miércoles, 29 de noviembre de 2017

El cerdo más exquisito del mundo



Y en estas andábamos los españoles, partiéndonos la cara con los franceses, lo habitual, cuando a tierras extremeñas llegaron una pareja de enamorados ingleses, de hermosa planta ella y recio porte él. Ambos de pura raza large White.

Quiso el destino que la hembra muriese, acaso de morriña. Quedose solo y desesperanzado el macho, hasta que la mirada furtiva de una lugareña onubense, de hermosas formas y franco desparpajo, salvó toda distancia lingüística y cultural provocando un sudor frío en el marrano inglés.

De este lance fortuito nació una nueva raza de cerdo: el “manchado de jabugo”.

Es un cerdo extraño: de cabeza más redondeada que las otras razas, con un pelo rubio y abundante, engalanado con manchas negras y rojas.  Si una hembra blanca puede parir unas 14 crías, y una de raza ibérica tiene media docena, la hembra de manchado no pasa de 4. Los pequeños tardan mucho en madurar; se necesitan 36 meses de lenta crianza para que puedan ser sacrificados, y al menos otros 4 años de curación en bodega.

Pero hay un último detalle curioso: el más exquisito de los cerdos tiene la pezuña blanca. Y esto casi ha supuesto su extinción.

A principios del siglo XXI se hablaba en Extremadura de un cerdo peculiar, casi mitológico, cuya carne engalanaba las mesas de los nobles más sibaritas desde hacía más de un siglo. Pero la peste porcina africana de 1958, su escaso rendimiento y la moda de consumir cerdos de pezuña negra supuso que a principios de siglo perdurasen apenas dos docenas de ejemplares dispersos. Para que se hagan una idea: en 2016 tan sólo contabilizamos 39 hembras y 7 machos.

Si sobreviven es gracias al empeño de un catalán, Eduardo Donato, quien compró  en el 2002 800 hectáreas de dehesa dentro del Parque Natural Sierra de Aracena y Picos de Aroche. Un enclave idílico.

En esta reserva de la biosfera sus manchados caminan unos 14 kilómetros diarios en un espacio libre, saludable y enorme (unos 30.000 metros cuadrados por animal, mientras que el resto de los cerdos ibéricos disponen de apenas 100 metros cuadrados). La humedad es la idónea, rodeados de cascadas que limpian el aire y con baños de arcilla para desparasitarse. Comen bellota y cereales ecológicos que no han sido tratados con pesticidas y a los que no se les ha aportado fertilizantes. También comen almendras, aceitunas, madroños, guisantes, maíz, calabaza… El agua que beben es agua de manantial, y no se les suministra ningún tipo de hormonas. Todo es natural, amable para el animal. No se les desteta a los 30 días, como sucede con los pata negra; un manchado bebe de la leche de su madre durante tres meses. Si se hieren, un homeópata les cura las heridas con ceniza de encina y aceite de oliva extra. Se les desparasita con hierbabuena y pipas de calabaza.

Cuando llega su hora, todos mueren a las 4 de la mañana, en un horario exclusivo para cerciorarse de que no habrá restos de otros animales que puedan contaminar su preciosa y preciada carne. Después de entre 4 y 7 años de curación, los jamones se guardan en una caja de madera exclusiva que elabora un artesano del pueblo de Cortegana.

Sólo la caja de madera que resguarda el jamón ya está valorada en más de 500 euros.

Este producto excepcional, que se somete a siete auditorías anuales en la certificación ecológica Ecovalia, recibió el año pasado el primer premio de la Biofach, la principal feria de alimentos ecológicos del mundo que se celebra en Nüremberg. También tiene el Guinnes World Record al jamón más valioso del mundo.

Una pata de jamón cuesta más de 4.000€; pero la producción anual está toda vendida de antemano. La televisión japonesa acude a grabar una entrevista con Donato, y algunos de los mejores restaurantes del mundo, premiados con estrellas Michelin, no consiguen reservar una pieza de este tesoro, fluido en su textura, jugoso, tierno, entreverado, con una fragancia a frutos secos y un tono intenso y oscuro. Brillante.

Y todo comenzó a principios del siglo XIX. Mientras un país se desangraba en una guerra de independencia, dos marranos furtivos darían inicio a una leyenda.



