lunes, 4 de noviembre de 2013

El mito de Er y la doctrina Parot



El Tribunal Europeo de Derechos Humanos acaba de ordenar la inmediata puesta en libertad de la etarra Inés del Río, una persona deleznable que seguía en prisión a pesar de que había cumplido la pena, al aplicarle el Tribunal Supremo, de manera retroactiva, una jurisprudencia que le perjudicaba: la conocida como "doctrina Parot".

¿Conocen la historia de Er? Un guerrero armenio que murió por la espada, como tantos otros del mundo antiguo. Los compañeros tardaron diez días en recuperar su cadáver del campo de batalla. Era extraño: lo encontraron sin signos aparentes de descomposición. Dos días más tarde, el caído obra el milagro y regresa de la muerte cuando ya reposaba sobre la pira ceremonial.

Er narra entonces su historia, por boca (pluma) de Platón en el libro "La república". Y nos habla de maravillas; del mundo al que acuden los espíritus de los muertos.

El alma de Er había abandonado su cuerpo roto y viajado a un páramo fabuloso, una explanada en cuyo centro los jueces sentenciaban los destinos de justos y pecadores. A los primeros les colgaban un cartel en el pecho con la sentencia favorable, y se dirigían entonces dichosos a dos aberturas que ascendían hasta el cielo. Elegían el camino de la derecha, que era el ascendente. Por el de la izquierda las almas descendían del cielo tras mil años de dichas.

Los juzgados injustos, por el contrario, portaban en sus espaldas humilladas un cartel que detallaba los malos actos, y les obligaban a cruzar al otro extremo del prado, en el que dos túneles se adentraban en la oscuridad de la tierra. El de la izquierda era de bajada, y por el de la derecha regresaban del tártaro los que habían expiado su culpa con mil años de penalidades. Eran almas las que volvían sucias, polvorientas y tristes, merecedoras de lástima.


Las almas provenientes del cielo y las que habían dejado atrás el martirio subterráneo se encontraban y saludaban felices en la llanura, y “todas parecían llegar de un largo viaje, y acampaban alegres y gozosas en la pradera como en una asamblea del pueblo en fiesta; las que se conocían se saludaban cariñosamente, y las que llegaban de la tierra se informaban por las otras de las cosas del cielo, y las que descendían del cielo, de las cosas de la tierra”.
 
Er caminó por entre las almas allí reunidas, y escuchó que alguien preguntaba por Ardiedo el Grande, Tirano de Panfilia; hombre cruel que había cometido parricidio y fratricidio, amén de  muchos otros actos sacrílegos, mil años atrás. La respuesta que escucha es terrible: “no ha venido a este lugar y es de creer que nunca venga”.

 El interpelado afirma haber visto a Ardiedo, entre otros grandes pecadores, en la abertura de salida, transcurridos los mil años pertinentes y cumplida, pues, su condena. Sin embargo, “en el último instante, en el momento en que pensaban salir, la abertura los rechazó, lanzando un rugido todas las veces que intentaba alcanzarla alguno de aquellos cuya condición era de perversidad incurable o que no había expiado suficientemente su culpa. Unos hombres salvajes y ardientes, apostados junto a la abertura, al oír el rugido les interceptaban el paso, obligándolos a retroceder, y a Ardiedo y a los demás les ataron los pies, las manos y el cuello, y después de arrojarlos en tierra y desollarlos, los arrastraron fuera del camino, desgarrándolos contra las zarzas espinosas, y a los que pasaban constantemente les hacían saber el motivo por el cual trataban de aquel modo a esos criminales, agregando que los llevarían al Tártaro para precipitarlos desde allí.”

Er afirma que, de entre los terrores de toda índole que asaltan a las almas durante el ascenso,“ninguno podía compararse a la expectativa de que la abertura dejase oír su rugido en el momento de alcanzarla y que había sido para ellos un placer inigualable el no haberlo oído al tiempo de su salida.”

El mito de Er nos dice que la discrecionalidad, el arbitrio en la ejecución efectiva de la condena, es peor que cumplir la pena en sí. No podemos dejar al albur del capricho de un juez, de una corriente de opinión dirigida por la prensa sensacionalista o de los intereses de la clase política el tiempo efectivo de condena, o aplicar con efectos retroactivos decretos que alargan el tiempo en prisión. Todo preso que salda su cuenta para con la sociedad, en los términos que establece la Ley que es de aplicación, merece la libertad. Por muy deleznable que nos resulte. Aunque se trate de una terrorista sangrienta y en absoluto arrepentida.

