martes, 28 de marzo de 2023

El peor año de la humanidad y una mascota enferma


Nuestro relato comienza con una niña de cinco años, que juega en el patio de su casa en Raphta. Hace mucho frío, a pesar de encontrarse en Azania (hoy Tanzania), en el este de África. La chavala sueña con conocer las blancas montañas de la luna, donde nace el poderoso río Nilo.

Su padre es comerciante del marfil deseado. Se lo vende a esos romanos que hablan griego, a los magos que – se rumorea - dominan un fuego que arde bajo el agua. Es el año 536 según el calendario de los cristianos. Y hoy, como ayer, como en el último año, apenas si ha salido el sol. Y hace mucho frío.

 

Desde el año 535 todo el planeta está sumido en las penumbras. Las crónicas hablan de un sol tan débil que la luz del día se asemeja a las noches de luna llena. En la China meridional del amable emperador Wu de Liang, en pleno agosto, no se superaban los 5 grados, y ciudades y campos están bajo un manto de nieve blanca. Europa y Asia padecen una densa niebla seca. Fueron 18 meses terribles, de hambre, sequía y penurias.

Los anales gaélicos describen la falta de pan en Irlanda. Procopio de Cesarea describe un sol apagado que no calienta, y una época de muerte. El senador romano Casiodoro dice que al mediodía no hay luz, y las personas que deambulan como espectros no producen sombras por la ausencia del sol.

Las cosechas no prosperan, los animales mueren. Los análisis de los anillos de la madera de un roble irlandés nos aportan la prueba de que durante 8 años los árboles dejaron de crecer. Estos análisis se han confirmado en los troncos de árboles de Finlandia, California, Chile y Suecia. El planeta entero se adormece, súbitamente congelado.

¿Por qué sucede esto?

El análisis de los núcleos de hielo recogidos en lugares tan distantes como Groenlandia y la Antártida muestran que en esa época había grandes cantidades de ácido sulfúrico, lo que evidencia una lluvia ácida en los cielos del mundo. El origen más probable de esta antagonista de la vida son las erupciones volcánicas masivas.

Además, en los núcleos de hielo de Groenlandia se han observado sedimentos y microorganismos de origen marino. Curiosamente, los microfósiles detectados provenían de aguas cálidas, tropicales. Los geólogos especulan con erupciones submarinas que, al vaporizar el agua del mar, transportan a la atmósfera los sedimentos marinos. El análisis de los hielos de un glaciar en Suiza nos ofrece nuevas pistas: en la ceniza se distinguen partículas microscópicas de vidrio volcánico procedente de Islandia.

Por lo tanto, parece demostrado que desde al menos el año 535 la tierra sufrió una sucesión de erupciones catastróficas en distintos lugares del planeta. Por ejemplo, el volcán Krakatoa explosionó el año 535, y también erupciona el volcán Rabaul en Papúa Nueva guinea. Se postulan erupciones masivas en Islandia, y parece probado que hubo actividad volcánica submarina en zonas ecuatoriales… y además contamos con la catástrofe del lago de Ilopango en El salvador. Fueron demasiadas catástrofes en poco tiempo, y la Tierra no fue capaz de curarse.

El lago de Ilopango, a solo 16 kilómetros de San Salvador, mide 11 kilómetros de largo y 8 de ancho, con una superficie de 72 km² y una profundidad de 230 m. Su belleza oculta un monstruo dormido; en realidad es un cráter inmenso, y en sus profundidades yace un enorme depósito de magma. En el año 536 este leviatán abrió sus fauces de fuego en un aullido que conmocionó a todo el planeta.

Es difícil imaginar la potencia del estallido sin hacer mención a las cifras: imagine que multiplica por más de 100 el estallido del Monte St. Helens de 1980, un horror que arrasa todo rastro de vida animal y vegetal 2.000 kilómetros cuadrados a la redonda. Fortísimos vientos huracanados ardientes, a cientos de kilómetros por hora, queman campos y ciudades. 80.000 personas mueren en cuestión de pocos minutos. El monstruo expulsa a la atmósfera más de 84 kilómetros cúbicos de ceniza y polvo que cubren buena parte del planeta.

Los efectos fueron terribles en poblaciones mayas cercanas. La cultura Moche de Perú, maravillosa en su dominio de la cerámica, comienza un declive imparable que acabará con su desaparición. La sequía global agrava las consecuencias del frío y la falta de luz. En China se describe una lluvia extraña, improductiva, de un polvo amarillo. En el imperio romano de oriente, en Bizancio, los sueños de restaurar un imperio romano que abarque todo el Mediterráneo están abocados al fracaso. Belisario, el glorioso general bizantino, ha llegado a Roma, y el Papa que desafía las órdenes del emperador Justiniano es destituido. Pero hay hambre, oscuridad y presagios de muerte en el aire.

Y, sin embargo, lo peor está por venir. La humanidad se enfrenta a un enemigo invisible que le someterá a un dolor inenarrable, a un calvario definitivo y cruel. Y todo comienza en el 536, en el patio de una casa en Raphta.

 

La niña es pequeña para saber que de su querida Raphta salen 50 toneladas anuales de marfil rumbo a Bizancio. Se matan 5.000 elefantes al año; no es de extrañar que más al norte, por Etiopía o Eritrea, de donde es su padre, los elefantes se hayan extinguido. Los cuernos de rinoceronte también son un producto de lujo. Pero la pequeña es ajena a todo y solo le preocupa una cosa: su mascota, un pequeño gerbillo, está enfermo. Ya no corretea en su jaula. Jadea. Vomita sangre.

 

Enormes volcanes estallan, se derrumban imperios y el hambre campa por doquier; un Papa díscolo muere de hambre y apaleado en una cárcel. Pero todo este espanto tenía solución hasta que un pequeño roedor cae enfermo en patio de una casa de una ciudad del este de África… el mundo ya no será nunca el mismo. Este suceso doméstico, aparentemente sin importancia, acabará con el mundo antiguo y empujará a todo occidente a un periodo de 1.000 años de oscuridad y miedo.

El gerbilino está enfermo por una bacteria llamada Yersinia pestis, muy común pero restringida a estas zonas del este de África. Una pulga pica al roedor con aspecto de ratón y se contagia a su vez, pero algo ha cambiado. Por vez primera hace frío, y la pulga diminuta se convierte en un arma de destrucción masiva.

Las pulgas no son de sangre caliente, como el roedor, y son vulnerables a la temperatura ambiente. En Raphta la temperatura ha bajado de 27,5 °C., y algo sucede. Con esta temperatura la bacteria libera una enzima que provoca su rápida expansión en el estómago y el tracto digestivo de la pulga. La bacteria obstruye el intestino medio de la pulga, que no puede alimentarse. Esto hace que busque frenéticamente alimento, lo cual favorece a la expansión de la pandemia. La pulga infecta a otros gérbilinos, pero también a ratas negras. Y a humanos.

Es la primera epidemia de peste en la historia de la humanidad. La primera de muchas.

Pocos años más tarde las redes comerciales transportan la peste de África al imperio bizantino, muy debilitado por las hambrunas. El 25 % de la población, unos 50 millones de personas, muere. Las ciudades se despueblan, se abandonan los terrenos de cultivos por falta de mano de obra. Con el tiempo, la infección llegará a toda Europa y a Asia, y dejará un rastro de muerte durante siglos. La unificación del imperio romano será imposible. Habrá revueltas, se paralizan las actividades comerciales y el trasvase de cultura y conocimientos. Pueblos provenientes de Mongolia y pueblos eslavos invadirán y se instalarán en el este de Europa. En unos campos abandonados proliferarán plagas de langostas, como la que arrasó España en el 578. Más hambre. Más muerte.

