jueves, 26 de enero de 2017

Muros




Muros ha habido siempre. Y siempre los habrá

Hace poco se encontraron los restos de un muro de 30 metros de largo situado en la entrada de una cueva del noreste de Grecia. Los humanos que lo construyeron pretendían proteger su hogar de las heladas rachas de viento.

Este muro, del paleolítico superior, tiene una antigüedad de 23.000 años.

En los albores del holoceno, hace unos 10.000, en áreas de la media luna fértil, los humanos desarrollaron la agricultura. Es un periodo de transición del nomadismo al sedentarismo que denominamos mesolítico.

Los humanos se asientan en lugares muy determinados y acumulan excedentes alimenticios que deben proteger. Los muros surgen como un recurso defensivo que no abandonaremos. En el oriente próximo, durante la denominada cultura natufiense, aparecen las primeras murallas de las que tenemos noticias. Jericó, a 25 kilómetros de Jerusalén, es una ciudad cananea del valle del Jordán. Su muralla es extraordinaria: 9.000 años antes de Cristo tiene una longitud de 650 metros, 4 metros de altura y 2 metros de ancho. Con una torre situada dentro de la muralla.

Jericó es un recordatorio de la violencia, del abuso y la necesidad de preservarnos contra los
extraños. La maldad y la codicia humana se refugian tras la larga sombra de los altos muros.

O puede que no.

Un grupo de cazadores-recolectores del neolítico temprano, apenas 40 o 50 miembros en el mejor de los casos, no debían ser adversarios contra una población, la de Jericó, de más de 1.000 habitantes.

Una muralla defensiva no tiene demasiado sentido si no se tienen enemigos.

Hay una explicación alternativa para los muros de Jericó. Su situación, cerca de una ladera, le hacía vulnerable frente a las inundaciones y acometidas de agua y barro en épocas de lluvia. La muralla, por consiguiente, tenía como fin salvaguardar las viviendas, graneros y edificios públicos.

No siempre se cumple el refrán “piensa mal, y acertarás”

La ciudad de Beidha, en Transjordania, también disponía de un muro de retención contra las inundaciones 6.000 años antes de Cristo.

Sin embargo, la guerra pronto se adueñó de nuestra vida. 4.000 años antes de Cristo la increíble fortaleza de Lichashen, en Armenia, contaba con una muralla de 5 kilómetros de longitud, 7 metros de altura y 22 torreones. Sin lugar a dudas, Lichashen, situada en un alto a 100 metros sobre la llanura, tenía una función defensiva. Y debía ser inexpugnable.

Pero si se piensa en murallas, sin lugar a dudas la más famosa es la Gran Muralla China. Los chinos temían las incursiones de los pueblos nómadas del norte, y construyeron una muralla que llegó a superar los 21.000 kilómetros. Yo la he visitado, y doy fe de que es un monumento grandioso (y agotador a las pocas horas de caminar por sus empinados adarves)

Hay un detalle curioso: los chinos no pretendían tanto evitar la llegada de los combatientes mongoles como impedir que pudiesen pasar con sus caballos, unos animales no muy grandes pero veloces y resistentes, a cuyos lomos los arqueros se convertían en un arma terrible.

La muralla cayó.

Todas las murallas caen, sin excepción.

Los romanos construyeron grandes “Limes” o muros fronterizos; fundamentalmente dos: el muro de Adriano, que dividía Inglaterra en dos partes, y el limes Germanicus, de casi 600 kilómetros. Había muchos más, en Europa, Asia y África.

Sin embargo, tampoco los limes consiguieron preservar al Imperio Romano del embate de los pueblos vecinos.

Lo he dicho: raramente los muros son infranqueables.

El muro más resistente y exitoso fue, en mi opinión, la Muralla de Teodosio, que protegía Constantinopla y mantuvo inexpugnable la ciudad durante 1.000 años. Sólo la llegada de la pólvora logró claudicar su fabulosa fortaleza.

Otros muros famosos de la Edad Media fueron Danevirke o Götavirke, ambos en el norte de Europa. Y, mucho más tarde, (tristemente) famoso fue el Muro de Berlín, que trataba de impedir la salida de los alemanes orientales en su huida hacia la democrática República Federal de Alemania.

