Título
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"Después
de Cristo"
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Autor
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Alfredo Fierro
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Editorial
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Trotta,
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Fecha de edición
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2012
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ISBN:
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978-84-9879-328-4
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(Lo
que siguen son reflexiones personales sobre un ensayo de reciente aparición. La opiniones
del autor del libro vienen entrecomilladas, y en absoluto se le deben pedir
responsabilidades por lo que sigue. Sólo yo soy responsable de lo que lean)
Alfredo Fierro ha publicado un nuevo libro. Y ha vuelto a la
teología. Son dos noticias extraordinarias que, sin embargo, nos obligan a conducirnos
cum grano salis: con prudencia ante
un tema, sin lugar a dudas, polémico.
Pero Alfredo ha vuelto (nunca se fue); y con la profundidad a que
nos tiene acostumbrados. Llamando al pan pan, y al vino vino. Y es precisamente
su coherencia (y su asombrosa erudición) lo que hace que sintamos, en múltiples
ocasiones y todo a lo largo de la lectura, algo parecido a una epifanía laica, si tal oxímoron es
posible.
Hablamos así de un ensayo extraordinario, porque excepcional es
su autor.
El autor: Alfredo Fierro Bardají.
Alfredo es teólogo. Digo más; es doctor en teología por la
Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, acaso la universidad de teología más
prestigiosa del mundo. Su tesis, publicada a varios idiomas, lo convirtió en el
máximo experto mundial sobre la figura de San Hilario, obispo de Poitiers y
Padre de la Iglesia.
Es Alfredo un autor prolífico, con obras de filosofía y teología
de enorme interés; profesor de teología en Zaragoza y Madrid, pronto sus
publicaciones, teñidas de la heterodoxia postconciliar, alcanzan un eco muy
significativo, tanto en España como en Europa. En concreto, su libro "El
evangelio beligerante" se publica en 15 idiomas, lo cual da idea de su
repercusión a nivel mundial.
Pero a finales de los sesenta su vida da un giro, en lo personal y
profesional, y vuelca su atención en la psicología. Alfredo es doctor en
filosofía (rama psicología) por la Universidad Complutense, y muy pronto es
profesor de psicología en la Universidad de Salamanca. Más tarde con seguirá
(inaugurará de hecho) una cátedra en la facultad de psicología de Málaga.
Antes, ha fundado "Voces" y "Siglo Cero", dos revistas de
referencia sobre el tema de la discapacidad. El poliédrico y políglota Alfredo,
que habla alemán, francés, italiano, latín e inglés, se convierte en uno de los
mayores expertos europeos en retraso mental.
Una vida así, un legado tan inmenso, no puede resumirse en unos
párrafos, ni le hacen justicia los fríos datos. Alfredo ha escrito más de
treinta libros y cientos de publicaciones; es articulista en el diario El País,
e interviene a menudo en la tertulia del programa televisivo "La
Clave", un hito televisivo de los años setenta y ochenta. Al cabo de unos
años, lo eligen Decano de la facultad de psicología y, más tarde, lo nombran
catedrático emérito. También participó activamente en políticas de ordenación
académica, como Director General en el Ministerio de Educación y Ciencias. Otro
dato que seguro les sorprende: en el año 1984 el Colegio Oficial de Psicólogos
de España le encarga el estudio y redacción del código deontológico, que regirá
la actuación de los psicólogos en España.
La revista Anthropos, publicación de referencia para la
intelectualidad española, dedica su número 161 por entero a la figura y la obra
de Alfredo Fierro. Los reconocimientos se suman, y sería largo hasta la
extenuación pararse en todos; en 2002 recibió la Medalla de Oro de Aragón a los
Valores Humanos. Posteriormente, la Junta de Castilla y León le otorgó el
Premio Fray Luis de León de 2005, en su modalidad de Ensayo, por su obra
"Heterodoxia". Abandonamos este apartado de 'méritos', no sin antes
mencionar el Real Decreto 851/2007, de 22 de junio: el gobierno concede a
Alfredo Fierro la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio.
