sábado, 28 de marzo de 2015

La carretera de los huesos

 


En Shida Kartli, una bella región de Georgia, Vissarión Dzhugashvili, zapatero, y la joven Yekaterina Gueladze contraen matrimonio.
Es la primavera de 1872.
Muy pronto Vissarión abre su propio taller y Yekaterina queda embarazada. Un varón. Pero la criatura sólo vive dos meses. Un segundo hijo fallece al poco, con apenas seis meses de edad.
Vissarión, un hombre débil, cae en una depresión. Tuvo éxito en su taller de zapatería, y muchos clientes le pagaban con vino. Se volvió alcohólico y pendenciero. En diciembre de 1978 nace Lósif, su tercer hijo. En apenas cinco años Vissarión está arruinado, roto como hombre.
En la ciudad conocen a Vissarión como "El loco".
El padre golpea al niño. Son unas palizas brutales.
El pequeño Lósif no puede entender por qué su padre le hace tanto daño. Al principio, como tantos niños, como tantas mujeres, piensa que la culpa es suya. Con el tiempo aprende a curarse él solo las heridas del alma. Con cada golpe sus valores se resquebrajan y se vuelve más y más frío.
Finalmente, la culpa será de los demás. Cualquiera es un enemigo. Y Lósif pierde el regalo de la piedad, de la empatía. Los amigos cuentan que jamás lo vieron llorar. Tenía ojos de témpano.
Cuando murió su madre, 50 años más tarde, Jósif no acudió al funeral.
De adulto Jósif adoptó el apodo “hecho de acero”.
Stalin.
Y fue uno de los mayores genocidas del siglo XX.

A comienzos de los años 30 Stalin decide explotar las minas de oro del valle de Kolymá, uno de los lugares más inhóspitos del planeta. Un lugar cercano al círculo polar ártico, con temperaturas de -60º C.
Y en ese paraje imposible para la vida construye una carretera de 2.000 kilómetros. Lo hace empleando a presos, que mueren a diario por miles, aferrados a un pico o una pala. En un descuido, la nariz o parte de la oreja congelada caen al suelo; y los pobres desgraciados no se daban ni cuenta. Si el cansancio les obligaba a parar un instante, un sopor de muerte los mataba en apenas cinco minutos. A menudo optaban por detenerse como forma de suicidio.
Si eran lentos o ineficaces, los guardianes los ejecutaban.
En cien campos de trabajo a lo largo del recorrido penaban su condena a muerte más de dos millones de escritores, profesores, opositores, religiosos o prisioneros de guerra.
El destino de sus cuerpos es terrible y macabro. El terreno sobre el cual se construía la carretera era hielo y tundra congelada. No había un sustrato de roca que sirviera de cimiento para la obra. Por ello, los ingenieros utilizaron los esqueletos de millones de seres humanos para asentar la carretera.
Es conocida como la "carretera de los huesos".
A día de hoy, con el deshielo, en ocasiones afloran restos humanos.
Es un monumento terrible de lo que es capaz la barbarie humana. Pero todo empieza con un niño. Con un padre que lo golpea inmisericorde al volver a casa.
Algo que sigue pasando en miles de hogares.
Deberíamos pensar en ello.

Antonio Carrillo

martes, 24 de marzo de 2015

martes, 17 de marzo de 2015

La muerte de la risa: Terry Pratchett




La muerte de un escritor resulta una tragedia irremediable; con él mueren personajes, descripciones y una atmósfera que nos envuelve desde las páginas de un libro que hicimos nuestro.

La muerte de un escritor siempre llama a nuestra puerta.

La muerte de un cómico es una dentellada cruel a lo poco que nos queda de niños. La risa espontánea, fresca, tan rácana de adultos, nos desarruga un breve espacio que se adivina entre los pulmones, y lo llena de luz, y de fragancia, y de olvidos placenteros, y de tiempo nuestro.

