domingo, 24 de marzo de 2013

Por una utopía pragmática: una sociedad de Adultos



El pasado 28 de febrero José Antonio Marina publica en el diario El Mundo un artículo sobre Stéphane Hessel, autor de los libros "Indignaos" y "Comprometeos". Marina comenta que, si bien es difícil no sentir simpatía por el mensaje de protesta, echaba de menos que aportara alguna respuesta. El filósofo español afirma que con nobles emociones y consignas atractivas no es suficiente para avanzar, "porque en este momento nos faltan ideas para resolver los problemas que tenemos". De hecho, dice que los movimientos antiglobalización que han ocupado plazas y calles los últimos años "tuvieron un primer instante de éxito y luego se diluyeron", hasta acabar empantanándose en métodos asamblearios que no llegaron realmente a fructificar en nada provechoso.

En líneas generales, y lamentándolo mucho, estoy de acuerdo con Marina. No será fácil, ni breve, profundizar en este fenómeno de los movimientos de protesta antisistema que intentan cambiar las estructuras sociales desde enunciados pasionales y utópicos. Además, puede que mucho de lo que afirme resulte polémico. Lo asumo. No será la primera vez. Tan sólo ruego un poco de paciencia. La cuestión exige y merece de un análisis en profundidad. No es posible constreñirlo a 500 palabras.

Comencemos: con la civilización, con el neolítico más bien, los humanos nos agrupamos en comunidades cada vez más grandes y complejas, y nació la división de tareas, la jerarquización social y el ejercicio del poder. Desde entonces, siempre ha habido y habrá dirigentes y dirigidos, autoridad y pueblo llano, gobernantes y gobernados. Las conquistas sociales tienen entonces como finalidad establecer límites al ejercicio del este poder, de tal manera que todos, incluso (y especialmente) los más poderosos, se sometan el impero de la Ley, respondan por sus abusos y tengan que rendir cuentas periódicamente ante la ciudadanía, depositaria última de la soberanía. En este proceso de democratización y defensa de la legalidad hemos avanzado, y mucho, en cuestiones tan básicas como la protección de los más desfavorecidos, la igualdad de género o la abolición de la esclavitud.

Pero, por mucho que hayamos mejorado, estamos todavía lejos de habitar un mundo igualitario y solidario. La distribución de la riqueza, tanto a nivel planetario como nacional, es un problema acuciante: unos pocos derrochan bienes y servicios mientras una mayoría pasa necesidad. En época de crisis esta realidad incuestionable cobra fuerza; se agranda hasta el absurdo la distancia que separa una élite de la masa anónima, pero enorme, que carece de lo más básico; como trabajo o vivienda. 
 
Hay, por consiguiente, motivos sobrados para la indignación. La historia humana ha sido testigo de múltiples movimientos de protesta que intentaron cambiar un status quo impuesto por una oligarquía todopoderosa. Sin estos procesos revolucionarios no hubiese sido posible la caída de los estados totalitarios, la mujer no hubiese conseguido su derecho al voto ni se hubiese abolido la esclavitud. Pero no basta. Es preciso perseverar en este empuje de indignación que tiene como meta la conquista de derechos fundamentales; incluso en el seno de democracias occidentales somos testigos hoy día de injusticias flagrantes, y en sus calles se discuten avances sociales que creímos consolidados. Que les pregunten a los jóvenes, a los parados, a los discapacitados.

Y, sin embargo, y por muy mal que estén las cosas, la experiencia nos demuestra que es raro que fructifique cualquier movimiento de protesta ciudadana, hasta el punto de provocar cambios estructurales. En general, tanto esfuerzo, tanta movilización, suele quedar en nada. Los impulsos de cambio, frenéticos en un principio, se atemperan y reconducen con el tiempo, hasta caer en un olvido que sólo conserva un eco de romanticismo y añoranza. Unos pocos protagonistas quedan aparcados en cunetas coloristas repletas de mensajes de paz y amor, bienintencionados y estériles, mientras la mayoría vuelve (volvemos) al redil de las aulas, hipotecas y oficinas.
 
 

Esta es la clave que intento dilucidar: ¿por qué es tan complicado movilizar la calle en una protesta generalizada, constante y fértil? Motivos hay, lo hemos dicho. Si los que protestan tienen razón ¿cómo se explica que no prosperen las propuestas de regeneración? ¿Qué fuerza actúa en contra?

