que leo y escucho. Cometo muchos errores cuando escribo. Lo asumo.

Pero al menos me expreso con claridad y se entiende mi mensaje. Soy capaz de desplegar un abanico de palabras lo bastante amplio como para matizar mi pensamiento y emplear un lenguaje no repetitivo. Intento encontrar la palabra justa en su justo momento, construyendo edificios de oraciones que se ensamblan en un todo armonioso. Empleo las comas para darle respiro a la palabra, para evitar su ahogo.

No es un esfuerzo muy grande. De hecho, es gratificante. Mi mente fluye a través de la palabra. El español es la herramienta que me permite asomarme a ustedes, compartir lo que soy. Me define.

¿No merece que lo cuidemos?


Antonio Carrillo

martes, 18 de noviembre de 2014

Hablar en público.

Emilio Castelar, uno de los mejores oradores de la historia




Hablar expuesto ante un público es una circunstancia estresante que a todos nos afecta, aunque de distinta manera.

He conocido a prestigiosos profesores universitarios cuyas clases eran casi ininteligibles por su nervioso balbuceo; y a otros que se parapetaban tras una barricada de folios leídos, y no asomaban la cabeza en una hora. También he conocido a personas sin formación universitaria capaces de encandilar a un auditorio con una capacidad de improvisación y una espontaneidad admirables. Son personas que irradian seguridad, que se crecen ante un micrófono o un auditorio atento. 

Como en todo, hay trucos y consejos, y de ellos vamos a hablar. Pero, por desgracia, lo que no podemos en una reseña es transformar una personalidad retraída en osada, ni volver intrépido al apocado. En definitiva: siga estos consejos para salir airoso del trance, pero lo va a seguir pasando mal. Se lo digo por propia experiencia.


Empecemos por lo obvio: lo primero que tiene que hacer es preparase muy bien el tema sobre el que va a hablar. Sin embargo, memorizarlo palabra por palabra a menudo resulta contraproducente, porque se pierde espontaneidad, y uno está siempre expuesto a perder el hilo y no ser capaz de retomar la senda trillada que se había marcado En todo caso, y a no ser que el protocolo o las circunstancias se lo impidan, lleve el texto por escrito, por si se encuentra en dificultades.

Si no todo el texto, al menos sí conviene llevar siempre un guión básico que le permita controlar a modo de guía el tiempo y la deriva de su charla. En un formato de palabra más grande, subraye las cuestiones más importantes o complejas de las que va a hablar.

El tiempo importa. Ensaye el discurso (las veces que haga falta) y cronométrese. No se quede ni corto ni se pase de tiempo. En todo caso, ensaye algo tan importante como los silencios. Los mejores oradores no sólo saben cómo hablar; consiguen que sus silencios hablen.

El tono de voz debe ser grave. Un tono de voz agudo muestra nerviosismo, y acaba perturbando al auditorio. La razón es clara: percibimos los tonos agudos como una acometida ¿Acaso no ha percibido que el ruido de un coche que se acerca es agudo, mientras que nada más sobrepasarle se vuelve grave? Esto responde a una ley física, la ley del efecto Doppler, y justifica que los sonidos más agudos nos resulten agresivos, mientras los graves transmitan calma. Su voz debe ser grave, pero natural, no ampulosa. El volumen siempre lo suficientemente alto como para que se le escuche, pero nunca estridente. Hable despacio, vocalizando correctamente, pero huya de los ritmos cansinos y monótonos.

Y no olvide respirar de forma armonizada.

Procure ser ameno, pero no gracioso; imaginativo, pero no confuso; versado, pero no soberbio. Utilice las citas cuando esté justificado, pero nunca en demasía. No divague en exceso, puede perder al público en alguno de esos cerros de Úbeda argumentales. Siempre reconduzca la charla a unas pocas ideas básicas que quiera dejar claras. Muéstrese humilde y reconozca lo que no sabe: con ello se ganará la simpatía de los demás.