El cómico a menudo nos revela certezas con frases simples que nos agitan. Porque nada llama a la inteligencia tanto como el humor. Y surgen perlas inesperadas:


La vida de una persona sí pasa delante de sus ojos antes de morir.

El proceso se llama "Vida".


Se me ha muerto Terry Pratchett. Con él se han ido para siempre el inefable Archicanciller Ridcully de la Universidad Invisible, el octogenario y desternillante Cohen el Bárbaro y unos cuantos Igor capaces de remendar cuerpos. Echaré de menos al patético mago Rincewind, al astuto Lord Vetirani, a un enamoradizo baúl con pies de nombre Equipaje y a las brujas de las montañas, como Yaya Ceravieja. Abogados que son Zombis, Golems, estafadores como Húmedo von Mustachen o la guardia de la ciudad, con Sam Vimes, "Nobby" Nobbs, Zanahoria y los demás. Todos idos, sin futuro posible.

Vuelco sin mucho orden este puñado de nombres, y lo hago con amargura y rabia. Es un homenaje a un universo delirante, el del Mundodisco, que me ha hecho reír a carcajadas en un tren de cercanías. La gente me miraba preocupada.

Se ha vuelto tan escasa la risa.

Terry Pratchett vendió 70 millones de libros. Proponía una cosmogonía peculiar: el mundo consiste en una enorme tortuga que deambula perezosa por el cosmos. En su lomo, cuatro gigantescos elefantes sostienen un disco plano en el que se desarrollan todo tipo de historias en múltiples lugares, a lo largo de más de cuarenta novelas.
 
 

Yo, que soy empírico y racional, creo en la existencia de este mundo. Porque he vivido de él, y volveré a sumergirme en su delirante sinsentido.

Y reiré de nuevo.

Antonio Carrillo

jueves, 5 de marzo de 2015

Asesinos del amor


Tengo pareja.
Nadie me obliga a ello, ni lo percibo como una imposición social o cultural.
Simplemente, convivo con una misma persona desde hace años. Firmamos un contrato que tenemos olvidado, porque nos amamos desde antes de casarnos. El contrato sólo regula derechos y obligaciones. Pero no el amor.
El amor vive de pequeños detalles. Nos quedamos dormidos todas las noches en una misma postura, y hemos aprendido a callar cuando el otro requiere del silencio. No pretendemos dar lecciones de nada porque no hay una fórmula que asegure el éxito. No hay una manera mejor de amar, ni entrenamiento para la entrega. Porque, en realidad, no se entrega nada. Se comparte.
Si te entregas, corres el riesgo de perderte. El amor no es con-fusión.
El azar de la genética quiso que naciera hombre, y que optara por relaciones sexuales y afectivas heterosexuales. De nuevo no fue una imposición ni una elección consciente. Hablaba de mujeres con mi amigo Ramón siendo muy joven, con una inocencia que hoy casi añoro.
La persona a la que amo es una mujer. Y todavía me idiotiza su belleza, la manera como se recoge el cabello, su energía infinita.

Ayer unos hombres de semblante serio ataron a otro hombre, lo subieron a lo alto de un edificio, cegaron sus ojos y lo arrojaron a una plaza abarrotada de personas.
Le quedaba un hálito de vida, y las personas que asistían a su ejecución le desfiguraron rostro y cuerpo con duras pedradas.
Su delito: amar. Lo mataron porque amaba. Porque mantenía relaciones consentidas con otro adulto de su mismo género. Dormirían abrazados siempre de una misma manera y se hablarían sin palabras, con la intimidad que sólo se aprende tras muchos años de mirarse a los ojos.
Asesinos del amor, que nunca sonríen. El cuerpo de un hombre que cae desmadejado desde una altura imposible para la vida, arrojado por hombres que invocan a un Dios receloso de la ternura.