La Ley que la libera es la misma que la condenó, y la Ley nos pertenece a todos y a todos compete su defensa. Porque la alternativa es la barbarie.



Es de dignidad de lo que hablo. De democracia, libertad e igualdad. De ejercer la soberanía a la que tenemos derecho.

El modelo garantista nace del espíritu libertario e individualista de la Revolución Francesa, y tiene como sustento la fuerza moral proveniente de la ilustración. Voltaire o Montesquieu son padres de la defensa de la dignidad del hombre, y ellos a su vez beben de Erasmo, Montaigne o Pico della Mirandola. No ha sido fácil vencer la barrera del arbitrio proveniente del poder. Es un logro extraordinario, del que no siempre somos conscientes.

A menudo, lo realmente importante pasa desapercibido.


La convivencia es un fenómeno siempre complejo, sometido a tensiones constantes. Para alcanzar la paz social es imprescindible callar las entrañas donde hierve la venganza y optar por una visión optimista por y para el hombre. Les sonará raro, lo sé. Más en estos tiempos. Pero lo que digo es cierto. Si abandonamos el espíritu de la redención, de la resocialización que proviene del "Sistema de Crofton", si permitimos que se vulneren los derechos más fundamentales y si vemos en el otro al enemigo, caeremos en una trampa y nos veremos atrapados, todos, en la peor de las cárceles.

La prisión del miedo.

Un jurista inglés dijo en una ocasión:

“Los funcionarios de prisiones tienen que convivir con los convictos durante su estancia en prisión;
El resto del país debe convivir con ellos después”.

Lo fácil sería hacer como con Ardiedo: no permitirles salir. Tirar la llave. O, acaso, acabar con su vida. Pero en Europa el holocausto judío nos ha dejado una herida tan profunda que está lejos de sanar. Supura todavía el recuerdo del odio, el juicio parcial e impredecible.

A esta vieja Europa le duele todavía el alma.



Por ello nos hemos refugiado en la esencia misma de la dignidad humana, representada por el garantismo procesal.  La ley penal debe ser predecible; debemos saber quién, cómo y porqué se nos juzga. Tenemos derecho a un juez imparcial, a que la pena se sustente en una Ley preexistente, a tener asistencia letrada, al principio de presunción de inocencia y al de irretroactividad de las leyes penales desfavorables.

En ocasiones será difícil de entender; más si estamos manipulados por un periodismo amarillista de trazo grueso, que trata de estos temas desde la emotividad de las víctimas antes que desde la ciencia legal o los Principios Generales de Derecho que sustentan la civilización. El análisis sosegado no es rentable, por aburrido; sí lo es una truculenta historia de crímenes atroces con un/una culpable prejuzgado y condenado por la opinión pública. Y los jueces o el jurado no son impermeables al sentir de la calle. Nadie lo es. Hablo de la justicia como un necio espectáculo mediático.

Percibo, además, una tendencia soterrada a ceder garantías individuales y derechos fundamentales
bajo la excusa de la defensa de la “Seguridad Ciudadana” La sociedad comienza a aceptar que se nos recorten todo tipos de derechos por nuestro bien. Los Estados nos someten a vigilancia sin mandato judicial, el armazón social y laboral que nos ha costado dos siglos de lucha sindical se fisura por el miedo al desempleo y la pobreza. Las fuerzas del orden público ejercen una violencia en ocasiones injustificada y se criminaliza a los que optan por una visión alternativa del “sistema”.

Y eso no es todo.


Se aplica un “Derecho Penal del Enemigo”, por el cual se distingue entre “los míos” y “los otros”. Siendo los otros, generalmente, enemigos del Estado. Esto no es nuevo; el nazismo hizo de esta teoría una práctica habitual. El problema es que volvamos a caer en los mismos errores y renazcan los fantasmas del odio al hombre. Seamos claros: lo que está sucediendo en la prisión de Guantánamo es un escándalo sin paliativos por el que la posteridad nos hará rendir cuentas. A todos ¿Y qué diremos? ¿Que era por seguridad que les negara la condición humana? ¿Qué ellos atacaron primero? ¿Qué es cosa de los norteamericanos, y los europeos o los latinoamericanos miramos a otro lado frente a la evidencia de tortura? Hemos vuelto a instalar cuchillas afiladas como navajas en lo alto de la valla que separa España de Marruecos. Los inmigrantes se dejan jirones de piel víctimas de la desesperación que provoca el hambre.
Total, es piel negra.