Lo primero que conviene recordar es lo difícil que resulta luchar contra el sistema. La mayoría de la población sabe (o malinterpreta) de la realidad lo que la pantalla de televisión les muestra. Si el poder domina los medios de comunicación, lo más probable es que el mensaje no cale en una ciudadanía "dis-traída" de lo que está pasando en la calle. Hay una excepción reciente: los movimientos de protesta contra los desahucios, que sí están teniendo éxito, y una fuerte repercusión mediática. Veremos el porqué.


Lo segundo, vivimos en grandes núcleos de población que imposibilitan el método asambleario. Lo que en la Atenas de Pericles o en un Catón suizo resulta factible, dar voz a todos, en una ciudad como Madrid o Buenos Aires resulta una entelequia. No se puede escuchar a todos, porque somos demasiados. El sistema representativo adolece de serios defectos, pero es el único que permite una virtualidad eficaz y real del ejercicio de la soberanía popular. Por desgracia este sistema, el menos malo, está en manos de una plutocracia feroz, representada por una clase política profesionalizada.

Es desalentador decirlo, pero nuestra democracia se pudre desde dentro afectada por la voracidad de sus parásitos. Los partidos son organizaciones cerradas y sujetas a una disciplina casi dictatorial. Los cristales opacos y blindados de los coches oficiales atenúan la voz de la calle. Ni los vemos ni nos oyen, salvo en campaña electoral.

Por consiguiente, lo inteligente es luchar, pero para cambiar el sistema, no para destruirlo. Las ONG, por ejemplo, realizan una labor encomiable desde estructuras regladas y sometidas a control presupuestario. Además, sus intenciones se focalizan en objetivos concretos: ayuda médica, proyectos de desarrollo agrario, protección de Derechos Fundamentales, etc.
 
 

Pero su acción no basta. Siguen mandando los mismos de siempre, que manejan a su antojo dineros, prebendas y subvenciones. Se dan por aludidos únicamente cuando la protesta ciudadana cobra verdadera fuerza, como en el caso de los desahucios; un movimiento que responde a una sola problemática y que ha resistido la tentación de diluirse en pretensiones de revolución o cambio social. Sus activistas se han centrado en las hipotecas con cláusulas abusivas o en la dación en pago. Emprenden acciones concretas de paralización de desahucios, deslocalizadas todo a lo largo del país y con un fortísimo respaldo social, con una masiva recopilación de firmas que ha provocado cambios legislativos en el Congreso de los Diputados.

La pregunta es: ¿por qué, sin embargo, el movimiento del 15 M, más ambicioso en sus propósitos, se ha diluído, si sus pretensiones eran justas y razonables? ¿por qué la ciudadanía no respondemos agrupados en aceras y plazas, que al fin y al cabo nos pertenecen, ante la injusticia, la desigualdad y la corrupción? ¿Por qué no nos unimos en una misma voz cuando se trata de cambiar el sistema? ¿Por qué nos cuesta tanto llegar a consensos?

Para responder a esta pregunta debemos profundizar en el estudio del sujeto humano
 
Empezaremos por lo básico: somos muy distintos. Cada individuo es un universo en sí mismo, insustituible. Es imposible encontrar dos mentes iguales; ni tan siquiera similares. ¿Cómo grabamos y asimilamos desde niños los estímulos que recibimos del exterior? ¿Cómo se fabrica una personalidad inimitable? El psicoanálisis iluminó esas zonas del “yo profundo”, pero lo hizo empleando unos términos abstractos (“ello”, “yo”, “superyó” de difícil comprensión. Por ello, propongo que apliquemos un método más amable: el análisis conciliatorio; mucho menos vago en sus definiciones y útil para aplicarlo en el estudio de las transacciones o comunicaciones.

En definitiva: vamos a la raíz del problema; al sujeto como elemento constitutivo de cualquier organismo social.

