Hace 15 años tuve la fortuna de estudiar el
nacionalismo como teoría política en la London School of Economics, en un curso
que impartía James Mayall, uno de los mayores expertos en este tema.
El lema de la L.S.E. "Rerum causas
cognoscere", "entender el
porqué de las cosas", ejemplifica lo que fueron aquéllos meses de
estudio; una inmersión desde la sociología y la política en un fenómeno
complejo, que tiene su origen en el siglo XIX y ha sido fuente de conflictos
desde entonces. Como español, el nacionalismo es un fenómeno que no me resulta
ajeno; soy ciudadano de un país plurinacional, en el que conviven al menos
cuatro sensibilidades nacionales (nacionalidades). Ello tiene su reflejo en el
hecho de que hay cuatro lenguas oficiales en mi país y, como establece la
Constitución de 1978, "La riqueza de
las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que
será objeto de especial respeto y protección".
La Constitución, en un intento por conformar
a todos, creó un entramado complejo. El artículo 2, algo esquizofrénico,
establece que:
La
Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española,
patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el
derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la
solidaridad entre todas ellas.
El Tribunal Constitucional tuvo que poner
orden, y delimitar muy pronto (1981) los límites entre el Estado y sus
nacionalidades:
"La
autonomía hace referencia a un poder limitado. Autonomía no es soberanía -y aún
este poder tiene sus límites-, y dado que cada organización territorial dotada
de autonomía es una parte del todo, en ningún caso el principio de autonomía
puede oponerse al de unidad, sino que es precisamente dentro de éste donde
alcanza su verdadero sentido, como expresa el artículo 2 de la
Constitución".(STC 4/1981)
A pesar de todo el (extenso) cuerpo doctrinal
que ha fijado lo que significa convivir en un estado plurinacional, las
tensiones nacionalistas son constantes, y protagonizan el debate político
español desde hace décadas, sino siglos. Y es lógico que así sea, pues es un
tema de una complejidad sociopolítica enorme.
De todos modos, abandonamos en este punto la
teoría política, que apenas hemos esbozado. No apetece sumar argumentos, en
absoluto definitivos, a un barullo
que parece irresoluble. No nos acercamos, entonces, al fenómeno nacionalista
desde las alturas de la Ley, sino desde unos altozanos más cercanos a la
psicología. Nos interesa no tanto el fenómeno en sí como su asunción por el
individuo como elemento identitario
(perdón por el neologismo) de carácter - a menudo - ontológico.
Nos incumbe, pues, el sentir del sujeto nacionalista, que hace de la territorialidad,
lengua o competencias un asunto trascendente, esencial.
Debo dejar claro desde un comienzo que estas
torpes reflexiones provienen de un individuo (yo mismo) no nacionalista. Era
complicado que tal fortuna encontrara arraigo en un sujeto tan disperso, tanto
en lo relativo a sus orígenes territoriales como en su manera de pensar.
Mi genealogía es asunto que me interesa bastante
poco; apenas bastan dos generaciones para que al menos una de las ramas se
desplace de Andalucía hacia Extremadura. Cien generaciones en mi pasado, podría
encontrar raíces en el ancho horizonte de las estepas del pueblo mongol. En
realidad, poco importa: las identidades llaman siempre al orden cultural, no
racial. No existen las razas en el género humano. Por tanto, lo que me
distingue de cualquier otro homo sapiens
son unas costumbres (y un fenotipo) heredadas tras milenios de evolución,
cultural y natural, en distintos ámbitos geográficos y climáticos. Pero, en
esencia, y esto es importante resaltarlo, los humanos conformamos una sola
especie.
En definitiva: desde la genealogía o la
genética poca respuesta encontramos al sentimiento nacionalista. Es cuestión,
pues, insisto en ello, de raigambre cultural. El nacionalista se alimenta de
una llamada que considera ancestral, un vínculo íntimo con un idioma, una identidad,
un folclore que, en muchos casos, considera amenazado por otra cultura más
(numéricamente) potente; o, en otros casos, por una minoría que buscan
desmembrar la unidad nacional. El nacionalista procura defender lo suyo frente a lo que considera imposiciones
ajenas a su identidad. Distingue, entonces, entre los míos y los otros.
De nuevo me enfrento a una exigencia casi
irresoluble: intentar desentrañar la esencia de un fenómeno que me resulta
ajeno. Me crié en una enorme "ciudad dormitorio" cercana a Madrid.
Crecí en un terreno de aluvión, un lugar de encuentro de emigrantes procedentes
de toda España, conformado por viviendas de ínfima calidad, todas iguales, sin
apenas parques, fiestas patronales o rasgos diferenciadores. En esta ciudad sin
historia, enormes colmenas de protección oficial, regentadas por enormes
porteros automáticos, hablan un único dialecto: el del anonimato.