El mundo se vuelve muy pequeño. Los grandes caminos que unían todos los puntos del imperio romano caen en el olvido. El universo se reduce a un poblado, a una aldea, castillo o parroquia. En los púlpitos se dirá que tanto dolor es un castigo de Dios por nuestros pecados. Que la obediencia es la salvación. Todo rastro de pensamiento científico, de humanismo o espíritu crítico, desaparece. El mundo, antaño esférico, se vuelve plano. El dogma se afianza alimentándose del miedo. Solo en unos pocos reductos, en scriptoriums de monasterios, se resguarda el saber de siglos luminosos. En una Bizancio acorralada también se preserva la memoria del saber. Surgen idiomas, feudos y reinos.

Raphta cae en el olvido. Hoy ignoramos su ubicación exacta. Espero que la niña, de la que desconocemos el nombre, haya sobrevivido, y haya podido embarcarse en la búsqueda de las montañas de la luna. Pasarán mil años y esa necesidad de explorar, de conocer y preguntarse, germinará en un nuevo tiempo, en un renacimiento de calor y luz. Y descubriremos una cura para la peste que nos ha matado por cientos de millones.

Pero no olvidemos: en lo profundo del lago de Ilopango duerme un monstruo. Y nada es para siempre.

¿Lo oyen? Es su respiración.

Antonio Carrillo

lunes, 20 de marzo de 2023

El metro hecho de sueños

Una cuadrilla de trabajadores de la compañía Degnon Contracting está excavando una nueva línea de metro en el duro subsuelo de Nueva York. Son una amalgama de nacionalidades: italianos, irlandeses y otros muchos, mano de obra barata que lucha contra el esquisto y el resistente gneis que hoy hacen posible el bosque de rascacielos. Es el año 1912.
Se encuentran debajo de la calle Broadway, pero el trabajo se ha detenido. Han encontrado algo inesperado. Llaman al ingeniero. Hay un túnel muy extraño y un raro artefacto.
Tres hombres se adentran en la oquedad, y lo que ven resulta difícil de creer. Las lámparas de carburo iluminan un túnel perfectamente circular, y en él un vagón de madera con forma cilíndrica exquisitamente decorado, con lámparas de oxígeno y capacidad para 22 pasajeros. Era extraño, porque no había locomotora alguna que lo hiciese funcionar. Al ingeniero le vino a la memoria un cuento breve del escritor Julio Verne: “Un expreso del futuro”, de 1895, en el que se relata la experiencia de un viaje bajo el Atlántico a bordo de un ferrocarril sin locomotora, impulsado por energía neumática. Una obra de fantasía. Un imposible. Pero, ¿acaso no estaban viendo algo parecido? 

Al final del túnel vieron un andén, con la entrada del túnel flanqueada por dos estatuas gemelas de Mercurio, el dios mensajero con sandalias aladas. En lo alto se podía leer “PNEUMATIC (1870) TRANSIT”. No cabía dudas: ¡era un sistema de transporte neumático de hacía 40 años!
En una sala lateral se encontraron con la maquinaria que hacía posible tal hazaña: una bomba neumática de 100 caballos de vapor de potencia y seis metros y medio de altura, capaz de mover 9.000 metros cúbicos de aire por minuto. También vieron una enorme sala de espera, lujosamente decorada. Medía 40 metros de largo y estaba engalanada con cuadros, fuentes, dibujos, falsas ventanas y un gran piano. Todo seguía allí, en la oscuridad, testigos mudos de una proeza sin igual. Pero nadie recordaba este lugar. ¿Dónde estaban? ¿Qué estaban viendo? ¿Quién había construido algo así?
En la década del 1870 todas las grandes ciudades del mundo crecían con rapidez y había una necesidad imperiosa por mejorar el transporte público. El caballo como medio de transporte en superficie era lento, y resultaba muy poco higiénico por razones obvias. Londres había inaugurado su primer “metro” subterráneo en 1863, con unas locomotoras de vapor que quemaban fuel y condesaban su vapor en unos depósitos especiales. Sin embargo, era imposible evitar que la mayor parte del humo escapara y llegase a los viajeros. 

Años antes, en la década de 1860, se había dado a conocer una nueva invención: el correo neumático. A través de pequeños túneles se enviaban cápsulas con mensajes y pequeños paquetes. Empezaban a verse en comercios, entidades bancarias y organismos públicos. Las cápsulas recorrían grandes distancias en apenas unos pocos segundos.
Alfred Ely Beach, un inventor norteamericano, pensó que este sistema era limpio, seguro y eficaz; y que podía utilizarse en el transporte de personas. En una feria en Nueva York, en 1867, presentó su idea: un tubo de madera de 1.80 metros de diámetro y 30 de longitud, suspendido del techo, y en cuyo interior un vagón con capacidad para 10 asientos era disparado por aire a presión. El invento funcionaba.
Pero Beach se enfrentó con un poderoso adversario: William M. Tweed, terrateniente, político corrupto y empresario sin escrúpulos, con intereses en el mundo del ferrocarril, que se opuso a las ideas de Beach. Además, los comerciantes y propietarios de los edificios de la calle Broadway veían con preocupación que sus propiedades pudiesen sufrir daños por la perforación de túneles. Beach no consiguió el permiso para excavar su metro. 

Sin embargo, estaba decidido a construir su línea, y solicitó un nuevo permiso para construir un sistema de reparto de correo subterráneo parecido al de Londres. Eran dos túneles pequeños, de unos 145cm de diámetro, bajo la calle Broadway. Cuando consiguió el permiso solicitó una enmienda para simplificar el proyecto; en vez de dos túneles independientes construiría uno más grande. El cambio pasó desapercibido y la enmienda fue aprobada.
Beach alquiló un sótano de la tienda Devlin's Clothing Store, un almacén situado en el 260 de Broadway, y a escondidas empezó a perforar, por debajo de las tuberías y cloacas de Nueva York, un túnel profundo de 2.40 metros de diámetro. Había inventado el Beach Shield, un artefacto que trituraba la tierra por medio de piquetas conectadas a una bomba hidráulica, que anticipó a las tuneladoras modernas. Aprovechaba la oscuridad de la noche para sacar la tierra en sacos, que almacenaba en sótanos de edificios cercanos. No quería que nadie supiese de la magnitud de la obra.
Casi al final se filtró a la prensa la verdad de lo que estaba sucediendo, pero ya era tarde para detener a Beach, y el 1 de marzo de 1870 las autoridades pudieron hacer el primer viaje en el metro neumático de Nueva York. Los primeros pasajeros tomaban asiento bajo tierra y una fuerte ráfaga de aire propulsaba el vagón y le hacía recorrer unos cientos de metros. Cuando se aproximaba al final del túnel sus ruedas tocaban un cable telegráfico que hacía sonar una campana en la sala de la gran bomba neumática. El ingeniero movía las válvulas, y pasaba del modo “propulsor” a “estirador”, por lo que el vagón reducía su velocidad y se detenía suavemente. A los pocos instantes, la cápsula era “absorbida” de vuelta a su punto de origen. Eso era todo, un viaje de ida y vuelta bajo tierra. 

