lunes, 25 de mayo de 2015

La escucha: cuarta y última parte


 
 
La escucha cuenta con enemigos poderosos. Pero podemos aportar unos cuantos consejos que nos ayuden a ejercitarla; recomendaciones que nos conviertan en escuchadores activos. Muchos serán consejos de Perogrullo.
 

1. Es importante atender y recordar lo que se nos dice, porque de lo contrario nos enfrascamos en un diálogo de sordos (o de besugos). Es un consejo muy básico, cierto, pero importante. Por infrecuente.

 2. De nada sirve recordar lo escuchado si no se ha comprendido. En ocasiones, antes de responder, es preferible hacer una pregunta sobre el sentido de lo escuchado. Sea humilde; saldrá ganando. 

3. En general, conviene discernir lo que es importante de lo que es accesorio en el mensaje. Es frecuente perderse en las anécdotas y descuidar el fundamento del mensaje; confundir, en definitiva, la forma con el fondo.

 4. Los mensajes no suelen ser unívocos, y el humano - el animal metafórico - utiliza a menudo los llamados “dobles sentidos”, o mensajes ocultos tras una clave más o menos aparente. Somos seres dotados de inteligencia social, y por ello proclives al juego. En la escucha no basta con oír la literalidad de lo que se nos dice; podemos estar entendiendo el mensaje justo al revés.

 5. La comunicación del hominino que llamamos sapiens tiene un componente verbal y otro no verbal. El segundo es tan importante que, en el caso de que se produzcan contradicciones, tendemos a creer más en el gesto o la expresión. En definitiva: no se escucha solo con los oídos; también se escucha con los ojos.

 6. En la escucha debemos adaptarnos a la persona que tenemos delante y a sus circunstancias. Un niño necesitará de nuestra paciencia; una persona deprimida, también. Las condiciones del emisor determinan la calidad y carácter de su mensaje. En algún momento usted agradecerá que otro le ofrezca el apoyo de su paciencia. Do ut des

7. Una de las condiciones más importantes – y difíciles – para la escucha eficaz es la facultad de atender al emisor sin que nos distraigan otros estímulos externos. Es conveniente preparase para la conversación, asegurándonos de que vamos a poder centrarnos en ella sin que las constantes interrupciones corten el hilo de la conversación. Cuando me comunico, dedico todo mi esfuerzo a la única tarea de escuchar y comprender a la otra persona. Todo lo demás, por un momento, queda fuera de mi atención. No sólo apague el móvil en el cine; si un amigo le cuenta un problema, desconéctese del mundo por un rato.

8. Inmersos en el trasiego del inmediato cotidiano, confundimos eficacia con rapidez, y en un ambiente tan competitivo, en el que todos quieren tener la palabra, es normal que aprovechemos un breve resquicio de silencio para empezar a hablar; a veces sin haber pensado demasiado lo que vamos a decir. Pero el problema empieza incluso antes. Es algo normal que cuando escuchamos pensemos al mismo tiempo en la respuesta que vamos a dar. Deseamos entonces que el otro termine cuanto antes para poder hablar nosotros, y no atendemos al final del mensaje que nos llega ¿para qué, si ya sé lo que me va a decir? Incluso empezamos a hablar antes de que el otro haya terminado, no vaya a ser que alguien se adelante. Finalmente, las conversaciones se convierten en una competición por decir más y, a menudo, más alto ¿Les suena?

9. La atención es selectiva, lo venimos diciendo desde el principio, y esto puede ayudarnos a educar la escucha. A menudo, las transacciones son monólogos encubiertos en los que cada uno dice y contesta lo que le interesa, sin tomar en consideración lo que nos han dicho. Podemos, sin embargo, educar la escucha propia y ajena si cuidamos lo que decimos porque tenemos la intención de interesar al otro, de atraer su atención. Podemos hacer un esfuerzo por pensar lo que vamos a decir, hablar estrictamente lo necesario, tener en cuenta a la persona a la que va destinado nuestro mensaje y – esto es básico – debemos procurar no personalizar en nosotros, e introducir menciones al otro, de manera que le resulte más interesante lo que decimos. También es interesante hacer entretenido nuestro mensaje, sin que ello vaya en menoscabo de su rigor y precisión.

