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viernes, 16 de abril de 2021

Luz azul, pantallas y libertad

 


Las pantallas de los teléfonos móviles, de las tablets y ordenadores, las muchas horas que pasamos absortos en ellas, ¿son perjudiciales? ¿Es dañino dejar que nuestros hijos pasen las horas enfrascados en información, entretenimiento o contacto a través de una pantalla retroiluminada con la denominada luz azul?

Todo, absolutamente todo lo que existe es dañino según su medida. La idoneidad de cualquier exposición a cualquier materia o energía depende de la cantidad. Podemos morir por beber demasiada agua, por socarrarnos expuestos al sol abrasador o por hiperventilar con demasiado oxígeno. Nada es inocuo si se trasvasan los límites de lo razonable, de lo que la naturaleza y la adaptación establecen como saludable. Por lo tanto, para contestar a la pregunta anterior conviene saber cuáles son los límites a partir de los cuales la exposición a la luz azul de la pantalla resulta perjudicial.

Hay cosas que resultan dañinas incluso en pequeñas dosis. Fumar tabaco es objetivamente malo para la salud desde la primera calada, y el alcohol es perjudicial. Por supuesto, fumar o beber en grandes cantidades agrava el problema, pero no hay un nivel mínimo en el que estos hábitos sean saludables o totalmente inocuos. Es mejor no fumar nada, y punto. Así de claro.

Tomar el sol, sin embargo, si bien tiene un límite a partir del cual la radiación UVA es dañina para la piel, en condiciones idóneas es una práctica muy saludable, porque nos permite asimilar la vitamina D y mejora – significativamente - el estado de ánimo. También el agua omnipresente, en la cantidad correcta, nos aporta salud y bienestar, pero en exceso puede alterar el equilibrio electrolítico y resultar mortal.

Todo veneno guarda el secreto de su ponzoña en la dosis. O, mejor dicho; es la dosis la que hace al veneno.

La luz azul de las pantallas ¿es siempre perjudicial? ¿Hay unos niveles en los que resulta aceptable?

Los defensores de su peligrosidad afirman que la fuerte exposición a la luz azul de las pantallas daña la retina, puede provocar miopía o una degeneración macular que desemboca en una ceguera irreversible. La luz azul, dicen, es siempre mala y debemos frenarla con filtros.

Creo que no es cierto.

Me explico: la luz azul es, en esencia, luz. Nada más. Uno más de los varios niveles de luz visible e invisible que recibimos a diario. La luz del sol nos aporta una cantidad de luz azul varios cientos de veces más potente de la que nos llega desde una pantalla. Nacemos y vivimos en un entorno saturado de luz azul, y la evolución ha diseñado un órgano, el ojo, que procesa ese tipo de radiación sin que suponga un problema en absoluto.

Habrán leído que unos investigadores expusieron células fotorreceptoras del interior del ojo a una fuente de luz azul, y observaron que causaba daños. Pero resulta que nuestra retina no se ve afectada por este problema, porque la luz azul no penetra hasta el interior. Es así de simple.

Si me lo permiten, haré un razonamiento lógico: soy un animal terrestre, resultado de una evolución de millones de años. Mi especie vive en la superficie de un planeta azul, expuestos a la luz del sol. No vivimos bajo tierra ni en la penumbra de las profundidades marinas. La especie de mamíferos a la que pertenezco es diurna; no solemos vivir de noche ni tampoco nos refugiamos en la penumbra durante el día. Todo lo hacemos a plena luz del sol. Es para lo que estamos diseñados. La luz es nuestra aliada.

Y créanme: la naturaleza comete muy pocos errores. Porque se pagan muy caros.

Pero, ¿acaso digo que estar frente a una pantalla es inocuo? No; nada lo es. Como dijimos, todo depende de la dosis. O de la oportunidad.

Si pasamos demasiadas horas frente a una pantalla el ojo se reseca y la vista se cansa, porque parpadeamos menos y focalizamos nuestra mirada a una distancia demasiado corta. Esta falta de ejercicio visual, este obligar a que los músculos oculares sostengan un enfoque excesivamente próximo, especialmente si la luz ambiental es tenue, causa agotamiento. De vez en cuando conviene levantar la vista de la pantalla, pestañear y dirigir la mirada a un punto lejano, al menos a seis metros de distancia. Nos ahorraremos picor, sequedad, sensación de pesadez en los ojos o dolor de cabeza. Y si es al aire libre mejor, porque la exposición del ojo a la luz natural es beneficiosa y al parecer previene la miopía.

¿Le preocupa la salud ocular de sus hijos? No los deje en casa con la pantalla apagada. Oblígueles a salir un rato a la calle. Es el entorno para el que están diseñados como animales. Pero no durante las horas centrales del verano; seamos sensatos.


Hay otro riesgo en el abuso de las pantallas que puede entrañar un peligro mayor que la sequedad o cansancio ocular; me refiero a la sobrexcitación del estímulo visual en las horas previas al sueño y la posibilidad de que ello interfiera en nuestro descanso y en el ritmo circadiano.