Pero no se completa el autor con esta avalancha de logros. Para
entender su talla, como sucede con otros grandes hombres, resulta útil
descender al fértil terreno de la anécdota. Propongo un ejemplo: los años que
estudiaba en Roma, Alfredo descansaba los veranos en casa de sus padres, donde
(según confiesa) se aburría. Por ello, se dispuso a leer los manuales de
Derecho de su hermano, que cursaba la carrera en Zaragoza. Se decidió a
presentarse por libre, y en apenas tres veranos obtuvo, casi sin quererlo, La
licenciatura en Derecho por la Universidad de Zaragoza.
Esta anécdota cuesta creérsela, lo sé; pero tengo otra más
impresionante. Un día Alfredo encontró a mi padre, Antonio Carrillo Robles, muy abatido en el comedor dl Colegio Español , en Roma. Por circunstancias que no vienen al caso, mi padre
se había visto obligado a aprobar los cuatro años de teología en uno sólo. Una
locura que le forzaba a cursar 45 asignaturas en la Pontificia Universidad
Gregoriana. Cuando lo consiguió, tuvo que ingresar dos meses en un sanatorio de
reposo.
Para mi padre resultaba del todo imposible cumplir con el plazo de
entrega de la tesina final; tan sólo había podido recopilar una extensa
documentación. Alfredo le pidió los folios, y estuvo un día estudiándolos. Al
día siguiente, a primera hora de la tarde, llamó a la puerta de la habitación
de mi padre. ¿Podía dedicarle unas horas? Mi padre se sentó ante la máquina de
escribir, y Alfredo le dictó, prácticamente de memoria, con el apoyo de unas
breves anotaciones, 80 folios sobre el tema "El argumento de Escritura de
la encíclica municicetissimus deus".
A mi padre le aprobaron la tesina. La nota fue un 10.
Pero basta de anécdotas; no acabaríamos. Total, en ningún foro de
internet leerán que Alfredo tiene terminada la carrera de piano (los 10 años),
que es un magnífico intérprete de Chopin.
Detalle éste sin importancia, al alcance de cualquiera.
La obra: "Después de
Cristo".
Presentado el autor, es momento de reseñar su texto. Más de 500
páginas en las que Alfredo Fierro recorre los 2.000 años de cristianismo,
dividido el libro en Edad antigua, medievo, tiempos modernos y postrimerías. 29
capítulos que se inician siempre con una fecha, que enmarca temporalmente un
enunciado: año 30 "en aquel tiempo", año 50 "el mito de
Cristo", año 70 "leyendas de evangelios"... Es un transcurso, un itinerario durante el
cual la idea de Cristo genera controversias, pasiones o indiferencias. En definitiva,
es un intento por explicar un fenómeno, el religioso, que protagoniza buena
parte del debate ideológico y conceptual de los últimos dos mil años, en un
esfuerzo epistemológico que acaba por conducirlo, agotado de ideas y acorralado
por el empirismo científico, hacia su decadencia.
Hacia la muerte de Cristo. Acaso hacia la muerte de Dios.
Lo avisé: el tema es polémico, pero insoslayable. En los inicios
del siglo XXI tenemos perspectiva para plantearnos, sin miedo a censuras o
exabruptos, la idea de Cristo como mito, al igual que Osiris o Prometeo,
habitantes ambos de un universo extraño, el del arquetipo humano. Fríos ya los
rescoldos de la inquisición, podemos alzar la mano y preguntar sin miedo a
represalias ¿tiene cabida Dios en esta realidad compleja en la que vivimos?
¿Hace falta?