A los neoyorquinos les encantó. El viaje costaba 25 centavos, y en dos semanas se recaudaron 2.805 dólares. En su primer año de funcionamiento se contabilizaron 400.000 viajeros. Todo el mundo estaba entusiasmado, y Beach imaginó a miles de inversionistas invirtiendo en su Beach Pneumatic Transit Co. Me encanta el detalle del dibujo, con el querubín soplando las velas.
Por desgracia, estalló la Gran Depresión de 1873, la primera gran crisis del capitalismo, y el proyecto de Beach se quedó sin inversores. Intentó sobrevivir alquilando su túnel primero como galería de tiro, y luego como bodega. Pero no era suficiente para recuperar la inversión y acabó cerrando.
Alfred Ely Beach murió el 1 de enero en 1896 a la edad de 69 años. Dos años más tarde, en 1898, un incendio destruyó el edificio de los almacenes Devlin y borró todo rastro de la entrada al sótano y al andén de la estación. Y cayó el olvido.
Allí quedó el piano, los frescos de las paredes, el vagón y la maquinaria. Todos ellos hechos de ese material del que se forjan los sueños.

Antonio Carrillo

jueves, 9 de marzo de 2023

El libro más misterioso

 


Todos tenemos la necesidad de buscar refugio en los templos. Mis santuarios suelen adoptar la forma de museos o bibliotecas. Me fascinan sus atmósferas, sus laberintos de cultura revelada. Su evocación de una realidad más rica y matizada.

Hace años Humberto Eco nos invitó a conocer un templo imaginado: la biblioteca del monasterio medieval de El nombre de la rosa. Es una novela maravillosa, que transpira su amor por los libros y que le aportó fama mundial. No es de extrañar que en el otoño de 2013 fuese invitado a celebrar el 50 aniversario de otro lugar fascinante: la biblioteca Beinecke de Manuscritos y Libros Raros de la Universidad Yale. Ya solo el nombre resulta evocador: la biblioteca de libros raros.

Al llegar, Eco vio una fachada sobria, sin ventanas. Una caja de hormigón y piedra diseñada por Gordon Bunshaft, ganador del premio Pritzker, el conocido como Nóbel de la arquitectura. Pero una vez dentro asistió a un milagro en forma de luz: el mármol veteado de la fachada tiene apenas 32 milímetros de espesor, lo que le confiere una cualidad translúcida. Es un corte tan fino que la luz atraviesa la piedra, provocando un ambiente de perpetua penumbra, que invita al recogimiento. Es una luz tamizada que protege el tesoro de cientos de miles de ejemplares únicos y que refuerza el sentimiento de habernos adentrado en un verdadero templo.

En el centro, una torre de cristal de seis pisos nos muestra 180.000 libros, todos ellos extraordinarios. Más abajo, en los sótanos, se resguardan muchos más. Todos los ejemplares han sido sometidos a un procedimiento extremadamente peculiar: fueron envueltos en plástico y congelados durante 3 días a -36 ºC. Es un sistema que ahora imitan muchas otras instituciones y que previene las plagas.

Humberto Eco tiene a su disposición algunos de los ejemplares más alucinantes del mundo, como una de las escasas 48 biblias de Gutenberg que se conservan en el mundo. Pero el erudito solicita ver un solo libro, el que tiene el código MS 408.

Eco ha pedido que le traigan el manuscrito Voynich, el libro más misterioso del mundo.


El semiólogo italiano disfruta del privilegio de poder pasar las páginas de un ejemplar repleto de imágenes insólitas, de plantas desconocidas, de soles y estrellas, de mujeres desnudas conectadas por tuberías y diagramas circulares ininteligibles.

Un libro que nadie ha podido leer, porque está escrito en un idioma que no existe.

Hemos podido datar cuándo se fabricó la piel que conforma sus 240 páginas; según las pruebas del carbono 14 el pergamino se fechó entre 1404 y 1438, y el análisis químico de la tinta demostró que fue aplicada no mucho después. Por lo tanto, estamos ante un verdadero ejemplar de finales de la Edad Media.

Algunas pistas nos permiten elucubrar sobre el lugar en el que fue escrito: Italia. Hay un dibujo de una ciudad amurallada y, curiosamente, en la Baja Edad Media del norte Italiano la forma de las almenas podía ser un signo de orientación política. En concreto, las almenas cuadradas se utilizaban en murallas de los  güelfos, una facción que apoyaba al papado. Sus enemigos los gibelinos, que apoyaban al emperador, se identificaban con almenas con forma de cola de golondrina.


Las almenas dibujadas en el manuscrito Voynich eran almenas gibelinas, similares a las del castillo de Fenís en el norte de Italia.

Además, la escritura está hecha en un tipo de letra que se denomina “itálico”, propio del norte de Italia y de principios del 1.400. Todo coincide.

En la década de 1940 George Kingsley Zipf, lingüista de la Universidad de Harvard, ideó una ley que determina la frecuencia de aparición de las distintas palabras de un idioma. Es una ley que permite distinguir los idiomas naturales de los artificiales, como el de los elfos de El señor de los anillos o el klingon de Star Trek. El idioma del manuscrito Voynich cumple con la Ley de Zipf. 

Es un texto escrito de izquierda a derecha, dividido en párrafos y sin signos de puntuación. Es un alfabeto de entre 20 y 30 glifos, con unas 35.000 palabras. El Santo Grial de la criptografía histórica que se ha resistido a desentrañar sus misterios hasta el día de hoy.

¿Cuál es su propósito? Hay múltiples teorías. Es muy extraño que los dibujos muestren plantas que aparentemente no existen. Algunos teóricos de ideas alucinatorias has especulado con que se trate de un herbario extraterrestre. En realidad, puede que la explicación sea más mundana: podría tratarse de un manual de secretos guardados por artesanos medievales, en cuestiones como farmacopea de venenos, fabricación de instrumentos ópticos, medicina avanzada, fabricación de nuevos materiales como el papel o el vidrio… asuntos que representaban las mayores innovaciones tecnológicas a finales de la Edad Media y cuyo conocimiento y difusión estaba regulado y protegido por el Estado para evitar que potencias extranjeras tuviesen acceso al mismo.  

Por otra parte, un experto en herbarios antiguos, Sergio Toresella, ha propuesto que el manuscrito Voynich podría ser un herbario alquímico ficticio, con dibujos inventados; un manual con el que los curanderos trataban de impresionar a sus clientes. Al parecer era una práctica conocida en el norte de Italia de esa época, aunque ninguno de los manuales que nos han llegado ha sido escrito en un idioma desconocido. Y es curioso que un idioma inventado cumpla con la Ley de Zipf.

Podemos encontrarnos ante un grimorio: un libro de conocimiento mágico europeo de la Baja Edad Media, con sus fórmulas mágicas, correspondencias astrológicas, hechizos e invocaciones de entidades sobrenaturales y aquelarres.  Un libro como el Liber Aneguemis (en español, Libro de las leyes), un manual de magia natural práctica donde se explica cómo crear una entidad humanoide a partir del sacrificio de una vaca, esperma humano, minerales o sangre. Un libro fascinante donde se ofrece las claves de la invisibilidad, de la transformación o de la adivinación. También se ofrece información sobre las ilusiones ópticas o la fabricación de artefactos.  

