jueves, 23 de abril de 2020

La plaga más extraña de la humanidad








El mundo parecía volverse loco. Y la gente no podía dejar de bailar. Sucedió.

Todo parece tener su comienzo en la ciudad alemana de Bernburg, en el año 1.020. Un grupo de 18 campesinos, sin motivo aparente, comienzan a cantar y bailar en el cementerio de manera desenfrenada, mientras tenía lugar un entierro. El sacerdote, de nombre Rupertus, les afeó la conducta sin obtener resultado alguno. 

Los hombres continuaron bailando sin apenas descanso durante semanas, días y noches, bajo la lluvia, la nieve o el sol abrasador. No disfrutaban, sufrían palmariamente, pero no eran capaces de parar. La intervención del obispo de Colonia puso fin a tan enorme desatino; dos de los campesinos aquejados de tan extraño mal murieron al instante. Los demás durmieron durante días y, avergonzados, marcharon temblorosos de Bernburg. Sufrieron de convulsiones durante toda su vida. La iglesia, atenta a toda oportunidad de negocio, fundó el monasterio de San Magnus, que se convirtió de inmediato en un famoso lugar de peregrinación.

Apenas un año más tarde en Kölbigk, también Alemania, 12 jóvenes se concentraron en nochebuena ante la iglesia y, de manera alevosa, secuestraron a la (que todo el mundo sabía) hija del párroco. Formaron entonces un corro y bailaron con la joven de manera indecorosa. Hasta aquí todo parece relativamente normal. Pero las víctimas de tan insólito arrebato continuaron con su baile patético y desmadejado durante meses, hasta morir agotados. Pedían ayuda; no querían seguir bailando, pero no tenían libertad de decisión. Estaban como en trance, embrujados

Avancemos en el tiempo. En el año 1.237 cientos de niños abandonaron súbitamente y sin motivo la ciudad de Erfurt (de nuevo Alemania) y recorrieron bailando y dando saltos los 25 kilómetros que distaban de la ciudad de Arnstadt. Nada más llegar todos cayeron al suelo, como si hubiesen cortado unas finas cuerdas de marioneta que les obligaban a danzar. Decenas de niños murieron, y la mayoría no llegó a recuperarse del todo, con espasmos que perduraron el resto de su vida. Lo mismo que había sucedido con los hombres de Bernburg.

Unos años más tarde, en 1.278, al menos 200 personas de procedencia desconocida se ponen a bailar en un puente que cruza el río alemán de Mosa. Es tal la afluencia de gente que el puente colapsa y se derrumba. Y entonces algo extraño sucede; en vez de nadar o intentar mantenerse a flote y alcanzar la orilla cercana, los caídos siguen zarandeando el cuerpo, en un intento dramático por bailar en el agua. Aterrados, gritan auxilio. Se ahogan mientras bailotean en las gélidas aguas. Los pocos supervivientes fueron trasladados a una capilla cercana dedicada a San Vito. Cuando se recuperan, no son capaces de explicar su comportamiento, la razón por la que no eran capaces de dejar de danzar, poniendo su vida en peligro.

Se suceden las noticias de fenómenos inusuales, en donde personas, sin motivo aparente, se ven obligadas a brincar y sacudirse sin descanso. En Europa empieza a extenderse el rumor sobre una extraña enfermedad que ya tiene nombre: el baile de San Vito.

Todo esto hubiese quedado como parte de una crónica extraña de esos postreros años de la Edad Media si no hubiese sido por lo que sucedió durante el nefasto siglo XIV. Con total seguridad, uno de los periodos más lúgubres de la historia de la humanidad.

Toda Europa está envuelta en una guerra que no parece tener fin; los sembrados se ven arrasados por frecuentes plagas. Entre 1.315 y 1.317 se produjo una primera Edad de Hielo que destrozó las cosechas y empujó a la población hacia la desnutrición y la miseria. Y entonces, cuando todo parecía que no podía ir peor, entre 1.348 y 1.355 aparece la famosa “peste negra”, que borra del mapa a un tercio de la población. 

Es un siglo para olvidar. El año 1.374 la cuenca del Rin sufre unas inundaciones que agravan el hambre y el desamparo. Y es entonces, el 24 de junio, en Aquisgrán, que cientos de personas deambulan silenciosas por sus calles y confluyen hacia una plaza. Forman un enorme círculo, como si estuviesen recibiendo instrucciones y, de pronto, sin orden previa, todos se ponen a moverse en un bullicio de convulsiones aberrantes mientras lanzan pavorosos gritos. No hay un ritmo,  una intención, un compás. Los cuerpos se abandonan en un aquelarre grotesco, las bocas abiertas en un rictus espantoso, las lenguas colgando flácidas; se defeca y orina allí mismo. 