Mi infancia tiene el aroma de una encrucijada
de caminos, de un tren sin estaciones.
¿Qué consecuencia tuvo esta experiencia en mi
"yo"? Llegados a este punto, conviene que nos apoyemos en una
metáfora.
Imagine: somos células. Usted y yo. Formamos
parte de un todo más complejo, pero nos diferenciamos por una membrana que nos
individualiza. Sin embargo, esta pared, a la vez que nos distingue, nos sirve
de vínculo con lo que nos rodea, porque es una barrera permeable. No puede ser
de otra manera: el aislamiento conduce a la muerte del hombre.
No todo se adentra en nuestro interior, claro
está, pero la comunicación es bastante fluida. El entorno alimenta nuestro
cuerpo y nuestra mente. Hay miles de corpúsculos pululando en el caldo que
resguardamos en nuestro interior; y nos interesa sobremanera las mitocondrias.
Resulta curioso que tengamos A.D.N no humano en ellas. Es una herencia genética
que heredamos de nuestras madres, y se adivina una antigüedad enorme en su
simplicidad formal. En nuestra metáfora de hombres-célula, la mitocondria es el
lugar en el que se almacenan los saberes y costumbres que hemos heredado. Están
en nuestro interior, forman parte de nosotros, nos aportan la energía necesaria
para vivir, pero sus genes no son los nuestros. Son demasiado antiguos como
para seguirles el rastro.
Otros corpúsculos danzan en el caldo de
nuestro interior: nuestra profesión, amores y sentires, memorias y olvidos,
posesiones y pérdidas, rutas trazadas y por afrontar.... Somos complejos, qué
duda cabe, y más aún si tenemos en cuenta que todo este bagaje interactúa con
las otras células que nos acompañan en este viaje que llamamos vida. Nos
hacemos a cada momento trasvasando lágrimas y risas, en una corriente
(simpatía) imparable. Todas las células conforman un supraorganismo palpitante que
denominamos nación.
Pero observe: en lo más profundo de la célula
que es usted se oculta el núcleo, el reducto del "yo íntimo". Su
membrana no es tan permeable, porque lo que guarda en su interior es valioso y
único. ¿En qué consiste? Hay una genética que en parte predispone nuestra vida
desde que nacemos, un sistema operativo que ofrece una coherencia estructural y
funcional al "ser". En nuestro yo más profundo protegemos lo que
consideramos esencial: hijos, ideales, seguridad o cordura se agolpan en este
pequeño cubil, permanentemente alertas a cualquier ataque que nos pueda
desestabilizar.
¿Qué sucede si añado muchos otros factores a
este "yo interior"? Su membrana elástica se estira y agranda para
poder asimilarlos, pero con ello se hace más delgada, se debilita. Si considero
parte de mi esencia asuntos tales como la identidad nacional, si hago del
nacionalismo parte de mi ser, me veré
obligado a luchar por defender la integridad de un "yo ampliado". El perímetro de mi núcleo será demasiado grande,
y puedo agotarme yendo de un sitio para otro, en un intento por resguardar mis
defensas, desatendiendo mientras tanto
asuntos, quizás, más importantes.
Pero, además, hay otro factor a tener en
cuenta. Si la identidad nacional encuentra refugio en las mitocondrias que
flotan en el citoplasma, es más permeable a las experiencias provenientes del
exterior. Es decir, puedo cambiar, aprender o asimilar desde el compartir. Sin
embargo, una identidad nacional resguardada en la seguridad del núcleo corre el
riesgo de anquilosarse en su aislamiento.
Todo lo dicho no deja de ser simples elucubraciones
de un no nacionalista, y no tiene la menor trascendencia. De hecho, es probable
que si hubiera nacido en Cataluña o el País Vasco, mi percepción sería muy
distinta. No hubiese escrito este artículo, sino otro muy distinto, y en otra
lengua.
Somos de donde nos hacemos personas, y ello
nos define.
Si acaso, lo único que importa es el respeto.
El raro ejercicio de la empatía nos hace amables a la diversidad, al
intercambio de ideas. A la curiosidad por el
otro.
Finalmente, no es una historia de buenos y
malos. Es una historia de corazones; y el
corazón tiene razones que la razón ignora.
Antonio Carrillo
Excelente artículo. Comparto contigo numerosos puntos en común al respecto, aunque, como todo, no estoy de acuerdo al cien por cien. De todos modos, me parece sumamente interesante ese "yo ampliado" del que hablas. J. A. Cantos.
ResponderEliminarExcelente!
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