En fin; esta perorata sin mayor interés no tiene más causa ni justificación que poder mencionar la confirmación de que se va a construir un gran muro que recorrerá toda la frontera entre los EEUU y México.

Como en el caso de Jericó, me cabe albergar una duda. El muro ¿pretende evitar la inmigración ilegal desde México? ¿No será acaso un intento de evitar la huida masiva de ciudadanos norteamericanos durante los próximos 4 años de era Trump?

Bromas aparte, le auguro un escaso éxito al muro. Dudo incluso que sean capaces de realizarlo todo a lo largo de la frontera.

La historia demuestra que los muros son un síntoma de debilidad.

De miedo.

Antonio Carrillo

martes, 24 de enero de 2017

El mecanismo de Anticitera



Hacia el año 70 a.C. un ya vetusto buque romano, de unas trescientas toneladas de desplazamiento, se hundió cerca de la isla griega de Anticitera, entre las islas de Citera y Creta, en pleno mar Egeo. Mucho más tarde, en otoño de 1900, unos recolectores de esponjas lo localizaron, a unos sesenta metros de profundidad.

Durante dos años la búsqueda en el pecio supuso jugosos trofeos para los arqueólogos: piezas de cristal, ánforas, joyas, estatuas, cerámica, monedas, mármoles,... Destacó, por encima de todo, el hallazgo del conocido como "Efebo de Anticitera", una impresionante estatua de bronce de 1,94 metros, datada hacia el 340 a.C.

La imagen, que sostenía un (desconocido) objeto esférico en su mano derecha, pudo ser obra del famoso escultor Eufranor. Es, sin duda, maravillosa. Técnicamente perfecta.

Fue en el año 1902 cuando el arqueólogo Valerios Stais recuperó del fondo un extraño mecanismo construido en bronce. Este hecho pasó casi desapercibido.

En realidad, el mecanismo no tiene una apariencia tan espectacular como el Efebo; en sus orígenes consistía en una caja de madera de apenas 34 centímetros de alto por 18 de largo, con aperturas en la parte frontal y posterior. Una esfera anterior y dos posteriores ofrecían diversos datos astronómicos. Lo que Stais recuperó del fondo era una estructura muy deteriorada en la que se adivinaban engranajes y piezas de relojería.

Pasaron los años, y el avance logrado en las técnicas de escáner por imagen, muy especialmente la tomografía computarizada, nos permitió adentrarnos en el interior metálico del mecanismo oxidado. La sorpresa fue mayúscula: nos encontrábamos ante una especie de computadora analógica de una complejidad mecánica increíble, cuyo nivel de acabado y miniaturización parecía más propio (al menos) del siglo XVII que de un artefacto del siglo I A.C.

El Mecanismo de Anticera se convirtió, entonces, en un enigma famoso.

El objeto contaba con, al menos, treinta y cinco engranajes diferenciales en ángulo, aunque algunos expertos elevan el número de engranajes probables a setenta y dos, si tenemos en cuenta el número de planetas conocidos en su época. Diminutas inscripciones grabadas sobre las piezas de metal servían de manual de uso; si bien actualmente se distinguen 2.000, se calcula que el mecanismo mostraba, al menos, unas 10.000 palabras en griego ¡en un artefacto que medía 34 centímetros!

Por cierto, una curiosidad: por primera vez aparece escrita la palabra "Ispania".

¿Para qué servía tal objeto? Su dueño introducía una fecha determinada por medio de una manivela lateral. Este gesto ponía en funcionamiento el artefacto portátil, que utilizaba conjuntamente distintas escalas temporales (los conocidos como ciclos sótico, metónico, de Saros, Calíptico...), lo cual permitía obtener un sistema de cálculo que incluía los años bisiestos, la irregulares de las órbitas elípticas tanto planetarias como lunar; e incluso predecía los eclipses. De esta manera, el aparato ofrecía información exacta y concreta sobre situación de planetas, ciclos lunares, salida de estrellas; funcionaba también como instrumento de navegación (astrolabio), calculaba el movimiento de la Luna y del Sol, y el tiempo que faltaba para determinados acontecimientos de importancia, como los distintos juegos olímpicos que se celebraban en varias ciudades de Grecia... Era un calendario infinito. Su nivel tecnológico era, aparentemente, imposible para la época.