El discurso de Alfredo Fierro es
demoledor por inclemente. Como el mejor cirujano, disecciona la figura de
Jesús, desde su vertiente histórica primero, cribada después por el cedazo
definitorio de Pablo o los evangelistas, y consolidada más adelante por Agustín
o la (fascinante y escabrosa) historia conciliar y papal. Jesús tuvo muchas
interpretaciones a lo largo de esta historia centenaria, pero Cristo, en
definitiva, aparece más como constructo de Pablo que como figura histórica.
Porque de Jesús de Nazaret, del hombre, no sabemos apenas nada.
Esto es algo que sorprende. Si
bien el autor no plantea dudas sobre la existencia del Jesús histórico, no
puede dejar de señalar la absoluta oscuridad que rodea al personaje. De las
fuentes cristianas posteriores poco podemos fiarnos; pero incluso las fuentes
no adscritas al cristianismo son vagas y escasas. Apenas dos menciones
tempranas de autores romanos, Tácito y Plinio el Joven, acreditan la existencia
de cristianos, pero no aportan datos sobre Jesús. Y, respecto de las fuentes
judías, Filón no le cita, y Flavio Josefo incluye un párrafo laudatorio de
dudosa autenticidad.
Quien nace pronto es Cristo como
trasunto paulista de Jesús. Alfredo Fierro es claro:
"Pablo
se inventa a Cristo como figura conceptual. Lo que importa, desde Pablo, es
Cristo en cuanto idea, una idea que él supo 'vender' bien y que ha venido a
funcionar de maravilla. Por eso, Pablo ha de reputarse principal - aunque no
único - forjador del mito de Cristo. El Jesucristo paulino no es una leyenda,
ni un retablo de leyendas reunidas, como luego lo son los evangelios. Es más y
es menos que leyenda: un mito intemporal abstracto y, a fin de cuentas,
desencarnado" (p. 43).
Sólo los (posteriores) evangelios
sinópticos nos ofrecen una imagen del Jesús hombre; pero una lectura
desapasionada nos aporta una semblanza "de
varón malhumorado, atrabiliario, iracundo (p. 66)". "Queda
Jesús muy lejos de la estampa con que cristianos de buen corazón desean
recordarle. De atenerse a lo que de él se cuenta, fue adoctrinador, intransigente
y quizás fanático, al igual que otros profetas (p.68).
Hay algo en Jesús que cuesta
entender: su absoluta falta de humor. Los evangelios nos apabullan con un Jesús
triste, serio, malhumorado. El Jesús huraño carece "de esa ironía - sello de inteligencia sabia - que, en cambio, poseyeron
Sócrates y Buda (p. 68)". Es un producto de su época, de su tierra
dura y hosca, de tiempos de sangre y dominación. Tampoco Pablo era un dechado
de virtudes, ni un hombre alegre. Alfredo Fierro, en una cruel gradación, y en
fiel reflejo de humor aragonés, lo define en un párrafo memorable:
"De
los testimonios suyos mismos se desprende, dicho con benevolencia, que Pablo ha
tenido la fe típica del converso: apasionado y excesivo, sin fisuras; dicho con
moderación: que era un iluminado con ínfulas; dicho lisa y llanamente: que se
encuentra en los bordes del fanatizado (p 42)".
Es una descripción fantástica no sólo de Pablo de Tarso; también
de otros muchos que engrosan las páginas de este libro, repleto de fanáticos
seguidores de una verdad única, aunque siempre distinta, veleta esquizofrénica
que gira con el rumbo incierto del viento doctrinal. Los Padres de la iglesia
lo tuvieron difícil desde el principio, preocupados por justificar el fracaso
de la parusía, el verdadero
compromiso de Jesús, su regreso inminente, que mantuvo el ánimo clandestino de
las primeras comunidades cristianas. El tono del libro avanza y cobra fuerza
con el transcurso de los siglos, pero se hace truculento, desesperanzado,
lúgubre en ocasiones; porque Alfredo no les concede tregua a los impostores del
logos encarnado, ni a nosotros nos
ofrece un resquicio de esperanza. Hay un aire de revancha, un ajuste de cuentas
del autor frente al dogma irredento. Es una historia de cadáveres, de mentes
libres abandonadas (silenciadas, torturadas o quemadas) en la oscura cuneta de
la historia.
