domingo, 15 de enero de 2012

Telepinu y Schweitzer. La valentía de la palabra frente a la espada.


La historia la escriben los ganadores, y suele tratar sobre acontecimientos terribles protagonizados por personas de gran empuje, que desencadenan revoluciones, conquistas o matanzas. No se escriben panegíricos sobre gente pacífica. El anonimato es refugio de paz y de concordia; las fechas grabadas sobre piedra y pergaminos recuerdan batallas y gestas, no rememoran una convivencia pacífica.

La historia la escriben los ganadores, y es un relato plagado de personas ambiciosas.


Y, sin embargo, los pacíficos siempre han sido más. Son una mayoría los que se levantan por la mañana para trabajar honradamente, los que luchan para educar en valores solidarios a sus hijos, los que practican una vecindad amable y no combativa. Nuestra especie ha prosperado gracias al altruismo y la empatía. Pero, precisamente porque son muchos, y porque su quehacer cotidiano no puede ser por tanto noticia, la historia tiende a menospreciar la influencia de esta fuerza moldeadora de pacifismo y transigencia, y centra su mirada en unos pocos personajes iluminados que pretendieron arrogarse el derecho a tener razón y a decidir por los demás.

¿Creen que exagero? Si les pregunto por gobernantes del mundo antiguo, seguro que surgen muchos nombres: Alejandro Magno, Julio César, Ramsés, hammurabi, Atila, Aníbal... pero si les pregunto por el rey Telepinu, ¿sabrían decirme algo de él? Yo lo conocí hace sólo tres meses, y me dejó sorprendido. Su historia es fascinante.



1.Telepinu: de cuando la Ley venció a la venganza



En el segundo milenio antes de Cristo, un pueblo procedente del Cáucaso penetra en Anatolia, y somete al imperio sirio y babilónico. Son gentes sobrias, pastores nómadas y guerreros forjados en la batalla, hábiles en el manejo del arco y maestros en el gobierno del carro de batalla ligero. Su rudeza se manifiesta en su escaso legado artístico, y en las crónicas que hablan de matanzas terribles y de regímenes de terror. La simple palabra "hitita" provocaba miedo en Egipto o Mesopotamia.

Telepinu, el protagonista de nuestro relato, estaba casado con la hermana del rey hitita, y supo que se fraguaba una conspiración en la corte para matarlo. Decidió adelantarse a sus verdugos, y encabezó con éxito un golpe de Estado contra su cuñado, el rey Huzzia I. Tras alcanzar el poder, Telepinu anuncia algo que sorprende a todos: el golpe que ha protagonizado será incruento, y únicamente ordena el destierro de sus enemigos. Nadie resulta asesinado. Es la primera vez que sucede algo así.

Enseguida Telepinu emprendió campañas militares que aseguraran sus fronteras, debilitadas por años de guerras dinásticas internas. Y fue luchando contra los enemigos del estado hitita que supo del asesinato de su esposa y su primogénito (y único hijo varón) en la capital, Hattusha. 



Enfrentado a un suceso de tal gravedad, común por lo demás en la cultura dinástica hitita, Telepinu tomó de nuevo una decisión asombrosa, novedosa en el mundo antiguo. Si había que frenar el derramamiento de sangre como fórmula sucesora, él mismo debía dar ejemplo. Por más que el dolor de la pérdida lo empujara a la venganza, Telepinu tenía claro que la supervivencia del imperio hitita pasaba, inexcusablemente, por regular mediante un edicto todos los aspectos relativos a la sucesión real. No podían permitirse más asesinatos en la corte. Su hijo y su esposa debían ser los últimos.

