martes, 29 de diciembre de 2015

La hormiga zombi


 
Soy una hormiga.
Nunca lo dije: me hubiese gustado nacer águila, o boa constrictor.
 
Pero no.
Soy una hormiga. Una de tantas.
Deambulo por la selva buscando alimento para mi colmena, por las ramas de los árboles.
Tengo amigas, colegas de trabajo. Todas hermanas. Al caer la noche nos refugiamos y contamos historias, frotándonos las antenas. Son noches de sabores y olores, de fugaces recuerdos.
Hoy me ha pasado algo extraño. De repente me sorprendí vagando sin rumbo, alejada de las sendas químicas de mi tribu. Fue un lapsus, un descuido impropio de una hormiga.
Hace tres días me expuse a las esporas de un hongo Ophiocordyceps, unilateralis, que desde entonces se está apropiando de mi cuerpo y de mi alma de hormiga. Pero esto lo desconozco.
Al fin y al cabo, sólo soy una hormiga. Y pronto dejaré de serlo.
Mañana se repetirá el comportamiento extraño. El hongo atrofiará mi sistema motor y muscular, en una invasión callada e inmisericorde.
En unas horas ya no tendré control sobre mi comportamiento. No regresaré al refugio y las convulsiones me harán caer de lo alto del árbol. Antes, mis antaño compañeras me verán pasar, ausente a todos.
Perdida incluso de mí misma.
Una hormiga zombi sin conciencia. Muerta en vida.
He caído. Cerca del suelo el aire es muy húmedo y fresco, las condiciones ideales para el hongo. El invasor, que se ha apropiado de mi ser y mis músculos, me obliga entonces a aferrarme a una hoja, a morderla con fuerza. Las hormigas infectadas siempre mordemos en dirección noroeste.
Y es al cabo de poco tiempo, justo al mediodía, que el hongo acaba con mi vida liberando un veneno.
Este ser monstruoso siempre mata al mediodía.
 
El parásito crece y asoma a través de un agujero en la parte superior de mi cabeza. Y este apéndice asqueroso liberará esporas que atacarán a otras hormigas.
Que se convertirán en zombis.


Me hubiese gustado ser águila. Y volar.


Antonio Carrillo

sábado, 5 de diciembre de 2015

Sobre la estupidez


 
 
De los males que amenazan al hombre, ninguno hay tan peligroso como la estupidez.

La estupidez es universal, contumaz y sibilina. Se oculta tras los oropeles de las palabras huecas, se camufla de rigor y de certeza. Es un enemigo silente, atrayente y melifluo.

Demuestra una constancia admirable; es una cualidad humana tan definitoria como la compasión o la curiosidad. Para entender a nuestra especie es preciso conocerla, saber de sus muchos usos, detectarla en lo cotidiano.

Permítanme un ejemplo. Hace pocos días hubo una pequeña polémica en España: dos candidatos a la presidencia del gobierno hablaron de Kant en un acto en la universidad. Uno citó mal el título de su libro “Crítica de la razón pura” y el otro confesó que no había leído nada del filósofo alemán.

En este caso, la estupidez mostró su verdadera cara en la respuesta que provocó esta anécdota, con muchos contertulios políticos escandalizados porque alguien osase confesar que no había leído a Kant

¡Pero cómo es posible no leer a Kant! ¡Atreverse a confesarlo en público!

Pues verán: Kant es una lectura minoritaria porque no es Harry Potter. Ni siquiera es Vargas Llosa o García Márquez. Tampoco es Platón y sus diálogos. A Kant lo habrán leído unas (pocas) decenas de miles de personas en España (creo que es un número muy optimista); pero, además, de los que lo han leído lo han entendido… ¿Cuántas personas?

No estoy seguro de llenar un teatro con todas las personas que han profundizado y hecho suyo el pensamiento del filósofo alemán. Porque es algo extremadamente difícil. Yo he aprobado exámenes en los que se me preguntó sobre Kant, pero he tenido que recurrir a interpretaciones y guías que me ayudaron a concretar la esencia de su pensar. Pero, realmente ¿entenderlo? O, si se quiere, ¿llegar a Kant por mí mismo y despertar su luz en mi interior sin atajos ni ayuda, enfrentándomelo a pecho descubierto? Ni en broma. Entre otras razones – y no es la menor mi evidente falta de capacidad – destaca el hecho de que no sé una palabra de alemán. Y tengo la impresión de que si no lees a Kant en su idioma algo se pierde en la traducción (interpretación) de los vocablos filosóficos más complejos.

