De los males que
amenazan al hombre, ninguno hay tan peligroso como la estupidez.
La estupidez es
universal, contumaz y sibilina. Se oculta tras los oropeles de las palabras
huecas, se camufla de rigor y de certeza. Es un enemigo silente, atrayente y
melifluo.
Demuestra una
constancia admirable; es una cualidad humana tan definitoria como la compasión
o la curiosidad. Para entender a nuestra especie es preciso conocerla, saber de
sus muchos usos, detectarla en lo cotidiano.
Permítanme un
ejemplo. Hace pocos días hubo una pequeña polémica en España: dos candidatos a
la presidencia del gobierno hablaron de Kant en un acto en la universidad. Uno
citó mal el título de su libro “Crítica de la razón pura” y el otro confesó que
no había leído nada del filósofo alemán.
En este caso, la
estupidez mostró su verdadera cara en la respuesta que provocó esta anécdota,
con muchos contertulios políticos escandalizados porque alguien osase confesar
que no había leído a Kant
¡Pero cómo es posible
no leer a Kant! ¡Atreverse a confesarlo en público!
Pues verán: Kant
es una lectura minoritaria porque no es Harry Potter. Ni siquiera es Vargas
Llosa o García Márquez. Tampoco es Platón y sus diálogos. A Kant lo habrán
leído unas (pocas) decenas de miles de personas en España (creo que es un
número muy optimista); pero, además, de los que lo han leído lo han entendido… ¿Cuántas personas?
No estoy seguro
de llenar un teatro con todas las personas que han profundizado y hecho suyo el
pensamiento del filósofo alemán. Porque es algo extremadamente difícil. Yo he
aprobado exámenes en los que se me preguntó sobre Kant, pero he tenido que
recurrir a interpretaciones y guías que me ayudaron a concretar la esencia de su
pensar. Pero, realmente ¿entenderlo? O, si se quiere, ¿llegar a Kant por mí
mismo y despertar su luz en mi interior sin atajos ni ayuda, enfrentándomelo a
pecho descubierto? Ni en broma. Entre otras razones – y no es la menor mi evidente
falta de capacidad – destaca el hecho de que no sé una palabra de alemán. Y
tengo la impresión de que si no lees a Kant en su idioma algo se pierde en la
traducción (interpretación) de los vocablos filosóficos más complejos.
Kant, créanme,
está al alcance de muy pocos. Como lo está Heidegger.
Señores
contertulios: se puede (se debería poder) decir sin temor a burla y escarnio
que no se ha leído a Kant. No pasa nada. Yo tampoco he profundizado en las
ecuaciones de la Teoría de la Relatividad; no sé casi nada de química orgánica
ni conozco la partitura de la Misa en Si Menor de Bach en detalle. Ni en
detalle ni por encima. Sólo he escuchado – y disfrutado - la obra.
La estupidez nos
hace osados, beligerantes e intransigentes. Además, oculta con su estulticia el
verdadero rostro de lo que es importante. Nos confunde y distrae nuestra
atención con sus artificios.
La filosofía es
necesaria porque nos ayuda a profundizar en cuestiones que tienen que ver con
la ética, con la estética o el conocimiento. Pero lo importante no es leer a
Kant; lo esencial es utilizar todo un bagaje de siglos de reflexiones en una
misma tarea: recapacitar sobre nuestra condición de ciudadanos, personas que
conviven con otras. Hombres y mujeres libres que toman decisiones y deciden el
rumbo de su vida. Que se equivocan, pero que pretenden ser lo que son.
Así de “sencillo”.
Y desde esta
perspectiva todos, licenciados o no, más o menos instruidos, distinguimos entre
cuestiones menos importantes (leer a Kant o dominar diez idiomas) y otras,
estas sí, fundamentales.
La mayoría
republicana del Congreso de los EEUU acaba de rechazar las medidas que defiende
el presidente Obama para frenar el cambio climático. Es una expresión de la
estupidez en estado puro, que nos embota la mirada y nos niega un mínimo de
perspectiva.
Tengo nociones
de paleoclima, pero incluso aunque no supiera nada del asunto percibo, como la
mayoría, que la influencia del hombre sobre el clima es real y verificable.
Pondré un ejemplo: a nadie se le ocurrió discutir sobre la necesidad de frenar
la emisión de gases CFC. El agujero creciente de la capa de ozono no dejaba
lugar a la interpretación. Hubo consenso porque hubo miedo.
Cuando dentro de
unas décadas la subida del agua del mar afecte a los acuíferos de agua dulce de
amplias regiones del planeta donde el crecimiento demográfico está incontrolado
¿creen que es un problema del que nos podremos librar mirando hacia otro lado?
Porque eso es lo que estamos haciendo, mientras conducimos vehículos con un
software que le permite contaminar veinte veces lo permitido.
La estupidez
suele ganar la batalla. Cuenta con un poderoso aliado: nuestra falta de memoria
y de perspectiva a medio plazo.
Lo único que
frena la estupidez es la educación y la sensatez. Una ciudadanía informada y
con criterio está vacunada contra la estulticia. Pero me temo que vivimos
tiempos confusos en los valores, distraídos incluso de nosotros mismos.
Frenéticamente aburridos y previsibles.
Echo en falta el
matiz, el buen tino a la hora de plantearnos las cuestiones importantes, que
delegamos en otros sin apenas darnos cuenta. Los debates, los diálogos, más
parecen soliloquios. Por no escuchar, no nos escuchamos ni a nosotros mismos,
aturdidos por el estruendo de la inmediatez.
Y la estupidez
se engalana, segura de su triunfo. Osada, se apodera de tertulias y programas,
y siembra la confusión por doquier. La estupidez nos tiene atrapados con
bonitos lazos de seda, hipnotizados por el impulso de tener frente a la
necesidad de ser. Engañados, sumisos y conformistas.
El rebaño de la
masa nos dejamos conducir por veredas desgastadas, siempre las mismas sendas, asfaltadas
con verdades de Perogrullo que se repiten hasta la saciedad. Una y otra vez.
Los días son calcos unos de otros. La estupidez nos hace previsibles, mediocres.
Apagados.
Eso sí, envarados
y dignos, políticamente correctos, mostramos nuestra preocupación por la falta de
respeto hacia los maestros, nos preocupa la corrupción (siempre ajena) y el
hambre en el mundo. El problema siempre son los demás.
Cuando
detectemos la estupidez en nosotros mismos habremos dado un gran paso en la
buena dirección. Mientras tanto, y como penitencia, propongo que todos sin
excepción leamos la Crítica de la razón pura.
En alemán.
Total, nos vamos
a enterar igual.
Antonio Carrillo.