10. A menudo los mensajes nos llegan con una fuerte carga afectiva, que pueden distraernos. Una persona enfadada, o triste, condiciona nuestra escucha porque nuestra parte emocional responde antes que la racional. Para evitarlo, deténgase un brevísimo instante antes de responder.  Es usted quien decide el curso de la conversación. Si responde a la agresividad con agresividad, o con miedo, la transacción será inútil. Insista en su adulto, y llame al adulto de su interlocutor. El Niño y el Padre que hay en nosotros no sabe escuchar.

11. En la escucha es importante cuidar las formas, sobre todo si son contradictorias con las intenciones. Es muy común fingir una atención mayor de la que realmente se siente, lo que se traduce en una marea de mensajes no verbales que retratan nuestro engaño. A menudo pretendemos resultar agradables, simpáticos; pero en realidad nos importa un ápice lo que se nos dice. La escucha es una actitud de profundo y sincero respeto e interés. Sea siempre cortés, pero sincero con usted mismo y con los demás. La falsa adulación lleva el ropaje del desprecio.

12. Puede intentar “hacer de espejo” de lo que siente y transmite "el otro". Póngase en su lugar y ejercite ese milagro que llamamos empatía. Sin que se dé cuenta, incluso adoptará los mismos gestos. Su interlocutor se sentirá com-prendido. 
 
Y, si acaso, un último consejo. El más extraño acaso: aprenda a hablar solo. El soliloquio es una forma elaborada de escucha, en la que quien habla y escucha es una misma persona. “Quien habla solo espera hablar a Dios un día”, decía Machado. Sea paciente y amable; con los demás, cierto.

Pero también con usted mismo.

Practique con la lectura; no en una pantalla digital que lo distraiga con mails, búsquedas o juegos. La lectura silenciosa es una forma sutil de escucha que descubrieron los griegos.

Y goce de la suerte que tenemos de seguir despiertos a la vida. A los demás.



Antonio Carrillo

jueves, 21 de mayo de 2015

La escucha. Tercera parte. Los enemigos de la escucha




 
La escucha tiene graves y poderosos enemigos.
Su peor enemigo, por común, es la soberbia. Lejos estamos de la época clásica, en la que los dioses griegos aplicaban severos castigos a los humanos arrogantes y vanidosos; hoy campean despreocupados y fatuos, a menudo escriben libros o participan en tertulias multidisciplinarias, multidimensionales y multitudinarias.
Vivimos tiempos en los que se habla mucho.
El documento Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II muestra su preocupación cuando destaca la soberbia como alimento de la injusticia; una soberbia endémica, que no es patrimonio de unos pocos elegidos, intelectuales, políticos o comunicadores... la soberbia es una enfermedad crónica.
Porque la soberbia se alimenta de la estulticia. La idiotez más lacerante pulula desvergonzada por palacios, despachos, páginas impresas y ondas de radio. El idiota es osado, mediocre y pueril en su argumento. Es peligroso por sordo. 
La palabra "idiota" procede del griego "idios": "uno mismo". El idiota, en la antigua Grecia, era un ciudadano que sólo se preocupaba de sus propios asuntos, y se desentendía de participar y ayudar en el debate y devenir público, de la polis.
Embebido en su soberbia, el idiota sólo escucha el sonido de su propia voz que lo embelesa y atonta. No sabe de la existencia de los otros, que lo complementan.
La soberbia es una afrenta a la educación, al com-partir. Este soliloquio estéril hacia y desde mí mismo nos aísla en un laberinto monocorde; el camino del "yo". Del "mío". Del "para mí".
 
Benavente escribió:
 
En el "meeting" de la Humanidad
millones de hombres gritan lo mismo;
¡yo, yo, yo, yo, yo, yo!...
¡yo, yo, yo, yo, yo, yo!...