No me extraña que Humberto Eco pidiese ver el manuscrito Voynich. Yo habría hecho lo mismo.  Y eso que la biblia de Gutenberg de la biblioteca Beinecke está completa: sólo hay 21 biblias Gutenberg completas en el mundo.

Por cierto, hay una biblia completa de Gutenberg en la Biblioteca Pública del Estado de Burgos; no es de extrañar, Burgos, en el norte de España, era una localidad importante en la edición de libros del siglo XV. Y hay más: en el año 2015 Yale seleccionó a una editorial experta en ediciones facsímiles, con más de 14 premios nacionales, para hacer un facsímil del manuscrito Voynich. Esa editorial se llama Siloé y tiene su sede en Burgos.

Tras años de investigación y de trabajo sobre el manuscrito, y dada la cantidad de información recabada, la editorial decidió reformar el antiguo Museo del Libro de Burgos y convertirlo en el actual museo del manuscrito Voynich. Su última incorporación es una carta manuscrita de Ethel Lilian Voynich a la investigadora Eleanor Marquand, del Jardín Botánico de Nueva York, sobre las plantas dibujadas en el manuscrito.

Lo decía al principio: los laberintos de cultura que nos llevan de la Italia medieval y sus almenas a Connecticut, donde está Yale, y a la hermosa Burgos.

Estos trayectos por la cultura y el saber no son inútiles. Nos vacunan contra el aburrimiento y la estulticia. Y hoy son más necesarios que nunca.

Porque, por desgracia, convivimos con la idiotez y la mediocridad. ¿Recuerdan que les dije el nombre del arquitecto de la biblioteca Beinecke? Gordon Bunshaft, uno de los creadores más importantes del siglo XX, diseñó una casa para él y su esposa: la conocida como Travertine house.  Una caja rectangular de hormigón revestido de travertino, con unos espacios habitables interiores separados por paneles de vidrio. La iluminación estaba diseñada específicamente al servicio de una colección de arte que incluía piezas de Picasso, Le Corbusier o Henry Moore. ¿Se lo imaginan?

La viuda de Bunshaft intentó renovar el interior en 1990, pero una disputa con un vecino, el promotor Harry Macklowe, lo impidió. Cuando falleció en 1994 la casa y su contenido fueron legados al MOMA, que vació la casa de sus obras de arte y la vendió a un particular, Martha Stewart, sin restricciones que protegieran una obra de arte de la arquitectura del siglo XX.

Martha acabó en la cárcel por problemas legales, y le regaló la casa a su hija Alexis, quien a su vez se la vendió al magnate textil Donald Maharam, quien describió la Travertine house como "decrépita y en gran parte irreparable". La demolió en el 2005 para que su yerno, David Pill, pudiese diseñar una casa nueva.

La Travertine house también era un templo, y cuando se derribó todos nos volvimos un poco más pobres. Los constructores, empresarios textiles, notarios y funcionarios de prisiones son necesarios. Pero también lo es un semiólogo y un poeta, un historiador y un músico. La cultura nos pertenece a todos y a todos corresponde protegerla.

Sin cultura corremos el riesgo de demoler templos con nosotros dentro.

Hay casas que no son prácticas, y hay libros que no se pueden leer. Menos mal.


Antonio Carrillo

martes, 28 de febrero de 2023

La alucinante galera

 


La civilización nace de los cursos de agua. A la orilla de los ríos y acuíferos los humanos nos agrupamos en sociedades cada vez más complejas y fascinantes.

El Guadalquivir es un río del sur de España, y en sus inmediaciones se asentaron tartesios, fenicios o romanos. Es un río que ha regado durante miles de años una tierra rica en mitos, fecunda en la memoria.

En su desembocadura, en Chipiona, nació mi mujer y mi madre. En ambas he visto el reflejo de este saber antiguo. Es algo que no sé explicar, como siempre sucede con las cosas que son verdad.

La huerta de Chipiona es fabulosa: las patatas o tomates son famosas en toda España. Los pimientos, llamados “cuerno de cabra”, son una delicia.

Un pescadero me acaba de enviar un mensaje por WhatsApp… la pesca de ayer fue fructífera: cazón, gambas arroceras, acedías, dorada, lubina, boquerones, almeja, coquinas, salmonete, merluza. Y mi marisco preferido, las galeras.

A las galeras se les llama mantis marinas; se parecen a las voraces mantis religiosas en sus extremidades anteriores. También, como ellas, las galeras son unos asesinos despiadados. Un milagro de la evolución.

La complejidad de la galera suele pasar desapercibida. Viven ocultas en sus madrigueras, acechando a sus presas. Su comportamiento es complejo. Son animales bastante inteligentes, con muy buena memoria. Interactúan con sus semejantes utilizando el olor y el color, se reconocen y, en algunos casos, mantienen parejas estables durante más de 20 años.

Y poseen los ojos más fascinantes de la naturaleza.

Las galeras tienen dos ojos montados sobre pedúnculos o antenas móviles independientes, y cada uno actúa libremente, con un rango de movimiento enorme gracias a su desarrollada musculatura de la visión.

Los humanos conseguimos una visión binocular que nos aporta información sobre la profundidad gracias a que combinamos la información proveniente de ambos ojos en nuestro cerebro. La galera, sin embargo, tiene visión trinocular sin necesidad de pasar por el procesamiento cerebral. Cada uno de sus ojos tiene tres partes diferenciadas que le aportan tres visiones distintas y complementarias de la realidad. Con un rango de movimientos increíbles, que incluyen pero no se limitan a los llamados movimientos sacádicos (de los que hablaré en otro momento), la galera explora el mundo circundante abarcando todos los matices.

Los humanos tenemos tres tipos de células (conos) en la retina para detectar tres colores (rojo, azul y verde), que combinados nos ofrecen toda una paleta de colores. Algunas aves y reptiles tienen cuatro tipos de células para detectar el color. Se sabe que algunas mariposas tienen hasta seis. La galera tiene doce.

Curiosamente, esto no implica que la galera vea muchos más colores. Pero, entonces ¿qué sentido tiene disponer de un órgano tan especializado? Porque si de algo estamos seguros es de que la naturaleza no hace nada sin motivo, y que la complejidad siempre cumple una función.

Para entender la razón de tanta especialización visual debemos conocer el entorno en el que vive la galera. Se mueve en aguas no demasiado profundas, a menudo en aguas tropicales, rodeada de corales multicolores. Es un depredador feroz que depende de la visión para detectar a presas y posibles peligros. Y la velocidad es esencial.

Toda la complejidad del ojo de la galera no se basa en un sistema nervioso igualmente desarrollado, como el humano. La galera no procesa tanta información visual en el cerebro como hacemos nosotros; ella acorta el tiempo de respuesta. Sus ojos detectan los colores primordiales sin necesitar al cerebro. Y su ataque, o su huida, es casi inmediato.

Pero hay más: su visión es hiperespectral. Además de la luz normal pueden ver la luz ultravioleta e infrarroja. Y es el único animal, en concreto la especie galera púrpura australiana   (Gonodactylus smithii), que dispone de una visión polarizada óptima y completa.