Esto ha llevado a algunos autores a definir el mecanismo de Anticitera como un Oopart.

La palabra Oopart es el acrónimo en inglés de "Out of Place Artifact", artefacto fuera de lugar. Ejemplos que se postulan como Oopart son el "Cráneo de cristal Mitchell-Hedges", los "aviones quimbayas" o las "líneas de Nazca", por ejemplo; objetos o diseños (aparentemente) imposibles de realizar sin una tecnología moderna.

Sin embargo, si hemos de ser rigurosos, lo cierto es que no existen tales Ooparts; y en el caso del  Mecanismo de Anticera sabemos que hubo antecedentes. Arquímedes había diseñado y construido planetarios, y en la antigüedad abundan las referencias a mecanismos y autómatas de una enorme complejidad, algunos incluso impulsados por vapor. La pregunta no es por qué existió el mecanismo de Anticitera; la pregunta es, debe ser, por qué nuestra especie perdió este bagaje científico casi por completo, y retrocedió más de mil años.

Les propongo algo: comparen estas dos imágenes. Una es el Efebo de Anticitera. La otra, una virgen románica del siglo XII
¿Qué ha pasado en estos mil quinientos años, que separan la técnica de esculpido y fundido del Efebo con la tosquedad de la imagen medieval?

Ha pasado la desaparición de las bibliotecas de Alejandría, Serapeo y Pérgamo, el cierre del Liceo y la Academia y, en definitiva, la desaparición del espíritu helénico, la investigación y la búsqueda de la excelencia en el saber. Las religiones monoteístas impusieron sus verdades incontrovertibles, y el mundo, antes esférico, se volvió plano, yermo y vacío de matices.

Lo poco que quedaba, refugiado en la griega Bizancio, cayó bajo la espada de la IV cruzada. Por fortuna, los árabes y los scriptorium de los monasterios resguardaron parte del pasado, y por ello nos ha llegado (parte de) la voz de Platón o Erastótenes.



Pero es cierto que se perdió mucho, demasiado. ¡Cuántos libros de Aristóteles, tragedias de Sófocles, inventos de Arquímedes! La máquina de Anticera es un cruel recordatorio de este vacío. Las sentencias absolutistas proclamadas en púlpitos, minaretes y sanedrines abonaron la tierra de certezas, y gestaron obediencia ciega donde antes florecía el frágil pétalo de la duda.  

El saber volvió, renació con la altura de las catedrales góticas, y luces como las de Erasmo iluminaron la senda que traza una simple pregunta y el ansia por saber.

Pero mientras, durante 2.000 años, hundido en el viejo y sabio Egeo, un rescoldo del esplendor del pasado espera a ser descubierto. Al menos el mecanismo de Anticitera ha vuelto para dar testimonio de la luz de su época.

Casi todo lo demás ardió en Alejandría. Y cuando los tenues rescoldos se apagaron, sobrevino la oscuridad.

Una silente oscuridad de más de mil años.

Antonio Carrillo.

domingo, 22 de enero de 2017

El origen de la vida: el primo Locki




Imagine. Somos estudiantes en la Alejandría del siglo II, y en la asignatura de biología repasamos los escritos del gran Aristóteles, muerto hace cuatro siglos. La vida, objeto de nuestro estudio, se circunscribe a lo que podemos analizar a simple vista en los laboratorios de la universidad: a los animales y las plantas. El maestro griego afirmaba en sus escritos - apenas unos apuntes para impartir clases - que los delfines segregan leche; deben estar emparentados con lobos y humanos.

Su lógica indiscutible y su capacidad de análisis lo condujeron a una conclusión difícil de creer: estamos, en efecto, ligados a esos animales marinos tan frecuentes en aguas del Mediterráneo. Somos unos primos cercanos, a pesar de sus aletas y nuestras manos.