El análisis conciliatorio (o transaccional), creado por Eric Berne hacia 1957, a grandes trazos parte de la idea de que el cerebro capta, graba y almacena las experiencias que tenemos durante los primeros años de vida, y los sentimientos asociados a esas experiencias; de modo que cuando una experiencia en edad adulta nos evoca la experiencia que sufrimos de niños, ésta viene acompañada del sentimiento correspondiente. El recuerdo permanece grabado en nuestra memoria, aun cuando no seamos capaces de recordarlo, y permanece latente en nuestro subconsciente. Estas grabaciones se fijan en tres “zonas” distintas de nuestra personalidad, y son esos tres lugares los que hacen que a menudo nos comportemos de manera dispar: a veces asoma nuestro sentido de la rectitud y del deber, y nuestro comportamiento refleja las enseñanzas de un padre que llevamos dentro; en otras ocasiones más parecemos niños pequeños, curiosos y apasionados; y, por último, también nos comportamos de una manera objetiva y analítica, como si de un ordenador se tratara.

A estos tres elementos que conforman nuestra personalidad los llamaremos el “Padre”, el “Niño” y el “Adulto”; son respuestas adaptativas que surgen de las experiencias vitales grabadas los primeros cinco años de vida, y normalmente en su estudio se representan  con círculos.
 
 
 
Pasemos a analizar estas definiciones:

El padre: Durante los cinco primeros años de vida grabamos todo un concepto de la vida trufado de enseñanzas y  proveniente de los padres. Se nos dice lo que está bien y mal, se nos regaña cuando hacemos algo peligroso, y toda esa información, esa corriente de valores, la grabamos sin que pase por el tamiz de nuestra propia censura; dependemos de nuestros padres en todo, somos conscientes de que no podemos vivir sin ellos y, por tanto, no estamos en disposición de enfrentarnos, ni de poner en duda lo que se nos dice. Grabamos estas enseñanzas como reglas  y verdades que nos servirán en el futuro para sobrevivir tanto en lo físico (no metas jamás los dedos en el enchufe) como en lo social (trabaja duro y llegarás a ser alguien). En el “Padre” radica la moral, como la consecuencia más importante de la interrelación “Padre” y “Adulto”.

El niño: En el “Niño”, grabamos lo que sentimos en respuesta a lo que percibimos durante los primeros años de nuestra vida. En el “Niño” encontramos la creatividad, el deseo, la curiosidad o los sentimientos placenteros; pero también un permanente sentimiento de estar mal. Cargamos con infinidad de exigencias y necesidades que no entendemos, y buscamos siempre la aprobación de nuestros padres, de aquellos de quienes dependemos. Necesitamos las caricias para sentirnos bien, pero a menudo éstas se nos niegan sin que sepamos muy bien por qué. No tenemos las riendas de nuestra vida, hay algo mal en nosotros.
                                                                                                                                                                                        
El Adulto: A partir de los diez meses,  el niño comienza a moverse por sí solo y empieza a investigar los objetos, advierte que  puede hacer cosas por decisión propia, y acumula y graba una serie de datos por sí mismo. El “Adulto” es como un ordenador que analiza las informaciones que tenemos en el “Padre” y en el “Niño”, las ordena y archiva sobre la base de la experiencia que vamos adquiriendo. Examinamos así los principios que nos vienen del “Padre”, vemos si están o no vigentes, y de igual manera estudiamos si los sentimientos que nos vienen de nuestro “Niño” son adecuados al presente. Elaboramos no un “concepto enseñado” de la vida” o un “concepto sentido” de la vida, sino un “concepto pensado” de la vida.  Si el “Padre” y el “Niño” se asientan fundamentalmente en el cerebro emocional, el “Adulto” se encuentra situado en estadios más superiores, como los lóbulos frontales.

¿Qué primer análisis podemos hacer ahora que conocemos estas tres zonas de nuestra personalidad? Ya dijimos que desde sus primeros días el niño llega a la conclusión de que no está bien, y de que sus padres, esos seres enormes de los que depende en todo, sí están bien.
El origen de la posición inicial "yo estoy mal – tú estás bien" puede explicarse desde la experiencia traumática del parto. El niño cuando nace tiene activas las funciones cerebrales esenciales, controladas por el Puente de Varolio y el bulbo raquídeo; es capaz de ver, oír, oler, sentir dolor o interactuar por el tacto. Percibe los estímulos externos no sólo en su forma consciente, sino también – y fundamentalmente – en su subconsciente. Un órgano receptor fabuloso, capaz de recibir 109 bits de información por segundo, pasa por la experiencia horrible del nacimiento: tras meses de vida y bienestar en el seno materno nos vemos bruscamente agredidos por violentas contracciones que nos empujan por un estrecho canal hacia la luz. (Una experiencia que se repite, según parece, en el otro momento crucial, la muerte, lo que posiblemente prueba hasta qué punto tenemos impreso en el subconsciente el trauma del nacimiento). Todo ello resulta una excelente preparación para afrontar lo que nos espera: la amarga experiencia de vivir. 