Con el paso de los días decenas de personas fallecen por ataques cardíacos, agotamiento, deshidratación o hambre. Los ojos reflejan un espanto interno difícil de asimilar. La mayoría de los afectados abandonan la ciudad imperial en caravanas que recorren toda Europa durante meses; muchos habitantes de los poblados y ciudades que atravesaban se unían a la famélica y alucinada procesión de desvariados. Se intentaron sin éxito exorcismos, y alguno acabó en la hoguera.

Cuando llegaron al sur de Italia los lugareños le atribuyeron a la picadura de la tarántula la razón de tan extraño comportamiento, e inventaron una melodía que sirviese de acompañamiento a tales hechizados. Nació la tarantela o Pizzica como remedio, que resultó ser eficaz: la fiebre de locura se apaga en Nápoles.

Hubo sucesivos brotes del mal de San Vito. Uno importante en Augsburgo, en el 1.381. En el brote de Estrasburgo, de 1.418, los que sufrieron el mal no eran capaces ni de comer. La iglesia sufrió varios episodios en monasterios y conventos. Un monje bailó hasta la muerte en Schaffhausen, en 1.428; y en un convento de Holanda varias monjas en trance bailaban e imitaban animales en 1.491, algo que se repitió en lugares de culto de toda Europa.

Pero el caso más documentado lo tenemos de nuevo en Estrasburgo, en el año 1.518. Es un caso que generó bastante documentación y que podemos constatar, ya que disponemos de las actas municipales que reflejan el esfuerzo desesperado de las autoridades por enfrentarse a un mal aparentemente demoníaco.

En este caso se repite una circunstancia que ya hemos analizado anteriormente. El norte de Europa había sufrido varios años de un clima extremo que había destrozado las cosechas y provocado enormes hambrunas. El precio del pan era inasumible para una mayoría, y muchos campesinos buscaban refugio y una oportunidad para sobrevivir mendigando en las calles de las grandes ciudades, como Estrasburgo. Las enfermedades hacían mella en organismos desnutridos y sin defensas, y a los males ya conocidos se les había sumado un enemigo procedente de América, la sífilis.

Todo comenzó con una mujer, Frau Troffea, que comenzó a bailar sin motivo. Apenas un par de días más tarde varias docenas de personas la acompañaban en un desenfreno absurdo. Un mes más tarde ya eran cientos los ciudadanos de Estrasburgo que no podían dejar de danzar, cantar y realizar todo tipo de gestos grotescos. El cansancio comenzó a cobrarse víctimas que morían por ataques cardíacos o de agotamiento.

Las autoridades municipales convocaron a los médicos más reputados para buscar una solución a un problema que claramente se les iba de las manos. Los galenos opinaron que la mejor respuesta era dejar que los enfermos siguiesen el curso de su enfermedad, hasta que desapareciese por sí misma. Por lo tanto, tuvieron que habilitar salones y escenarios públicos para que los danzantes se expresasen con absoluta libertad. 

Esto provocó un efecto de contagio inaudito. La población se sumaba cada vez en mayor número a los poseídos por el trance involuntario. Pero, además, todo empeoró considerablemente cuando un médico propuso el disparate de que músicos expertos amenizaran las bacanales, fomentando y estimulando las ganas de bailar. Los músicos de la época eran profesionales de baja estofa, pobres diablos que malvivían de su talento tocando en fiestas y celebraciones religiosas y, a menudo, mendigando las sobras de algún banquete. Algo así como lo que pasa ahora, pero sin sintetizadores.

Estos músicos se subieron por primera vez a un escenario con público, y además les pagaban por ello. Hubo pues una catarsis entre los intérpretes, que sufrieron su propia locura: se entusiasmaron cada vez más y animaron a las gentes a participar de la música y la fiesta. Los autores de la época describen cómo los músicos alentaron a cientos de personas a unirse, a subir al escenario y bailar. Y una vez arriba la mayoría de los ciudadanos se dejaban llevar por el trance y perdían toda noción de la persona y del tiempo. Y se sumaban a la lista creciente de enfermos por el baile de San Vito.

Todo iba de mal en peor, y ese verano Estrasburgo se había convertido en una fiesta sin freno ni medida. 

En 1.518 se habían inventado los macroconciertos.