Antonio Carrillo

domingo, 26 de noviembre de 2017

Karachay: el infierno de la estupidez humana




Les invito a dar un paseo por la orilla de un lago ruso. Uno muy peculiar, al sur de los montes Urales.

Hace frío ahora en invierno. Sin embargo, resulta sorprendente: las aguas del lago nunca se congelan; están calientes. Emanan un calor espeso, extraño.

Hay silencio en sus orillas; rala vegetación y ningún rastro de vida. Unas feas estructuras de hormigón y bidones metálicos asoman por doquier.

Les he traído al lugar más contaminado del planeta Tierra. Basta con permanecer una hora en sus inmediaciones para asegurarse una muerte atroz por radiación. Los pocos científicos que se acercan lo hacen protegidos con trajes especiales, y permanecen poco tiempo.

En este lugar de pesadilla la radiación supera los 120 millones de curies; casi el triple de la que se liberó en el desastre de Chernóbil. Materiales como el celsio-137 o el estroncio-90 enrarecen las aguas.

El lago Karachay es el monumento definitivo a la estupidez humana.

Su triste historia comienza al final de la Segunda Guerra Mundial. Los EE.UU. han sido capaces de fabricar (y lanzar) bombas atómicas. Los soviéticos inician entonces una carrera frenética por conseguir el combustible necesario para construir sus propios artefactos de la muerte. Cerca del lago Karachay, entre 1945 y 1948, construyen la planta Mayak, en cuyos cinco reactores producen plutonio. Pero los científicos soviéticos no tenían apenas experiencia sobre los riesgos de la exposición a la radioactividad, ni se concienciaron sobre la necesidad de procesar y resguardar las sustancias de deshecho. En un alarde de estulticia incomprensible, descargaron el agua con la que refrigeraban los reactores directamente a ríos y lagos. Hubo señales de alarma cuando se detectaron altos niveles de contaminación en el río Techa, con presencia de Cesio y estroncio. Se optó entonces por verter todos los residuos radioactivos en el pequeño lago Karachay, confinados en tanques de almacenamiento que en absoluto evitaban el escape de radioactividad. Con apenas 45 hectáreas de extensión y sólo 3 metros de profundidad, el lago pronto se convirtió en un infierno.

Pero todo empeoró la noche del 29 de septiembre de 1957.

En los alrededores de Mayak los habitantes se sorprendieron por el espectáculo de un cielo iluminado por extrañas luces. Era una imagen hipnótica, que algunos confundieron con auroras boreales. Al cabo de unas horas llegaron los militares, que evacuaron a 12.000 personas de una veintena de poblaciones, destruyeron los cultivos y sacrificaron el ganado. No les permitieron llevarse ni tan siquiera sus bienes personales. Fue una huida.

Una nube de radiación se extendió 200 kilómetros alrededor del complejo de Mayak, contaminando unos 25.000 Km2 de tierra y afectando a unas 280.000 personas. Pero el desastre, mayúsculo, se mantuvo en secreto.

¿Qué había sucedido?

Los técnicos de Mayak, antes de trasladar los residuos al lago, los mantenían un tiempo sumergidos en varios tanques subterráneos para así enfriarlos. El año anterior el sistema de refrigeración había mostrado fallos, pero nada se hizo para subsanar los errores. En esa noche de finales de septiembre uno de los tanques se quedó sin líquido refrigerante y en su interior se formó un residuo seco de 120 toneladas de sales de acetato y de nitrato, que aumentó su temperatura hasta los 400°C. El tanque estalló.


Para que se hagan una idea: la tapa de cemento, de 160 toneladas, salió despedida.

Uno tras otro los tanques explosionaron en cadena. Hablamos de un estallido químico equivalente a  50 toneladas de TNT. 20 millones de curies de radiación afectaron al río Techa y la ciudad de Ozersk. Un cuarto de millón de personas afectadas. Sin embargo, el desastre se mantuvo en secreto ¿Acaso habían oído hablar de la catástrofe de Kyshtym?