En mi país hay hombres que arrojan piedras hechas de palabras, amasadas en el desprecio hacia los homosexuales, piedras con las que levantan muros de incomprensión. Y lo hacen invocando a otro Dios distinto. No matan el cuerpo; destrozan la dignidad del amor.
El arzobispo de la ciudad en la que vivo recuerda en su página web oficial que el apóstol Pablo declara excluidos del reino de los cielos a los «impuros, idólatras, adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, avaros, borrachos, ultrajadores y rapaces» Recuerda el prelado que según la Congragación para la Doctrina de la Fe «Los obispos deben procurar sostener con los medios a su disposición el desarrollo de formas especializadas de atención pastoral para las personas homosexuales. Esto podría incluir la colaboración de las ciencias psicológicas, sociológicas y médicas, manteniéndose siempre en plena fidelidad con la doctrina de la Iglesia».

Hay que curar a los homosexuales de su forma de amar.
Por si no ha quedado claro: «La “tendencia sexual” no constituye una cualidad comparable con la raza, el origen étnico, etc., respecto a la no discriminación. A diferencia de esas cualidades, la tendencia homosexual es un desorden objetivo (cf. Carta, n. 3) y conlleva una cuestión moral».
Todo esto me da asco y pena.

Son pedradas contra el amor.

Antonio Carrillo

martes, 3 de marzo de 2015

El navegante


 
Soy yo, y no hay más.
El navegante.
Deambulo de un universo a otro, en un tránsito que no conoce de principio ni final.
Resulta difícil hacerme entender. No conozco de límites, y ello perjudica mi discurso lineal. El espacio y el tiempo entretejen un todo coherente y comprensible, que visito desde antes de siempre.
He visto cosas que no creeríais.

He estado dentro de un objeto Thorne–Żytkow. A veces, en el corazón de una supergigante roja, se oculta, como si de una perla se tratase, una pequeña, diminuta estrella de neutrones. No se rozan: un halo invisible separa ambos cuerpos, aunque ingentes cantidades de materia caen desde la superficie de la supergigante hacia su  misterioso centro, inimaginablemente denso, en una cascada que rompe los núcleos atómicos del hidrógeno.
Es un lugar de maravillas.

He asistido al choque fortuito de dos branas. En ocasiones he provocado esta conjunción de contrarios, que acaba en un estallido. El inicio de algo nuevo.
Sí. He visto nacer el tiempo. Muchas, infinitas veces. Lo llaman creación.
Me he dejado caer en el torbellino de un agujero negro de Kerr, y he vencido a la cruel entropía cayendo por un agujero blanco.
 
Me gusta asistir al terremoto de un magnetar. Me siento en su superficie de apenas 20 kilómetros de diámetro y espero al sismo inexplicable, magnífico, que me empuja en una ola de energía en forma de rayos gamma. No hay nada igual en el universo, salvo el choque de dos branas. Pero me gustan los magnetares, su enorme fuerza.
En uno de mis viajes pasé por una 3-brana corriente de un universo corriente, con una galaxia corriente en la que, en el tercer planeta de un sistema solar, un país acababa de publicar en su Boletín Oficial del Estado que la asignatura de religión optativa computaba para la nota global del alumno, y que en ella se enseñaría que no cabe alcanzar la felicidad por uno mismo y que el universo es obra de Dios, y no del azar.
Es una lástima, porque nada hay más parecido al navegante que la mente abierta, curiosa, de un joven. Durante sus años de aprendizaje nadie les hablará de la existencia de los objetos Thorne–Żytkow, ni de los agujeros blancos, ni de los magnetares o una estrella de preones. Ni de tantas otras maravillas que acoge un cosmos abierto, infinito y empapado de magia.
No conozco a Dios. Jamás me lo he encontrado. Pero sospecho que, de existir, no querría para sus fieles una perspectiva tan cerrada y miope del cosmos. Al fin y al cabo, les ha regalado a esos seres la inteligencia capaz de desentrañar los misterios matemáticos del universo oculto y, más importante, los ha dotado de un bien precioso: la imaginación.
No me incumbe opinar. Pero, como todo viajero, he aprendido a expandir mi mente.
Me despido. Mi viaje no ha hecho más que empezar.
Espero encontrarles algún día. Libres de ataduras.