Pero la cosa en realidad no tenía ninguna gracia. Los pobres enfermos del baile de San Vito no tenían voluntad propia. En medio de su bailoteo incesante se escuchaban sus gritos pidiendo ayuda, clemencia. Que alguien acabase con su suplicio. Los pies ensangrentados, sucios y desnutridos, acababan muchos muertos por ataques de corazón, derrames cerebrales o simplemente agotados. Con el paso de las semanas la plaga se extendió por otras ciudades. A algunos enfermos se los trasladó a capillas consagradas a San Vito.

San Vito, por cierto, ha quedado como santo patrono de los bailarines. Su onomástica  es el 15 de junio.  


Con el final del verano, a principios de septiembre, la epidemia cesó. Lo hizo de repente, en todos los lugares.  La última de la que tenemos noticias es de 1.840, en la isla de Madagascar. Muchas personas comenzaron a bailar en esta isla de África de una manera salvaje y en un estado hipnótico.  

En definitiva ¿Qué sabemos? Algo pasó durante los últimos siglos de la Edad Media y los comienzos de la Edad Moderna, fundamentalmente en el norte de Europa; particularmente en Alemania y zonas aledañas. Todas las fuentes contemporáneas insisten en que los bailarines no podían controlarse, y el suceso nada tenía de lúdico. Su estado era alucinatorio, ajeno a toda norma o decoro. Y causaba un gran dolor. Afectaba a hombres, mujeres y niños; y era contagioso. Allí donde aparecían los bailarines se sumaban nuevos enfermos. 

Hay dos corrientes que afrontan este fenómeno. Por un lado algunos científicos han intentado explicar este fenómeno como un acto que se explica por factores externos, causado por un agente infeccioso o por una intoxicación. No puede tratarse pues de una enfermedad hereditaria, porque afectaba a cientos de personas sin relación de parentesco.
El primer candidato como causante de esta disquinesia o alteración involuntaria del movimiento es la denominada corea de Sydenham, un tipo de artritis reumatoide causada por un estreptococo y que provoca espasmos. Pero hay un problema: esta enfermedad se manifiesta en niños, sobre los 10 años de edad. Y la rapidez del contagio que detallan las crónicas no se corresponde con una enfermedad que tarda semanas en incubarse. Lo que sucedió en Europa no fue un brote de corea ni de ninguna otra enfermedad contagiosa.

¿Y una contaminación colectiva? Otra teoría postula que las víctimas estaban envenenadas por la ingesta de un hongo, el "Claviceps Purpúrea”, conocido como cornezuelo, y que es parásito fundamentalmente del centeno. Cuando las personas comían un pan hecho con harina contaminada por cornezuelo sufrían de una enfermedad llamada ergotismo.

El ergotismo (o Fuego de San Antonio) se manifestaba fundamentalmente por problemas circulatorios que afectaban a las extremidades, que acababan gangrenadas. Las gentes le tenían verdadero pánico a una enfermedad terrible que podía llevar a la amputación de varios miembros.

Pero además el cornezuelo contaminaba la harina con ácido lisérgico, lo cual provocaba que los enfermos de ergotismo sufrieran de alucinaciones. Perdían el control sobre la realidad y vivían en un estado de conciencia alterada. Pero, y esto es importante resaltarlo, no bailaban. La falta de control sobre los músculos no forma parte del cuadro clínico de una intoxicación por cornezuelo; además, con los pies gangrenados pocas ganas tendrían de saltar y caminar durante kilómetros.

El ergotismo fue muy común durante la Edad Media y los campesinos le tenían más miedo que a la peste. Se creó una orden especial de frailes, la Orden de San Antonio, en cuyos hospitales se trataba a los enfermos de este mal. Llevaban un hábito negro con una enorme letra tau griega azul bordada en el pecho. Durante siglos sólo hubo un remedio a esta enfermedad: la peregrinación (penosa y lenta) a Santiago de Compostela. Y lo cierto es que daba resultados; curaba los casos menos graves. Hoy sabemos la razón: en los hospitales del camino, como el del convento de San Antón de Castrojeriz, en Burgos, el pan siempre se preparaba con trigo candeal. Durante la peregrinación los enfermos dejaban de consumir pan envenenado y mejoraban.

Pero ¿Y si el baile de San Vito no era la manifestación de una enfermedad o de una contaminación? ¿Y si hubo una especie de organización, una intención oculta detrás de estos aquelarres, algo así como un intento de alejar a los malos espíritus? Mejor aún ¿Y si todo responde a un estado de histeria colectiva contagiosa e irracional, que se sumerge en creencias arraigadas en rituales ancestrales? ¿Y si simplemente sufrimos tanto dolor y miedo que nuestra psique dijo basta?