El secreto era total. Lo llamamos la catástrofe de Kyshtym porque la ciudad de Ozersk, la más afectada, no existía oficialmente; no aparecía en los mapas. Los 10.000 muertos por causa de la radiación no han tenido reconocimiento alguno. A los médicos se les impedía (se les prohíbe) expedir certificados de defunción por cáncer. La radiación alrededor del complejo multiplica por 20 la que detectamos en Chernóbil. Pero no pasa nada. Hoy en día viven más de 90.000 personas en Ozersk, una de las llamadas “ciudades cerradas” de Rusia, un lugar en el que los extranjeros no podemos entrar sin un permiso especial, y en que está prohibido realizar ningún tipo de grabación. El 50% de la población es estéril y se estima que hay un aumento del 40% en los distintos tipos de cáncer.

Los habitantes de una “ciudad cerrada” no la abandonan porque disfrutan de privilegios; todavía hoy gozan  de comodidades y oportunidades excepcionales. Y el gobierno ha estado callado durante decenios; se excavó y almacenó el suelo en el que se produjo la explosión, se creó la “Reserva Natural  de los Urales del Este”, gracias a lo cual prohibía el paso a zonas muy afectadas y, suena increíble, se colocaron letreros en las carreteras de la zona: se recomendaba viajar con las ventanillas del coche subidas. Sin más explicaciones.

Los EEE.UU. lo sabían todo, pero también callaron. No les convenía que la energía nuclear tuviese mala prensa.


Hay más: a principios de los 60 el lago Karachay comenzó a secarse, y tras una fuerte sequía en 1968 los vientos levantaron una enorme nube de polvo radioactivo que afectó a 500.000 personas. La lluvia trasladó el veneno por doquier. Para evitar que algo así vuelva a suceder, el ejército ha depositado durante 10 años unos 10.000 bloques de cemento en el fondo del lago. Una chapuza.

Hubo que esperar 35 años, a la Perestroika, para que los gobernantes rusos reconocieron la gravedad de lo sucedido. En el año 1992.

La porquería que contamina toda la zona, que ha emponzoñado los acuíferos, puede acabar en el océano Ártico, en los peces que consumimos, trasladada por el río Techa. No hablo de una noticia de hace 20 años. Greenpeace, en un informe de hace 3 meses, alertaba por los elevados niveles de estroncio-90 que han detectado en sus aguas. No es un tema baladí. El Estroncio-90 es un enemigo callado y terrible, porque químicamente imita al calcio y nuestro organismo lo absorbe con facilidad.


 No se trata de ser catastrofistas; es un problema de perspectiva. De plazos. Los residuos radioactivos perdurarán durante cientos o miles de años, y resulta imposible detener la infiltración del veneno en acuíferos y vías de agua. Las nubes radioactivas viajan sin pasaporte y nada saben de fronteras. Tener una perspectiva nacional del problema medioambiental es síntoma de la estupidez humana.

Y la idiotez es tan venenosa como el estroncio. Si no más.



Antonio Carrillo

lunes, 13 de noviembre de 2017

LA ISLA DEL COLOR Y LA MUERTE: El MIEDO AL “OTRO”



Máscara Asaro

Hay un lugar. Una isla de color, diversidad y violencia. De muerte.

El Ministerio español de Asuntos Exteriores desaconseja visitarla bajo cualquier circunstancia. Sólo 9 lugares del planeta tienen un nivel de peligrosidad tan elevado. El programa de Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos confirmó que su capital era la ciudad más peligrosa del mundo.

Hay un lugar, pues. Una isla inmensa, Nueva Guinea, la mayor del planeta tras Groenlandia, donde el humano instauró el reinado del miedo y del odio. Especialmente en su mitad oriental: Papúa Nueva Guinea.

A este lugar llegaron los primeros hombres hace 40.000 años, en una época fría del pleistoceno; eran sapiens en su mayoría de piel oscura y pelo rizado, resultado de una mezcolanza con erectus y denisovanos, y trazas de neandertales y otros homíninos… Por entonces Nueva Guinea no era una isla, sino un continente llamado Sahul que comprendía la actual Australia, Tasmania y Nueva Guinea. Con la subida del nivel del mar los habitantes papúes de Nueva Guinea quedaron aislados, si exceptuamos la llegada en pleno neolítico de navegantes austronesios que se asentaron en las costas.