Las galeras distinguen la luz polarizada y reaccionan ante ella. Es un recurso muy útil si vives en un entorno lleno de reflejos, como un arrecife de coral poco profundo. Nosotros utilizamos la polarización de la luz en diferentes ámbitos. Cuando usted acude a un cine y le dan unas gafas para visión en 3D, lo que tiene es una herramienta con dos filtros polarizadores, uno para cada ojo, con los planos de polarización girados 90º uno con respecto al otro. Cuando se emita la película en la pantalla, en realidad se estarán proyectando dos películas simultáneamente ligeramente desfasadas y con distinta polarización. Con los filtros de los cristales de las gafas cada ojo verá una película distinta, y con ello conseguiremos un efecto estereoscópico. La sensación de profundidad que llamamos tres dimensiones.

Es fascinante lo de las galeras. Se están estudiando para implementar su capacidad de polarización circular en ámbitos como la lectura de soportes de polarización óptica. Pero no hemos acabado.

La galera es un asesino eficaz, tan veloz en su ataque como un arma de fuego. El ataque de sus garras delanteras tiene una aceleración de 10.400G. La aceleración de una bala del calibre 22.

En algún sitio he leído que si los humanos fuésemos capaces de mover nuestro brazo con la misma aceleración, pondríamos una pelota de beisbol en órbita alrededor de la Tierra.

El golpe es tan rápido que hace que disminuya bruscamente la presión, por lo que el agua líquida se transforma en vapor, y los gases que se encontraban disueltos se liberan en forma de burbujas que, al ganar de nuevo presión, explotan violentamente. Es lo que se denomina burbujas de cavitación.


Es decir, la presa no solo sufre el golpe bestial de la galera; la velocidad del ataque provoca una fuerza de choque tan devastadora como el propio golpe. Con un instrumento de precisión se observa que los átomos en la burbuja se ionizan y los electrones forman un plasma con una temperatura de miles de grados y que emite luz (sonoluminiscencia). Aunque la galera falle en su ataque, la honda de choque puede matar a la víctima.

¿Les parece increíble? El golpe de la galera puede ser tan brutal que se han documentado rotura de cristales de acuarios por su culpa. Sus patas están recubiertas de un material biocerámico ultrarresistente que se está estudiando. Y la estructura molecular del material flexible pero resistente que se encuentra debajo, que se ha denominado estructura Bouligand, se está utilizando en los laboratorios de investigación de materiales más avanzados del mundo.

Todo esto está muy bien. Y puede resultar interesante pensar en ello mientras se disfruta de una ración de galeras en el paseo marítimo de Chipiona, asomados al Atlántico.

Pero nada, ni la historia de los pueblos de bronce, ni las galeras, ni su visión o su evolución de 400 millones de años… nada es comparable al anochecer que se disfruta desde la costa de Cádiz. El cielo se transforma en un lienzo siempre distinto, acogedor y sereno.

No necesito más receptores de color para sentirme en paz. Me basta con tres.

Las galeras no lo saben, pero las civilizaciones nacen en cursos de agua, que van a morir al mar.

 

Antonio Carrillo

jueves, 9 de febrero de 2023

Reedito Ética empresarial en 2012. El mundo de la traducción.



Este artículo lo publiqué en mayo de 2012. Y la realidad que describo no ha cambiado demasiado.
Por ello he decidido reeditarlo.


Permítanme la indiscreción: soy el gerente de la agencia de traducciones más antigua de Madrid, y en estos 62 años nuestra empresa ha vivido momentos mejores y peores, navegando, como todas, sobre los oleajes que provocan los ciclos económicos.

Lo que nos distingue de otras actividades es una figura peculiar, un profesional altamente cualificado, un artesano de la palabra que precisa de muchos años para formarse. Este es un negocio que no permite atajos. La principal herramienta de un traductor sigue siendo un cerebro moldeado por la experiencia, alertado por los errores cometidos en el pasado y despierto a la búsqueda provocada por un reto inesperado y que proviene de algo tan vivo como el idioma.

Ser traductor consiste en una búsqueda constante. Los traductores exploran territorios nuevos todos los días.

Pero, más allá de todo romanticismo, somos, en definitiva, una empresa. Y por consiguiente, nuestra finalidad última es obtener beneficios; ganar un dinero que nos permita seguir con la actividad que desarrollamos. En definitiva, pagar sueldos y alquileres. Y estamos inmersos en un mercado altamente competitivo, que nos exige un esfuerzo constante por ofrecer calidad al mejor precio.

Ahora bien, ¿cuánto vale el trabajo de un profesional de la traducción?

Cada vez menos.

En estos tiempos de tecnología, innovación e inmediatez, los valores intangibles de la experiencia han perdido fuelle. Nos hemos visto invadidos por virus corporativos muy agresivos que, ajenos a todo lo que no sea su Cuenta de Resultados, tergiversan los usos de una actividad para la que antaño se precisaba constancia, vocación y ciertas dotes de sabiduría. Es penoso ver cómo hemos perdido valores y, con ellos, dignidad. Si antes una minoría podía considerarse traductores, y una generación nueva aprendía con paciencia el oficio de los mayores, hoy casi cualquiera puede traducir. Basta con que rebajen su tarifa a niveles deshonrosos. Se convierten así en esclavos involuntarios de la codicia de unos cuantos empresarios que ni comprenden la esencia de este trabajo ni respetan la extrema dificultad que entraña el ejercicio de este oficio. Para ellos la traducción es un servicio empresarial más, una manera de ganar dinero. La pausa necesaria para volver al texto con una nueva mirada, la búsqueda de un giro idiomático que resuelva una encrucijada, la inmersión en una terminología técnica extremadamente difícil... son todos aspectos ajenos al ansia por obtener beneficios fácil y rápidamente. El traductor es, cada vez más, un personaje anónimo y prescindible, capaz de rellenar páginas de Word. Es un condenado a galeras, que con cada golpe de remo suma una palabra más al procesador de texto. Sabe que si protesta, si se levanta del sitio, alguien ocupará su lugar. La nave no se detiene jamás. Y el remero, oculto en sus entrañas, desconoce su rumbo. Tan solo boga, día tras día. Sin descanso. Por una limosna de pan y una escudilla de agua. Las palabras caen como granos de un reloj de arena, y las tapas de los diccionarios se pudren de salitre, desuso y sudor. No hay tiempo. La palabra, al poco, se convierte en enemigo. Es la alienación máxima. Se rema, se traduce, con los ojos vendados.

Más palabras. Más palabras. Y por menos.

Esta realidad, que puede sonar exagerada, no responde a un momento de crisis en la que debemos ajustar los precios. Durante 62 años hemos pasado por todo tipo de dificultades; pero lo que vivimos es distinto. Insisto en que es un problema de valores, de ética empresarial. Se están dando situaciones de franca explotación, aprovechando la penosa situación que atraviesan muchos profesionales, especialmente los más jóvenes. Se realizan trabajos sin cobrar por ellos, con la burda justificación por parte de la empresa de que se trataba de una prueba. Se organizan cursos de traducción en los que los alumnos realizan trabajos que se facturan al cliente. Se contratan equipos de becarios por seis meses, sin pagarles nada, y exigiéndoles que realicen traducciones que, una vez más, se facturan como trabajos realizados por profesionales. El mercado se ve alterado por estas prácticas innobles, y lo peor es que las agencias serias, al no poder competir, no pueden incorporar traductores jóvenes para así poder formarlos.

La posibilidad de aprender el oficio, de revisar, consultar y corregir, no tiene cabida en esta carrera ciega hacia el abismo en la que estamos inmersos. No se aprende a traducir en una facultad, como no basta leer mil libros para convertirse en médico. La experiencia, palpar un abdomen, emitir un diagnóstico y equivocarse cien veces, aprender de ello, lo es todo.