El niño moriría sin el afecto; necesita no sólo el alimento, sino también las caricias para darle un sentido a la vida, a “la lucha por vivir”. Por ejemplo, está demostrado que las carencias afectivas producen un retraso en el crecimiento del bebé. A menudo esta situación de búsqueda compulsiva de caricias sigue gobernando la personalidad en la edad adulta. Son personas que buscan el reconocimiento de los demás, necesitan continuamente la aprobación de sus amigos o conocidos, y siempre se muestran prestos en complacer cualquier demanda. Es el ejemplo del compañero de trabajo siempre dispuesto a hacer el café, aunque sea el turno de otro. Su “Padre” le dicta lo que debe hacer para recibir las caricias, y siempre estará bajo el gobierno del “Padre” de los otros, en una carrera por la felicidad en la que no existe meta ni victoria, porque independientemente de lo que haga siempre mantendrá esa posición inicial de "yo estoy mal - tú estás bien". Su felicidad no depende de ellos mismos, sino de los demás.
 
Esta es una primera enseñanza que podemos extrapolar de lo visto hasta ahora: la necesidad de afecto puede secuestrar nuestra libertad si no sabemos madurar emocionalmente.
Esta actitud inicial de "yo estoy mal - tú estás bien" nos acompaña durante el primer año, pero su evolución dependerá de cómo nos interrelacionemos con los demás. O bien puede mantenerse el resto de la vida, o  derivar a la de "yo estoy mal - tú estás mal". 
 
En ocasiones sucede que, a veces, a partir del primer año, cuando el niño comienza a andar, las caricias cesan; el niño ya no es un bebé, y una madre excesivamente fría entiende que su hijo no necesita tantas caricias; al contrario, aumenta los castigos. Se trata de no malcriarlo. 
 
Hablamos de un período del crecimiento cerebral en el que se establecen las conexiones entre el córtex prefrontal y el sistema límbico, responsables de regular la ansiedad; unas conexiones que responden a condicionantes externos para realizarse correctamente, y que acabarán por completarse hacia los 24 años. Ante la falta de caricias, la vida apenas si le ofrece al niño algún consuelo; con la ternura se pierde la motivación fundamental por la que vivir. En consecuencia, a menudo el “Adulto” cesa en su desarrollo, y no aparece en las relaciones con los demás. Aunque puedan surgir las caricias con posterioridad, la posición está firmemente asentada, y normalmente las rechazará. Estas personas suelen vivir recluidas en sí mismas, con un deseo vago de volver a ese primer año de vida en el que, por ser un niño pequeño, sí recibió caricias.
 
La situación más terrible puede ser la de "yo estoy bien - tú estás mal". Un niño que sufre malos tratos se adapta y asimila esta posición; es su manera de salvarse, de encontrar un sentido a la sinrazón del maltrato. El niño se acostumbra a acariciarse a sí mismo, ha aprendido a sobrevivir, y a medida que crece devuelve los golpes que ha recibido. Siempre será culpa de los otros lo que pasa; él está bien, no el resto del mundo. Al no haber personas que estén bien, al no haber personas buenas, las caricias no tienen sentido. Este ser desvalido sólo recuerda las caricias que tuvo que darse él mismo tras una paliza.

Piénselo; muchos psicópatas y maltratadores sufrieron malos tratos en su niñez.

La primera posición es relativamente frecuente, y se manifiesta en forma de “complejo de inferioridad”; las dos últimas no tanto; pero tienen en común que se adoptaron a una edad muy temprana, de una forma inconsciente. Una cuarta, sin embargo, nace de nuestro cerebro racional, de buscar un “Adulto” emancipado, de haber recuperado la libertad de opción, y elegir la posición yo estoy bien - tú estás bien. Conociendo la existencia de nuestros “Padre”, “Adulto” y “Niño”, podemos pasar a separarlos y a ponerlos en orden. Luego miraremos hacia afuera, y sólo entonces estaremos en disposición de entender que todos tenemos un “Padre”, un “Adulto” y un “Niño”, que todos hemos pasado por el yo estoy mal - tú estás bien, que a veces hablamos con el “Niño”, y otras con el “Adulto”.