A todos se nos han embaucado en algún momento con los malabares
del Dios amable. Es una esperanza de la que cuesta (y duele) zafarse.
Los concilios, papados y príncipes se suceden, pues, en una
pantomima que nada aporta, acaso certidumbre ante el miedo que supone tanto la
caída del orden romano (que justifica la obra del obispo de Hipona) como la
posterior adveración sobre la culpa y el pecado original. O, más importante
incluso, la muerte cotidiana por pestes, guerras o hambrunas. Siempre en orden
de revista el rigor doctrinal, la seriedad formal y el dolor, presentes todos
como señales de identidad de la fe.
La Pasión de Cristo es algo (mucho) más que un símbolo; es la
razón de ser del cristianismo. Sin pena no hay necesidad de salvación. Cristo
crucificado presupone la culpabilidad incluso de los recién nacidos, que sólo
hace unos pocos años pudieron abandonar el cruel limbo. Bajo esta admonición se
explica el martirio de Cristo y de los santos.
Por ello, el primer tercio del libro sólo se ilumina ante la
llegada de una personalidad como Francisco de Asís, un resquicio de esperanza
desde la sencillez y el humor. Se le nota a Alfredo la querencia hacia el
italiano, bueno hasta las trancas. Tan sencillo e indefenso que no se le
castigó por pregonar algo inaudito: la amabilidad del hombre hacia la vida. No
era Francisco peligroso, ni contestatario, ni proselitista. Ello le salvó de la
herejía. Así lo explica Alfredo Fierro:
"Francisco
sobresale entre los pioneros de la pobreza voluntaria. La iglesia, algo a
regañadientes, pero en acto de justicia poética - o teológica - hubo de
reconocerle como hijo suyo insigne y ejemplo de santidad. La pronta
canonización de Francisco, en 1228, fue, por otro lado, hasta cierto punto, un
truco de neutralización póstuma de su figura ejemplar. También en esto se
manifiesta la astucia de la iglesia, tan hábil al condenar como al elevar a los
altares. Toda ideología minoritaria - como la de la pobreza - y desviada de la
oficial se expone a ser considerada herética. Ahora bien, al no ser posible
anatematizar sin distingos a todos los divergentes, conviene discernir en
ellos: reconocer y canonizar a algunos como santos, reprobar a otros como heréticos.
Esta decisión ha dependido de la sumisión o insumisión ante la autoridad de la
iglesia; y el franciscanismo ha sido aceptado porque fue sumiso (p.207)"
Francisco de Asís es sólo un instante, un espejismo; como antes
sucedió con Juan Bautista, una figura posiblemente de gran enjundia. Su
simiente no ha calado porque no pretendió adoctrinar. El poder estaba bien
guardado, celosamente pensado en un suma teológica que recupera a Aristóteles.
El púlpito centra (hipnotiza) todas las miradas, aún vacío. ¿Cómo no puede
haber verdad si resuena en la grandiosa catedral de Reims? Y sólo desde la
exótica y griega Bizancio, desde los cultos emiratos omeyas, o desde los
scriptorium de los monasterios, la raíz humanística encuentra sustrato en que
sobrevivir. Y gracias. En el siglo XV, con hitos como la caída de Bizancio
(1453), la invención de la imprenta (1450) y la impresión de la Biblia (1456),
renacerá el hombre para el hombre, sin que Dios intervenga como árbitro
necesario.
Nos recuerda Alfredo una anécdota que casi nos pasa desapercibida:
Boticelli pinta a la (bellísima) diosa pagana Venus naciendo del agua. Es el
año 1485.