¡Cu, cu, cantaba la rana!
¡Cu, cu, debajo del agua!

¡Qué monótona es la rana humana!
¡Qué monótono es el hombre mono!
Y luego: a mí, para mí;
en mi opinión, a mi entender.
¡Mi, mi, mi, mi!

¡Y en francés hoy un "moi"!
¡Oh!, el "moi" francés, ¡ése sí que es grande!
"¡Monsieur le moi!"

La rana es mejor.
¡Cu, cu, cu, cu, cu!
Sólo los que aman saben decir
 
¡Tú!
 
La atención es siempre selectiva ¡qué remedio!, pero la atención del soberbio está extraordinariamente limitada hacia él mismo. A veces puede transmitir una apariencia de interés: es el caso del “condescendiente”; una figura endiosada, siempre dispuesto a ofrecer los mejores consejos, producto de una sabiduría sin par y un profundo conocimiento de la naturaleza humana. La calle está repleta de estos “buenos amigos”, siempre prestos a dar su sincera opinión sobre los problemas ajenos.
 
Tenemos en tales sujetos el ejemplo acabado, definitivo, de soberbia: la figura del triunfador condescendiente, o la del líder incontestado. La del hombre "hecho a sí mismo" ¿Puede haber mayor aberración? ¿Cómo podemos hacernos sino reflejados en los ojos de los demás?

Una vez oí narrar a  un “cuenta-cuentos” una historia interesante:


«Rojo, rojo intenso, azul, morado... y blanco. 

Juan era un niño normal, como cualquier otro. Le gustaba jugar en el recreo con sus amigos e intercambiar la colección de cromos. Nada había de excepcional en la vida de Juan, salvo su padre. El padre de Juan era un hombre que se regía por un único lema: “si no puedes ser el mejor, ni siquiera lo intentes”. El padre de Juan siempre había sido el primero de su clase, con las mejores calificaciones, un triunfador hecho a sí mismo que disfrutaba con la responsabilidad de su trabajo y con las exigencias de una vida admirable y perfecta. Al padre de Juan le gustaba ser siempre el mejor.

Un día Juan llevó a casa un notable en matemáticas. A su padre le resultó increíble que un hijo suyo pudiera haberle fallado de esa manera, y, furioso, tomó la determinación de enviar a Juan interno a un colegio de férrea disciplina. “A ver si todavía podemos hacer de ti alguien de provecho”.

Fue entonces cuando Juan entendió que debía matar a su padre. El problema está en matar a alguien perfecto. Durante semanas no tuvo la más mínima oportunidad, y pronto llegó la noche antes de su marcha. Juan estaba viendo la televisión, y su padre asomó la cabeza por la puerta de la sala.

 “¿Has hecho ya la maleta?”.

“Aún no. Pensaba hacerla después, cuando...”.

“¡Yo ya la habría hecho; estaría preparado para salir mañana temprano! ¡Sube a tu cuarto!”.

Dos horas más tarde, el padre, algo arrepentido, subió a hablar con el hijo.

“Supongo que eres muy joven para entender que esto lo hago por tu bien, pero más adelante me agradecerás que haya sido tan estricto contigo”.

Juan tenía una expresión ausente, algo extraña. Miró entonces a su padre, y dijo:

“Papá, ¿puedo pedirte una última cosa? “.

 “Claro, hijo.”

 “¿Querrías jugar conmigo a algo?”

“¿Jugar?; bueno, siempre que sea corto”.

“Verás, papá. Te apuesto a ver quién de los dos aguanta más tiempo sin respirar”.

 
Y rojo, rojo intenso, azul, morado... y blanco.»

 
La escucha nace de la generosidad, antes que de la conveniencia. La "escucha humanística", como actitud vital,  consiste en escuchar, no en recabar información para luego opinar. Lo que la otra persona agradece es que atiendas a sus quejas, dudas o inquietudes; no que le ofrezcas una alternativa o consejo. Madelyn Burley-Allen reproduce una carta anónima que le enviaron por correo:

«Cuando te pido que me escuches y empiezas a darme consejos, no haces lo que te he pedido. Cuando te pido que me escuches y empiezas a explicarme por qué no debería sentir de ese modo, me hieres en mis sentimientos. Cuando te pido que me escuches y te crees en la obligación de hacer algo para resolver mis problemas, me decepcionas, aunque parezca extraño.