Una isla enorme, Nueva Guinea. Dos veces el tamaño de España, y con una orografía inaudita. Todo en ella resulta desmesurado; enormes cadenas montañosas, con cordilleras que superan los 4.000 m. de altitud y en las que incluso nieva, algo insólito en latitudes cercanas al ecuador. Inmensos ríos, torrentes embravecidos, barrancos inaccesibles, algunos de los mayores pantanos del mundo y una inabarcable e impenetrable selva tropical. Un enigma. En el 2008 unos antropólogos canadienses, que pasaban por todo tipo de calamidades en una zona muy escarpada del interior de la isla buscando pinturas prehistóricas, se encontraron de repente con una tribu nunca vista, con unas “facciones sorprendentemente finas” y una estatura que en ningún caso superaba el metro y medio. Su lengua era desconocida. Se tiene la certeza de que hay decenas de poblaciones humanas aún sin contactar. Nueva Guinea, escabrosa e inescrutable, esconde en su interior una riqueza y diversidad etnológica y biológica incomparable.

Las nuevas moléculas que puedan curar el cáncer, servir de antibióticos o desacelerar el envejecimiento, si existen, nos esperan en el intrincado corazón de Nueva Guinea; la última frontera (junto con los fondos marinos).

Los primeros humanos que se asentaron en Nueva Guinea, unos pocos millones, descubrieron muy pronto la agricultura; hay indicios de cultivos anteriores a los encontrados en el Creciente Fértil, América Central o China. Este hecho los arraigó a un territorio muy concreto, de difícil acceso y en competencia con tribus cercanas. Los cientos de asentamientos humanos establecieron, cada uno de ellos, una cultura aislada y autosuficiente, rodeados de barreras geográficas que dificultaban el intercambio y la comunicación con “los otros”. Con el paso de los milenios, cada tribu creó una lengua propia. La ladera de una montaña era todo su mundo. Un río representaba la frontera con lo desconocido. Cruzarlo implicaba la muerte.

Es importante señalarlo: hablo de lenguas, no de dialectos. Todas distintas, sin que haya un tronco común. En la isla basta una distancia de apenas 10 kilómetros para que dos comunidades hablen idiomas tan distintos entre sí como lo pueden ser el español y el alemán. Nueva Guinea no es sólo el paraíso de la diversidad biológica; es la mayor reserva de diversidad cultural del mundo.

¿Cuántos idiomas se hablan en Nueva Guinea? Es difícil saberlo con precisión. Aproximadamente unos 850. Pero es una cifra que posiblemente disminuya drásticamente en los próximos decenios.

¡850 idiomas en una sola isla, sin una única lengua troncal definida! Se distinguen no menos de 60 familias de lenguas. Un verdadero tesoro lingüístico. Es poco lo que podemos decir que nos sirva para emparentarlas; su fonética tiende a ser muy simple. Por ejemplo, la lengua con el sistema fonético más pequeño conocido es la “rokota”. Sólo tiene seis consonantes y cinco vocales.

En cambio, el uso de una tonalidad complejísima y una intrincada estructura gramatical salvan esta simplicidad fonética.

Para entenderse, los habitantes de Papúa Nueva Guinea, fundamentalmente en las zonas urbanas, utilizan una lengua franca llamada Pidgin, y los que la hablan son “uantoks” (Una corrupción de la expresión inglesa “one talk”, uno que habla).

La diversidad cultural de Papúa Nueva Guinea (recuerdo: en todo momento nos referiremos a la mitad oriental de la isla) es tal que tan solo podemos poner algunos ejemplos que sorprenderán:

La tribu de los Marind-anim, del río Maro, por ejemplo, se caracteriza por haber sido feroces cazadores de cabezas, ya que creían que el cráneo albergaba un fluido que infundía fuerza y valor. Esta tribu, que posee una rica mitología totemista basada en demonios familiares, permite que las novias tengan relaciones sexuales con miembros de la familia de su esposo antes de acostarse con su cónyuge. Este ritual pueden practicarlo de nuevo poco después de dar a luz.

Si les apetece, supongo. Espero.

