Mi
cuerpo murió hace unos 250.000 años.
Desde
entonces, mi encéfalo y médula espinal viajan confinados en un cilindro de un
metro de diámetro y dos metros de largo dentro de un módulo madre, en una
órbita entre Urano y Neptuno. Junto con otras 500.000 almas.
Nos
gusta llamarnos así: almas. Hay decenas de millones de módulos madre, que
cuidan cada uno de cientos de miles de almas. Todos los módulos están interconectados. Somos
cientos de miles de millones. Y sí, estamos vivos.
En
los primeros tiempos, cuando los humanos conseguimos conectar el sistema
nervioso central a una red de realidad virtual y detuvimos la degeneración
celular de neuronas y células glía, los primeros cerebros que se confinaron vivían
una vida eterna en la simulación de una juventud sin fin y plena. Pero todos ellos
acabaron psicóticos. Aprendimos que el cerebro necesita recrear la experiencia
de una vida real, con sus fases de crecimiento y maduración. También de muerte.
Y de dolor.
Sin
la pérdida, sin el reto de la vida efímera, perdíamos la lucidez.
Las
personas ahora estamos dentro de un programa que simula una vida física, corpórea.
Nuestro sistema nervioso central está conectado a infinitos estímulos que
activan las áreas visuales, auditivas, olfativas, gustativas o táctiles. También las motoras y las relacionadas con el equilibrio. Pero,
además, tenemos simulaciones que permiten activar áreas de estímulo propioceptivo.
Nos duele la tripa o la cabeza. Tenemos una percepción de nuestros límites físicos,
nos sentimos individuos, desde antes de nacer.
Porque
nacemos. Y morimos. Una y otra vez. El programa simula un deterioro cognitivo
que acaba con la muerte; entonces hay un reseteo sináptico, y nuestro cerebro
se reconfigura con la estructura neuronal de un feto de dos semanas. Detrás
dejamos maridos, hijos o nietos; todos ellos encéfalos flotando en un tubo, reencarnados todos miles de veces. El padre pudo haber sido hijo hace 10.000
años. Nadie lo sabe, porque no recordamos nada. Creemos que es real. Quizás lo
sea. Todo es aleatorio. Elegimos pareja, nos relacionamos, procreamos activando
los estímulos adecuados en el cerebro y un nuevo sistema nervioso, de los miles
disponibles en ese momento, pasa a ser nuestro hijo o hija. Ponemos la mano
sobre el vientre abultado de nuestra pareja. Sentimos como se mueve.
Mi
cuerpo murió hace 250.000 años. Estoy encerrado en una nave a miles de millones
de kilómetros de la Tierra. Lo sé porque me muero de un cáncer de páncreas.
Hace
unos meses todo comenzó con unas molestias en el vientre. El diagnóstico fue
atroz: apenas medio año. Durante ese tiempo, mientras pude, seguí trabajando en
el observatorio astronómico, en lo alto del volcán de Canarias. Quería
aprovechar cada anochecer, los olores del sendero que me conducían al recinto,
el sonido de los insectos que saludaban a la luna.
Y
fue hace dos semanas que vino la oscuridad. Trabajaba desde casa (mi deterioro
me impedía trasladarme) cuando las imágenes de la pantalla se volvieron negras.
Estaba estudiando unos cúmulos estelares a miles de millones de años luz. Pero
ya no estaban.
Reinicié
el sistema informático que me conectaba al telescopio. Pedí que se hicieran
todo tipo de diagnósticos. Todo estaba correcto. Simplemente, ya no había
estrellas.
Introduje
otras coordenadas. Nada. Oscuridad. El universo profundo se había evaporado.
Estábamos solos.
Pensé
que era la medicación. Pero otros colegas me confirmaron lo mismo: las
estrellas se habían apagado. Sólo podíamos ver las más cercanas, la de nuestro propio
cúmulo de galaxias. Pero lejos, en el espacio y en el tiempo, todo había
desaparecido.
Ahora
mismo estoy en una sala blanca. La muerte me ronda, y el sistema me ha
informado de que en realidad no voy a morir. Que todo lo que he vivido es una
simulación. Que en realidad morí hace cientos de miles de años. Que me
reiniciarán. Que no recordaré nada.
Le
pregunto al módulo madre por las estrellas ¿Ha sido un defecto del programa?
No.
Las estrellas han desaparecido. El módulo opera con instrumentos científicos
reales, que nos permiten avanzar en el conocimiento del cosmos. La información
se comparte entre todos los módulos, y perdura. Nos sobrevive. Ha habido
avances en neurología, nuevas corrientes artísticas, se han librado conflictos
y hemos evolucionado como especie.
Pero
¿Y las estrellas? Insisto
No
están.
¿Cómo
es posible?
El
universo se expande, cada vez más deprisa, empujado por la energía oscura. Ha
superado la velocidad de la luz. Crece tan rápido que la luz de las estrellas
no nos llega. Todo se irá apagando. Es inevitable. La entropía se adueña de la
realidad, condenándonos al frío. Incluso los módulos madre acabarán muriendo,
porque no seremos capaces de atrapar ni un atisbo de energía. Pero falta mucho
para eso. No debes preocuparte. Renacerás y no recordarás nada.
Cierro
los ojos. Me acuerdo de cuando conocí a Elena, de mi primera motocicleta. De la
vez que Susana se hizo una brecha en el columpio con cinco años. Recuerdo a mi
padre tocando el vetusto piano de casa mientras mamá preparaba la cena.
Recuerdo a mi perra, que acompañó toda mi infancia. Y los senos de Alicia que
se adivinaban bajo la blusa. Tantos libros leídos, tantos abrazos de amigos.
Mi
mano se desliza lentamente sobre la sábana de la cama blanca. Recuerdo nuestra
primera casa y los apaños que hice para poder hacerla habitable. Recuerdo la cara
de orgullo de mi familia cuando recogí el título; la cara de mi abuela,
sollozando. Mi mano se detiene sobre un pequeño dispositivo con dos botones.
Me
gustaba comer palomitas en el cine, tomar el café de la mañana con el sol calentándome
la cara, viajar sin billetes ni visados.
Aprieto
el botón rojo.
He
decidido no volver a nacer. Mi tejido neuronal se degenerará rápidamente y
expulsarán el cilindro al espacio.
A un
espacio sin estrellas en el que no quiero vivir.
Me quedan minutos.
Me quedan minutos.
Me
acuerdo de las partidas de mus en la facultad, del nacimiento de mis hijos, de
mis dos nietos. Recuerdo ese nido de golondrinas, y la ilusión de los niños al
volver del colegio por ver a los polluelos. Recuerdo la noche en que murió mi
hermano, la primera vez que vi el mar infinito….
Oscuridad
Antonio
Carrillo
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