El ideal es tener las tres partes separadas y diferenciadas, y contar así con un Adulto emancipado. Pero a menudo se produce una contaminación del Adulto.
 
 
 

Por ejemplo, el “Adulto” puede estar contaminado por un “Padre” muy grande, cuyas enseñanzas pemanecen fijadas en nuestra psique sin haber sido sometidas a la crítica, al tamiz, de nuestro “Adulto”. Son los prejuicios, que se graban en una primera infancia como verdades incontestables. Un “Adulto” libre de la contaminación del “Padre” se ocupa de analizar esas enseñanzas primeras desde una nueva perspectiva: la de  nuestra razón; pero si el “Padre” es tan grande que contamina al Adulto, las enseñanzas se graban en su forma original, y no hay posibilidad de  cambiarlas utilizando la razón. A una persona con prejuicios siempre se le acabarán los razonamientos lógicos que sustentan sus ideas; “simplemente, es así como veo yo este asunto”. Su “Adulto”, contaminado, no tiene respuesta, más que las estereotipadas del tipo “los gitanos son poco fiables”, “los negros son menos inteligentes” o “un homosexual es un vicioso”.

Es preciso insistir en que todos tenemos un “Padre”, un “Adulto” y un “Niño”. Los tres son importantes y necesarios, y los empleamos a lo largo de nuestra vida en esa experiencia difícil que es relacionarnos con los demás y con nosotros mismos. Recordemos que el “Adulto” se desarrolla más tarde y que es importante fortalecerlo. El único camino que tenemos para que nuestro “Adulto” evolucione y crezca consiste en conocer las señales del “Padre” y del “Niño”. Debemos atender a nuestro diálogo interno, a cuándo es nuestro “Niño” el que se queja, o nuestro “Padre” el que regaña. Un diálogo interno que se produce incansablemente a lo largo de nuestra vida. En esta labor de escucha uno puede llegar a la conclusión de que posee un “Padre” demasiado grande, que ahoga al “Adulto”; o quizás nuestro “Niño”, sumiso, nos llega con una voz apagada y débil, no es un “Niño” liberado, curioso  y creativo. Cuando hacemos el ejercicio de distinguir entre el “Padre” y el “Niño”, ejercitamos el “Adulto”.

Todo lo anterior tiene implicaciones pragmáticas para el tema objeto de este artículo. Un somero análisis de la realidad social denota una preocupante falta de desarrollo del “Adulto”, con la consecuencia de que es el estado el que asume el rol de “Adulto”, y nos dice – por medios indirectos – qué, cómo y cuándo pensar. El mundo del pensamiento único y de lo políticamente correcto es el mundo de un estado paternalista. Pero este “Adulto exógeno”, una especie de “Adulto prestado”, se ve empequeñecido en su distancia por la fuerza de las emociones que bullen en el interior.

Es importante, en definitiva, saber convivir con nuestras emociones, fuertemente arraigadas en nuestra personalidad.


Pero, además, al volvernos sensibles (conscientes de la existencia) de nuestro propio “Niño”, nos volvemos también sensibles a los “Niños” de los demás. Y aquí tenemos una clave: podemos temer al “Padre” que hay en nuestros semejantes, pero, en cambio, podemos promover la empatía con su “Niño”, y nuestro “Adulto”, entrenado en el Análisis Conciliatorio, es capaz de despertar y alimentar el “Niño” que hay en los otros. Porque siempre hay un “Niño” (a menudo asustado) en los demás: «todo hombre tiene horas de niño, y desgraciado el que no las tenga», decía Menéndez Pelayo. Algo parecido debió percibir la niña judía de 15 años Ana Frank cuando, poco antes de ser descubierta por los nazis y ser asesinada en el campo de concentración de Bergen – Belsen, escribió en su diario: «a pesar de todo, creo que la gente es realmente buena en su corazón». Los que la leemos desde un futuro más esperanzador, tenemos la responsabilidad, la exigencia moral, de buscar esa bondad en el “Niño” de nuestros semejantes. Por desgracia, nuestra sensibilidad, ahora educada en el análisis conciliatorio, nos descubre a muchas personas que conviven con un “Padre” desmesurado, que ha contaminado al “Adulto” y ha acallado al “Niño”, lo ha vuelto sumiso.