Ustedes, lectores avispados, me advertirán: durante muchos cientos de miles de años el humano ha sido capaz de domesticar el fuego. Ha podido cocinar la comida, recabar el calor de la combustión e iluminar la oscuridad de la noche. ¿No es cierto que nos hemos adaptado a la luz nocturna? ¿No estoy siendo incoherente con lo que vengo defendiendo?

La respuesta proviene del tipo de luz. La luz visible pasa por un arco de colores (el mágico arcoíris) que no es más que la representación de su cantidad de energía, de su longitud de onda; así, la luz menos energética es la roja, y la más energética la azul y morada. Y, curiosamente, la luz de una fogata es fuente de una luz poco energética, de lo que llamamos una luz cálida, rojiza. El fuego nos relaja.

¿A usted no?

Una vela en una mesita de noche no aporta tanta energía como una pantalla iluminada a escasos centímetros del rostro. Hay un momento para la actividad y otro para el descanso y el sosiego. Un momento para la caza y otro para contar mitos. Si tiene una sala de estudio busque una luz led energética, fría y azul. Con ello mejorará la concentración. Pero por la noche, antes de que sobrevenga el sueño, debemos rebajar la intensidad del estímulo, preparando al cerebro para lo que le espera: el descanso reparador.

Este fenómeno reciente de niños que se van a la cama con un móvil y se quedan dormidos a altas horas de la noche, activados por una potente luz y el estímulo visual y sonoro de un video de YouTube es – en  mi opinión – contraproducente. Y mucho. Hay adolescentes y jóvenes que no duermen todas las horas que necesitan, y que viven en una existencia alternativa de horarios nocturnos, vampirizados por el estímulo del incansable e inabarcable internet.

Por lo tanto, la luz de las pantallas no nos deja ciegos. Es una buena noticia. Pero debemos utilizar los dispositivos electrónicos con más mesura y – muy importante – dar ejemplo a nuestros hijos, porque los primeros que estamos permanentemente aferrados a la pantallita somos nosotros, los adultos. Viajar en transporte público se ha vuelto una actividad muy solitaria, con todos los rostros agachados, sumisos, abstraídos, en actitud de franca adoración a la pantalla.

Pero hay más. Algo mucho peor; y en esto no espero que esté de acuerdo conmigo. Es una opinión visceral y poco ponderada. Lo asumo.

Seré brutal y directo: creo que las pantallitas nos está haciendo menos libres. Somos patéticos esclavos de su brillo idiotizante. La sociedad visual e hiperconectada en la que vivimos nos hace menos ciudadanos y más usuarios. Nos deshumaniza y desconecta de la realidad

¿Les parece que exagero? Esto necesito explicarlo, y por ello debo recurrir a un ejemplo de hace más de dos mil años, pero que no ha perdido un ápice de su fuerza ni de su vigencia.

A mediados del siglo IV a.C. la ciudad de Atenas se enfrentó al que sería su antagonista más peligroso: el rey Filipo II de Macedonia. Era una ciudad rica en cultura, tradición y prestigio académico, pero absolutamente agotada tras 150 años de guerra casi continua. Varias generaciones desangradas y arruinadas después de luchar contra el imperio persa, Esparta, Tebas o en guerras civiles, de repente debían hacer frente a un genio militar que pretendía conquistar todas las polis griegas y unificarlas bajo su reinado. La democracia ateniense se enfrentaba, pues, a un funesto vaticinio que, a la postre, sería su fin como ciudad independiente; en efecto, las conquistas de Alejandro Magno ampliaron el horizonte del mundo helénico y acabaron con la centenaria tradición de las ciudades-estado.

Durante los años de enfrentamiento de Atenas contra Macedonia se alzó en Atenas una figura brillante, el mejor orador del mundo antiguo: Demóstenes. Sus discursos contra Filipo y su defensa de la independencia y la idiosincrasia ateniense son un ejemplo inigualable de teoría política y oratoria. Demóstenes defiende con pasión la libertad como signo de identidad de Atenas. Propone que la ciudad debe enfrentarse a Filipo aunque ello suponga una derrota, y postula porque se financie una guerra  a pesar de su incierto desenlace. Un sacrificio enorme para una ciudad arruinada. Pero es curioso ¿saben cuál es la clave del debate económico, el mayor sacrificio que se le pide a la ciudad para poder pertrechar naves y soldados? Todo gira alrededor de un tema aparentemente menor: la subvención para poder ir al teatro.