Vivimos además un derrumbe terrible del Estado de bienestar, y reinsertar a un preso es más caro que simplemente hacinarlo en una cárcel. Desde la década de 1980, el neoliberalismo ha denostado los intentos de reeducar a la población carcelaria. No hay dinero para ello. Hoy es noticia los problemas que sufren de abastecimiento del fármaco que se utiliza para ejecutar a los presos en los EEUU. Se va a ensayar próximamente el uso de un tranquilizante en vez de una anestesia. Y se va a inyectar sobre seres humanos que esperan su final en el corredor de la muerte. Igual sufren una muerte horrible, conscientes de su final agónico.

Total, una mayoría son negros o hispanos.

Un extranjero sometido a juicio tiene derecho a la asistencia de un intérprete cualificado, para entender y que se le entienda durante el proceso. Este derecho se vulnera todos los días en España. Se ha privatizado este servicio y, en ocasiones, los intérpretes, sin cualificación, no saben ni tan siquiera castellano. Los jueces lo han denunciado, y no pasa nada. 

Total, son extranjeros.

Y así, poco a poco, el espíritu ilustrado, el optimismo antropológico, sucumbe ante el miedo. Y cruzamos los dedos porque no nos toque. Por encontrar refugio bajo el amparo del poder.
 
 
Menos humanos. Menos libres.

Asustados y sumisos, como los condenados que abandonan el tártaro temerosos de escuchar el rugido de la abertura.
 
Son tiempos confusos. Y como padre, ciudadano y persona me niego a sucumbir ante esta mentira que rezuma bilis.

Antonio Carrillo.

10 comentarios:

  1. ¿Alguien habría movido un dedo por Pablo Manuel García Ribado, condenado a 1.721 años de cárcel por 74 violaciones y 6 agresiones sexuales?

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  2. Creo que la misma gente que está moviendo el dedo ahora, anónimo.
    Es cuestión de principios y de, como muy bien dice Antonio, de dignidad, de democracia y de libertad.
    Gracias, Antonio, por la historia que nos cuentas.

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  4. Guillermo de la Puerta5 de noviembre de 2013, 23:17

    Ahora algunos periódicos y políticos amarillistas como dice Antonio intentan cargar las culpas de lo ocurrido contra el Tribunal de Estrasburgo como si el Trubunal de Estrasburgo hubiese aplicado algo distinto de nuestras propias leyes...Nadie piensa en esto, pero es posible manifestarse porque un Tribunal aplique nuestras leyes? Y quien hizo esas leyes sino nosotros, nuestra clase política? Se quejan porque un tribunal les diga que las leyes no se pueden aplicar con caracter retroactivo que es un principio universal? Y si las leyes españolas no son suficientes para castigar las penas de los terroristas, quien tiene la culpa de eso sino el propio pais que las hizo? o que no las reformó? Pero lo más facil y los demagógico es quejarse contra Estrasburgo

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  5. Una reflexión muy pertinente, además de valiente, lo cual se agradece.

    No obstante, no podemos negar a las víctimas su derecho de reclamar Justicia, con mayúsculas, y espero que no se considere demagógica esta distinción frente a la aplicación del derecho procesal. Cuando es fácil distinguir el camino que debe seguirse en materia judicial para hacer evolucionar las sociedades, entiéndase la lucha contra la desigualdad, la arbitrariedad, la discriminación, etc., podemos apelar con grandilocuencia al espíritu humanista y a los padres de la revolución francesa. Ahora bien, la otra cara de la moneda, cuando se trata de definir la justicia, nos guste o no, es la represión y la aplicación de penas, las cuales, para bien o para mal, hemos considerado necesarias para poder vivir en armonía. Lo delicado de la cuestión es que si bien esa primera vertiente de la justicia nos atañe directamente a todos, ya que desde la tranquilidad de nuestro espíritu pensamos que si obramos correctamente merecemos la más justa de las sociedades, la segunda afecta solamente (entiéndase, de forma directa) a las víctimas. Quienes, a pesar de haber tratado de ser buenas personas y haber pagado sus impuestos y sus multas de tráfico, un día, el periódico, el teléfono o el estruendo de un bombazo les pega una bofetada que les enseña la asquerosa realidad del mundo en que vivimos y los riesgos de ser un buen ciudadano. En este sentido, la finalidad de la justicia es la de reparar un daño del que, aunque todos podamos imaginar las consecuencias y el dolor, no todos somos víctima, aunque nos incumba desde nuestra conciencia y empatía. Desde esta posición de observadores, es muy sencillo enarbolar discursos humanistas, confortar nuestros ideales y enterrar el verdadero calado moral de este asunto. Lo digo con todo el respeto. Porque en una primera lectura, no he podido sino suscribir tu opinión, Antonio. Pero después me he dicho: "¡Qué demonios!" ¿Por qué resulta que al final deben pagar siempre los mismos? Que les han destrozado la vida con intención, premeditación, por un sueldo mercenario y el regocijo de futuros vítores, y encima se tienen que tragar el discurso bienpensante de que todos somos buenos y merecemos otra oportunidad. Pido disculpas por caer en lo que algunos tacharán de simpleza, pero me parece que en este asunto todos tenemos muy claro quiénes son los malos. Y ni practicando el ejercicio mental de multiplicar hasta donde puedo la indignación que me produce recordar tan viles crímenes, sería capaz de imaginar dónde está la medida de la justicia que reclaman las víctimas. Así que, se mire como se mire, es vergonzoso que sus verdugos cumplan una ínfima parte de la pena que les corresponde. Y por esta vez prefiero no caer otra vez en el manido discurso de "en qué clase de sociedad nos convertiríamos si permitimos...". No voy a cargar contra el Tribunal de Estrasburgo, quienes, aunque seguramente hubieran tenido causas más loables en las que intervenir, no han hecho sino recordarnos que tenemos la justicia que nos merecemos. Pero si para resarcir aunque fuera mínimamente a las víctimas hubiera sido necesario hacer trampa, juro que en esta ocasión no me avergonzaría mirar para otro lado.