Esta realidad tan penosa y preocupante a nadie escandaliza. En otras actividades se vivirán situaciones parecidas, se me dirá. Pero hay una faceta en la traducción que pasa desapercibida, y que a todos nos atañe.

Hay organismos públicos, como Direcciones Provinciales de la Seguridad Social, que pagan las traducciones de los expedientes a 0,02 euros la palabra. Es decir, documentos que versan sobre cuestiones fundamentales como jubilaciones, prestaciones por accidentes o pensiones se pagan a un precio imposible. Si la agencia cobra 2 céntimos de euro la palabra ¿cuánto cobra el traductor? ¿1 céntimo? Y este precio se aplica a traducciones inversas al ruso, griego o noruego. ¿Cómo es posible? ¿Cómo se admite una propuesta económica en una licitación pública a un precio manifiestamente temerario? Estos precios están en algunos casos un 500% por debajo del precio de mercado ¿Por qué no ha prosperado ninguna de las reclamaciones que he interpuesto ante las mesas de contratación? Y lo que es más importante ¿quién está traduciendo estos expedientes a ese precio? No un traductor. Eso seguro.

Pero la realidad es aun peor: la interpretación en sede judicial está en manos de dudosa capacitación, y a unos precios irrisorios. Se han dado casos, documentados por los propios magistrados, en los que los supuestos intérpretes desconocían el idioma objeto de interpretación, o no sabían expresarse en castellano. ¿Qué ha sucedido con las quejas elevadas por miembros de la magistratura ante el Consejo General del Poder Judicial? ¿Por qué no ha trascendido un escándalo tan mayúsculo?

En un Estado de Derecho la salvaguarda de Derechos Fundamentales es un pilar central sobre el que se asienta la existencia misma de la democracia. El derecho a un juicio justo, y con plenas garantías constitucionales, es algo que nos atañe a todos los ciudadanos. Si miramos a otro lado, corremos simplemente el riesgo de ser los siguientes, y nos convertimos en cómplices. El escándalo de una interpretación inadecuada en los procedimientos penales afecta a personas marginales, fundamentalmente a extranjeros indocumentados, y por tanto no es noticia. Un jugador se lesiona el menisco, una famosilla se encama con un torero o un cantante aparece muerto por una sobredosis y la noticia es de dominio público. Pero en España todos los días se celebran juicios en los que el derecho a una defensa digna se ve presuntamente vulnerado, y no pasa nada.

Realmente, algo no funciona. Algo está pasando en el orden de los valores.

Me preocupa especialmente que el periodismo esté sufriendo también los embates de la crisis, y que la salud democrática se vea afectada por intereses empresariales de grandes emporios de comunicación aquejados por un descenso de los ingresos publicitarios. Una prensa con dificultades económicas es vulnerable a la presión política, a que se dirija su línea editorial. Y esto importa realmente porque los ojos de los periodistas son los nuestros. Están donde se produce la noticia por nosotros, para contarnos lo que sucede. ¿Acaso no lo sabemos todo?

Insisto una vez más, es un problema de valores. Estamos permitiendo que el miedo socave nuestra fortaleza moral, nuestra dignidad y los avances en derechos y libertades ganados con tanto esfuerzo durante años. Al albur de la crisis económica, florecen prácticas empresariales insoportables que a todos nos afectan. La pregunta es: ¿seremos los siguientes? ¿No vamos a alzar la voz mientras no nos afecte?

Seré claro: ya nos afecta. Porque el abuso laboral sobre una generación de jóvenes es asunto que a todos nos concierne, porque lo que suceda en un juzgado, sea o no extranjero el acusado, a todos nos atañe en lo más íntimo. Porque necesitamos una prensa libre y un marco legal que nos proteja frente a los abusos provenientes del miedo.



Estamos perdiendo la batalla contra el desaliento. Y les estamos robando a nuestros propios hijos brotes de libertad que tardaron muchos años en arraigar. Es un problema de perspectiva. Creo que deberíamos detenernos un momento, dejar de remar.

Y preguntarnos adónde vamos.

Porque yo, al menos, no lo tengo nada claro.

Antonio Carrillo.

viernes, 3 de febrero de 2023

Insulina y libertad

 


Somos lo que escuchamos y lo que decimos. Somos lo que callamos.

También somos lo que leemos, porque un libro es un diálogo y un periplo. Un rumbo que descubre sorpresas a la vuelta de una página. La lectura íntima, silenciosa, es una manera de abrir las ventanas de la mente al aire fresco, oxigenándola de conocimientos y emociones. La palabra escrita cala como la lluvia fina, imperceptible casi siempre, en una tarea de encaje sutilmente inadvertido.

Hace poco leía Egipto, historia de un sentido del egiptólogo alemán Jann Assmann. Me encontré con una frase sorprendente de Rousseau:


“Entre el débil y el fuerte

la libertad es el principio opresor,

y la ley el principio liberador.”

En todo el mundo y todas la épocas la falta de libertad ha sido la norma. En el oriente el individuo no era realmente libre, sino que vivía sujeto a un estricto orden jerárquico o de castas. Y todo nuestro occidente se cimentó sobre sociedades que vivían con naturalidad la esclavitud o la sumisión de la mujer, a los que se negaba incluso su naturaleza humana.

 La mitología egipcia, sin embargo, nos dice que los hombres nacen libres e iguales, la condición amada por los dioses. Por desgracia, nuestra codicia, nuestra ansia por acaparar genera un desequilibrio. Un desorden. Frente a esta anarquía el Egipto faraónico instauró el ma´at: la ley.

En los tribunales se trataba por igual a ricos y pobres, todos sometidos a las mismas leyes, y el faraón nombraba a los funcionarios por razón no de su linaje, sino de sus méritos. A lo largo del antiguo Egipto los pueblos contaban con academias en las que algunos jóvenes, los mejores estudiantes, adquirían el don de la escritura, lo que les franqueaba el acceso a las clases dirigentes. Las enormes pirámides no se alzaron bajo el restallar del látigo. Los obreros de las pirámides eran hombres libres con un salario justo, atención médica y exquisitos cuidados. El Egipto unificado y fuerte de más de 3.000 años se entiende desde la libertad y la sujeción a la ley.

Solo la ley, decían los egipcios y Rousseau, la norma de obligado cumplimiento, nos iguala y nos libra de la opresión. La igualdad total es una entelequia, siempre habrá ricos y pobres, fuertes y débiles, sanos y enfermos. Pero, precisamente por ello, debemos gobernarnos por normas que ayuden a los más desfavorecidos, que sostengan a las personas en situación de necesidad. Normas que establezcan un marco de convivencia en el que los que más tienen pagan impuestos para dar lo imprescindible a los más necesitados. Normas que no permiten a los opresores abusar del débil.

Pero los más fuertes se rebelan; no quieren que nada ni nadie los reprima. Quieren ejercer una libertad sin freno que les permita comprar a cualquier hora del día, llevar o no una mascarilla en pandemia, contaminar en aras del desarrollo económico y que se fomente una educación y sanidad privada que favorece a unos pocos. Su mantra es bajar impuestos, adelgazar el Estado a su mínima expresión, un Estado que circunscriben a un lugar de valores patrióticos y morales que defender ante los extranjeros. Para ello levantan altos muros.