Pero ¿por qué era tan importante el sufragar con dinero público las entradas al teatro de los ciudadanos más pobres? La razón es que los atenienses disfrutaban de una democracia asamblearia, directa, en la que los ciudadanos (hombres atenienses de más de 21 años y libres) participaban en la toma de decisiones por medio de asambleas públicas, y además podían ser elegidos por sorteo para ejercer un cargo importante. Como cualquiera podía convertirse en gobernante o magistrado, la ciudad procuraba favorecer el debate profundo y cotidiano sobre los asuntos de actualidad. La Paideia, la educación en valores de los jóvenes, formaba parte de la identidad misma de Atenas; tanto en gimnasios como en simposios los jóvenes aprendían de sus mayores oratoria, política, economía o el arte de la guerra. Y el teatro fue la manera en la que canalizaron muchas de estas enseñanzas, promoviendo debates sobre cuestiones pragmáticas, revestidas de la grave intensidad del drama o del inteligente humor caricaturesco de la comedia. El pueblo iba al teatro no solo a distraerse; también a formarse. Autores y actores eran personalidades de un enorme prestigio. En ocasiones los temas afectaban tanto a los espectadores que un mar de lágrimas desde las gradas obligaba a detener la función. El honor, la justicia, la templanza o la honradez eran temas recurrentes; y se citaban por su nombre y criticaba a autoridades, pensadores o representantes de la clase alta, conocidos por todos y presentes en el teatro. La libertad era absoluta; todo y todos se sometía al escrutinio del pueblo.

Fue Pericles, el padre de la verdadera democracia ateniense, el que promovió el teatro como vehículo educativo; y para que todos los ciudadanos pudiesen disfrutar por igual de esta experiencia enriquecedora estableció un sistema de subvenciones a cargo del erario público para así pagar las entradas de los ciudadanos más pobres. Porque cualquier ciudadano, pobre o rico, podía convertirse en un futuro gobernante. Y la lógica aconsejaba que debía estar preparado.

Con la caída de Atenas muere la democracia y, con ella, el impulso por educar a la ciudadanía. En Roma los espectáculos de gladiadores y las carreras de caballos tienen por fin entretener al público, tenerlo distraído. El poeta Juvenal se queja de que en su época el pueblo se desinteresa de la política, y a cambio los poderes públicos les ofrecen “pan y circo”.

Poco a poco el ciudadano (protagonista) se convierte en usuario (espectador).

¿Se dan cuenta? Pasamos de la reflexión, el análisis y la formación de un criterio bien fundamentado a un consumo volátil, con un entretenimiento basado en la inmediatez y de fácil digestión. A los poderosos les interesa que el pueblo no se soliviante, que esté contento y – muy importante – que se conforme con esas migajas por las que prostituye su libertad y su capacidad de preguntarse por el porqué de las cosas. Cada vez interiorizamos menos cuestiones trascendentes en el fragor del coliseo, y por tanto el individuo común, adocenado, se desentiende de pedir cuentas a los gobernantes, e incluso de la autocrítica. Como broche final, la consolidación de la religión cristiana en el poder alzará un armazón moral insalvable que acallará todo atisbo de pensamiento libre. Tranquilo, no hace falta que razones; ya lo hago yo por ti.

Bajo tanto oropel, tanto brillo y tanto estímulo la realidad pierde matices, se vuelve fácil de digerir y nos volvemos perezosos. La siembra de una mente inquisitiva y bien estructurada es una tarea difícil que no entiende de atajos; no se educa con titulares. Es imposible. Y, sin embargo, cada vez más, empobrecemos nuestro discurso y nos descuidamos en el tener. En el consumir. No somos lo que pensamos, sino lo que tenemos. Agrandamos nuestro yo cebándolo de vehículos, vacaciones, dispositivos electrónicos o entretenimiento de baja calidad. Es una carrera hacia ningún lado en la que nos imponemos más y más cargas, hasta quedar exhaustos. Tenemos demasiada información, poco tiempo y una paupérrima capacidad de cribado. No sabemos distinguir el grano de la paja. Todo tiene una fecha de caducidad; también nosotros. Tenemos el saber de miles de años a nuestra disposición, canales de información directos e interminable. Pero simplemente no sabemos qué buscar.

En esta realidad de respuestas nadie se molesta en hacer preguntas. Nadie se ejercita en el arte de la duda, de la escucha. Todos hablamos a la vez.

Frente a este barullo sabios como el estoico Epicteto nos invitan a parar; a reflexionar sobre la libertad y sobre la esencia misma del hombre. Nos proponen una visión más amable y compasiva, menos exigente y competitiva. Nos señalan una senda hacia nosotros mismos. Hacia la simplicidad.

Cuando la ciudad griega de Priene estaba siendo asediada por el ejército Persa, sus ciudadanos se lanzaron como locos a intentar poner a salvo joyas, dineros y títulos de propiedad. En el mismo centro de la plaza un anciano se mantuvo tranquilo, sin hacer nada ni mostrar preocupación alguna.

-          “¿No intentas hacer acopio de tus cosas? ¿No te preocupa quedarte sin nada?”, le preguntó alguien.

-          “Todo lo que soy y lo que tengo ya lo llevo conmigo”

Omnia mea mecum porto

Este anciano se llamaba Bias, y tenía fama de ser la persona más sabia de toda Grecia.

En definitiva: las pantallas de luz azul nos distraen en un embrujo del que cuesta trabajo despertar. En el tren de Cercanías todo los rostros están bajos, enviado mensajes, oyendo música o viendo vídeos. Pero es un consumo improductivo, yermo. Más nos valdría mirar por la ventana, leer un libro o conversar.