La clave para entender esta teoría la tenemos en las situaciones tan extraordinarias de estrés que estaba sufriendo gran parte de la población. Es difícil, pero le invito a que se ponga en el lugar de una campesina de mediados del siglo XIV. Se casó y tuvo 9 hijos de los que 5 sobrevivieron a los primeros años. Llevaban una vida humilde, pero las crisis climáticas del frío intenso de los primeros años del siglo XIV habían quedado atrás. Su madre sí que lo pasó realmente mal; murieron de hambre o enfermedad 8 de sus 10 hermanos.

El mundo conocido lleva en guerra desde hace años, y no parece tener fin. A veces grupos de soldados arrasan con las cosechas y toca pasarlo mal. Por suerte los niños ayudan y saben cazar pequeños animales del bosque y localizar frutos o raíces comestibles. Está intranquila cuando las niñas salen de casa, porque los caminos están repletos de bandoleros que pueden ultrajarlas. Ya ha sucedido; es algo a lo que las mujeres están siempre expuestas en esta (y cualquier) sociedad sin ley. La viruela o el fuego de San Antonio se cobran muchas vidas. Con 40 años ya se es anciana.

Pero todo esto era antes. Eso era el paraíso. La mujer lo vive como si fuese hoy, pero está sola en la pocilga inmunda que es su cabaña semiabandonada, antaño un hogar. No hay sembrados, ni risas. Han muerto todos; su marido y sus cinco hijos. Vino una peste que arrasó con todo. El hombre dejó de ser hombre y se volvió animal. La mujer tuvo que comer de la carne de alguno de sus hijos para no morir ella de hambre. El canibalismo era una práctica muy usual. La ansiedad constante y sorda se ha asentado como una compañera ineludible. Su mente a veces desvaría, por el hambre o por el sufrimiento pasado. 

Unas personas extrañas pasan por sus tierras danzando y gritando de una manera irracional. Sale de casa y se une al grupo de bailarines. En psicología conductual se denomina efecto bandwagon al fenómeno por el cual las personas realizan conductas imitando a una mayoría sin evaluar lo conveniente o no de esa conducta. Si muchos lo hacen, yo también lo hago.

Alguien reaccionó al estrés manifestando una conducta patológica que responde a una patología mental. Esta persona histérica atrae la atención de otras muchas que lo imitan en algo que se asemeja a ataques epilépticos, convulsiones o visiones. Estamos ante un histeria colectiva,  una especie de epidemia psíquica que hace mella en cuerpos y mentes llevados al límite del sufrimiento y que se sumergen en un estado de éxtasis incontrolable. 

Puede haber sufrimiento, ataques de pánico, una absoluta pérdida de control de los impulsos. Es una
neurosis colectiva de tipo histérico que se manifiesta en un trastorno de conversión (el sufrimiento psíquico se manifiesta con temblores incontrolables o síntomas similares a un ataque epiléptico) o en un trastorno de tipo disociativo, con impulsos destructivos en medio de alucinaciones. Una madre que ha comido de la carne de su propio hijo es normal que tenga tendencias autodestructivas motivadas por la culpa. Todo esto es incontrolable, no deliberado ni provocado. No es una simulación ni un fingimiento. Los enfermos sufren enormemente durante las crisis. 


¿Por qué del baile? Por parte de unos pocos, al principio, puede haber una escenificación en sus primeros días que justifica la pérdida de control motor del sistema nervioso, un intento por ejemplo de alejar el mal fario recurriendo a antiquísimos ritos que, de alguna manera, han sobrevivido en el inconsciente colectivo. Rituales precristianos que se disimulan bajo el aspecto de un baile alocado y sin propósito alguno. O bien puede responder a lo que se cree un contagio de espíritus malignos que gustan de bacanales y de la pérdida del pudor y de todo control. En la Europa que acababa de abandonar la Edad Media perduran creencias ancestrales que el cristianismo no ha logrado erradicar del todo. El sufrimiento nos ha vuelto vulnerables a los miedos más profundos del subconsciente. Lo que aflora viene de muy adentro.

Estas pobres almas no son violentas con los demás; se hacen daño a sí mismas. Bailan porque sufren. Porque ya no pueden más. 

Hay cosas peores que la muerte. Y se puede sufrir tanto que se pierde la cordura. 

Convendría recordarlo. Para tener una perspectiva más clara y justa de cuánto se puede sufrir. De lo que significa vivir una guerra, un exterminio. Para saber darle a cada momento histórico la carga de miedo que merece.

No menos. Pero tampoco más. Por coherencia. 


Antonio Carrillo

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