¿Saben de quiénes hablo? Son los que hacen de su amada libertad su principio opresor. En su mundo ideal, de familia, patria y Dios, millones quedan aparcados en la cuneta de la historia; los que no pueden pagarse un seguro médico ni han podido responder al “sálvese quien pueda”. A los desamparados conviene ponerles nombre.

A principios de junio de 2017 Alec Smith, un joven norteamericano enfermo de diabetes, cumplió 26 años. Como es norma en ese país sin sanidad pública ese mismo día dejó de estar bajo la cobertura del seguro médico de su madre.

Había sido previsor, intentado contratar un seguro por su cuenta, pero era un logro casi imposible para alguien con su enfermedad: los precios eran disparatados. Como trabajaba, no podía tener asistencia financiada a través de programas como el Obama Care. El chico hizo lo posible por racionar la insulina que tenía, porque le faltaba dinero (apenas 200 dólares) para poder pagarse él mismo la dosis anhelada. Debía darle vergüenza pedir ayuda.

A finales de ese mismo mes, tres días antes de cobrar su sueldo, murió por cetoacidosis diabética. Era poco rentable como individuo, prescindible. Desechable.

Si es usted norteamericano y contrae un cáncer, o bien paga un fabuloso seguro médico o perderá los ahorros de su vida en los dos primeros años de tratamiento. Si una madre se palpa un bulto en el pecho y resulta ser cancerígeno, tendrá que decidir entre salvar su vida o hacer posible que sus hijos vayan a la universidad. Esto no es una anécdota, pasa todos los días. En los EEUU el porcentaje de universitarios es bastante más bajo que en España, y no solo por el coste de la educación. A menudo los jóvenes deben ponerse a trabajar porque con 26 años dejan de estar cubiertos por los seguros médicos de sus padres, y su vida puede correr peligro.

En 1921 cuatro investigadores de la Universidad de Toronto, Banting, Best, Collip y Macleod, consiguieron aislar y purificar la insulina por primera vez. Habían inventado un tratamiento que salvaba millones de vidas y querían que todo el mundo pudiese tener acceso. Por ello, vendieron la patente a la Universidad por el precio irrisorio de un dólar.

Al principio la insulina se distribuyó a un precio asequible, pero el paso del tiempo y los avances de la técnica han propiciado el descubrimiento de la insulina sintética, más segura. Y sus descubridores, grandes empresas farmacéuticas, no la donaron. Se había descubierto un mercado de 30.000 millones de dólares monopolizado por unos pocos. Hoy, el tratamiento con insulina cuesta unos 1.400 dólares al mes en los EEUU si no se dispone de un seguro médico. Con seguro cuesta unos 400 dólares.

En un país como España, con un sistema público de salud, se negocian los precios con las farmacéuticas para millones de clientes potenciales, lo cual hace que el precio baje. Además, el estado subvenciona un medicamento esencial para la vida.

En definitiva, el tratamiento con insulina en España cuesta unos 5€ al mes. 5 frente a 1.400.

En los EEUU unas pocas farmacéuticas quieren ser libres de poner un precio elevado a un medicamento que salva vidas, para ganar así muchísimo dinero. En buena parte de España los médicos llevan semanas de huelga por el abandono de la sanidad pública. A un vecino, con unos dolores insoportables que no le permiten dormir por la noche, le han dado cita con el especialista para dentro de dos años.

A veces me cuesta entender el mundo en el que vivo. Creo que por ello busco refugio en la lectura y en la música. Me duele la historia de Alec Smith. Y me aterra.  Me horroriza su ansia por racionar unos gramos de insulina mientras procura que nadie note su declive. Era libre para actuar así, me dirán, y nadie puede sentirse culpable de su muerte. ¿O sí?

Yo me siento culpable. Su fracaso me pesa y aprieta mi garganta. Y dentro de unas semanas, cuando escuche hablar de libertad en los actos de campaña, repetiré para mí su nombre. Y pediré perdón.

Por cobarde.

 

Antonio Carrillo

viernes, 27 de enero de 2023

El faraón y el oso polar.

 


Ptolomeo II Filadelfo fue faraón de Egipto del 285 a.C. al 246 a.C.

Un faraón extraordinario. No por sus méritos militares, sino por su buen hacer como gobernante. Ptolomeo II convirtió Alejandría en la capital del reino, y financió la construcción del celebérrimo Museion, con sus laboratorios de investigación, la famosa biblioteca, observatorios astronómicos o salas de conferencia. A su llamada acudieron los mayores sabios de su época: el matemático Euclides, el poeta y bibliotecario Apolonio de Rodas, maestro de su heredero, el astrónomo Aristarco, la primera persona en postular que la tierra giraba alrededor del Sol, o el autor de la historia de Egipto, Manetón de Sebenitos. Y muchos más. Alejandría acogió a las mentes más brillantes del mundo en un entorno propicio para el estudio, el debate y la tolerancia.

En esta Alejandría egipcia y griega bullían las artes y las ciencias.

Ptolomeo reunió a setenta sabios judíos que tradujeron al griego el Antiguo Testamento. Culminó la construcción del Faro de Alejandría y fundó enclaves comerciales a lo largo de la costa del Mar Rojo, que le permitieron comerciar con el imperio nabateo y enriquecerse con el tráfico de incienso.

Este faraón melancólico y culto instauró la costumbre de inspeccionar todos los barcos que llegaban a Alejandría buscando libros nuevos. Estableció embajadas en sitios tan distantes como Roma o la India, y sus emisarios recorrieron el mundo conocido con la intención única de comprar textos que engrandecieran su inmensa biblioteca.

Pero si les he traído a Alejandría es porque se trata de un día especial. Hoy se celebra un festival en honor al padre del faraón, al primer Ptolomeo. El historiador Calixeno de Rodas es testigo de todo y lo describe con precisión. Alejandría bulle en una fiesta pública de juegos de atletismo, música y bailes. En un gran pabellón real 130 invitados de excepción se sientan alrededor de una mesa disfrutando de manjares provenientes de todas partes del mundo. Y todo el pueblo espera ansioso la procesión más suntuosa que se haya celebrado jamás y que será recordada por siempre.


A la cabeza de la procesión aparecen los símbolos, como los tirsos rematados por piñas, las varas o un falo gigante de oro, de 50 metros de largo. Sigue un desfile de animales salvajes: leones, leopardos, jirafas, rinocerontes, avestruces… todos ellos provenientes del zoo privado del faraón. Y comienzan las carrozas festivas en honor a Grecia, al divino Alejandro y a los dioses, movidas por cientos de personas. Alrededor, una multitud bulliciosa disfrazada de sátiros, silenos borrachos y ménades alienadas comparten con el público vino, zumo y refrescos. Hay niños con incienso y mirra, un coro inmenso de 600 hombres acompañados por 300 músicos que tañen el arpa. La algarabía es enorme.

Desfilan 57.000 soldados y 23.000 hombres a caballo. Se reparte dinero y artículos de lujo entre el pueblo asistente. Todos participan de la riqueza de Egipto. La gente presencia hipnotizada un espectáculo que dura horas, en el que una maravilla sucede a otra aún mayor. En varias carrozas se representan escenas mitológicas por medio de autómatas gigantes, ingenios mecánicos capaces de moverse y realizar todo tipo de acciones. Calixeno nos describe la figura de una Nisa – la ninfa, hija de Aristeo, que amamantó a Dionisio – de dos metros de alto, engalanada con una túnica amarilla con bordados de oro y envuelta en un manto laconio, que se pone de pie y hace una libación de leche utilizando una pátera de oro. Luego vuelve a sentarse sin ayuda de nadie, por medios mecánicos ocultos a la vista.