Navegando.

Antonio Carrillo

domingo, 1 de marzo de 2015

El gran terremoto que puede destruir Tokio



El homo sapiens es un animal con una curiosidad infinita, muy osado. Desde niño se asoma al vértigo del desafío que resulta de vivir bajo el yugo de la consciencia.
Además, es una especie con una pésima memoria grupal a largo plazo.
De tamaña osadía e inconsciencia resulta una combinación fatal, que nos hace temerarios e irresponsables.
Lo que sigue es un ejemplo.

 
La especie humana sobrevive en un planeta rocoso e inquieto, con una intensa actividad magmática. El dios Hefestos, feo y deforme, agita las entrañas de la corteza terrestre, martilleando su fragua con la ayuda de cíclopes, los enigmáticos Cabirios y mujeres robot hechas de oro, en un ejercicio de fuerza y destrucción inconmensurable. Siempre malhumorado, supongo que por las constantes infidelidades de su bellísima esposa Afrodita.
El suelo bajo nuestros pies no es en absoluto firme. Terremotos y volcanes nos recuerdan que navegamos embarcados en finísimas placas de piedra sobre un océano profundo e incandescente de roca fundida que llamamos manto.
Hay lugares especialmente peligrosos; aquéllos en los que las placas tectónicas, en constante movimiento, chocan unas con otras. En ocasiones una placa se introduce bajo la otra casi verticalmente, creando con ello inmensos abismos. A este tipo de subducción se la denomina “subducción Mariana”, y provoca poca actividad sísmica. Pero si ambas placas chocan casi horizontalmente, generan a su vez un roce enorme que provoca una energía impresionante; es la “subducción chilena”. El 90% de los terremotos suceden en estos lugares, por lo que no resultan en absoluto seguros ni recomendables como asentamientos humanos permanentes.

 
Hay un gigantesco anillo que circunda el Océano Pacífico; el denominado “cinturón de fuego”, que concentra casi toda la actividad tectónica; y en el cinturón de fuego hay un punto en concreto en donde confluyen no dos, sino tres placas. Es un lugar en donde la Placa de Filipinas empuja desde el sur a la placa de Eurasia, y se desliza por debajo. Al mismo tiempo, la placa del Pacífico empuja desde el este, ocultándose (subduciendo) por debajo de las dos anteriores. Son subducciones del tipo chileno.
Toda tierra firme a kilómetros a la redonda de este choque de titanes acumula una cantidad inimaginable de energía, y cualquier falla es un indicio de peligro que debe tenerse en consideración. En concreto, a 300 kilómetros del punto de encuentro se ha descubierto hace 10 años una falla que, en algunos tramos, se acerca apenas a 4 kilómetros de la superficie.
Este lugar es peligrosísimo, porque es un probable hipocentro, el lugar donde se origina un terremoto. El epicentro, del que siempre hablan los noticiarios, es sólo el punto de la superficie terrestre situado en la vertical del hipocentro. Pues bien, cuanto menor es la distancia entre el hipocentro y el epicentro, más devastador será el terremoto. Un terremoto de escala 6,5 cerca de la superficie puede resultar más dañino y provocar más muertos que uno de 8 a muchos kilómetros de profundidad.
En resumen; hay un lugar en nuestro planeta, que forma parte del cinturón de fuego, en el que confluyen tres placas muy activas, en una subducción tipo chileno y con fallas (posibles hipocentros) apenas a 5 kilómetros de profundidad. En teoría, el sentido común presupone que sobre tal espanto no habrá sino una presencia humana testimonial.
Pues no. En la vertical de este leviatán, y como ejemplo clamoroso de la estulticia humana, encontramos el área metropolitana más poblada del planeta: el Gran Tokio, con 38 millones de personas y una densidad de población de 14.000 personas por kilómetro cuadrado. Para que se hagan una idea, esta densidad duplica la de Nueva York.
Los datos son tozudos y claros: se sabe que con una periodicidad de unos 70 años la zona de Tokio sufre la sacudida de un gran terremoto ¿Cómo de grande y destructivo puede ser el terremoto? Depende de varios factores.
El dato más significativo es el tiempo transcurrido desde el último terremoto. Las placas no se detienen en su avance, y acumulan tensión y energía hasta que se acaban rompiendo. En este brusco y repentino encaje desplazan una inimaginable porción de material sólido, lo cual genera energía en forma de ondas sísmicas capaces de destruir todo lo que haya en la superficie. Antes comenté que en Tokio los terremotos se suelen dar cada 70 años. Pues bien, el último terremoto se produjo en 1923, el terremoto de Kantó, con 143.000 muertos.
Hace 92 años. 22 años sobre la media de 70 años.
La falla de Tokio, por consiguiente, ha acumulado una tensión catastrófica en todo este tiempo, porque no ha habido un gran terremoto que liberase parte de la presión acumulada. No es especulación, son hechos y evidencias.
En marzo de 2011 hubo un terremoto inmenso al norte del país, con una intensidad que se calcula en 9,1 en la escala de Magnitud de Momento. Uno de los mayores terremotos jamás registrados en la historia de la humanidad.
Un breve inciso: he hablado de Escala de Magnitud de Momento y no de 9,1° en la Escala de Richter, como es norma en la prensa. Es curioso saber que la escala de Richter sólo mide terremotos con una magnitud entre 2,0 y 6,9. Por consiguiente, un terremoto con una magnitud de 7,8, por ejemplo, no se puede medir por la escala de Richter. Recuérdenlo la próxima vez que lo escuchen por la radio o la televisión. Es un error incomprensible; como hablar de “coeficiente de inteligencia” en vez de “cociente de inteligencia”.
 