Lo sé, es una visión apocalíptica y demasiado simplista. Lo admito. Estoy haciendo una semblanza de trazo grueso, un punto dogmática y posiblemente injusta. Pero ¿por qué tengo esta desazón? ¿Por qué me siento tan desubicado? ¿Acaso es un problema que tengo de adaptación?

Ojalá. Pero mis hijos tienen una lectura comprensiva muy deficiente, y pasan menos tiempo del que pasaba yo jugando en la calle con otros niños, utilizando las manos para escarbar, construir o modelar. Ahora pasan horas en su cuarto, en una misma postura, ajenos a los estímulos que no sean el sonido de unos auriculares y la visión de una pantalla colorida. A mí me gusta internet, por supuesto. Es una herramienta fabulosa y muy útil ¡Qué bien me habría venido en mi época de estudiante! Pero no lo confundo con la realidad. Sin embargo, para los jóvenes parece representar un universo alternativo a una cotidianeidad cada vez más fría e incierta. Porque por primera vez nuestros hijos asisten a un horizonte de futuro más negro que el de sus padres.

Y estos jóvenes de ahora no saben gestionar el aburrimiento ni la frustración.

Más y más circo para las mentes más jóvenes y vulnerables. Tengámoslos distraídos, 16 horas al día, en un mundo sin tedio ni descanso, en el colorido mundo de Instagram, WhatsApp o Facebook.

Que asuman pronto que no son los verdaderos dueños de su destino, y que su valía dependerá de su poder adquisitivo. Para ello les bombardeamos de necesidades sin fundamento; los móviles se quedan obsoletos en un par de años. Nada perdura porque cuando escuchamos música en Spotify no hemos tenido que ahorrar un mes para comprarla, no hemos buscado el LP entre cientos, no huele el plástico ni el papel con las letras impresas. No es un disco que escuchamos cien veces, y que ocupa un hueco en nuestra colección privada. La música, a la que yo estoy acostumbrado, coge polvo con los años, porque el tiempo es tangible. Hoy todo se ha vuelto incorpóreo y aséptico, y con ello ha perdido intensidad.

Queremos que nuestros hijos aprendan a correr y acaparar mientras los Persas invaden su ciudad, Y que ni siquiera tengan un momento para detenerse a preguntar al anciano sabio, sentado en el centro de la plaza. Un anciano que mira a su alrededor, con lástima.

Y que suspira, cansado. Demasiado trajín.

En este mundo escaso de valores ¿nadie quiere detenerse a hablar? ¿A participar?

 

Antonio Carrillo

miércoles, 16 de enero de 2013

"Después de Cristo": ensayo sobre un presente sin Dios.




Título
"Después de Cristo"
Autor
Alfredo Fierro
Editorial
Trotta,
Fecha de edición
2012
ISBN:
978-84-9879-328-4


(Lo que siguen son reflexiones personales sobre un ensayo de reciente aparición. La opiniones del autor del libro vienen entrecomilladas, y en absoluto se le deben pedir responsabilidades por lo que sigue. Sólo yo soy responsable de lo que lean)


Alfredo Fierro ha publicado un nuevo libro. Y ha vuelto a la teología. Son dos noticias extraordinarias que, sin embargo, nos obligan a conducirnos cum grano salis: con prudencia ante un tema, sin lugar a dudas, polémico.

Pero Alfredo ha vuelto (nunca se fue); y con la profundidad a que nos tiene acostumbrados. Llamando al pan pan, y al vino vino. Y es precisamente su coherencia (y su asombrosa erudición) lo que hace que sintamos, en múltiples ocasiones y todo a lo largo de la lectura, algo parecido a una epifanía laica, si tal oxímoron es posible.

Hablamos así de un ensayo extraordinario, porque excepcional es su autor.

El autor: Alfredo Fierro Bardají.


Alfredo es teólogo. Digo más; es doctor en teología por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, acaso la universidad de teología más prestigiosa del mundo. Su tesis, publicada a varios idiomas, lo convirtió en el máximo experto mundial sobre la figura de San Hilario, obispo de Poitiers y Padre de la Iglesia.

Es Alfredo un autor prolífico, con obras de filosofía y teología de enorme interés; profesor de teología en Zaragoza y Madrid, pronto sus publicaciones, teñidas de la heterodoxia postconciliar, alcanzan un eco muy significativo, tanto en España como en Europa. En concreto, su libro "El evangelio beligerante" se publica en 15 idiomas, lo cual da idea de su repercusión a nivel mundial.

Pero a finales de los sesenta su vida da un giro, en lo personal y profesional, y vuelca su atención en la psicología. Alfredo es doctor en filosofía (rama psicología) por la Universidad Complutense, y muy pronto es profesor de psicología en la Universidad de Salamanca. Más tarde con seguirá (inaugurará de hecho) una cátedra en la facultad de psicología de Málaga. Antes, ha fundado "Voces" y "Siglo Cero", dos revistas de referencia sobre el tema de la discapacidad. El poliédrico y políglota Alfredo, que habla alemán, francés, italiano, latín e inglés, se convierte en uno de los mayores expertos europeos en retraso mental.

