
Se respira inquietud en las alturas donde habitan los dioses. Hera está de parto, y hay un continuo trajín de comadronas. La inquietud se explica por el mal carácter de la parturienta, mujer de genio encendido, pronto vengativo y enormes poderes.
La paternidad no está del todo clara. Malas lenguas, como la de Hesíodo, afirman que el nasciturus fue engendrado sólo por su madre, sin intervención de varón alguno. Fue un arrebato, después de

Homero, sin embargo, defiende la idea de que la inseminación se produjo por los cauces habituales, y afirma que el padre es, en efecto, el gran Zeus. Sea como fuere, y tratándose de mitología griega, es seguro que algo interesante está a punto de suceder.
El parto llega a buen fin, y la madre, como es natural, requiere ver a la criatura. Los pediatras, sin embargo, se muestran reticentes; que si tiene poco peso, que si una incubadora... La madre insiste, y no conviene hacerle enfadar. Finalmente, le muestran al tierno fruto de su vientre, y la madre sacude el Olimpo con su lamento: "¡Este no es mi hijo!". En una demostración de su fuerte (y mal) carácter, arroja a la criatura por el borde del Olimpo. El niño había nacido feo, con una cabeza desmesurada, rostro poco agraciado, brazos grandes y débiles piernas. En absoluto semejaba el retoño de una diosa. El llanto del bebé se apagó entre las nubes, en una terrible caída hacia la Tierra.

Hefestos, que así se llamaba el nuevo dios, cayó durante nueve días, en un espanto que parecía no tener fin. La fortuna quiso que evitara las afiladas rocas de unos arrecifes, pero, con todo, el golpe contra la superficie del océano fue terrible. A resultas del mismo, el pobre niño quedó definitivamente cojo para el resto de sus días. Dos ninfas del mar, Tetis y Eurínome, se compadecieron del infante y lo cuidaron durante nueve años en una cueva de la isla de Lemnos, donde creció hasta convertirse en un joven maestro artesano del metal. Acudió más tarde a Naxos, lugar en el que Cedalión le enseñó todo lo que sabía sobre el arte de la forja. Muy pronto se fue haciendo famoso por la perfección de su obra.

Hera, lejos de mostrar arrepentimiento o contrición, y deseosa de disponer de tan bellas preseas, ordenó que Hefestos acudiera presto a su presencia. El hijo repudiado hizo oídos sordos a la petición procedente del Olimpo, aunque finalmente envió un presente para su madre: un maravilloso trono de oro.
Cuando ésta se sentó en él, quedó atrapada por cadenas invisibles, de tal manera que le era imposible levantarse. Tampoco el todopoderoso Zeus pudo liberarla. Enseguida se negoció con Hefestos su vuelta al Olimpo y la liberación de Hera, pero se empecinó en no responder a tales requerimientos.
La solución vino de la mano de su hermano Dionisos, quien fue capaz de emborrachar a Hefestos y llevarlo de vuelta al Olimpo a lomos de un asno. No era la manera más digna de ingresar en la morada de los dioses, balbuceando beodo echado sobre un jumento. Todos los dioses se burlaron de él, aunque había un atisbo de admiración hacia esta patética figura: nunca antes nadie había sido capaz de aprisionar a Hera.

Todos los habitantes del Olimpo se quedaron mudos: ¡ese ser sudoroso, sucio, de pelos enmarañados y cuerpo contrahecho, osa pedir la mano de la más bella! Sin embargo, la reacción de la diosa del amor y la beldad fue sorprendente; se acercó a Hefestos sonriente y se abrazó a él, aparentemente contenta. La muy ladina pensaba que con un marido tan horrible podría seguir haciendo su santa voluntad, y que su esposo se plegaría a cualquier solicitud o capricho de tan bella cónyuge.


Nuestro pobre Hefestos, ajeno a esta triste condición que le esperaba, se mostraba feliz tras haberse casado con la diosa de la belleza. Se sabía el dios más envidiado del Olimpo, y forjó para ella hermosas piezas que ensalzaron, aún más si cabe, su donaire. Construyó un palacio de bronce, en el que autómatas de oro le ayudaban en su fragua. Todo parecía irle de fábula.
Pero la voluble Afrodita, incumpliendo los sagrados votos del matrimonio, se entregaba (entre otros) al violento Ares, el dios de la guerra, según se narra en la Odisea. El viril y aguerrido Ares era el antagonista musculado del maltrecho Hefestos, que incluso precisaba de unos soportes de metal para mantenerse erguido.

Esto demuestra que Afrodita no tenía muy buena prensa entre el resto de las esposas.

Visto lo cual, no es de extrañar que al pobre Hefestos se le avinagrara el carácter; y que protagonizara oscuros (e imperdonables) escándalos con la diosa Atenea. Prefería


Hefestos es por consiguiente un dios importante: el dios del fuego y la forja, así como de los herreros, los artesanos, los escultores, los metales y la metalurgia. Era adorado en todos los centros industriales y manufactureros de Grecia, especialmente en Atenas. En una época en la que la metalurgia era asunto de estado, Hefestos, y sus equivalentes en otras religiones, ocupaban un lugar prominente en el panteón local. No en vano, buena parte de la antigüedad se divide en periodos conocidos como “edad de los metales” (cobre, bronce e hierro); y es una evidencia que el conocimiento del secreto de las aleaciones traía consigo el alza y derrumbe de civilizaciones enteras.

Por último, una curiosidad de las que nos gusta incluir: la apariencia física de Hefestos parece indicar una afección conocida como arsenicosis; es decir, envenenamiento crónico por arsénico. La exposición prolongada a dosis altas de arsénico provoca cojera, cambios en el color de la piel y distintos tipos de cáncer. Pues bien, le sorprenderá saber que desde la antigüedad los forjadores utilizaban arsénico con el fin de reducir la formación de burbujas durante fundición, pues el arsénico impide la absorción de gases a través de los poros del molde, lo cual asegura un producto más endurecido y de mejor calidad. Por consiguiente, la mayoría de los herreros de la Edad de Bronce habrían padecido esta enfermedad, y sufrirían de cojera, cáncer o gangrena. ¿Les sorprende? Su dios sufría de los mismos síntomas. Era un reflejo de ellos mismos.

A mis muchos lectores andinos les puede interesar saber que en ciertas zonas del mundo se sufre de Hidroarsenicismo; es decir, de una enfermedad ambiental crónica cuya etiología está asociada al consumo de aguas contaminadas con sales de arsénico. Es un tema que preocupa y es objeto de estudio en zonas andinas de Chile y Argentina. También en España y México se registran casos todos los años.
Antonio Carrillo