Los Baruya adoran al Sol como su padre y creen que la luz del planeta Venus es la madre de todos. Relacionan el fuego con el sol; si una joven ofrece de comer a un hombre que no sea familia alimento que ella misma ha elaborado, le está dando a entender su consentimiento para tener relaciones sexuales. Le conceden una gran importancia a la nariz, a la que atribuyen poderes mágicos. Desde jóvenes se les atraviesa el tabique nasal con una rama de bambú que se irá ensanchando como símbolo de estatus. Las mujeres tienen prohibido golpear a los hombres en la nariz.

Entre los Dani son las mujeres las que labran la tierra con instrumentos de piedra y construyen las cabañas. Suelen tener tan solo dos hijos, y se cortan un dedo cada vez que muere un familiar como forma de manifestar su dolor. Los personajes que han destacado por algo en vida son momificados y la tribu convive con sus restos. Como curiosidad sólo tienen dos colores: el mili (tonos oscuros y fríos) y el mola para los claros y cálidos.

Pero en la cultura de Papúa todo gira sobre lo mismo: la violencia y la guerra. Y, como manifestación de esto último, la primacía de la fuerza masculina y el sometimiento de la mujer al hombre. En otro artículo describí el caso de la guerra Dani de los años 60; la mayor masacre en términos porcentuales de la que tenemos noticias.

Los Baruya, los Marind-anim, los Etoro  o los Sambia, entre otros muchos, alejan pronto a los niños de la perniciosa influencia de las mujeres, a las que consideran seres inferiores. Con apenas 10 años los niños sólo conviven entre hombres, y para lavar el oprobio de haber bebido leche materna los preadolescentes se inician (vamos a expresarlo con toda la delicadeza posible) en el contacto oral o rectal con los fluidos varoniles de sus mayores. Hombres y mujeres viven en casas separadas y las relaciones heterosexuales son esporádicas. Consideran el esperma como algo sagrado, que hay que conservar.


La violencia es omnipresente en la isla. La tribu Huli se adorna con llamativos sombreros en los que se distingue cabello humano.  Es el pelo arrancado de los enemigos muertos en combate. Además, los territorios Huli están interconectados por una intrincada e inmensa red de trincheras, estrechas y excavadas a más de dos metros de profundidad. Estos senderos y cruces cuentan con muchas puertas, en donde se cuelgan códigos de plantas y colores para saber el clan dominante de la zona. Si un caminante Huli desatiende las señales y se adentra sin saberlo en el sendero de un clan rival, lo más probable es que acabe asesinado.

Cuando un occidental se adentra en el enorme laberinto de los senderos Huli, no puede salir sin ayuda.

La violencia está presente incluso en las celebraciones. El pueblo Melpa muestra una habilidad sorprendente a la hora de maquillar su rostro para las fiestas. Utilizan una técnica que precisa el uso del aceite de una palmera llamada tigaso, que crece a orillas del lago Kubutu, a 130 kilómetros de su territorio. Los hombres, tras una dura marcha de días por junglas, barrancos y ríos tienen que afrontar el mayor de los peligros: los moradores del lago, sus enemigos los Foi, que intentarán matarlos e impedirles conseguir el aceite. Los Melpa se juegan la vida para decorar su rostro.

El pueblo Mundugumor educa a sus niños en y para la violencia. Es muy común que los niños de Papúa se enfrenten con niños de poblados rivales con apenas seis años. La cotidianeidad está emponzoñada por la violencia y el miedo.

Los korowai, en la cuenca del río Brazza, intentan mantenerse a salvo construyendo poblados en las copas de los árboles, a 40 metros de altura. Todos viven en lo alto, hombres y animales. Por cierto; el primer contacto con este pueblo de arquitectos se produjo en 1974. Hasta hace poco practicaban el canibalismo.


Un canibalismo que en Papúa no es raro. El diario The National publicó en 2012 que 28 personas, hombres y mujeres, atacaron a unos brujos que cobraban caro por sus servicios o pedían favores sexuales por el tratamiento. Devoraron crudos sus cerebros, llevaron el hígado y corazón a sus jefes para que adquiriesen poderes y fueran inmunes a las armas de fuego, y prepararon una sopa con los penes.

Los Asaro del valle de Waghi, se enfrentaron al peligro de ser masacrados por un clan rival, más numeroso. En este caso vencieron utilizando la astucia. Eran hábiles fabricando máscaras de arcilla, y sabían de un lugar en el que la arcilla era muy blanca. Durante días se fabricaron las máscaras más horribles imaginables. Utilizaban dientes de cerdo para ofrecer un aspecto más aterrador.