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  6. Totalmente de acuerdo con esta última reflexión.

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  7. Titular: "Una madre condenada por comprar pañales con una tarjeta ajena".
    Tras la condena todos nos preguntamos si era justo. No, no lo era, pero es la Ley.
    La Justicia tuvo que llegar a través de un indulto que no deja de ser una artimaña, un as en la manga, y que en este caso nos parece correcto.
    Cuestión de perspectiva.

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  8. Es muy interesante y pertinente lo que se dice.
    En efecto: lo que hago es un "ejercicio de salón". Quiero decir, desde la tranquilidad de una butaca hago un análisis estrictamente doctrinal de la cuestión. ¿Y las víctimas? ¿Y su derecho a que se haga justicia?
    La justicia, según una definición clásica, es "dar a cada uno lo que merece". entraríamos en otro debate: ¿qué merece un asesino, un violador, un pederasta? ¿Se debe instaurar en españa la cadena perpetua? ¿Acaso la pena capital para algunos delitos?
    Este debate es interesante, pero nada tiene que ver con el análisis procesal de cómo se aplican las leyes, de las garantías durante el proceso o la política penitenciaria.
    El derecho procesal no busca la justicia. Este es un error en el que se cae a menudo. Lo que busca es el cumplimiento estricto de la legalidad; pero no siempre lo legal es lo justo. De hecho, la aplicación de las normas procedimentales puede llevarnos a consecuencias manifiestamentes injustas, como cuando no se puede dar por válida una prueba porque no se han respetados ls procedimientos de custodia.
    El problema es que no podemos prescindir de estas garantías, aunque puedan ocasionar en ocasiones injusticias. Y no podemos porque las garantías lo son todo. Quiero decir: el ordenamiento jurídico debe ser (como indica su propio nombre) ordenado, previsible y objetivo. No se puede aplicar una ley para cada caso, no cabe la discrecionalidad o la respuesta al enfado social. Tampoco se puede actuar de manera empática con las víctimas. No un profesional del derecho. Como ciudadano e individuo puedo pensar lo que quiera de los etarras (que, como se imaginan, no es nada bueno). Y puedo sentir lástima por un hijo que ha visto a su padre caer tras pegarle un cobarde tiro en la nuca, en plena calle.

    Pero la Ley no puede dejarse llevar por la emotividad de este suceso.

    ¡Vaya, me tengo que ir! Luego sigo

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  9. El tribunal de Estrasburgo no dice que la ley esté mal. De hecho, era exagerada la ley penitenciaria que procede del franquismo. Lo que el tribunal niega es su retroactividad. No se le puede aplicar a nadie una ley que no estuviera en vigor en el momento de cometer el delito. Por ejemplo, podemos cambiar el código penal, y establecer que el asesinato pasa de 30 años a cadena perpetua. Perfecto. Pero no se puede aplicar a los que ya están cumpliendo condena por ese delito. No cabe la retroactividad que perjudica al reo.
    Esta garantía se debe respetar, porque sin ella corremos el riesgo de tener un derecho penal personalista. Es decir: la pena depende no sólo del delito en sí, sino de la persona que lo comete. Un inmigrante que comete asesinato tiene 10 años más de condena que un Español, por ejemplo. Es inviable

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