De nuevo otro instante de luz en el ensayo, esta vez en la página
271, de la mano del príncipe Pico del la Mirandola, quien escribe en 1487 el
manifiesto "la dignidad del hombre". Nace el humanismo como
alternativa; se intenta pensar al hombre y exculparlo. Comienza Pico su obra
desde gran altura:
"He leído en los antiguos escritos de los árabes, padres venerados, que
Abdalá el Sarraceno, interrogado acerca de cuál era a sus ojos el espectáculo
más maravilloso en esta escena del mundo, había respondido que nada veía más
espléndido que el hombre. Con esta sentencia coincide aquella otra, bien
famosa, de Hermes: 'Gran milagro, oh Asceplio, es el hombre'".
Con autores como Pico, Nicolás de Cusa, Lorenzo Valla, Marsilio
Ficino, Erasmo, Montaigne, Vives, Rabelais o Tomás Moro, cambia el prisma del
pensamiento. No en vano:
"Humanismo
significa colocar lo humano y la humanidad, con Protágoras, como noble medida
de todas las cosas (p. 274)"
El cristianismo responde. Primero al cisma protestante,
enrocándose en su dogmatismo papista. Sometida también a los urbanitas aires de
libertad que el humanismo ha provocado, busca en mentes privilegiadas - y no
del todo ortodoxas - como las de Descartes, Grocio, Locke, Spinoza, Laplace,
Rousseau, Kant o Hegel una respuesta racional que justifique el hecho
religioso, cada vez más acorralado; pero nacen voces agnósticas, como las de
Hume, Comte, Feuerbach, Nietzsche o Marx... Es una lucha perdida de antemano,
ya que la ciencia le resta espacio vital a Dios, responde por él a las más
graves preguntas: de dónde venimos, qué somos, cómo pensamos. Copérnico, Galileo, Darwin, Hubble,
Einstein, Mendel, Freud... El hombre encuentra respuestas fiables en la
investigación empírica. El creacionismo es una entelequia que no se estima en
un ardite frente a los descubrimientos provenientes de la paleontología o la
genética. No resiste comparación.
La Tierra se muestra obstinada en su forma casi esférica, y en
girar en torno al Sol.
Queda la fe como religión
del sentimiento, pero:
"No
es seguro, antes bien, es muy dudoso que la emoción ante lo sagrado difiera de
la emoción en presencia del mar o del desierto; que sea diferente la experimentada
en la audición de un oratorio o cantata religiosa y la de un coro de ópera o
cantata profana (p. 449)"
Por último, los avances en neurociencia acorralan a la fe en su
último reducto: el de la misma consciencia. Incluso los éxtasis religiosos se
provocan en los laboratorios activando ciertas zonas de la corteza cerebral. No
hay mística en ello, sólo bioquímica e impulsos eléctricos, como recuerda el
neurólogo Antonio Damasio.
Por sí esto fuera poco, Dios, si existe, debe responder por el
horror del Holocausto. Alfredo Fierro es aquí durísimo:
"El
monoteísmo estricto y en particular el bíblico lo tiene muy difícil para
sobrevivir a la conciencia de las atrocidades de las guerras y los genocidios,
y a la reflexión sobre las catástrofes de la naturaleza (...) El horror (...)
tanto más refuta a un dios - o a Dios - cuanto más poderoso y amoroso se le
suponga (p. 481)"
Si Dios existe, viene a decir, debería rendir cuentas por tanto
dolor.