Finalmente, percibimos avergonzados que hemos construido una sociedad que ahoga el “Niño” que todos llevamos dentro. Una sociedad que antepone los valores de eficacia y disciplina sobre los de empatía y amistad. Una sociedad de “Adultos” emocionalmente analfabetos. Una sociedad fría.  

Pero el problema no está únicamente en el “Padre” poderoso y aterrador. También cabe una dictadura del “Niño”. Y precisamente en este estado de omnipresencia del niño encontramos respuesta a muchos de los interrogantes antes planteados:


Los años 60, o en los últimos años de protesta ciudadana, vivimos una convulsión de “Niños” que pretendían expresarse libres de “Padres” y “Adultos”. De autoridad. Pero el “Niño” es egoísta por naturaleza: busca las caricias, pero no es capaz de acariciar. En este universo de “Niños” utópicos y felices nadie (o muy pocos) estaba dispuesto a dar, sólo a recibir. Pero lo cierto es que resulta necesario tener un “Padre” cerca. Tan cerca como en uno mismo. 

Todos necesitamos tener unos códigos morales asentados, una concepción clara de lo que está bien y lo que está mal. Además, las caricias provienen del “Padre”, y precisamente por ello fracasó el movimiento Hippie: no había “Padres” dispuestos a acariciar, sólo “Niños”. La ausencia de autoridad propia de un medio inestable, caótico y sin reglas puede provocar lo que se conoce como “síndrome de carencia de autoridad educativa”, descrito por J. M. Sutter y H. Luccioni en 1956. Las manifestaciones más importantes son un “yo” débil, un sentimiento básico de inseguridad e inhibición social.
¿Les suena? Indignados, cierto, pero sin rumbo ni proyecto. Sin compromiso. Con el tiempo, los que pretendían un orden y control se ven avasallados por “Niños” ajenos a toda disciplina. Y en los campamentos de protesta se orina en la calle, el aseo deja paso al abandono, se incomoda a los comerciantes de la zona y no se respetan los espacios públicos ni la convivencia ciudadana. En este intento de crear un microuniverso asambleario de “Adultos” responsables los “Niños” acaban asumiendo el control; y los “Adultos” que iniciaron la protesta acaban abandonando el campamento desilusionados. 

Este estudio desde el análisis Transaccional resulta muy útil, porque puede utilizarse para representar gráficamente las transacciones entre individuos, lo cual nos permite desentrañar mejor la raíz del problema.

A menudo hablamos con nuestro Padre y regañamos, nos quejamos o dejamos bien asentada nuestra opinión. En ocasiones es el Niño el que habla y con él los sentimientos o la creatividad. También el Adulto puede monopolizar la conversación. Cada parte atesora un vocabulario propio, una forma de expresarse y unos gestos característicos. Por ejemplo, en la transacción (la comunicación):

                               Adulto A (A) - ¿Has visto si tenemos provisiones para todos?

                               Adulto B (B) - Sí, lo he hecho. 


 
Su representación gráfica sería:



En ella, mi Adulto ha solicitado una información al Adulto de la otra persona, que a su vez me ha respondido adecuadamente. En el ejemplo: 

(A) ¡Habría que acabar con los políticos!

(B) ¡Con todos ellos. Son todos unos chorizos! 

Está claro: son los dos Padres los que mantienen la transacción:



Una transacción que no tiene por qué ser horizontal. Pueden ofrecerse múltiples ejemplos de transacciones paralelas y oblicuas. Por ejemplo:

(A) No creo que sea capaz de aprobar nunca este curso.

                            (B) ¡Claro que sí! ¡No tienes que estar preocupado!

En este caso el emisor ha comenzado la Transacción desde su Niño preocupado, y buscando consuelo en el Padre del emisor, que le ha sabido responder al objetivo emocional de búsqueda de apoyo:
 
 

Estas transacciones obedecen a lo que se conoce como la “Primera Ley del Análisis Transaccional”:

Si la transacción es paralela puede durar indefinidamente.

Sin embargo, a menudo las transacciones no son paralelas. En efecto, puede suceder que el receptor dé una respuesta desde una parte de la personalidad distinta a la que iba dirigido el primer mensaje. Por ejemplo, puede responder con el Padre cuando era el Adulto el destinatario del mensaje, como en el ejemplo:



(A)    ¿Has inspeccionado el estado de las provisiones?
 