El terremoto de 2011 movió el eje del planeta 10 centímetros, y el tsunami alcanzó la otra orilla del Pacífico. Para que se hagan una idea, en unos segundos se generó una cantidad de energía equivalente a 600 millones de bombas atómicas.
Sí, han leído bien.
El terremoto acabó con la vida de 16.000 personas, y a día de hoy 250.000 personas viven desplazadas lejos de sus hogares.
El problema es que el terremoto del 2011 no sólo no ha liberado de tensión la zona de Tokio, sino que parece haber aumentado la presión en la capital nipona a niveles preocupantes.
No se trata de preguntarse si puede haber un gran terremoto en Tokio. La pregunta es cuándo se producirá el desastre, y cuáles podrían ser las consecuencias.
Con tales niveles de tensión, y teniendo en cuenta que el hipocentro en Tokio se encuentra en un rango que oscila entre 25 y 5 kilómetros, podemos especular con la idea de que se pueda producir un temblor que supere una magnitud de 9 y pueda acercarse al nivel 10 e incluso 11 de la escala de Marcoli; es decir, podemos hablar de un seísmo catastrófico.
El tipo de construcción tradicional en Japón, con casas de madera muy flexible y de una sola planta, resiste muy bien los terremotos. Sin embargo, el Tokio de hoy en día es una ciudad con edificios altos, vulnerables a los temblores fuertes. Por muchas medidas preventivas que se sumen al proyecto de construcción de un edificio, la fuerza de la naturaleza, cuando se expresa en toda su crudeza, es incontenible. Nada resiste a un terremoto como el que describo.
El posible colapso de Tokio afectaría a empresas de la importancia de Sony, Yamaha, Panasonic, Honda, Toyota, Kawasaki, Nintendo, Toshiba o Hitachi, entre muchas otras. No tanto a la producción como al descabezamiento de la cúpula directiva y los órganos de decisiones. Recordemos, además, que Tokio es el centro financiero de Asia. Un corte prolongado de comunicaciones en la capital de Japón tendría efectos inmediatos sobre la economía mundial. Además, la capital de Japón es un emporio que genera un producto interior bruto de 1.315 billones de dólares; el mayor del mundo en un solo núcleo urbano.
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Tanto y tan importante, todo ello situado sobre una zona de altísimo riesgo. Resulta incomprensible.
Hay un dato que llama poderosamente la atención. La vivienda en Tokio es extremadamente cara. Pues bien, las compañías de seguros no aseguran las viviendas contra los terremotos. Tan sólo existe una cobertura que alcanza al 30% del valor de la vivienda y que se incluye como una extensión del seguro de incendios. ¿No les parece significativo?