Pero 1.500 años más tarde, a mediados del XVII, un comerciante de telas neerlandés, Anton van Leeuwenhoek, que utilizaba lupas cada vez más potentes para comprobar la calidad de los tejidos, y que llegó a dominar la técnica de la fabricación y pulido de las lentes, las cuales sujetaba a estructuras rígidas (microscopios), observó fascinado un mundo nuevo; aparentemente infinito. El mundo de lo pequeño. El ingente universo microscópico, bullente de vida.

Lo vivo ya no eran sólo animales y plantas. Había mucho más. En una gota de agua incontables seres de formas fantasmagóricas llevaban una existencia silente y anónima.

Resulta curioso – o al menos a mí me lo parece – que sepamos bastante de cómo se forman los elementos de la Tabla periódica en el corazón de las estrellas moribundas, que podamos detectar el levísimo soplo de las ondas gravitacionales o que transcribamos órdenes complejas utilizando lenguajes de programación cada vez más sofisticados; pero, sin embargo, somos incapaces de crear ni un atisbo de vida.

Lo intentamos. Simulamos las condiciones atmosféricas que existían en la Tierra primigenia, en ocasiones damos rodeos o hacemos trampas pergeñando atajos. Son miles de laboratorios enfrascados en este intento y jamás se ha creado una simple célula. Nada.

Podemos enviar al hombre a la Luna, pero somos incapaces de alumbrar una bacteria.

La razón es evidente: la bacteria más sencilla es, en realidad, de una complejidad apabullante. De las ramas del saber científico, pocas hay tan arduas e intrincadas como la química orgánica. No recreamos vida porque ni tan siquiera sabemos cómo se creó. Es extraño: pretendemos implantar en potentes computadoras una inteligencia artificial, pero balbuceamos como bebés si buceamos en el océano abisal de la biología.


¿Les extraña? La vida es el triunfo, momentáneo, efímero pero glorioso, sobre la entropía. En un universo que tiende inexorablemente al desorden y al frío, la vida es un auténtico milagro. La vida es propósito, equilibrio. Una célula, a través del metabolismo, interactúa con un entorno caótico y lo convierte en ¿cómo decirlo? energía con intención. Sus herramientas bioquímicas entrañan una complejidad fascinante; y, en ocasiones, las células colaboran unas con otras generando organismos pluricelulares, universos isla cuyo devenir es siempre incierto. Y, entonces, el milagro se trasunta en magia: un organismo multicelular hace uso de la psicomotricidad fina que posibilita un sistema nervioso evolucionado, cerrando y abriendo agujeros de un instrumento hecho de madera, rodeado de otros organismos con instrumentos distintos que suenan todos al unísono, armónicamente.

Y la música de Schubert, muerto hace casi 200 años, revive. El sonido de una orquesta.

Adentrémonos, pues, en los orígenes. El árbol de la vida, su estudio, encierra muchas sorpresas. La mayor de todas, posiblemente, nuestra propia identidad. Saber de dónde venimos es la manera de desentrañar la pregunta definitiva: quiénes somos.

La vida comenzó sorprendentemente pronto, en una Tierra muy joven e inhóspita. Tenemos registros fósiles que lo demuestran. Da la impresión de que, lejos de la imagen mistérica y elitista que se le supone, la vida tiene un alma de pícaro carterista, dispuesto a aprovechar cualquier resquicio para sobrevivir con lo mínimo, incluso cuando las condiciones son extremadamente difíciles. Es algo que nos debe hacer reflexionar: es posible que la vida sea un fenómeno más común de lo que pensamos, en absoluto circunscrito a nuestro planeta.

Esto es algo que acabaremos por saber, y que tendrá grandes implicaciones no sólo científicas; también filosóficas o teológicas.

He hablado de vida, en singular, cuando lo correcto sería hablar de vidas. Tenemos indicios de que en los albores de la Tierra hubo varios intentos, todos distintos en su esencia, de desarrollar vida; pero todos los experimentos y combinaciones se extinguieron, salvo uno basado en el carbono. Hablo, pues, de un antepasado común a todos los seres vivos que tiene nombre: LUCA (Last Universal Common Ancestor). Se le atribuye una antigüedad de unos 3.800 millones de años.

