jueves, 19 de abril de 2018

Vivo



Mi cuerpo murió hace unos 250.000 años.

Desde entonces, mi encéfalo y médula espinal viajan confinados en un cilindro de un metro de diámetro y dos metros de largo dentro de un módulo madre, en una órbita entre Urano y Neptuno. Junto con otras 500.000 almas.

Nos gusta llamarnos así: almas. Hay decenas de millones de módulos madre, que cuidan cada uno de cientos de miles de almas.  Todos los módulos están interconectados. Somos cientos de miles de millones. Y sí, estamos vivos.

En los primeros tiempos, cuando los humanos conseguimos conectar el sistema nervioso central a una red de realidad virtual y detuvimos la degeneración celular de neuronas y células glía, los primeros cerebros que se confinaron vivían una vida eterna en la simulación de una juventud sin fin y plena. Pero todos ellos acabaron psicóticos. Aprendimos que el cerebro necesita recrear la experiencia de una vida real, con sus fases de crecimiento y maduración. También de muerte. Y de dolor.

Sin la pérdida, sin el reto de la vida efímera, perdíamos la lucidez.

Las personas ahora estamos dentro de un programa que simula una vida física, corpórea. Nuestro sistema nervioso central está conectado a infinitos estímulos que activan las áreas visuales, auditivas, olfativas, gustativas o táctiles. También las motoras y las relacionadas con el equilibrio. Pero, además, tenemos simulaciones que permiten activar áreas de estímulo propioceptivo. Nos duele la tripa o la cabeza. Tenemos una percepción de nuestros límites físicos, nos sentimos individuos, desde antes de nacer.

Porque nacemos. Y morimos. Una y otra vez. El programa simula un deterioro cognitivo que acaba con la muerte; entonces hay un reseteo sináptico, y nuestro cerebro se reconfigura con la estructura neuronal de un feto de dos semanas. Detrás dejamos maridos, hijos o nietos; todos ellos encéfalos flotando en un tubo, reencarnados todos miles de veces. El padre pudo haber sido hijo hace 10.000 años. Nadie lo sabe, porque no recordamos nada. Creemos que es real. Quizás lo sea. Todo es aleatorio. Elegimos pareja, nos relacionamos, procreamos activando los estímulos adecuados en el cerebro y un nuevo sistema nervioso, de los miles disponibles en ese momento, pasa a ser nuestro hijo o hija. Ponemos la mano sobre el vientre abultado de nuestra pareja. Sentimos como se mueve.

Mi cuerpo murió hace 250.000 años. Estoy encerrado en una nave a miles de millones de kilómetros de la Tierra. Lo sé porque me muero de un cáncer de páncreas.

Hace unos meses todo comenzó con unas molestias en el vientre. El diagnóstico fue atroz: apenas medio año. Durante ese tiempo, mientras pude, seguí trabajando en el observatorio astronómico, en lo alto del volcán de Canarias. Quería aprovechar cada anochecer, los olores del sendero que me conducían al recinto, el sonido de los insectos que saludaban a la luna.

Y fue hace dos semanas que vino la oscuridad. Trabajaba desde casa (mi deterioro me impedía trasladarme) cuando las imágenes de la pantalla se volvieron negras. Estaba estudiando unos cúmulos estelares a miles de millones de años luz. Pero ya no estaban.

Reinicié el sistema informático que me conectaba al telescopio. Pedí que se hicieran todo tipo de diagnósticos. Todo estaba correcto. Simplemente, ya no había estrellas.

Introduje otras coordenadas. Nada. Oscuridad. El universo profundo se había evaporado. Estábamos solos. 
Pensé que era la medicación. Pero otros colegas me confirmaron lo mismo: las estrellas se habían apagado. Sólo podíamos ver las más cercanas, la de nuestro propio cúmulo de galaxias. Pero lejos, en el espacio y en el tiempo, todo había desaparecido.

Ahora mismo estoy en una sala blanca. La muerte me ronda, y el sistema me ha informado de que en realidad no voy a morir. Que todo lo que he vivido es una simulación. Que en realidad morí hace cientos de miles de años. Que me reiniciarán. Que no recordaré nada.

Le pregunto al módulo madre por las estrellas ¿Ha sido un defecto del programa?


No. Las estrellas han desaparecido. El módulo opera con instrumentos científicos reales, que nos permiten avanzar en el conocimiento del cosmos. La información se comparte entre todos los módulos, y perdura. Nos sobrevive. Ha habido avances en neurología, nuevas corrientes artísticas, se han librado conflictos y hemos evolucionado como especie.

Pero ¿Y las estrellas? Insisto

No están.

¿Cómo es posible?

El universo se expande, cada vez más deprisa, empujado por la energía oscura. Ha superado la velocidad de la luz. Crece tan rápido que la luz de las estrellas no nos llega. Todo se irá apagando. Es inevitable. La entropía se adueña de la realidad, condenándonos al frío. Incluso los módulos madre acabarán muriendo, porque no seremos capaces de atrapar ni un atisbo de energía. Pero falta mucho para eso. No debes preocuparte. Renacerás y no recordarás nada.



Cierro los ojos. Me acuerdo de cuando conocí a Elena, de mi primera motocicleta. De la vez que Susana se hizo una brecha en el columpio con cinco años. Recuerdo a mi padre tocando el vetusto piano de casa mientras mamá preparaba la cena. Recuerdo a mi perra, que acompañó toda mi infancia. Y los senos de Alicia que se adivinaban bajo la blusa. Tantos libros leídos, tantos abrazos de amigos.

Mi mano se desliza lentamente sobre la sábana de la cama blanca. Recuerdo nuestra primera casa y los apaños que hice para poder hacerla habitable. Recuerdo la cara de orgullo de mi familia cuando recogí el título; la cara de mi abuela, sollozando. Mi mano se detiene sobre un pequeño dispositivo con dos botones.

Me gustaba comer palomitas en el cine, tomar el café de la mañana con el sol calentándome la cara, viajar sin billetes ni visados.

Aprieto el botón rojo.

He decidido no volver a nacer. Mi tejido neuronal se degenerará rápidamente y expulsarán el cilindro al espacio.

A un espacio sin estrellas en el que no quiero vivir.

Me quedan minutos.

Me acuerdo de las partidas de mus en la facultad, del nacimiento de mis hijos, de mis dos nietos. Recuerdo ese nido de golondrinas, y la ilusión de los niños al volver del colegio por ver a los polluelos. Recuerdo la noche en que murió mi hermano, la primera vez que vi el mar infinito….

Oscuridad





Antonio Carrillo

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