Procure no agitarse demasiado; sobre todo, evite los movimientos oscilatorios repetidos. Grábese en una cinta y reprodúzcala al doble de velocidad. Observará los movimientos que suele hacer mientras habla. Evítelos: resultan irritantes.

Y rece por contar con un público paciente y al que le interese lo que dice. Esto es bastante raro, ya que preferimos siempre oírnos a nosotros mismos que a los demás. Tendrá que encontrar algo que les interese.

La primera impresión es la que cuenta, y en una charla, clase o exposición, los 5 primeros minutos son los más importantes y difíciles. Si en ese tiempo ha salido airoso, lo más probable es que tenga un buen final.

Para poder sobrellevar estos aterradores primeros minutos, le voy a contar un truco. Cuando se haga el silencio en la sala, empiece con estas palabras:




Imagen sacada del blog sueños del papel




"En sus comienzos, cuando aún era un físico casi desconocido, Einstein recibió una invitación para dar una serie de 12 conferencias en distintas universidades de la costa este de EEUU. Acompañado siempre del mismo chófer, Einstein se desplazó, en un periplo de un mes, en un intento por desbrozar brevemente los fundamentos de la joven teoría de la relatividad.

Se dice que cuando estaban llegando a su última conferencia, el chófer, que había asistido a las 11 anteriores, le comentó a Einstein.

- ¿Sabe profesor? Esto que usted hace no me parece tan difícil. Yo mismo podría hacerlo.

- ¿Usted cree? - respondió Einstein herido en su orgullo – le propongo algo: como nadie conoce mi aspecto, cuando lleguemos diremos que usted es Einstein y yo el chófer; veremos entonces si es capaz o no de dar la conferencia.

Dicho y hecho. Cuando llegaron el chófer imitó el acento de Einstein y se presentó como el joven genio de la física. Y, en efecto, para sorpresa del auténtico Einstein, fue capaz de hablar durante media hora sobre la teoría de la relatividad.

Y aquí debería de haber acabado esta anécdota, si no fuese porque sucedió algo que no había pasado en las 11 veces anteriores. Nada más acabar de hablar el chófer, una mano se alzó entre el escaso público asistente.

- ¿Si? - preguntó el chófer - ¿desea algo?

- perdone profesor, pero si no he entendido mal, lo que quiere usted decir es que..... y entonces el asistente comenzó a preguntar cosas insólitas para el chófer, que no entendía ni una palabra.

Cuando el alumno acabó de formular su pregunta el chófer se quedó un instante callado; pero enseguida respondió.


- le ruego que me perdone, pero eso que usted ha preguntado es tan evidente, que voy a permitir a mi chófer (señaló a Einstein) que responda por mí."

Esta anécdota, casi seguro falsa, como muchas otras que se atribuyen a Einstein, le permite varias cosas:

·         Durante los primeros minutos, siempre los más difíciles, usted está contado una anécdota fácil de recordar. Cuando ha terminado, su garganta ya está caliente, se ha acomodado al espacio que debe ocupar, y ha mantenido la atención del público.
·         Un público que espera expectante lo que vendrá después. Usted ha demostrado originalidad e ingenio.
·         Aproveche para pedir a los asistentes que sean benevolentes con usted. Si acaso, pídales que piensen en usted como en el chófer, que no dispone de respuestas para todo. Esta muestra de humildad será bienvenida.

Es un truco para que los comienzos sean fluidos y fáciles para todos. Ya tiene al público en el bolsillo. Relájese y, en la medida de lo posible, disfrute. Su calma transmitirá confianza a través del lenguaje no verbal. Pida que lo interrumpan las veces que sean necesarias, ello le dará espontaneidad a la conferencia y le permitirá descansar. No se olvide de llevar agua, beba regularmente, y no pretenda ser quien no es. Muéstrese sencillo y amable.

Lo demás, es pan comido.

Ánimo.




Antonio Carrillo Tundidor