Telepinu investigó el doble asesinato, castigó y degradó a los culpables, pero, para sorpresa de todos, les perdonó la vida. A continuación, publicó su famoso edicto, una obra legislativa realmente increíble para su época. Textualmente dice:


"El derramamiento de sangre de la familia real se había prodigado en demasía. A Ishtapariya, la reina, la mataron. Y luego también mataron a Ammuna, el hijo del rey. Y los «hombres del dios» andaban diciendo: «Mira, en Hattusha el derramamiento de sangre se ha prodigado en demasía». Entonces yo, Telipinu, convoqué una asamblea en Hattusha. Y desde entonces en Hattusha nadie hace daño a un hijo de la familia real ni desenvaina un puñal contra él".


La única manera de poner fin a este reguero incesante de sangre era establecer por decreto el orden sucesorio, y asegurarse de que este mandato era debidamente cumplido. Así, el decreto establece que:

"Debe ser rey un príncipe, hijo del primer rango. Si no hay hijo del primer rango, debe ser un hijo del segundo rango. Pero si no hay hijo del rey como heredero, que se procure un yerno para la hija del primer rango, y este será rey.

En el futuro, que los hermanos, los hijos, los parientes, los consanguíneos y el ejército del que sea rey después de mí, estén unidos. Y tú irás al país enemigo y lo someterás con tu brazo. Pero no hables así «lo purificaré». De hecho, no purificas nada. Con mayor razón debes acosar (al ofensor), pero no mates a ningún miembro de la familia real. No es bueno."

Para asegurar el cumplimiento de esta orden, Telepinu acrecentó la influencia de la Asamblea, un órgano colectivo formado por miembros de la nobleza, con poderes para juzgar casos de traición, delitos de sangre dentro de la familia real e incluso delitos de violencia cometidos por el propio rey. Por tanto, los hititas disponían de un órgano de control que contrapesaba tanto el poder total del monarca como las ansias sucesoras de los aspirantes al trono. Tenían algo parecido a un Parlamento, y una normativa por escrito que cualquier noble e incluso el propio rey debían obedecer.

"Además, que el que llegue a ser rey y busque el daño de su hermano o hermana, vosotros, que sois su Consejo, decidle de acuerdo con lo prescrito: Lee en la tablilla lo que dice del delito de sangre. «Antes en Hattusha el delito de sangre se había prodigado en demasía. Y los dioses han exigido retribución a la familia real»."

"Si alguno hace daño -sea el padre de la casa», el jefe de los edecanes, el jefe de los coperos, el jefe de la guardia de corps, el jefe de los «mil del campo de batalla», tanto un inferior como un personaje de alta categoría- aprehendedlos como Consejo que sois y devoradlos con vuestros dientes".

Además, el edicto incluía otras normas novedosas, como la que impedía que la culpabilidad se transmitiera a la familia del reo.

"Quienquiera que sea el que haga mal entre sus hermanos o hermanas y actúe contra la persona del rey, convoca a la Asamblea. Luego que su sentencia se haga pública, él debe responder con su cabeza. Mas no debe matársele en secreto, como mataron en el caso de Zuruwa, Danuwa, Tahurwaili y Taruhshu, ni debe causárseles daño a su casa, ni a su mujer, ni a sus hijos. Si un príncipe peca, que pague con su cabeza, pero a su casa y a sus hijos no debe causárseles daño. Aquello por lo que un príncipe muera, no afecta a sus casas, sus campos, sus viñedos, sus esclavos, sus esclavas, sus vacas y sus ovejas".

Telepinu murió hacia el 1.500 a.C. sin tener un hijo varón que lo sucediera. Por lo tanto, la Asamblea, obedeciendo a lo establecido en el decreto, declaró como heredero a uno de sus yernos, Alluanna.

250 años más tarde, hacia el 1360 a.C., el edicto había perdido fuerza, y un general, Suppiluliuma, asesinó impunemente a un heredero legítimo. Este caudillo poderoso convirtió el reino hitita en un gran imperio; tal fue su prestigio que la joven viuda del famoso Tutankamon le pidió por carta que le enviara a un hijo para convertirlo en faraón, asustada por el poder de su ejército. Esta carta da inicio a una historia de muertes y traiciones que merecerá otra entrada.