Se me dirá: son japoneses, lo tendrá previsto. Estarán preparados.

Todos sabemos  (o creemos saber) lo que sucedió en el terremoto del 11 de marzo del 2011 en la central nuclear de Fukushima. A pesar de encontrarse en una zona de alto riesgo sísmico y cerca del océano, en donde podían darse tsunamis de 40 metros, la central estaba protegida por un muro de contención de apenas 6 metros. Una ola de 20 metros arrasó con todos los sistemas de apoyo crítico, que sustentaban los mecanismos de seguridad de la central. Al cabo de unas semanas de desinformación y medias verdades, la Agencia de Seguridad Nuclear reconoció que el accidente había alcanzado el nivel 7, con la fusión del núcleo de tres reactores. Tan sólo se ha alcanzado el nivel 7 en otra catástrofe, la de Chernóbil.

 
Por cierto, el 27 de abril se detectó radiación en la atmósfera en España, procedente del accidente en Japón.
El terremoto del 2011 provocó al menos dos incidentes nucleares más: un incendio en el edificio de turbinas de la central nuclear de Onagawa, y un fallo en un sistema de refrigeración de la central nuclear de Tokai. 11 centrales nucleares se pararon.
¿Qué riesgo de fuga radioactiva supone un gran terremoto en Japón? En la década de los 60, a instancias de empresas de los Estados Unidos, Japón apostó fuertemente por la energía nuclear, y el gigante asiático se convirtió en el tercer mayor productor mundial. En la actualidad hay 52 reactores nucleares en Japón.

Son muchos.
Insisto; son todos datos.

¿Estoy diciendo que es inminente un terremoto apocalíptico en Tokio? No. Sí tengo la certeza de que la ciudad sufrirá una gran sacudida, pero es posible que alcance unos niveles para los que está preparada. Es posible que haya varias sacudidas menores que liberen la tensión acumulada. En mayo del año pasado, por ejemplo, hubo una sacudida que alcanzó un nivel 6 y que no provocó ninguna muerte.
Si mañana me invitaran a visitar Tokio, acudiría sin pensármelo. Es más probable que sufra un accidente de tráfico que resulte herido por un terremoto estando de visita en Tokio. Los datos se deben analizar desde la sensatez y no desde el catastrofismo.
Pero bajo el suelo de Tokio se están generando unas fuerzas que podrían ser incontenibles. Recordemos el huracán Katrina en los EEUU, el mayor desastre de la ingeniería civil de la historia de Norteamérica. El país más avanzado del mundo hincó sus rodillas ante el embate de una naturaleza incontrolable e incontenible. Fue una cura de humildad de la que deberíamos aprender si tuviéramos memoria.
Sigo sin entender cómo hemos levantado el mayor núcleo urbano del planeta sobre una zona sísmica de altísimo riesgo, acaso la más peligrosa del mundo. También San Francisco vive con una permanente espada de Damocles. Y una sucesión de catástrofes nucleares tendrían gravísimas consecuencias medioambientales a un nivel global. Y si se desmorona Tokio peligra la tercera economía del planeta, lo que pondría en peligro la estabilidad financiera y mercantil en todo el mundo.
Y podría haber cientos de miles de muertos, infraestructuras destrozadas, gravísimos incendios y pérdidas de billones de dólares que repercutirían en un mercado globalizado.
 ¿Va a suceder?
Es posible.
Y la simple posibilidad de que suceda, el que los datos resulten tan preocupantes, me aterra.

Antonio Carrillo