Kant, créanme, está al alcance de muy pocos. Como lo está Heidegger. 

Señores contertulios: se puede (se debería poder) decir sin temor a burla y escarnio que no se ha leído a Kant. No pasa nada. Yo tampoco he profundizado en las ecuaciones de la Teoría de la Relatividad; no sé casi nada de química orgánica ni conozco la partitura de la Misa en Si Menor de Bach en detalle. Ni en detalle ni por encima. Sólo he escuchado – y disfrutado - la obra.

La estupidez nos hace osados, beligerantes e intransigentes. Además, oculta con su estulticia el verdadero rostro de lo que es importante. Nos confunde y distrae nuestra atención con sus artificios.

La filosofía es necesaria porque nos ayuda a profundizar en cuestiones que tienen que ver con la ética, con la estética o el conocimiento. Pero lo importante no es leer a Kant; lo esencial es utilizar todo un bagaje de siglos de reflexiones en una misma tarea: recapacitar sobre nuestra condición de ciudadanos, personas que conviven con otras. Hombres y mujeres libres que toman decisiones y deciden el rumbo de su vida. Que se equivocan, pero que pretenden ser lo que son.

Así de “sencillo”.

Y desde esta perspectiva todos, licenciados o no, más o menos instruidos, distinguimos entre cuestiones menos importantes (leer a Kant o dominar diez idiomas) y otras, estas sí, fundamentales.

La mayoría republicana del Congreso de los EEUU acaba de rechazar las medidas que defiende el presidente Obama para frenar el cambio climático. Es una expresión de la estupidez en estado puro, que nos embota la mirada y nos niega un mínimo de perspectiva.

Tengo nociones de paleoclima, pero incluso aunque no supiera nada del asunto percibo, como la mayoría, que la influencia del hombre sobre el clima es real y verificable. Pondré un ejemplo: a nadie se le ocurrió discutir sobre la necesidad de frenar la emisión de gases CFC. El agujero creciente de la capa de ozono no dejaba lugar a la interpretación. Hubo consenso porque hubo miedo.

Cuando dentro de unas décadas la subida del agua del mar afecte a los acuíferos de agua dulce de amplias regiones del planeta donde el crecimiento demográfico está incontrolado ¿creen que es un problema del que nos podremos librar mirando hacia otro lado? Porque eso es lo que estamos haciendo, mientras conducimos vehículos con un software que le permite contaminar veinte veces lo permitido.

La estupidez suele ganar la batalla. Cuenta con un poderoso aliado: nuestra falta de memoria y de perspectiva a medio plazo.

Lo único que frena la estupidez es la educación y la sensatez. Una ciudadanía informada y con criterio está vacunada contra la estulticia. Pero me temo que vivimos tiempos confusos en los valores, distraídos incluso de nosotros mismos. Frenéticamente aburridos y previsibles.

Echo en falta el matiz, el buen tino a la hora de plantearnos las cuestiones importantes, que delegamos en otros sin apenas darnos cuenta. Los debates, los diálogos, más parecen soliloquios. Por no escuchar, no nos escuchamos ni a nosotros mismos, aturdidos por el estruendo de la inmediatez.

Y la estupidez se engalana, segura de su triunfo. Osada, se apodera de tertulias y programas, y siembra la confusión por doquier. La estupidez nos tiene atrapados con bonitos lazos de seda, hipnotizados por el impulso de tener frente a la necesidad de ser. Engañados, sumisos y conformistas.

El rebaño de la masa nos dejamos conducir por veredas desgastadas, siempre las mismas sendas, asfaltadas con verdades de Perogrullo que se repiten hasta la saciedad. Una y otra vez. Los días son calcos unos de otros. La estupidez nos hace previsibles, mediocres. Apagados.  

Eso sí, envarados y dignos, políticamente correctos, mostramos nuestra preocupación por la falta de respeto hacia los maestros, nos preocupa la corrupción (siempre ajena) y el hambre en el mundo. El problema siempre son los demás.

Cuando detectemos la estupidez en nosotros mismos habremos dado un gran paso en la buena dirección. Mientras tanto, y como penitencia, propongo que todos sin excepción leamos la Crítica de la razón pura.

En alemán.

Total, nos vamos a enterar igual.

Antonio Carrillo.