Pero nosotros acabamos aquí. Suppiluliuma y su poderoso imperio no sobrevivirán mucho tiempo. Nosotros nos quedamos con la imagen de un estadista único, de un visionario que supo anteponer el bienestar y la estabilidad de su pueblo a la venganza o el ejercicio despótico del poder. En una era de muerte y violencia, de miedo y sangre, Telepinu, rey de los hititas, hizo lo que nadie había hecho antes: delegó parte de su poder en el pueblo representado por una Asamblea, y se sometió al imperio de la ley.


Telepinu. Quédese con este nombre. No fue Alejandro Magno, Péricles o Julio César. Pero su gesta merece respeto y memoria.

Su innovadora apuesta por la concordia, por la Ley, merece ser recordada.



2. Albert Schweitzer: un verdadero héroe del siglo XX




El siglo XX está repleto de nombres propios: Stalin, Einstein, Kennedy, Hitler, Churchill, Joyce, Mao Tse, Gates, Gandhi...  

En una ocasión se le preguntó a Albert Einstein por el personaje más significativo de su época. Su respuesta fue rotunda: "el hombre más grande de nuestro siglo es Albert Schweitzer".

¿Quien?

Albert Schweitzer nace el 14 de enero de 1875 en Kaysersberg, Alsacia. De niño hay dos recuerdos, dos imágenes que se quedan grabados en su alma: la de un hombre negro muy grande reverenciando agachado la estatua del almirante Bruat, uno de los mayores protagonistas de la colonización francesa. La otra imagen es la de la sonrisa paciente de un comerciante judío alemán ante los insultos de unos jóvenes. Estas anécdotas, que pasan desapercibidas para la mayoría, conforman en Albert una sensibilidad moral extraordinaria.

Estudia música, y pronto destaca como un excelente intérprete de órgano. Tanto es así que, siendo muy joven, es admitido como discípulo de Charls-Marie Widor, el mejor organista de su época. En 1898 ya es teólogo, estudiante de filosofía por la Sorbona, y de piano y órgano. Además, aprende el oficio de construir órganos de la mano de Aristide Cavaillé-Coll, una eminencia en tal materia. En 1900 es doctor en filosofía, Vicario de la Iglesia de San Nicolás y profesor de Teología en la Facultad de Estrasburgo. Empieza a ser conocido internacionalmente como intérprete de órgano, pero además destaca como musicólogo; en concreto, como experto en la figura de Bach. De hecho, publica el mejor estudio realizado jamás sobre su vida y obra. Su manera de interpretar a Bach, más cercana a la sensibilidad del XVIII que a la romántica del XIX, significará una revolución inmensa a comienzos del siglo XX.
Pero, además, publica un libro también revolucionario y polémico sobre el Jesús histórico, y se convierte en un erudito en el estudio del Nuevo Testamento, con obras dedicadas, por ejemplo, a la escatología de San Pablo. A principios de siglo Schweitzer es un teólogo famoso.
Todo lo que hemos dicho bastaría para que Schweitzer ocupara un lugar preeminente entre los intelectuales del siglo XX; pero lo que hace de Schweitzer alguien realmente excepcional es algo completamente distinto. ¿Recuerdan la imagen del hombre negro postrado ante la estatua del colonialista? A Schweitzer no se le ha olvidado. Con 30 años lo tiene todo: es un personaje de fama mundial como teólogo, intérprete de órgano, filósofo, profesor, musicólogo.... pero Albert siente una compulsión ética en su interior.  

Debe ser coherente con lo que piensa y siente.

Y es entonces, en 1905, con 30 años, que se matricula en la facultad de medicina. Y en la Semana Santa de 1913, ya médico, con todo su patrimonio (2.000 marcos) en forma de lingotes de oro y acompañado por su esposa Heléne, enfermera, Albert se dirige a la misión de Lambarené, en Gabón. Allí, el gran profesor, intérprete en los mejores escenarios del mundo, atiende primero al aire libre, y luego en un gallinero, a más de 40 personas diarias, afectadas de diarrea, lepra, malaria o enfermedad del sueño. Más tarde diseña y construye un pequeño hospital, por lo que se arruina. Esto le obliga a dar conferencias y conciertos por Europa, con el fin de conseguir dinero.