Toda vida, por muy distinta que nos parezca, procede de LUCA. Los seres vivos somos miembros de una única familia.

Lo que había en LUCA lo hay en todo ser vivo que forma la biosfera. Fundamentalmente tres características: primero, la posibilidad de vencer la entropía interrelacionando con el entorno a través de unos procesos bioquímicos que llamamos metabolismo. Además, este juego de relaciones, de crecimiento y de réplica o procreación tiene un sentido, obedece a una lógica eficaz que se transmite y afina a lo largo de los milenios. A este orden lo denominamos genética, y está presente en el ADN.

Por último, pero no menos importante: no sólo funcionamos y lo hacemos con orden. También somos únicos, diferenciados. Para ello necesitamos de una membrana que nos aísle (en cierta medida, porque nos relacionamos con el entorno) y nos determine. Somos sistemas cerrados, lo cual nos permite afrontar el reto de luchar – y a la larga perder, todos morimos - contra la entropía.

Metabolismo, genética y membrana. Los tres pilares de la vida.

Con un inicio (tronco) común, LUCA, podemos intentar esbozar el árbol genealógico de la vida. Desde 1977 este árbol se basa en una estructura básica: la célula. Hay tres dominios, tres ramas principales, tres tipos de células: las bacterias, las eucariotas (animales, plantas, hongos y protistas) y unas células muy simples que generalmente viven en ambientes muy extremos, unos seres misteriosos que se descubrieron hace relativamente poco, las arqueas.


Tanto las bacterias como las arqueas tienen algo en común: son células procariotas. Esto significa que no tienen su ADN resguardado en un núcleo ni en ellas flotan la mayor parte de los orgánulos. Son, por tanto, células pequeñas y simples.

Conclusión lógica: las bacterias y las arqueas son vetustas primas hermanas; y nosotros, las complejas células eucarióticas, una rama distinta, aparte, más evolucionada.

Pues resulta que no. De eso nada.

En un baño de humildad, la genética demuestra claramente que hay una enorme semejanza entre las arqueas y nosotros, las eucarióticas, en lo que se refiere a la manera como procesamos y transmitimos la información, hasta el punto de que - y aquí viene una sorpresa - en realidad es muy probable (casi seguro) que animales, plantas y hongos seamos poco más que arqueas transformadas.


Por decirlo en Román paladino: la genética dice sin apenas género de duda que provenimos de las arqueas. El árbol, por tanto, comienza con dos únicas ramas, arqueas y bacterias. Nosotros somos una ramificación de la primera

Imagine: hace miles de millones de años unas arqueas sibilinas, hambrientas y con mal genio, se comieron a unas pobres bacterias (a este banquete se lo denomina endosimbiosis); pero, como sucede en el mito de Saturno y sus hijos, no las llegaron a digerir. Las voraces arqueas se “contaminaron” tras el contacto con las bacterias, transformándose en algo completamente distinto. De hecho, las bacterias sobrevivieron en su interior y les obligaron a cambiar. En esos primeros tiempos las denominadas “transferencias horizontales” (transferencias genéticas de bacterias a arqueas, por ejemplo) no eran raras. Es muy probable que los virus, oportunistas y marrulleros, ayudasen en esta tarea de mezcolanza actuando como catalizadores.


Suena un tanto a película de terror de serie B. Pero hay pruebas incontestables de este fenómeno de posesión.

La prueba más significativa: flotando en el citoplasma de cada una de nuestras células eucariotas miles de corpúsculos extraños se postulan como la consecuencia de esta endosimbiosis. Las mitocondrias (en animales y hongos) y cloroplastos (en plantas) son en realidad antiguas bacterias que conviven con nosotros aportándonos energía. Pero, orgullosas, conservan su propio genoma. El genoma de una bacteria. El llamado ADN mitocondrial, que sólo se hereda de las madres.