La noche previa al combate prepararon unas hogueras con ramas verdes, que prendieron al amanecer. El poblado rival vio aparecer a unas figuras embadurnadas de blanco y portando unas máscaras terroríficas entre un espeso humo, gritando enfebrecidos. Todos huyeron al interior de la selva, para no volver jamás.

¿Hay excepciones? Siempre. Margaret Mead nos hablaba de los Araspesh, un pueblo pacífico y cariñoso con los niños, su centro de atención. Disfrutan del sexo en condiciones de igualdad entre hombres y mujeres, y en cuanto pueden se desentienden de las obligaciones del mando.

Los niños Araspesh disfrutan de una larga infancia, nada competitiva, en la que todo el poblado velará por lograr un entorno amable y seguro.

Todo este germen de violencia y odio se ha trasladado a las ciudades. El transporte público frecuentemente es asaltado, los taxis no son fiables, hay lugares en concreto donde no está permitida la entrada de los extranjeros, las violaciones son frecuentes y machetes y armas de fuego proliferan por doquier. Las autoridades, si se produce un accidente de tráfico con heridos, recomiendan a los causantes huir del lugar y buscar refugio en una comisaría o entre personas de su etnia.

Toda esta violencia ¿Cómo se explica? ¿Acaso los papúes son crueles por naturaleza?

Claro que no. Compiten por recursos en un espacio difícil, nada propicio para las transacciones a larga distancia. No están obligados a colaborar ni comerciar para conseguir el sustento. Hay dos bienes muy preciados que causan frecuentes conflictos: los cerdos, la principal fuente de proteínas y un símbolo de estatus, y las mujeres ¿Por qué las hembras, si muchos (que no todos) las tienen en tan poca estima? La razón la tenemos en el peligro que supone la endogamia en sociedades pequeñas y aisladas. Las mujeres de otras tribus aportan genes nuevos. Por ello en ocasiones se establecen alianzas que resultan provechosas: se suman guerreros contra un enemigo común y hay un intercambio de mujeres fértiles.

Pero esta vida es miserable. Por el miedo constante. El odio y la desconfianza empequeñecen los horizontes; y el ser humano, por naturaleza, se alimenta de horizontes por explorar. Esta cultura cruel que deshumaniza al enemigo para poder despreciarlo y, llegado el caso, matarlo, nos constriñe a una existencia vacía en una introspección yerma. De tanto “yo”, “nosotros”, “lo nuestro” frente al “tú” los ojos dejan de ser ventanas abiertas al asombro de lo ajeno, a la sorpresa de la diferencia.

Es algo sobre lo que deberíamos reflexionar, en estos tiempos tristes en los que los miopes nacionalistas pretenden imponernos un estrecho sendero a seguir. Su poca vista no les permite ver que, en realidad, están dando vueltas sobre sus propios pasos. Yo prefiero asomarme a lo lejos, escalar la trinchera Huli y optar por un rumbo azaroso e imprevisto.

Ser en la vida romero,

romero sólo que cruza siempre por caminos nuevos.

Ser en la vida romero,

sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo.



Sólo hay una vida, y no creo que convenga malgastarla buscando peculiaridades genéticas que nos excluyan, excusas históricas para el antagonismo o dogmatismos excluyentes y falaces. Ser en la vida romero, con eso basta.

      Sensibles a todo viento

          y bajo todos los cielos,

          poetas, nunca cantemos

          la vida de un mismo pueblo

          ni la flor de un solo huerto.

          Que sean todos los pueblos

          y todos los huertos nuestros.





P.S.: Las imágenes que adornan este artículo las he tomado en su mayoría de la exposición “Uantoks”, que puede visitarse en el museo arqueológico regional de Alcalá de Henares hasta el mes de enero de 2018.





Pedro Saura
Lo recomiendo. Es una oportunidad única de ver una máscara Asaro real. Las imágenes fueron tomadas por el catedrático e investigador Pedro Saura, que inició unas expediciones en 1983, adentrándose en las Tierras altas de Papúa Nueva Guinea. Su magnífico trabajo mereció ser portada en la revista National Geographic.

  

Antonio Carrillo