Fueron
mis hijas, que pensaron en lo que más me convenía. Me quieren, eso lo sé; les
preocupa que sea vulnerable. Y lo soy. Tengo cansadas las manos y velados los
ojos, de tanto acariciar.
De
tanto ver.
En
mi ochenta cumpleaños me regalaron otro dispositivo inteligente, con el que podía
llamar por videoconferencia, consultar cualquier duda en la red a mayor velocidad y acceder a
prestaciones maravillosas. Mi nieto mayor me hablaba entusiasmado de la
velocidad, de la capacidad de memoria y procesamiento, de los sensores
fotográficos y la definición de la pantalla sin marcos. El teléfono respondía a
comandos de voz y a la presión ejercida sobre sus bordes. No había botones que
mancillaran su diseño impoluto, de un negro luminoso.
Me
recordaba al monolito de 2001. Así de perfecto era, inerte sobre la
mesa.
Me
habían regalado un cristal bellísimo que era una ventana veloz al universo de
internet. Incluso un software permitía la
geolocalización del aparato; mis hijas sabrían dónde estaba en todo momento.
Mientras
me hablaban me fijé en la caja. Era elegante. Los cables, instrucciones y cargadores aguardaban todos en su hueco, constreñidos con una precisión
milimétrica. Es curioso, pensé; nunca fui capaz de volver a colocar los
componentes arrancados de la caja a su equilibrio original. Los cables devueltos al
cubil siempre sobresalían un milímetro, las instrucciones parecían haber engordado su figura, y notaba una pequeña resistencia cuando
cerraba la caja. Por ello sacar los accesorios era siempre un momento inquietante:
rompía la perfección de un equilibrio casi místico.
Así
funciona la mente de un anciano; entretenida en detalles sin importancia.
Mi
nieto se entusiasma con las características técnicas. Yo, que ya había nacido
en una era digital, sabía que todos estos datos eran fugaces,
con una caducidad de apenas un año. Lo que hoy era maravilloso en cinco año estaría obsoleto. Y cuando cumples ochenta años, cinco son apenas un soplo.
El
artilugio, sus capacidades, lo desaprovecharía en un 99%. Era energía potencial
pura, esperando a ser liberada, como el agua de una presa. Pero yo jamás liberaría a la bestia. No lo
necesitaba.
Por
egoísmo, creo. He alcanzado una edad en la que tengo que cuidar de mí mismo.
Descuido que un teléfono inteligente esté cargado. Que esté cerca. Vigilante yo
de él y él de mí. Vigilo en cambio la caducidad de los alimentos, que mi casa esté limpia
y la cama hecha, que las macetas y el perro tengan agua. Me gusta seguir unas rutinas que hace la vida previsible y confortable, como desayunar leyendo la prensa
o el paseo para comprar el pan y cruzar unas pocas palabras corteses.
Pero
no tengo la urgencia de buscar en Wikipedia la respuesta a todo, ni tampoco la
necesidad de estar siempre localizable. A mi edad eso es imposible, porque a los
ancianos nos gusta estar ausentes; vivimos en el mundo silente de la memoria. Y
desconectamos de la realidad para encontrar el suave refugio del pasado. Es
algo que no quiero violentar con el sonido de una llamada. Me he ganado el
derecho a ocultarme de todo. A no estar más que para mí mismo, y mi pasado.
La
realidad se ha vuelto frenética; no envidio a los que tienen que lidiar con la
prisa. La ancianidad es una época de escucha, y percibo unos razonamientos que
pretenden ser sincréticos pero a los que les falta profundidad. Me espanta la
vulgaridad que impera por doquier, fruto de una formación deficiente, de
titulares. Como los videojuegos tan de moda, la política o el arte se han vuelto
previsibles, la actualidad monocorde. Son eternas variaciones de unos pocos
silogismos, arropados por ropajes distintos pero, en esencia, idénticos. Es la
vacuidad de un espectáculo repetitivo y memorizado. Yo, que he sabido ver el
patrón después de tantos años, me asombro de que las personas caigan en las
mismas trampas, una y otra vez. La vida es una farsa.
Por
eso escapo. El teléfono inteligente, en realidad, es el más estúpido de los
instrumentos, porque no me permite concentrarme en lo que realmente importa. Mi
nieto me insiste: puedo encontrar todas las respuestas en la red. Pero ¿cómo le
explico que eso no importa? ¿Qué lo que importa no es la respuesta, sino saber formular
la pregunta? Y ningún artefacto hará nunca la pregunta por mí. Son tantas las
respuestas, son tantos los estímulos y tan fácil acceder a ellos, que nos hemos
aletargado, confusos.
Tengo
ochenta años y mi tiempo es valioso. Por ello no puedo malgastarlo con la
noticia inmediata ni el análisis apresurado, con la serie televisiva del
momento ni un juego adormecedor en el que unas golosinas caen presurosas. Plantas y animales necesitan agua, y la prensa escrita – más delgada que nunca –
se ordena en secciones que repaso a un ritmo pausado. Un artículo llama mi
atención, y me solazo en el análisis de un experto que se ha esforzado en
comprimir sus años de estudio en unos cuantos párrafos que desprenden el
aroma añejo de la erudición. El tiempo se detiene, entonces. Mi mente, todavía
funcional, se despereza en el diálogo. Vuelvo a ser joven. Hay una palabra que
desconozco. La busco en el diccionario a través de la página de internet de la
RAE. Qué curiosa etimología. El teléfono vuelve al bolsillo. Paso la página.
He
utilizado un microprocesador capaz de poner una nave espacial en órbita para
simplemente buscar el significado de una palabra. Desde un bar cualquiera.
Los
teléfonos no son móviles. Los móviles somos nosotros. Nosotros somos los que
nos desplazamos, los que hacemos búsquedas o nos comunicamos. Cuando nos
apetece.
Me
parece que refunfuño. Perdónenme. Es cosa de viejos.
La caja es muy bonita. Igual la guardo. Tengo una familia maravillosa. Ojalá Marta estuviese todavía. Le gustaban los cumpleaños. Mucho más que a mí. Mi nieta Alicia me recuerda a ella.
La caja es muy bonita. Igual la guardo. Tengo una familia maravillosa. Ojalá Marta estuviese todavía. Le gustaban los cumpleaños. Mucho más que a mí. Mi nieta Alicia me recuerda a ella.
El
perro, cansado de tanto trajín, se ha dormido debajo de la mesa. Pero solo yo
me he dado cuenta. Me quito los zapatos y con disimulo acaricio su lomo.
Suspira.
Sabe que soy yo. Él sí es inteligente.
Vuelve
a dormir.
Antonio
Carrillo