En definitiva: usted y yo, querido lector, somos el resultado de unas arqueas glotonas contaminadas por bacterias oportunistas que sobrevivieron en su interior ofreciendo un trato que beneficiaba a ambas partes.

¿Quiere más pruebas?


Aunque la genética confirma sin lugar a dudas nuestra herencia arquea, se da una paradoja: nuestra membrana, una parte fundamental de nuestra estructura, es de tipo bacteriano. Simplificando, las membranas celulares están hechas, básicamente, de grasas (lípidos), pero las hay de dos tipos: el tipo L (bacterias y eucarióticas) y el D (las arqueas).

Tenemos, pues, membranas L iguales a las de las bacterias. Hay algo (mucho) de bacterias en nosotros.

Pero hay más. El año pasado, en el 2015, encontramos a un primo hermano, mezcla de arquea y eucariótica. Un eslabón evolutivo que demostraba la endosimbiosis.

Encontramos a Locki.

Castillo de Locki: cortesía Universidad de Bergen
A 2.500 metros de profundidad, entre Noruega y Groenlandia, científicos de la universidad de Bergen descubrieron hace unos años en el lecho marino estructuras de 10 metros de altura: chimeneas o ventilas hidrotermales de aspecto fantasmal. Los descubridores las denominaron “El Castillo de Locki”, en honor al dios nórdico del misterio y del engaño.

En mayo del 2015 (hace dos días, como quien dice) se hizo público un descubrimiento fascinante; estas chimeneas eran el hogar de unas arqueas asombrosas, células procariotas, simples, pero con características eucarióticas en su genética, con genes que afectaban al funcionamiento de la membrana que sólo se habían encontrado en animales y plantas. Una prueba viviente del paso evolutivo de arquea a eucariótica.

A estas arqueas muy voraces, a las que les encanta deglutir otras células, los científicos suecos que las encontraron les dieron el nombre de “Locki”.

Por supuesto una noticia tan trascendente paró las rotativas y obligó a interrumpir las retransmisiones deportivas y los programas de entretenimiento. Hoy todo el mundo sabe del hallazgo de Locki y de las implicaciones que ello tiene para entender de dónde venimos y lo que somos.

Bueno; estoy siendo sarcástico. Mis disculpas.

Saber todo esto ¿para qué sirve? ¿Merece la pena divulgarlo?

No se puede saber de todo, pero todo forma parte del saber. Aristóteles observó a los delfines y los emparentó al resto de los mamíferos, a pesar de vivir en el agua. Si un invertebrado artrópodo tiene 6 patas es un insecto. Un arácnido tiene 8 y un crustáceo 10. Sólo hay que contar las patas para saber que un escorpión es un arácnido. Hay moluscos con dos conchas (mejillón), una (caracol), con concha interna (calamar) o sin concha (pulpo).

Y uno se para a pensar; el pulpo que ha formado parte de mi almuerzo está directamente emparentado con cualquier caracol de mi jardín (O, si se es francés, el caracol que he comido es pariente del pulpo).

No les va a cambiar la vida saber de la existencia de Locki, ni de cómo está formada la membrana de cada una de sus células. Tampoco resulta muy práctico perder el tiempo pensando en pulpos y caracoles. Lo reconozco.  Pero considero necesario que existan lugares donde se ponga al alcance de cualquiera estos conocimientos que nos ayudan a afinar nuestra visión de la realidad, de lo que somos. El que la Tierra sea esférica y no plana no es determinante para nuestra vida diaria, pero saberlo nos sitúa en un contexto relativo, complejo y fascinante.

Si encontramos pruebas fósiles de la existencia de vida en algún momento de la historia del planeta Marte ello no pagará nuestra hipoteca, pero sin duda que habrá un instante de vértigo. El estudio de Locki nos puede ayudar en la tarea de conocer nuestros orígenes, la clave de nuestra evolución. En todo caso, todo conocimiento es un impulso definitivo hacia la libertad que proviene del discernimiento.

Saber de todo esto nos hace un poco más libres. Es algo en lo que creo.

En todo caso, espero que no les haya resultado una pérdida de tiempo.

Como siempre, gracias por su paciencia

Antonio Carrillo