En definitiva, Alfredo Fierro es, una vez más, contundente:
"Con
el tiempo, la historia pone a cada cual en su lugar. Dos mil años después de
haber vivido queda Jesús devuelto a sus dimensiones propias, relativamente
modestas, no ya esas gigantescas atribuidas y crecidas en todas direcciones:
las de proclamarse Salvador de la humanidad, liberador de los individuos y los
pueblos, de convertirse en ejemplo universal de ser humano, en referente de
pobreza voluntaria, en objeto de una mística de su pasión, de su exaltación, ya
en colmo, hasta hacerle igual a Dios. Queda devuelto y rebajado al nivel de
otras personalidades y narraciones. Sigue siendo posible adherirse a Jesús,
volverse a él, pero como leyenda y símbolo, y a conciencia de ello: de su valor
simbólico, un valor, por otra parte, hoy ya menguante, bien mermado. (p.537)"
Los hechos son tozudos: los seminarios del siglo XXI están vacíos
de vocaciones, y se percibe una laicidad imparable en las sociedades más
avanzadas. Es inevitable: cuesta comulgar con ruedas de molino. Ni siquiera
Alfredo Fierro le concede crédito a intentos de pastoral alternativa, como la teología de la liberación, circunscrita
a un entorno geográfico y socioeconómico, y a una época diríamos, muy
determinados. Los sueños del 68 acabaron germinando en muy poco, por mucha
buena fe y mejor intención que llevaran. No les bastó con tener razón, con
defender un mensaje de verdad y coherencia en la pobreza; a día de hoy, su
presencia es testimonial, inexistente en la jerarquía eclesiástica. Ni siquiera
la figura de Juan XXIII, el Papa bueno,
un hombre que ofreció testimonio de sencillez, buen humor y bondad a lo largo
de su vida, se salva de la crítica de Alfredo. No quiso - o no pudo - Roncalli
conseguir sino un lavado de cara con el Concilio Vaticano II; al final hubo
miedo al cambio.
Finalizo: sólo un necio le negaría al cristianismo un papel
protagonista en el universo de las ideas los últimos dos mil años; pero el
tiempo no juega a su favor. Me atrevo a diagnosticar que los siglos venideros
conservarán del cristianismo su proyección en el arte (música, catedrales,
esculturas), pero desatenderán una moral poco permisiva y una práctica ritual
que pierde arraigo (salvo en manifestaciones puntuales, más folclóricas que
propiamente religiosas).
¿Significa esto la muerte de Dios? No lo creo. No a corto plazo,
al menos. Pero, si bien una mayoría de personas encuentren en Dios (su Dios) un
rescoldo de calor que ofrezca consuelo en lo más íntimo, las sociedades como
ámbitos de convivencia y de ejercicio de libertades están abocadas a la más
absoluta laicidad. No le auguro futuro al púlpito ni al dogma, no mientras
atente flagrantemente contra la igualdad de la mujer, o intente imponer una
moral sexual que se asoma a lo patológico. Tampoco ayuda que se sustente en
vericuetos lógicos difíciles de sostener, como la Santísima Trinidad. O el
pecado original. O la existencia del infierno.
Cristo tuvo su oportunidad, creo yo, desde la pobreza y el amor.
Pero esa interpretación del mito Cristo fracasó repetidamente por intereses
espurios. Y ya es tarde para recuperar al Dios amable. Sólo persiste en
misiones donde religiosos, hombres y mujeres, sacrifican la vida en un servicio
desinteresado hacia los que pasan hambre o necesidad, desoyendo doctrinas
criminales sobre el uso del preservativo como problema moral, y no sanitario.
Puede que sea hora de volver la mirada a la diosa madre. En
"las troyanas" de Eurípides las mujeres hablan con un desgarro
atemporal de la muerte, de la guerra, de los hijos.... De lo que realmente
importa. Y la anciana Hécuba describe a Dios como "quienquiera que tú seas, necesidad de la naturaleza o mente de los
hombres". Lo mismo da. Acaba de enterrar a su marido, a sus hijos;
porta en brazos el cadáver, todavía caliente, de su nieto pequeño, que ha sido
asesinado, despeñado, por soldados; arrancado de los brazos de su madre por
hombres armados.
Dios yace, definitivamente muerto para la esperanza, para el
hombre, en el tierno abrazo de una abuela.
Antonio Carrillo.