Una vida así, un legado tan inmenso, no puede resumirse en unos párrafos, ni le hacen justicia los fríos datos. Alfredo ha escrito más de treinta libros y cientos de publicaciones; es articulista en el diario El País, e interviene a menudo en la tertulia del programa televisivo "La Clave", un hito televisivo de los años setenta y ochenta. Al cabo de unos años, lo eligen Decano de la facultad de psicología y, más tarde, lo nombran catedrático emérito. También participó activamente en políticas de ordenación académica, como Director General en el Ministerio de Educación y Ciencias. Otro dato que seguro les sorprende: en el año 1984 el Colegio Oficial de Psicólogos de España le encarga el estudio y redacción del código deontológico, que regirá la actuación de los psicólogos en España.



La revista Anthropos, publicación de referencia para la intelectualidad española, dedica su número 161 por entero a la figura y la obra de Alfredo Fierro. Los reconocimientos se suman, y sería largo hasta la extenuación pararse en todos; en 2002 recibió la Medalla de Oro de Aragón a los Valores Humanos. Posteriormente, la Junta de Castilla y León le otorgó el Premio Fray Luis de León de 2005, en su modalidad de Ensayo, por su obra "Heterodoxia". Abandonamos este apartado de 'méritos', no sin antes mencionar el Real Decreto 851/2007, de 22 de junio: el gobierno concede a Alfredo Fierro la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio.

Pero no se completa el autor con esta avalancha de logros. Para entender su talla, como sucede con otros grandes hombres, resulta útil descender al fértil terreno de la anécdota. Propongo un ejemplo: los años que estudiaba en Roma, Alfredo descansaba los veranos en casa de sus padres, donde (según confiesa) se aburría. Por ello, se dispuso a leer los manuales de Derecho de su hermano, que cursaba la carrera en Zaragoza. Se decidió a presentarse por libre, y en apenas tres veranos obtuvo, casi sin quererlo, La licenciatura en Derecho por la Universidad de Zaragoza.

Esta anécdota cuesta creérsela, lo sé; pero tengo otra más impresionante. Un día Alfredo encontró a mi padre, Antonio Carrillo Robles, muy abatido en el comedor dl Colegio Español , en Roma. Por circunstancias que no vienen al caso, mi padre se había visto obligado a aprobar los cuatro años de teología en uno sólo. Una locura que le forzaba a cursar 45 asignaturas en la Pontificia Universidad Gregoriana. Cuando lo consiguió, tuvo que ingresar dos meses en un sanatorio de reposo.

Para mi padre resultaba del todo imposible cumplir con el plazo de entrega de la tesina final; tan sólo había podido recopilar una extensa documentación. Alfredo le pidió los folios, y estuvo un día estudiándolos. Al día siguiente, a primera hora de la tarde, llamó a la puerta de la habitación de mi padre. ¿Podía dedicarle unas horas? Mi padre se sentó ante la máquina de escribir, y Alfredo le dictó, prácticamente de memoria, con el apoyo de unas breves anotaciones, 80 folios sobre el tema "El argumento de Escritura de la encíclica municicetissimus deus".

A mi padre le aprobaron la tesina. La nota fue un 10.

Pero basta de anécdotas; no acabaríamos. Total, en ningún foro de internet leerán que Alfredo tiene terminada la carrera de piano (los 10 años), que es un magnífico intérprete de Chopin.

Detalle éste sin importancia, al alcance de cualquiera.

La obra: "Después de Cristo".

Presentado el autor, es momento de reseñar su texto. Más de 500 páginas en las que Alfredo Fierro recorre los 2.000 años de cristianismo, dividido el libro en Edad antigua, medievo, tiempos modernos y postrimerías. 29 capítulos que se inician siempre con una fecha, que enmarca temporalmente un enunciado: año 30 "en aquel tiempo", año 50 "el mito de Cristo", año 70 "leyendas de evangelios"...  Es un transcurso, un itinerario durante el cual la idea de Cristo genera controversias, pasiones o indiferencias. En definitiva, es un intento por explicar un fenómeno, el religioso, que protagoniza buena parte del debate ideológico y conceptual de los últimos dos mil años, en un esfuerzo epistemológico que acaba por conducirlo, agotado de ideas y acorralado por el empirismo científico, hacia su decadencia.

Hacia la muerte de Cristo. Acaso hacia la muerte de Dios.

Lo avisé: el tema es polémico, pero insoslayable. En los inicios del siglo XXI tenemos perspectiva para plantearnos, sin miedo a censuras o exabruptos, la idea de Cristo como mito, al igual que Osiris o Prometeo, habitantes ambos de un universo extraño, el del arquetipo humano. Fríos ya los rescoldos de la inquisición, podemos alzar la mano y preguntar sin miedo a represalias ¿tiene cabida Dios en esta realidad compleja en la que vivimos? ¿Hace falta? 

