martes, 16 de septiembre de 2014

El viaje más lejano


Dedicado a José y a Luz

 
Vengo de muy lejos.

Vuelvo ya y retorno cambiado. Hay viajes que te surcan el alma, que dejan una impronta ineludible en lo que quieres (o pretendes) ser.

 
Regreso a Madrid, cierto; pero he dejado una traza diminuta de mi esencia en una brizna de niebla, en el rocío depositado sobre el musgo que engalana un roble centenario, en la piedra herida por el humano en la oscuridad de una mina de hierro. Hay una justa correspondencia, casi indetectable, en estos peregrinajes a menudo inesperados. A tu regreso algo de ti queda atrás, un tributo a tanta integridad que tiene el tenue aroma del compromiso: me he ido pero volveré.
Algún día.

 
He estado en un lugar poco transitado, en parajes que han escapado casi indemnes del desbrozo industrial. En la Europa occidental tales reductos, insólitos por escasos, resguardan la esencia mineral, faunística o vegetal de un continente que fue diverso y rico. Son tesoros extraños, porque tampoco se protegen como santuarios intocables, reservas naturales preservadas tras altas vallas y graves sanciones, parada y fonda de turistas que bajan de un autobús por millares y se agolpan para hacer una fotografía. De lo que hablo es de lugares en los que el humano vive en armonía con su entorno, pescando de sus ríos, recolectando frutos de la huerta, e incluso silvestres, o excavando la roca buscando el metal preciado. Sus hogares están hechos de la roca metamórfica de la zona, de la madera de los árboles, y se mimetizan en un único paisaje. Como en tantos otros sitios, la humanidad ha sabido aprovechar la corriente del agua para moler el cereal, ha creado herramientas a golpes de martillo sobre un yunque, en el calor de la fragua, o ha moldeado la madera sobre un torno. Lo ha hecho durante siglos, y en esta zona la tierra todavía guarda memoria de a qué sabe el sudor humano.

 
Es un lugar aislado, pues, situado en el extremo occidental de Asturias, tierra adentro. La comarca de Oscos y del río Eo, que tal es su nombre, es extensa y despoblada si no es de nutrias, lobos, truchas, salmones, corzos e incluso osos. Montes y valles se encuentran salpicados de pequeñas pedanías, muchas ya despobladas, la mayoría moribundas de la presencia humana. Los jóvenes abandonan estas tierras agrestes y emigran a capitales y ciudades. Sólo un incipiente turismo rural aporta un ápice de esperanza.


 
Mientras, robles, tejos o castaños, que nada saben de economías y cuyo tiempo parece infinito por longevo, se muestran orgullosos en extensos bosques autóctonos ajenos a la repoblación por pinos o eucaliptos. Hay ejemplares inmensos, todos distintos en el capricho de su forma, venerables y pacientes. Las infinitas corrientes de agua limpia se jalonan por remansos y cascadas, generando un rumor ancestral. El sol que se tamiza entre las copas muestra un suelo alfombrado de musgo, hojas y helechos.

 
En las alturas de sus cordilleras se asoma el Mar Cantábrico, regalando unas vistas sorprendentes de la costa gallega y asturiana. Es una mar que ha cincelado la pizarra, creando algunas de las playas más bellas del mundo. La playa de las Catedrales, con sus inmensas estructuras de piedra, tiene una mención especial de Naciones Unidas como una de las diez playas más hermosas del planeta. Mar adentro, el Cantábrico se hunde súbitamente a profundidades abisales. Es hogar del calamar gigante. Y en lo profundo, algo curioso: en ningún lugar del planeta la corteza terrestre es tan fina. Unos pocos kilómetros separan el fondo oceánico del manto candente de magma.


 
Pero estoy tierra adentro, a unos 30 kilómetros de la ría del Eo. En un pueblo llamado Villanueva de Oscos. Me alojo en el Hotel Oscos por un precio irrisorio. La fonda incluye un desayuno peculiar: los dueños traen panes hechos artesanalmente y fritos con mantequilla casera, bollería propia y zumos variados, en ocasiones de frutos silvestres. La verdura y fruta proviene del propio huerto, y los huevos son de un color amarillo intenso; las gallinas se crían al aire libre.


Enfrente del hotel hay un monasterio barroco, antaño el centro económico y administrativo de toda la comarca. Hoy, con toda un ala en ruinas, pasear por sus estancias desvencijadas es una experiencia fascinante. En pocos sitios se permite la entrada libre a un espacio tan peculiar.

Pero lo que me sobrecoge es la iglesia. En el hotel me dan una inmensa llave de hierro forjado, que abre la puerta a un templo románico del siglo XII.

Uno se adentra en una iglesia construida el año 1182, declarada Bien Histórico Cultural el 3 de octubre de 1991 y, por tanto, parte del Patrimonio Histórico de España. Y uno está solo, aislado de repente.

 
Es una experiencia difícil de explicar. A la derecha, nada más entrar, se puede accionar un fusible que ilumina la iglesia. Pero lo mejor es preservarla en la penumbra propia del románico, recogido y sereno. Son tres plantas sencillas, con un artesonado de madera del siglo XVII. Los ábsides de medio cañón, inusuales en una iglesia benedictina, son magníficos. Los retablos de madera policromada, hermosos en su sencillez.

