miércoles, 19 de octubre de 2016

El ingrediente fundamental de la felicidad




El ingrediente fundamental de la felicidad es un olor que se conoce, un tono de voz que no se ha olvidado.
Somos excepcionales: entre tanto ruido podemos rescatar la mirada hermanada, el pulso acompasado después de años de latir juntos. No hay redención salvo en la mirada de quienes amamos.  Sin alharacas ni sonoras demostraciones de afecto.
Con el tiempo se aprende a callar.  
El amor ama el silencio del roce distraído.
La muerte es un castigo inhumano, porque nos substrae de los demás. Y nos arrebata el olor de los padres, la paciencia del amigo, el calor del compañero.

Perdona. Me fui por las ramas.
Quería decir, simplemente, que el ingrediente fundamental de la felicidad eres tú.


Antonio Carrillo

lunes, 17 de octubre de 2016

El almirante deprimido




Abomino de todas las guerras. Y, sin embargo, incluso del horror se puede rescatar una sonrisa.
No hay mejor respuesta: el humor desnuda el embozo culpable de los hombres que emponzoñan la historia con sangre, ambición y bilis.
A principios del siglo XX el mundo hedía a muerte. Acostumbrados a un siglo XIX bastante calmado tras las guerras napoleónicas, las tensiones coloniales, la debilidad de vetustos imperios y la presión de las potencias emergentes (como Alemania o Japón) elevaron la tensión a niveles preocupantes.
Las matanzas por los recursos eran, simplemente, cuestión de tiempo.
Japón, pocos decenios antes un mundo feudal, llevaba 50 años modernizándose a su manera callada y eficaz. Matriculaban a sus jóvenes en universidades europeas y norteamericanas, y contrataban los servicios de asesores occidentales en un proceso de industrialización sorprendente.
Japón quería expandirse a expensas de una China debilitada, pero en este empeño surgieron fricciones con Rusia, que exigía un mayor control sobre la península de Corea o el territorio de Manchuria. Al fin y al cabo, Rusia precisaba de una salida al océano Pacífico libre de hielos en invierno, su eterno problema.
Previendo el conflicto, los rusos se prepararon. La flota del oeste, con base en el mar báltico, preparó unas maniobras propagandísticas que pretendían demostrar el poderío de la armada rusa.
Con gran boato y no poco entusiasmo los buques de guerra se aprestaron a cañonear unos blancos compuestos por barcos herrumbrosos. Un gran estruendo acompañó al martillear de la artillería; el público, expectante, contemplaba el espectáculo desde el puerto.
Por desgracia, los artilleros rusos no se distinguían en absoluto por su puntería, y ninguno de los blancos inmóviles resulto siquiera rozado. El almirante Rozhestvensky, famoso por su mal genio y apodado “el perro loco”, arrojó por la borda sus prismáticos. Cuando la bruma se disipó sí se apreciaron daños en varios de los remolcadores que mantenían a los blancos en posición. Afortunadamente, no hubo heridos.
Rozhestvensky, un tanto desesperado, ordenó entonces disparar 7 torpedos.
El primero ni tan siquiera salió; se atascó. Los dos siguientes giraron por sorpresa 90 grados a babor y se dirigieron hacia tierra, lo que causó no poca inquietud entre los asistentes.
Otro par de prismáticos del furioso almirante Rozhestvensky volaron hacia el agua.
El siguiente torpedo, con rumbo estribor, desapareció mar adentro.
Dos torpedos, sorprendentemente, se dirigieron rectos y formales hacia su objetivo. Pero fallaron. El último torpedo, que tuvo un inicio prometedor, viró en redondo 180 grados y describió una trayectoria errática entre los barcos que formaban la flota. Se desató el pánico, porque cualquiera de los buques temía resultar dañado.  
El Almirante Rozhdestvenski, ya sin prismáticos que arrojar, cayó en un mutismo absoluto y se encerró en su camarote. Supongo que pidió vodka.
Iniciada la guerra, con la derrota de la flota rusa del Pacífico, el bueno de Rozhestvensky recibió la orden del zar Nicolás II de acudir a los mares de oriente para enfrentarse a la flota japonesa.
Total, era un viajecito de 30.000 kilómetros de nada, de Europa a Japón.
Una flota comandada por cuatro acorazados zarpó del puerto lituano de Libau el 15 de octubre de 1904. Pueden creerme: a bordo del buque insignia, el acorazado Suvorov, se embarcó una partida suplementaria de prismáticos para el almirante. Hay pruebas documentales de este hecho.
Al poco de partir, Rozhestvensky recibió un telégrafo del almirantazgo: se rumoreaba que los japoneses disponían de cuatro torpederos, buques pequeños y veloces capaces de hundir un acorazado con sus torpedos. La noticia corrió como la pólvora entre los integrantes de la flota rusa, y cundió el pánico.
Los accidentes y malentendidos comenzaron enseguida: en aguas danesas un barco que se acercó portando mensajes diplomáticos pudo escapar sin daños tras ser confundido con un torpedero japonés. Poco más tarde el buque taller de la flota arrojó 300 obuses a tres embarcaciones enemigas, que en realidad resultaron ser un pesquero alemán, un velero francés y un barco mercante sueco. Afortunadamente, los artilleros rusos hicieron gala de su proverbial puntería. Ni uno solo de los 300 proyectiles hizo blanco.
Ya se hablaba en Europa del fastuoso quehacer del convoy ruso; pero, a una semana de partir, el 22 de octubre, sucedió lo impensable.
Al caer la tarde la nave de suministro Kamchatka, que cerraba el convoy, confundió un barco sueco con una torpedera japonesa. Y de hecho afirmó haber sido atacado. Toda la flota era presa de los nervios, y a las primeras luces de la mañana, entre la niebla, los rusos creyeron distinguir a una fuerza enemiga.
Y atacaron.
A este suceso se lo conoce como “el incidente del banco Dogger”. Los rusos dispararon contra 48 pesqueros ingleses que estaban faenando tranquilamente. Toda una flota de navíos de guerra contra unos barcos desarmados.
Y lo cierto es que casi quedaron empate.
De los 48 pesqueros sólo uno resultó hundido, el barco de arrastre Crane. Murieron su capitán y el primer oficial. Del resto de la flota civil inglesa tenemos noticias de otro fallecido y tan sólo 5 heridos. Algo difícil de creer, si no fuese porque buques como el crucero ruso Oriol reconocieron haber disparado más de 500 proyectiles sin hacer un solo blanco.
Ajetreados y un tanto despistados inmersos en la densa niebla, los navíos rusos se dispararon los unos a los otros. El crucero Aurora casi resultó hundido por fuego aliado, con un muerto y varios heridos. También hubo heridos en el crucero Donskoi.