El discurso de Alfredo Fierro es demoledor por inclemente. Como el mejor cirujano, disecciona la figura de Jesús, desde su vertiente histórica primero, cribada después por el cedazo definitorio de Pablo o los evangelistas, y consolidada más adelante por Agustín o la (fascinante y escabrosa) historia conciliar y papal. Jesús tuvo muchas interpretaciones a lo largo de esta historia centenaria, pero Cristo, en definitiva, aparece más como constructo de Pablo que como figura histórica. Porque de Jesús de Nazaret, del hombre, no sabemos apenas nada.

Esto es algo que sorprende. Si bien el autor no plantea dudas sobre la existencia del Jesús histórico, no puede dejar de señalar la absoluta oscuridad que rodea al personaje. De las fuentes cristianas posteriores poco podemos fiarnos; pero incluso las fuentes no adscritas al cristianismo son vagas y escasas. Apenas dos menciones tempranas de autores romanos, Tácito y Plinio el Joven, acreditan la existencia de cristianos, pero no aportan datos sobre Jesús. Y, respecto de las fuentes judías, Filón no le cita, y Flavio Josefo incluye un párrafo laudatorio de dudosa autenticidad.

Quien nace pronto es Cristo como trasunto paulista de Jesús. Alfredo Fierro es claro:


"Pablo se inventa a Cristo como figura conceptual. Lo que importa, desde Pablo, es Cristo en cuanto idea, una idea que él supo 'vender' bien y que ha venido a funcionar de maravilla. Por eso, Pablo ha de reputarse principal - aunque no único - forjador del mito de Cristo. El Jesucristo paulino no es una leyenda, ni un retablo de leyendas reunidas, como luego lo son los evangelios. Es más y es menos que leyenda: un mito intemporal abstracto y, a fin de cuentas, desencarnado" (p. 43).

Sólo los (posteriores) evangelios sinópticos nos ofrecen una imagen del Jesús hombre; pero una lectura desapasionada nos aporta una semblanza "de varón malhumorado, atrabiliario, iracundo (p. 66)".  "Queda Jesús muy lejos de la estampa con que cristianos de buen corazón desean recordarle. De atenerse a lo que de él se cuenta, fue adoctrinador, intransigente y quizás fanático, al igual que otros profetas (p.68).

Hay algo en Jesús que cuesta entender: su absoluta falta de humor. Los evangelios nos apabullan con un Jesús triste, serio, malhumorado. El Jesús huraño carece "de esa ironía - sello de inteligencia sabia - que, en cambio, poseyeron Sócrates y Buda (p. 68)". Es un producto de su época, de su tierra dura y hosca, de tiempos de sangre y dominación. Tampoco Pablo era un dechado de virtudes, ni un hombre alegre. Alfredo Fierro, en una cruel gradación, y en fiel reflejo de humor aragonés, lo define en un párrafo memorable:

"De los testimonios suyos mismos se desprende, dicho con benevolencia, que Pablo ha tenido la fe típica del converso: apasionado y excesivo, sin fisuras; dicho con moderación: que era un iluminado con ínfulas; dicho lisa y llanamente: que se encuentra en los bordes del fanatizado (p 42)".

Es una descripción fantástica no sólo de Pablo de Tarso; también de otros muchos que engrosan las páginas de este libro, repleto de fanáticos seguidores de una verdad única, aunque siempre distinta, veleta esquizofrénica que gira con el rumbo incierto del viento doctrinal. Los Padres de la iglesia lo tuvieron difícil desde el principio, preocupados por justificar el fracaso de la parusía, el verdadero compromiso de Jesús, su regreso inminente, que mantuvo el ánimo clandestino de las primeras comunidades cristianas. El tono del libro avanza y cobra fuerza con el transcurso de los siglos, pero se hace truculento, desesperanzado, lúgubre en ocasiones; porque Alfredo no les concede tregua a los impostores del logos encarnado, ni a nosotros nos ofrece un resquicio de esperanza. Hay un aire de revancha, un ajuste de cuentas del autor frente al dogma irredento. Es una historia de cadáveres, de mentes libres abandonadas (silenciadas, torturadas o quemadas) en la oscura cuneta de la historia.

A todos se nos han embaucado en algún momento con los malabares del Dios amable. Es una esperanza de la que cuesta (y duele) zafarse.

Los concilios, papados y príncipes se suceden, pues, en una pantomima que nada aporta, acaso certidumbre ante el miedo que supone tanto la caída del orden romano (que justifica la obra del obispo de Hipona) como la posterior adveración sobre la culpa y el pecado original. O, más importante incluso, la muerte cotidiana por pestes, guerras o hambrunas. Siempre en orden de revista el rigor doctrinal, la seriedad formal y el dolor, presentes todos como señales de identidad de la fe.

La Pasión de Cristo es algo (mucho) más que un símbolo; es la razón de ser del cristianismo. Sin pena no hay necesidad de salvación. Cristo crucificado presupone la culpabilidad incluso de los recién nacidos, que sólo hace unos pocos años pudieron abandonar el cruel limbo. Bajo esta admonición se explica el martirio de Cristo y de los santos. 