(B)     !Sí, porque si tengo que esperar a que lo hagas tú!


La primera emisión procedía del Adulto y tenía como objetivo el Adulto del receptor. Sin embargo, la respuesta que completa la transacción tiene un objetivo distinto, puesto que en ella el Padre del receptor tiene como objetivo regañar al Niño del emisor.

En este punto, la transacción, tal y como fue planteada al principio por el emisor, se ha cortado. La segunda Ley dice que si las transacciones se cruzan la comunicación se detiene, deviene imposible.

El transmisor tiene entonces dos opciones:

§  Insistir en que la transacción sea paralela de Adulto a Adulto, con lo que volverá a intentarlo de nuevo. Esto supone un riesgo, ya que no ha satisfecho las exigencias emocionales que el receptor le ha enviado; es decir, no ha respondido con el destinatario de la segunda transacción: su Niño. De nuevo las transacciones se cruzan, y la comunicación no es posible.


(C)     !Sí, porque si tengo que esperar a que lo hagas tú!

(A) Disculpa, pero creo que era tu responsabilidad. Así lo acordamos en la asamblea. Si no es así, te pido perdón; y conviene que lo aclaremos para que no surjan más malentendidos.


§  Puede también reaccionar a la transacción propuesta contestando con su Niño, arrepentido por la regañina; y entonces la comunicación puede continuar adoptando la forma siguiente:


o    (B) ¡Si, porque si tengo que esperar a que lo hagas tú!

o    (A) Perdona. He estado un poco distraído de mis funciones últimamente. Soy un torpe. No volverá a pasar.



La comunicación se mantiene; pero, ¿a qué precio?

En un primer momento la transacción se planteó en unos términos emocionalmente neutros. Se quería una información técnica, que no requería menciones personales ni reflejar estado de ánimo alguno. En un campamento de protesta, como los instalados en la Puerta del Sol, las transacciones que se realizaban, sobre todo al principio, se referían a aspectos organizativos y de gestión. Necesitan ser precisas, a menudo breves, y hay una carga de disciplina (de orden) en ellas. Toda inserción emocional, y más si es agresiva, imposibilita o dificulta la transacción. Se llega a un acuerdo sobre unas normas de convivencia que todos deben respetar para que la convivencia resultase posible. Era emocionante ver ese impulso de coherencia en la protesta; había esperanzas de que prosperara. Yo fui testigo; las primeras semanas en la Puerta del Sol hubo orden, propósito y coherencia. Y entusiasmo.

Sin embargo, con el paso de las semanas, cuando el orden y la disciplina cedió protagonismo a los bongos, el campamento, el movimiento en sí, resultó herido de muerte.  


Sacrificar el “Adulto” es sacrificar la estabilidad y la posibilidad de acuerdo. El “Padre” y el “Niño” son emocionalmente más inestables, y mucho menos fiables. Hay que insistir en el “Adulto”, una y otra vez, hasta que éste monopolice la conversación. Es mucho lo que hay en juego.

Sin embargo, y por desgracia, es probable que los líderes respondan sacrificando su “Adulto”, agotados por hacerse oír entre un barullo cada vez menos coherente. Ante la fácil e inmediata respuesta emocional, lo ideal es intentar ejercitar nuestra empatía a través del “Adulto”, y entender entonces que todos podemos hablar en un determinado momento bajo la influencia de nuestro “Niño” asustado o de nuestro “Padre” enfadado; debe comprenderse el estado de ánimo de nuestro interlocutor (la razón por la que ha contestado con su “Padre”), y promover sin descanso transacciones paralelas protagonizadas por el “Adulto”. No hay otro camino si se quiere conquistar el éxito en cualquier empresa.

Pero es muy difícil.

La victoria final del “Adulto” es la victoria del equilibrio, del orden. El “Adulto” no grita eslóganes ni pretende tener el monopolio de la verdad. Pero sabe lo que quiere, traza un camino para conseguirlo, y lo hace con sensatez. Poco a poco se avanza en conquistas que perdurarán para siempre.

Pero estas conquistas no nacerán de la indignación ni del miedo. Nacerán del uso calmado pero firme de nuestra sensatez. De educar en el respeto a nuestros hijos, en valores de concordia que nacen de “Adultos” firmes y serenos.
 
No hay otro camino. Ni atajos.

Antonio Carrillo

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