En la Segovia del año 1650, en concreto en los campos de
la Abadía de Santa María de Párraces, se produjo una terrible plaga de langostas. Los
lugareños, gentes rústicas y algo crédulas, pensaron que la mejor solución era
pedir a la iglesia que actuara contra los acrídidos.
Había que excomulgar a las langostas.
El cura, hombre animoso, se decidió a realizar el juicio, en el que
actuaron un fiscal, que pedía la excomunión, un defensor de las langostas, que
basó su alegato en el hecho de que las langostas no tenían uso de razón y sólo
pretendían alimentarse, y - curiosamente - un abogado defensor de las almas del purgatorio: por
culpa del desastre económico causado por las langostas había menos misas para
los difuntos.
Oídas las partes y los testigos, la sentencia fue demoledora:
se instó a las langostas a que abandonaran los campos en un plazo máximo de 3
días. De no obrar así, serían excomulgadas.
Ni las langostas ni su abogado recurrieron la sentencia, y
dado que los imprudentes bichejos hicieron caso omiso de la advertencia, fueron
efectivamente excomulgados.
Curiosamente, las crónicas dicen que cuando se produjo la
excomunión, las langostas marcharon.
Para volver al año siguiente.
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