Por ello, el primer tercio del libro sólo se ilumina ante la llegada de una personalidad como Francisco de Asís, un resquicio de esperanza desde la sencillez y el humor. Se le nota a Alfredo la querencia hacia el italiano, bueno hasta las trancas. Tan sencillo e indefenso que no se le castigó por pregonar algo inaudito: la amabilidad del hombre hacia la vida. No era Francisco peligroso, ni contestatario, ni proselitista. Ello le salvó de la herejía. Así lo explica Alfredo Fierro:

"Francisco sobresale entre los pioneros de la pobreza voluntaria. La iglesia, algo a regañadientes, pero en acto de justicia poética - o teológica - hubo de reconocerle como hijo suyo insigne y ejemplo de santidad. La pronta canonización de Francisco, en 1228, fue, por otro lado, hasta cierto punto, un truco de neutralización póstuma de su figura ejemplar. También en esto se manifiesta la astucia de la iglesia, tan hábil al condenar como al elevar a los altares. Toda ideología minoritaria - como la de la pobreza - y desviada de la oficial se expone a ser considerada herética. Ahora bien, al no ser posible anatematizar sin distingos a todos los divergentes, conviene discernir en ellos: reconocer y canonizar a algunos como santos, reprobar a otros como heréticos. Esta decisión ha dependido de la sumisión o insumisión ante la autoridad de la iglesia; y el franciscanismo ha sido aceptado porque fue sumiso (p.207)"

Francisco de Asís es sólo un instante, un espejismo; como antes sucedió con Juan Bautista, una figura posiblemente de gran enjundia. Su simiente no ha calado porque no pretendió adoctrinar. El poder estaba bien guardado, celosamente pensado en un suma teológica que recupera a Aristóteles. El púlpito centra (hipnotiza) todas las miradas, aún vacío. ¿Cómo no puede haber verdad si resuena en la grandiosa catedral de Reims? Y sólo desde la exótica y griega Bizancio, desde los cultos emiratos omeyas, o desde los scriptorium de los monasterios, la raíz humanística encuentra sustrato en que sobrevivir. Y gracias. En el siglo XV, con hitos como la caída de Bizancio (1453), la invención de la imprenta (1450) y la impresión de la Biblia (1456), renacerá el hombre para el hombre, sin que Dios intervenga como árbitro necesario.

Nos recuerda Alfredo una anécdota que casi nos pasa desapercibida: Boticelli pinta a la (bellísima) diosa pagana Venus naciendo del agua. Es el año 1485.

De nuevo otro instante de luz en el ensayo, esta vez en la página 271, de la mano del príncipe Pico del la Mirandola, quien escribe en 1487 el manifiesto "la dignidad del hombre". Nace el humanismo como alternativa; se intenta pensar al hombre y exculparlo. Comienza Pico su obra desde gran altura:

"He leído en los antiguos escritos de los árabes, padres venerados, que Abdalá el Sarraceno, interrogado acerca de cuál era a sus ojos el espectáculo más maravilloso en esta escena del mundo, había respondido que nada veía más espléndido que el hombre. Con esta sentencia coincide aquella otra, bien famosa, de Hermes: 'Gran milagro, oh Asceplio, es el hombre'".

Con autores como Pico, Nicolás de Cusa, Lorenzo Valla, Marsilio Ficino, Erasmo, Montaigne, Vives, Rabelais o Tomás Moro, cambia el prisma del pensamiento. No en vano:

"Humanismo significa colocar lo humano y la humanidad, con Protágoras, como noble medida de todas las cosas (p. 274)"

El cristianismo responde. Primero al cisma protestante, enrocándose en su dogmatismo papista. Sometida también a los urbanitas aires de libertad que el humanismo ha provocado, busca en mentes privilegiadas - y no del todo ortodoxas - como las de Descartes, Grocio, Locke, Spinoza, Laplace, Rousseau, Kant o Hegel una respuesta racional que justifique el hecho religioso, cada vez más acorralado; pero nacen voces agnósticas, como las de Hume, Comte, Feuerbach, Nietzsche o Marx... Es una lucha perdida de antemano, ya que la ciencia le resta espacio vital a Dios, responde por él a las más graves preguntas: de dónde venimos, qué somos, cómo pensamos. Copérnico, Galileo, Darwin, Hubble, Einstein, Mendel, Freud... El hombre encuentra respuestas fiables en la investigación empírica. El creacionismo es una entelequia que no se estima en un ardite frente a los descubrimientos provenientes de la paleontología o la genética. No resiste comparación.

La Tierra se muestra obstinada en su forma casi esférica, y en girar en torno al Sol.

Queda la fe como religión del sentimiento, pero:

"No es seguro, antes bien, es muy dudoso que la emoción ante lo sagrado difiera de la emoción en presencia del mar o del desierto; que sea diferente la experimentada en la audición de un oratorio o cantata religiosa y la de un coro de ópera o cantata profana (p. 449)"

Por último, los avances en neurociencia acorralan a la fe en su último reducto: el de la misma consciencia. Incluso los éxtasis religiosos se provocan en los laboratorios activando ciertas zonas de la corteza cerebral. No hay mística en ello, sólo bioquímica e impulsos eléctricos, como recuerda el neurólogo Antonio Damasio.