¡Escucha! Lo único que te pido es que me escuches, no que hables o que hagas algo, sino que me oigas. Los consejos son baratos. Con veinte centavos me compro los de Dear Abby y los de Billy Graham, que vienen en el mismo periódico.

Cuando haces por mi algo que puedo y debo hacer yo solo, no haces sino reforzar mi temor y mi sensación de ineptitud: pero cuando aceptas el hecho de que siento lo que siento, por muy irritante que sea, entonces puedo dejar de insistir en convencerte y pasar a tratar de comprenderlo.

Los sentimientos irracionales tienen sentido cuando discernimos lo que hay tras ellos. Y cuando esto queda claro, las respuestas resultan obvia y no necesito consejo. Quizás esta es la razón de que a algunas personas le sirva la oración en ciertas ocasiones, porque Dios es silencioso y no da consejos ni intenta resolver nada. Dios no hace más que escuchar y dejar que uno descubra por si solo las soluciones.

Así que, por favor, escucha sin más. Si deseas hablar, espera un momento a que te llegue el turno, y entonces yo te escucharé.»

        
Posiblemente sólo haya un acto de soberbia mayor que el no escuchar, y éste sea el escribir. Según parece, una vez le preguntaron a Apolonio por qué no había escrito nada sobre lo mucho que sabía; y él contestó con un argumento extraño:

«porque aún no he guardado silencio».

Es tiempo de callar, pues.

Antonio Carrillo

jueves, 14 de mayo de 2015

La escucha. Segunda parte




A través de la escucha, aprendemos.
El cantautor argentino Alberto Cortez lo explica:

«Que suerte he tenido de nacer
para callar cuando habla el que más sabe.
Aprender a escuchar, esa es la clave,
si se tienen intenciones de saber.»


Además, la escucha es una herramienta con la que doy a entender a la otra persona que tiene algo interesante que decir, se respeta con silencio su opinión. Las expectativas que jefes o profesores tienen con un alumno o subordinado condicionan el rendimiento de éstos, y por ello resulta útil, beneficioso el hábito de escuchar a la persona, de cuidar por la autoestima ajena.
 
Hace muchos años se realizó un curioso experimento en los EEUU; por medio de test se midió el cociente de inteligencia de una clase, y se dividió en dos grupos: los del cociente más alto y los del más bajo. Sin embargo, el experimento realmente consistió en dar la información a los profesores justo al revés: los más listos tenían en realidad un cociente menor, y viceversa. Se pidió a los profesores que no tuviesen en cuenta el dato, que lo olvidasen. Sin embargo, al cabo de cinco años se repitieron los test. Los niños con un cociente menor habían subido, y los que dieron un cociente alto en el primer test habían descendido en su rendimiento.
 
Insisto: las expectativas que ponemos en hijos, amigos o empleados condicionan - aun sin saberlo - su rendimiento. Por eso la escucha es, fundamentalmente, el alimento de la dignidad del otro.

La escucha es el método más eficaz para conocer la raíz de los problemas; pero no sólo se debe bucear en la palabra. A menudo, la respuesta se oculta en los silencios. Muy especialmente con los niños.
 
Es una lástima que a los niños se les escuche poco, y que apenas se aliente la conversación con-sentida.

Ante las dificultades, las personas que deben tomar decisiones muestran su habilidad social y su inteligencia emocional si consultan y prestan atención a lo que dicen las personas involucradas. Los médicos deben escuchar a las enfermeras y los arquitectos a los oficiales de obra. Todos debemos escucharnos, unos a otros, porque nadie está en posesión de toda la verdad ni de un saber absoluto.
 
Los necios tan sólo se escuchan a sí mismos.