Hace casi mil años que el ingenio humano creó un espacio tan ajeno al paso de los siglos. Tengo la llave, y todo el tiempo que quiera para disfrutar de su serenidad. Nadie me interrumpe mientras observo el maravilloso sepulcro románico que hay junto al altar mayor. Durante los días que estuve en la zona, busqué el refugio de esta iglesia en más de una ocasión. La posibilidad de entrar con entera libertad me turbaba. Al poco ya no estaba de visita; me fui acomodando a sus sombras, espacios y secretos.


Me siento profundamente emocionado por el privilegio que supone dejar pasar el tiempo en un lugar así, ajeno al bullicio del mundo, a la urgencia de lo contemporáneo.


Hablé con el alcalde, José González Braña, del que me considero amigo. Han bastado unos pocos días para que su bonhomía, y la de su esposa Luz, me hicieran sentir como en casa. Le comenté, tomando unos vinos, la posibilidad de organizar un encuentro sociocultural formado por miembros del grupo de LinkedIn “Humanismo del siglo XXI”. La acústica de la iglesia es increíble para un concierto de música medieval y renacentista. Pensaba en mi amigo Juan, ofreciendo una charla sobre afinaciones en esos tempranos años. También pensaba en organizar coloquios sobre teología en los que pudiesen intervenir personalidades de la talla de Alfredo Fierro. Hablaríamos de antropología, con profesionales y amigos como Saúl Neme o Karin Monteiro-Zwahlen, de filología con Carmen Segovia ¿podríamos convencer a José Vázquez para que ofreciera un concierto de viola de gamba?, de sociología con Mª Jesús Rosado… tantas mentes brillantes. Podríamos preparar una exposición con facsímiles medievales. Podríamos…

 
Y, a todo esto, músicos, investigadores y amigos alojados en casas del siglo XVIII, viendo nutrias en el río desde su ventana. Junto a un molino en el que todavía se hace pan.


Gentes de muchas partes del mundo acudiendo a la llamada de la cultura, acogidos en estos parajes en los que, de seguro, gobiernan los daimones. Saliendo del pueblo en dirección norte, a unos escasos metros, se puede bajar por una senda que pasa desapercibida. De repente, el bosque te rodea con toda su fuerza; esta foto está tomada allí.

 

Hay un rumor de agua. En unos minutos aparece esta imagen.
 

No fue sólo la iglesia. Fueron los árboles los que me acogieron. Fue ver un lobo apenas a 30 metros, o dejar el paso a las familias de faisanes. Fue subir a lo alto de la montaña, atravesando un mar de niebla, y poder tomar esta imagen desde lo alto.

 
Nunca he visto una niebla igual.


Fue visitar unos de los museos etnológicos más completos de España en Grandas de Salime. Fue visitar un pueblo medieval, el de San Emiliano, en el que los vecinos hacen del pasado su presente cotidiano. Todas las casas tienen un hórreo. Fue la cascada Seimeira, tras una hora y media de camino en un bosque difícil de olvidar. Fue visitar el mayor museo de molinos de España en Mazonovo, con ejemplos de todas las épocas y lugares. Mientras el occidente egipcio molía el cereal arrastrando roca sobre roca, la China de hace 5.000 años inventó un sistema de palanca.

Y más. Fue encontrar pictogramas neolíticos en la roca, junto a la carretera; ver en Taramundi cómo se fabrica una navaja, observar en os Teixois toda una industria pañera o metalúrgica utilizando la fuerza del agua.





Y fue la tierra. José me indicó cómo llegar a la mina. Apenas diez minutos en coche, y luego un sendero de tierra.
Lo que ven es la entrada a una mina de hierro y zinc. Se abandonó en 1960.
 
 
Entrar en una mina, hacerlo solo, es un viaje hacia uno mismo. La oscuridad, apenas tamizada por la linterna, lejos de asustar acoge, como si de una entraña se tratara. En la pequeña mina llamada “Peña Tascón”, como antes en la iglesia, me sentí resguardado y en paz. No hay señales wifi ni satélites en esta herida que el hombre ha provocado en la roca. No hay ruido alguno. En las paredes, veteado el mineral de hierro con plomo. Y, a lo lejos, un resplandor al que cuesta volver.
Pero he vuelto. Querían que me quedara una noche más. Estuve hasta las siete de la tarde participando de una fiesta en la que los lugareños hicieron pan a la antigua usanza. Me senté a la mesa de mis nuevos amigos, comí y bebí con ellos. Me senté a la orilla del río. Me marché.

 
Dos días después recibí una llamada en el móvil. Era José. Quería saber si había llegado bien.
Vengo de muy lejos, y no he vuelto del todo. Perdonen la tardanza. He querido recluirme en un lugar donde se calla hasta de sí mismo. Hay lugares ocultos a lo inmediato.


Los he encontrado en Oscos.

Antonio Carrillo

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