 
Por cierto, un inciso; el mismo crucero Aurora, que sobrevivió al desastre de 1905, inició la revolución de octubre de 1917 al amotinarse su tripulación y negarse a levar anclas y salir a la mar. A las 21:45 un disparo de su cañón de proa fue la señal que utilizaron los insurgentes para iniciar el ataque contra el Palacio de Invierno de San Petersburgo (Por entonces Petrogrado).
Sigamos: tras el desastre en el Atlántico Norte, la flota rusa fue bautizada por los periódicos de toda Europa como "la flota del perro rabioso". La armada inglesa, la más potente del mundo, pareció ansiosa de pedir explicaciones a sus colegas rusos. De hecho, Rozhéstvenski se vio obligado a atracar en el puerto de Vigo, donde dejó como chivos expiatorios a algunos oficiales que no contaban con su simpatía.
Lo sucedido en Dogger fue un desastre para la maltrecha moral del convoy ruso. La mayoría de los puertos donde procuraban abastecimiento les negaron ayuda, e Inglaterra les cerró el paso por el Canal de Suez; para llegar a Asia, debían bordear toda África.
Por cierto, las chapuzas se sucedieron. Cerca de la costa marroquí un barco se enredó con un cable submarino. El capitán no se detuvo a pensar demasiado sobre la naturaleza o función de tal cable, y ordenó cortarlo, sin más.
Tras destrozar el cable telegráfico que unía África con el resto del mundo, todo un continente estuvo incomunicado durante casi una semana.
Escaso de moral y de prismáticos, Rozhéstvenski navegó siete meses; al poco de llegar a su destino, el 16 de mayo, se le unió la denominada “tercera escuadra del pacífico”, una flota de destartalados barcos de guerra al mando del contralmirante Nebogatov (el único oficial que se había presentado voluntario para tan infausta tarea). Rozhéstvenski, que despreciaba a Nebogatov, y que tras la odisea sufría de frecuentes crisis nerviosas y migrañas, no quiso compartir los planes de ataque.
Finalmente, el 27 de mayo, la flota rusa se enfrentó a la flota japonesa del almirante Tōgō Heihachirō, al que se le conocía como el “Nelson de oriente”. Los rusos contaban con un total de 35 buques, con 8 acorazados, 7 destructores y 9 cruceros.