¿Autómatas hace 2.200 años? No es la primera noticia que tenemos sobre estas obras fruto del ingenio humano en tiempos tan lejanos. Alejandría estaba repleta de inventores, ingenieros y físicos, hombres como Ctesibio, Filón y Herón, creadores de autómatas. ¿Qué maravillas no se perdieron con su olvido unos siglos más tarde? ¿De qué tratarían los cientos de miles de libros que llenaban los estantes de la biblioteca de Alejandría?

Pero ¿se han fijado? Casi ha pasado desapercibido. Al principio, junto con otros muchos animales exóticos… había un oso enorme de color blanco.

En este Egipto ancestral desfila un oso polar.

Pero esto ¿Cómo es posible?

No lo es, pensará una mayoría. No era un oso polar, sino un oso albino. No podían desfilar osos polares como tampoco era posible saber de la existencia de canguros o llamas.

¿O sí?

Para responder a esta pregunta debemos viajar a un pasado cercano, apenas 30 años. Un pequeño holkas, un sencillo barco griego dedicado al comercio, con no más de 5 tripulantes y apenas 14 metros de eslora, abandona el puerto de Massilia (Marsella). Cuando pensamos en los buques griegos tenemos la imagen de los poderosos trirremes y sus 200 tripulantes, pero los trirremes eran barcos de guerra.

Los aventureros comienzan un periplo hacia el oeste, siguiendo la costa sur de la Galia y del este de Hispania. Es un rumbo extraño que les acerca a un lugar peligroso: el estrecho de Gibraltar.

Los cartagineses controlaban celosamente el estrecho, e impedían la navegación más allá de las columnas de Hércules. Su riqueza dependía del monopolio del estaño procedente del suroeste de la Iberia, a través de la antiquísima colonia de Gadir (Cádiz). Un barco griego sería hundido en estas aguas.

¿Cómo pudo atravesar este pequeño barco? Es posible que aprovechase los conflictos en los que estaban inmersos los cartagineses con los griegos de Sicilia; o quizás atravesó el estrecho en una noche sin luna, aprovechando la oscuridad y amparado en su pequeño tamaño. Lo cierto es que alcanzó las aguas del Atlántico y pudo tomar rumbo norte, en una navegación de cabotaje que bordeaba la costa oeste de la Península Ibérica y el norte de la Galia. En la Bretaña francesa conocieron a un pueblo galo al que llamaron Ostimioi; “los que vivían al final del mundo”.

Pero el mundo no acababa.


Más al norte se dirigieron hacia las islas británicas. De hecho, fueron estos humildes tripulantes los que registraron en sus crónicas griegas el nombre que los lugareños daban a estas islas: Prettaniké. Con el tiempo este nombre derivó a Brittania.

Nunca antes gentes del Mediterráneo habían llegado a estas tierras tan al norte. Se adentraron en lo desconocido y llegaron a unas tierras lejanas que llamaron Tule y que despertó la imaginación de muchos durante generaciones. Tule se convirtió en el epónimo de una tierra desconocida y lejana. Se especula con que Tule fuese Islandia.

Más al norte se encontraron con hielos, en un entorno extraño. Habían cruzado el Círculo Ártico, y el océano se congeló. Grandes islas flotantes de hielo dieron paso a una muralla infranqueable. Tuvieron que volver.

De regreso navegaron por los fiordos noruegos, por las aguas de Alemania y Países Bajos. Consiguieron averiguar la fuentes de un producto casi tan precioso como el estaño: el ámbar. Y tras años de penurias y aventuras, regresaron a Massilia.

Como eran griegos amaban la palabra, y compartían un mismo afán por el conocimiento que pudiese explicar los fenómenos y sus causas. Su líder, con el nombre de Piteas, describió el periplo en un libro que se hizo famoso: sobre el océano.

Piteas había descubierto una ruta que permitía acceder tanto a las minas de estaño como al comercio del ámbar. Pero, además, había sido testigo de maravillas que debía compartir con sus coetáneos. Consciente de la importancia de esta tarea, durante el periplo había documentado escrupulosamente todos los datos e informaciones que pudieran resultar relevantes.

Aunque estudiosos de prestigio como Timeo, Hiparco y Eratóstenes defendieron la veracidad de sus relatos, otros muchos lo acusaron de mentiroso y estafador. Polibio lo definió como un “pobre hombre”, y Estrabón afirmó que Piteas era “el peor mentiroso posible” y que la mayoría de sus escritos eran meras invenciones.

Era una reacción razonable; resultaba difícil creer a Piteas. Su obra estaba repleta de certeras observaciones astronómicas, geográficas, etnológicas u oceanográficas. Piteas fue el primer griego que descubrió que Iberia era una península. Sus observaciones detalladas sobre el sol hicieron posible determinar la posición precisa del polo norte celeste y calcular con bastante precisión la latitud de Massilia. Piteas fue el primero que vinculó las fases de la luna con las mareas e hizo observaciones muy lúcidas sobre costumbres y pautas de comportamiento de las sociedades que descubrió, lo que lo posiciona como uno de los padres de la antropología.

Pero era complicado creerlo porque afirmaba haber sido testigo de cosas imposibles. Por ejemplo, describió un lugar en el que el día duraba seis meses, y la noche otros seis. Había descubierto latitudes en las que el día o la noche duraban apenas dos horas. Desde su barco había visto cómo el sol se negaba a desaparecer del todo por el horizonte, que recorría en una danza inexplicable. También describió un extraño fenómeno en el cielo; unas luces que engalanaban el cielo de colores. Había navegado hasta un lugar donde “la tierra propiamente dicha no existe, ni el mar ni el aire, sino una mezcla de estos elementos…”. Un lugar de hielos en vez de agua.

30 años antes del desfile de Ptolomeo unos navegantes griegos habían sido testigos de la aurora boreal, habían visto la banquisa ártica y habían asistido al maravilloso fenómeno de las noches blancas del verano austral. Lo que para sus compatriotas resultaba difícil de creer nos permite afirmar sin lugar a dudas que Piteas había llegado al Ártico. Y, por consiguiente, es perfectamente posible que un oso polar participase de una procesión en el Egipto faraónico casi medio siglo más tarde.

No lo he dicho; ártico es una palabra griega. Significa oso.

No sabemos prácticamente nada de Piteas. Es posible que organizase nuevas expediciones, que se hiciese inmensamente rico. Su libro se perdió, como tantos otros, y sólo contamos con los comentarios que provocó en otros autores. Durante siglos todo lo que se sabía del norte lejano tenía a Piteas como única fuente directa. Pero sus datos, su análisis y descripciones se quemaron en hogueras y se diluyeron con el paso del tiempo. Como tantas otras maravillas que se apagaron en mil años de oscuridad, superstición y rezos.

Alejandría cayó. Se apagaron la música y el rumor de los debates. El polvo cubrió los laboratorios y se perdió la memoria de un oso blanco enorme. Los autómatas dejaron de despertar el asombro en los niños y todo se hizo más pequeño. Más gris. Y frío.

Hasta que volvió a amanecer.

 

Antonio Carrillo