martes, 3 de marzo de 2015

El navegante


 
Soy yo, y no hay más.
El navegante.
Deambulo de un universo a otro, en un tránsito que no conoce de principio ni final.
Resulta difícil hacerme entender. No conozco de límites, y ello perjudica mi discurso lineal. El espacio y el tiempo entretejen un todo coherente y comprensible, que visito desde antes de siempre.
He visto cosas que no creeríais.

He estado dentro de un objeto Thorne–Żytkow. A veces, en el corazón de una supergigante roja, se oculta, como si de una perla se tratase, una pequeña, diminuta estrella de neutrones. No se rozan: un halo invisible separa ambos cuerpos, aunque ingentes cantidades de materia caen desde la superficie de la supergigante hacia su  misterioso centro, inimaginablemente denso, en una cascada que rompe los núcleos atómicos del hidrógeno.
Es un lugar de maravillas.

He asistido al choque fortuito de dos branas. En ocasiones he provocado esta conjunción de contrarios, que acaba en un estallido. El inicio de algo nuevo.
Sí. He visto nacer el tiempo. Muchas, infinitas veces. Lo llaman creación.
Me he dejado caer en el torbellino de un agujero negro de Kerr, y he vencido a la cruel entropía cayendo por un agujero blanco.
 
Me gusta asistir al terremoto de un magnetar. Me siento en su superficie de apenas 20 kilómetros de diámetro y espero al sismo inexplicable, magnífico, que me empuja en una ola de energía en forma de rayos gamma. No hay nada igual en el universo, salvo el choque de dos branas. Pero me gustan los magnetares, su enorme fuerza.
En uno de mis viajes pasé por una 3-brana corriente de un universo corriente, con una galaxia corriente en la que, en el tercer planeta de un sistema solar, un país acababa de publicar en su Boletín Oficial del Estado que la asignatura de religión optativa computaba para la nota global del alumno, y que en ella se enseñaría que no cabe alcanzar la felicidad por uno mismo y que el universo es obra de Dios, y no del azar.
Es una lástima, porque nada hay más parecido al navegante que la mente abierta, curiosa, de un joven. Durante sus años de aprendizaje nadie les hablará de la existencia de los objetos Thorne–Żytkow, ni de los agujeros blancos, ni de los magnetares o una estrella de preones. Ni de tantas otras maravillas que acoge un cosmos abierto, infinito y empapado de magia.
No conozco a Dios. Jamás me lo he encontrado. Pero sospecho que, de existir, no querría para sus fieles una perspectiva tan cerrada y miope del cosmos. Al fin y al cabo, les ha regalado a esos seres la inteligencia capaz de desentrañar los misterios matemáticos del universo oculto y, más importante, los ha dotado de un bien precioso: la imaginación.
No me incumbe opinar. Pero, como todo viajero, he aprendido a expandir mi mente.
Me despido. Mi viaje no ha hecho más que empezar.
Espero encontrarles algún día. Libres de ataduras.

Navegando.

Antonio Carrillo

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