 
A Rozhéstvenski le habían llegado informes de que los japoneses atacarían desde el este pero, lo habrán adivinado, los nipones aparecieron por el noroeste, aprovechando las mejores condiciones de viento y mar. Rozhéstvenski intentó virar a una situación más ventajosa (lo cual entrañaba un cierto riesgo, porque un fallo de diseño provocaba que a la Suvorov le entrase agua durante los virajes cerrados), pero se enfrentaba a un enemigo invisible y, a la larga, fatal: los moluscos.
Rozhéstvenski había navegado durante más de 200 días por aguas cálidas, atravesando en dos ocasiones la línea del ecuador. La obra viva de sus buques (la parte sumergida) estaba infestada por todo tipo de limo, algas y moluscos. La velocidad de sus acorazados apenas si llegaba a los 8 nudos.
Dos detalles más: los japoneses habían optado por construir acorazados más pequeños y rápidos, pero equipados con una artillería pesada de largo alcance. En definitiva, eran más rápidos y golpeaban desde más lejos. Además, por primera vez las naves contaban con comunicación por radio; pero mientras los japoneses contaban con equipos de transmisión hechos en casa, modernos y eficaces, fruto de la modernización del país, los rusos utilizaban tecnología alemana y francesa que fallaba a menudo.
Rozhéstvenski y su nave Suvorov fueron golpeados brutalmente. El almirante resultó herido en el cráneo y quedó inconsciente. El destructor Buinyi primero, y el Bedovii más tarde, recogieron al maltrecho Rozhéstvenski; pero finalmente no pudo evitar caer en manos niponas. Lo trasladaron a un centro hospitalario en Japón para que se recuperara de las heridas.
Por cierto; semanas más tarde, en el sanatorio, recibió la visita de cortesía de su adversario, el almirante Tōgō Heihachirō.
La batalla duró menos de dos días y acabó con el contralmirante Nebogatov rindiendo su espada a bordo del acorazado Mikasa. Asistimos a un momento histórico; por última vez un comandante en jefe rindió sus barcos en alta mar a bordo del buque insignia enemigo tras una batalla. La guerra moderna no hará posible que se vuelva a repetir un gesto similar.




El balance final es desolador: los rusos perdieron 6 acorazados, 4 cruceros y 5 destructores. Los 2 acorazados restantes fueron apresados. Sumaron más de 4.000 muertos y 6.000 prisioneros. De la flota inicial de 35 buques sólo pudieron conservar 8. Los japoneses tan sólo perdieron 3 destructores, con un saldo de 116 muertos y 538 heridos.
Nebogatov permaneció detenido como prisionero de guerra por los japoneses. Cuando pudo volver a Rusia se enfrentó al escarnio de haber sido degradado y despojado de sus títulos nobiliarios. En un consejo de guerra celebrado en el invierno de 1906 se le condenó a morir fusilado. La pena fue conmutada a 10 años de prisión por el zar, de los que finalmente cumpliría tan solo 3 años.
Y, a todo esto, ¿qué sucedió con Rozhestvensky?
Recuperado de las heridas, tras la firma del Tratado de Portsmouth que ponía punto y final al conflicto, volvió a San Petersburgo a bordo del transiberiano. Insistió en cargar con las culpas de lo acaecido, pero no se le dispensó el mismo trato que a Nebogatov, que estaba enemistado con parte del gobierno ruso. Siempre supo Rozhestvensky descargar las culpas en otros.
Falleció “el perro loco”, bajo arresto y por causas naturales, en 1909.  Sus restos reposan en un monasterio de San Petersburgo. En paz.


Antonio Carrillo