En 1917 los Schweitzer son detenidos en un campo de concentración para prisioneros civiles por su condición de alemanes. Albert aprovecha para escribir su obra "Ética y civilización", en donde expone su preocupación sobre el devenir del hombre moderno, asunto que le preocupará a lo largo de su vida. Opina del hombre que es: "alguien sin libertad, incompleto, incoherente, perdido en la falta de humanitarismo; alguien que ha renunciado a su independencia espiritual y a su juicio moral en favor de la sociedad organizada".


En 1918 se los deja en libertad, y poco después Albert vuelve a Gabón. Se encuentra la misión casi en ruinas, y se ve obligado a reconstruirla. Regresa a menudo a Europa, para conseguir dinero para su hospital. La universidad de Zurich le nombra "Doctor Honoris Causa" en 1924; y se le otorga el premio Goethe en 1928. En 1932 predice que se avecinan tiempos oscuros ante una audiencia escéptica. En 1939 decide quedarse en Gabón.

Durante la segunda guerra mundial, su hospital de Lambarené atiende por igual a contendientes de ambos bandos, ya que se producen enfrentamientos entre las tropas de Vichy y la resistencia francesa. Recibe ayuda desde los EEUU y Suecia en forma de suministros y medicinas. Schweitzer no regresará a Europa hasta 1948.



Para entonces es una figura de talla mundial. Con motivo de los 200 años del nacimiento de Goethe, la universidad de Chicago organiza un acto con los principales intelectuales de la época; uno de ellos será Schweitzer. De nuevo, los 6.100 dólares que reciben los dedicará íntegros a financiar su hospital. (Por cierto, otro de los pocos invitados a tal acto será Ortega y Gasset)


En 1950 comienza la construcción del pueblo para leprosos "Village lumière", que finalizará en 1955. Albert cumple 80 años. El dinero necesario para construir este pueblo procede de una distinción, la más grande que se puede recibir:

En 1953, por aclamación popular, se le concede el Premio Nobel de la Paz.

Se excusa: no acudirá a recibir el premio; tiene pacientes que atender. El dinero sí lo necesita, debe comprar medicinas.

Los premios y reconocimientos se acumulan; pero Schweitzer sigue pasando consulta en Lambarené. En 1957 Albert Einstein acude a Schweitzer para que lo ayude en su cruzada contra el peligro que supone la amenaza nuclear. En este sentido, Schweitzer afirma que "vivimos en una época peligrosa. El ser humano ha aprendido a dominar la naturaleza mucho antes de haber aprendido a dominarse a sí mismo". Sus discursos contra la bomba atómica son publicados en forma de libro con el título "Paz o Guerra Nuclear". El gobierno de los EEUU intenta una campaña de desprestigio contra Schweitzer por su implicación en este asunto. Pero su figura es demasiado conocida, y su coherencia resiste cualquier ataque. Basta con ver sus imágenes. Como él mismo dijo: "con veinte años todos tienen el rostro que Dios les ha dado; con cuarenta el rostro que les ha dado la vida y con sesenta el que se merecen".

El 4 de septiembre de 1965 fallece en Lambarené Albert Schweitzer, músico, filósofo, teólogo, constructor de órganos y médico de atención primaria. No creo haberlo dicho: era tío del filósofo Sartre.

En el parte médico de su defunción constan estas palabras: "ha muerto sosegadamente, en paz y con dignidad".

Les llamo la atención sobre esta imagen. Es la tumba de Schweitzer.





La tumba de quien Einstein definió como "el hombre más importante del siglo XX"

Creo que con esta imagen está todo dicho.


Antonio Carrillo.

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