martes, 23 de abril de 2019

Alberto Cortez, mi mujer y yo


Se desperezaba el verano de 1999, en una población costera de la bahía de Cádiz, al sur de España. En la desembocadura del río Guadalquivir.

Hacía calor. Decidí acudir a desayunar todos los días a los restaurantes que flanqueaban un paseo de grandes eucaliptos, cerca del mar. Armado con un periódico y abandonado en el descuidado vestir de un soltero, despeinado, pedía siempre lo mismo: un café largo con dos sobres de azúcar y un mollete con tomate y aceite de oliva. 

Tenía 30 años. 

Elegí el restaurante que tenía más a mano. Se llamaba las Galias. Me senté en una de las mesas dispuestas en la calle. Empezaba a llegar una marea multicolor de personas afanadas con sillas, neveras y sombrillas.

Y fue entonces que el universo se detuvo a mirar. La camarera era un tipo de mujer que jamás soñé pudiese existir. Al menos no fuera de una revista de moda o de la oscuridad del cine. Con casi 1,80 de estatura, el vestido breve mostraba unas piernas interminables. El pelo, rubio con reflejos cobrizos, se le ondulaba con la humedad. Y sonreía. 

Me quedé estupefacto ante tanta belleza y elegancia.

Desde entonces acudí todos los días a ese mismo lugar, por disfrutar de su presencia. Me quedaba absorto observando la manera de moverse, su paciencia y amabilidad, una elegancia infinita y una sonrisa que destellaba en su rostro moreno y pecoso. Pasaba dos horas largas desayunando, leyendo el periódico una y otra vez, mirándola de soslayo.

Intentaba irme, levantarme aprovechando su ausencia momentánea. Me acomplejaba mi escasa estatura, mi cuerpo mediocre. Pero por fortuna siempre era ella la que me atendía; y charlábamos por un breve instante. Luego supe que había dado la orden al resto de camareras de que sólo ella acudía a la llegada del muchacho tímido del periódico. Un día me quité las gafas de sol, y me dijo que no debía ocultar unos ojos tras bonitos tras unas lentes. Me ardió la cara, como si fuese un adolescente. Y no pude articular ni una palabra. Se fue sonriendo.

Un día, pasados un par de meses, me la encontré alejándose del bar; una inspección de trabajo le obligaba a ocultarse durante un buen rato. Nos fuimos juntos a tomar un desayuno. Y fue entonces que descubrí que la diosa amable tenía un corazón tierno, muy inocente; que tras esa fachada exuberante había una mujer insegura con una capacidad inmensa de dar amor y un espíritu lleno de vida. 

Estaba perdido. Me había enamorado de una diosa dulce y alegre.

Al día siguiente hice algo impensable; fue un impulso, un arrebato absurdo. Aproveché una de las finas servilletas de papel del bar y escribí cuatro versos. Sabía que se llamaba Rosario. Eran versos de un cantautor argentino poco conocido por la gente de mi edad, Alberto Cortez.

Quisiera ser un mago fabuloso
para cambiar las rosas por estrellas.
Y dejarlas en tu almohada. Sigiloso.
Que iluminen tus sueños todas ellas.

Con una osadía impropia de alguien tan tímido entré en el bar y le entregué el poema delante de su hermano, su madre y el resto de empleados. Salí antes de que lo leyera.

19 años más tarde acudí con mi hijo Pablo al que suponía iba a ser el último concierto de Alberto Cortez. A Pablo le gusta todo tipo de música, Beatles, Queen, ACDC... pero le he enseñado a disfrutar de la magia que brota de la palabra de autores como Alberto Cortez. Pagué unas entradas muy especiales, porque quise despedirme en persona de un autor que me había acompañado desde niño. Pablo, con ese sentido común que siempre me sorprende, estuvo un rato charlando con él a solas. Era el único niño en la sala. Más tarde me comentó que le había hablado de lo diferente que era su música a lo que se escucha hoy en día; y que disfrutaba con sus canciones dedicadas a cosas sencillas: a un árbol, a un abuelo, a un perro callejero. Alberto Cortez le besó la mano.

Rosario no vino a ese concierto. Decía que era una cosa de sus dos hombres frikis. Ella era más de dar saltos en un concierto de Hombres G; después de tantos años no había perdido ni un ápice de vitalidad o de belleza. Y eso que la vida no le hizo demasiados favores. Era una luchadora, una superviviente inconformista a toda tristeza ¡Éramos tan distintos! Si yo era introvertido ella era exuberantemente extravertida. Si yo era feliz en casa, al calor de un libro, ella llevaba dentro a una callejera impenitente, inquieta.  

Teníamos un trato. Yo le aportaba calma. Ella, a cambio, me dio vida. Era un acuerdo, a todas luces, injusto.

Pocos días después de morir Rosario - hace dos semanas - falleció Alberto Cortez. Y fue entonces que me vinieron unos versos del autor de las cosas simples. Unas palabras que parece que fueron escritas para mi esposa. A modo de despedida, de epitafio, no encuentro mejor manera de describirla, de narrar su adiós y reflejar este desgarro, esta angustia que no me abandona. 

Era callejera de las cosas bellas,
y se fue con ellas cuando se marchó.
Se bebió de golpe todas las estrellas,
se quedó dormida,
y ya no despertó.

3 comentarios:

  1. Antonio... qué bonito!!, yo sabía algo de esta historia..

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  2. Querido Antonio: una historia triste pero bellísima, escrita de manera inmejorable. ¡Gracias por compartir estas líneas preciosas! Ojalá el tiempo te deje recordar todo lo bueno y borre, aunque sea un poco, el dolor que te está atravesando ahora. Abrazos desde una (todavía oscura) Buenos Aires.

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  3. ¡Cuanta belleza y cuánto amor!

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