Aún hay más, si me lo permiten. Ante el castigo o el reproche, la escucha atenta y previa es un antídoto contra el prejuicio. Además, si la persona concernida se sabe escuchada, estará más dispuesta a aceptar el castigo. 

He descubierto, con los años, un fenómeno asombroso: la escucha fomenta la autoestima propia de quien escucha. El escuchante domina el manejo de una herramienta extraña a un mundo de habladores, y así realiza un descubrimiento fascinante: los demás acuden prestos a quien sabe escuchar. No a quien gusta de dar consejos ni resolver problemas.
 
Son muy atractivas las personas educadas en el arte de la escucha.

Esto trae a mi memoria un consejo de un sabio; el remedio infalible para encontrar el amor: "si quieres ser amado, ama"

Finalmente, con la escucha atenta obligo al otro a que me escuche una vez haya acabado de hablar. Si yo lo he escuchado, se sentirá más dispuesto a guardar silencio y a atender lo que yo tenga que decir.
 
Si escucho, seré escuchado.
 
Antonio Carrillo

lunes, 11 de mayo de 2015

La Escucha. Primera parte


 


«Aprender a discutir, a refutar y a justificar lo que se piensa es parte irrenunciable de cualquiera educación que aspire al título de “humanista”. Para ello no basta saber expresarse con claridad y precisión (aunque sea primordial, tanto escrito como oralmente) y someterse a las mismas exigencias de inteligibilidad que se piden a los otros, sino que también hay que desarrollar la facultad de escuchar lo que se propone en el palenque discursivo. No se trata de patentar una comunidad de autistas celosamente clausurados en sus “respetables” opiniones propias, sino de propiciar la disposición a participar lealmente en coloquios razonables y a buscar en común una verdad que no tenga dueño y que procure no hacer esclavos.»

Fernando Savater. El valor de educar.

 
En los sesudos – y caros – seminarios de Recursos Humanos, es norma empezar preguntando por las razones de insatisfacción en el trabajo; y, en una proporción sorprendente, la mayoría de los intervinientes se lamentan por la falta de comunicación: “no hacen lo que pido”, “no se me atiende cuando tengo un problema”, “nadie me tiene en consideración si expreso una idea”...
 
El problema es lo suficientemente grave como para haber hecho de la consultoría en comunicación un negocio próspero. En cualquier ciudad hay un amplio surtido de cursos de oratoria, técnica escrita, o incluso habilidades de lectura rápida. Sin embargo, apenas si se tiene en consideración lo que es la clave de la comunicación eficaz: la escucha activa.

Desde nuestros inicios, aprendemos escuchando e imitando lo que vemos. El lenguaje, nuestro aprendizaje más elaborado y sorprendente, es fruto de la escucha; y sólo después, pasados unos años, desarrollamos las capacidades de lectura y escritura.
 
Aprendemos entonces primero escuchando y después hablando, y sólo en tercer y cuarto lugar leyendo y escribiendo. Pues bien, lo sorprendente es que a un niño se le educa justamente al contrario: primero a escribir, después a leer y a hablar, y sólo en último lugar a escuchar. Lo más importante se relega al final, se obvia como se olvida lo evidente; y es que se confunde escuchar con oír, lo segundo una facultad animal innata.
 
Lo primero, escuchar, una cualidad humana que necesita de aprendizaje, entrenamiento y constancia.

Hay más: para escribir y leer me valgo conmigo mismo, pero para escuchar hace falta que seamos dos, y la cosa se complica. El ejercicio de este arte – porque de un arte se trata – a menudo es impredecible, y es necesario adaptarse a las circunstancias: los otros son muchas veces repetitivos, aburridos o soberbios, y apetece desconectar de lo que nos dicen, dejando si acaso un pequeño rastro de consciencia por si se nos pregunta. Nos convertimos en “escuchadores” de mirada bovina, en apariencia atentos, pero en realidad ausentes.
 
¿Cómo hemos desarrollado esta tendencia a la sordera amable?