Por sí esto fuera poco, Dios, si existe, debe responder por el horror del Holocausto. Alfredo Fierro es aquí durísimo:

"El monoteísmo estricto y en particular el bíblico lo tiene muy difícil para sobrevivir a la conciencia de las atrocidades de las guerras y los genocidios, y a la reflexión sobre las catástrofes de la naturaleza (...) El horror (...) tanto más refuta a un dios - o a Dios - cuanto más poderoso y amoroso se le suponga (p. 481)"

Si Dios existe, viene a decir, debería rendir cuentas por tanto dolor. 

En definitiva, Alfredo Fierro es, una vez más, contundente:

"Con el tiempo, la historia pone a cada cual en su lugar. Dos mil años después de haber vivido queda Jesús devuelto a sus dimensiones propias, relativamente modestas, no ya esas gigantescas atribuidas y crecidas en todas direcciones: las de proclamarse Salvador de la humanidad, liberador de los individuos y los pueblos, de convertirse en ejemplo universal de ser humano, en referente de pobreza voluntaria, en objeto de una mística de su pasión, de su exaltación, ya en colmo, hasta hacerle igual a Dios. Queda devuelto y rebajado al nivel de otras personalidades y narraciones. Sigue siendo posible adherirse a Jesús, volverse a él, pero como leyenda y símbolo, y a conciencia de ello: de su valor simbólico, un valor, por otra parte, hoy ya menguante, bien mermado. (p.537)"

Los hechos son tozudos: los seminarios del siglo XXI están vacíos de vocaciones, y se percibe una laicidad imparable en las sociedades más avanzadas. Es inevitable: cuesta comulgar con ruedas de molino. Ni siquiera Alfredo Fierro le concede crédito a intentos de pastoral alternativa, como la teología de la liberación, circunscrita a un entorno geográfico y socioeconómico, y a una época diríamos, muy determinados. Los sueños del 68 acabaron germinando en muy poco, por mucha buena fe y mejor intención que llevaran. No les bastó con tener razón, con defender un mensaje de verdad y coherencia en la pobreza; a día de hoy, su presencia es testimonial, inexistente en la jerarquía eclesiástica. Ni siquiera la figura de Juan XXIII, el Papa bueno, un hombre que ofreció testimonio de sencillez, buen humor y bondad a lo largo de su vida, se salva de la crítica de Alfredo. No quiso - o no pudo - Roncalli conseguir sino un lavado de cara con el Concilio Vaticano II; al final hubo miedo al cambio.

Finalizo: sólo un necio le negaría al cristianismo un papel protagonista en el universo de las ideas los últimos dos mil años; pero el tiempo no juega a su favor. Me atrevo a diagnosticar que los siglos venideros conservarán del cristianismo su proyección en el arte (música, catedrales, esculturas), pero desatenderán una moral poco permisiva y una práctica ritual que pierde arraigo (salvo en manifestaciones puntuales, más folclóricas que propiamente religiosas).

¿Significa esto la muerte de Dios? No lo creo. No a corto plazo, al menos. Pero, si bien una mayoría de personas encuentren en Dios (su Dios) un rescoldo de calor que ofrezca consuelo en lo más íntimo, las sociedades como ámbitos de convivencia y de ejercicio de libertades están abocadas a la más absoluta laicidad. No le auguro futuro al púlpito ni al dogma, no mientras atente flagrantemente contra la igualdad de la mujer, o intente imponer una moral sexual que se asoma a lo patológico. Tampoco ayuda que se sustente en vericuetos lógicos difíciles de sostener, como la Santísima Trinidad. O el pecado original. O la existencia del infierno. 

Cristo tuvo su oportunidad, creo yo, desde la pobreza y el amor. Pero esa interpretación del mito Cristo fracasó repetidamente por intereses espurios. Y ya es tarde para recuperar al Dios amable. Sólo persiste en misiones donde religiosos, hombres y mujeres, sacrifican la vida en un servicio desinteresado hacia los que pasan hambre o necesidad, desoyendo doctrinas criminales sobre el uso del preservativo como problema moral, y no sanitario.

Puede que sea hora de volver la mirada a la diosa madre. En "las troyanas" de Eurípides las mujeres hablan con un desgarro atemporal de la muerte, de la guerra, de los hijos.... De lo que realmente importa. Y la anciana Hécuba describe a Dios como "quienquiera que tú seas, necesidad de la naturaleza o mente de los hombres". Lo mismo da. Acaba de enterrar a su marido, a sus hijos; porta en brazos el cadáver, todavía caliente, de su nieto pequeño, que ha sido asesinado, despeñado, por soldados; arrancado de los brazos de su madre por hombres armados.

Dios yace, definitivamente muerto para la esperanza, para el hombre, en el tierno abrazo de una abuela.

Antonio Carrillo.