Primero, lo hemos dicho, no recibimos formación alguna en la escucha, a la que consideramos como una facultad innata. Pero, además, durante los últimos decenios hemos descubierto una forma nueva de escucha solitaria y despersonalizada: la televisión y la radio.

Usted está sentado delante de la televisión, escuchando a un locutor durante el noticiario del mediodía. Desde luego son dos, el locutor y usted, pero el periodista no se está dirigiendo directa y únicamente a usted, sino a una masa sin rostro, a una audiencia anónima y millonaria. Esta despersonalización le ofrece al espectador unas ventajas evidentes: si la emisión le resulta aburrida, puede cambiar de canal sin que el presentador se sienta ofendido por ello, lo mismo que en la radio cambiamos de emisora o abandonamos la lectura de un libro.
 
Acostumbrados a esta lucha entre el mando a distancia y el aburrimiento, se ha asentado un hábito malsano por el que a menudo escuchamos sin atender, despistados o ausentes, y mostramos tener muy poca resistencia al aburrimiento.
 
El tiempo se ha convertido en un bien valioso, por escaso, y no podemos permitirnos el lujo de malgastarlo en algo que no nos interesa o incumbe muy directamente. Las prisas suelen abotargar la escucha, y la comunicación se ve constreñida por unas exigencias de eficacia difíciles de cumplir. La televisión es un foco de información amable, porque ni se enfada ni contesta, porque nos ofrece una realidad en la que podemos sentirnos protagonistas. Hay una desproporción enorme entre el esfuerzo de atención y la cantidad y calidad del mensaje recibido; y las noches ofrecen en todos los hogares esa luz tambaleante e hipnótica de la pantalla iluminada.
 
Luego, ya en la dureza cegadora de la luz del día, fuera del hogar, ejercitamos una escucha impaciente, pensando las respuestas antes de que el otro haya acabado de hablar, o distraídos en otras cosas que creemos más interesantes.
 
No importa: en un mundo de sordos funcionales, lo adaptativo puede ser pensar en uno mismo y desatender a los demás; si algo nuevo tengo que saber, ya me lo dirá la televisión.
 
Los otros no tiene la gentileza de comunicarse en titulares, con la brevedad urgente de un mensaje en el móvil. Se adornan con metáforas, nos aturden con mensajes no verbales y pretenden ser sujetos en vez de objetos.
 
Pretenden ser personas.
 
Antonio Carrillo
      

viernes, 1 de mayo de 2015

El país de los sueños


 
 
Hay un país sin fronteras,

un territorio sin amos,

sin himnos, dioses o leyes,

sin presos, muros ni esclavos.

 

 

En el país de los sueños

todo se vuelve más claro,

el corazón se alimenta

de lo que estamos soñando.

 

 

Recuperamos el nombre

que de niños nos negaron.

Es el país del orgullo

de los más necesitados.

 

 

En el país de los sueños,

en un rincón apartado,

un solitario se encoge

para sentirse más sabio

 

 

En el país de los sueños

he caminado, despacio,

por una orilla de besos

y un leve roce de manos.

 

 

En el pais de los sueños

a menudo estoy callado.

Es el hogar del silencio

cuando se hace necesario.

 

 

En el país de los sueños

tengo a mi perra esperando,

está mi padre durmiendo,

y no quiero despertarlo.

 

 

Hay un notario que sueña

su sueño de ser payaso,

un profesor sin materias

y una verbena en mi barrio.

 

 

En el país de los sueños

hay un jazmín en tu patio,

y un militar que deserta

porque no quiere hacer daño.

 

 

Es el lugar de la magia,

de los versos más amargos,

de los buenos chistes nuevos

y los viejos chistes malos.

 

 

En el país de los sueños

siempre se anda descalzo.

Es un lugar sin promesas

y es el descanso del llanto.

 

 

En el país de los sueños

es donde vivo a diario.

Me quieren dar más pastillas

para poder olvidarlo.

 

Es mi país de los sueños.

Es lo que soy.

Lo que canto.

Antonio Carrillo