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sábado, 22 de agosto de 2015

Infierno y vacío.




No sabemos cuándo se produjo el despertar de la conciencia, el momento más trascendente de la historia del género Homo, pero es seguro que impuso sobre nuestros pequeños hombros el insoportable peso del final. La conciencia de Ser, de Existir, lleva implícita la certidumbre de la muerte.

Desde entonces, el hombre conjura su miedo revistiendo la muerte de trascendencia. Los enterramientos rituales presuponen la existencia de un alma que sobrevive al cuerpo, de una vida después de la muerte. Si no se piensa así, la vida resulta, sencillamente, incomprensible. La muerte de un hijo ansía un leve consuelo en la certeza de que volveremos a abrazarlos y consolarlos en algún momento, que no ha sido un "adiós", sino un "hasta luego". En un conocido entierro Neanderthal, una niña pequeña aparece inhumada junto a unos pétalos azules ¿Los puso su madre? ¿Su padre? ¿Acaso lo hizo el viento?  

¿Qué nos depara el destino? Como hemos dicho muchas veces en este blog, la respuesta dependerá de lo que dicte nuestra cultura, nuestro ámbito doctrinal. La primera civilización de la historia, la sumeria, nos habla de kur, una tierra subterránea de la que no se puede volver. En ella encontramos un río y un barquero (una constante el río infernal: el infierno maya, el Xibalbá, implica un descenso a cuatro ríos), y una existencia eterna en soledad. El mito sumerio omite todo suplicio, castigo o daño; pero el inframundo mesopotámico está vacío de afectos, de consuelo. El hombre no ve al amigo, la madre no vuelve a acariciar al hijo ni el marido podrá besar una vez más a su esposa. Incluso los reyes se ven atrapados en esta desalentadora nada. Desde el comienzo de los tiempos históricos, aparece el pánico al vacío. A desaparecer.

La muerte es la antesala del olvido.

La mitología egipcia, al menos, permite que el alma se someta al juicio de Osiris, el mito preferido de mi hijo Jacobo. En una balanza se sopesan la moralidad del difunto (representada por su corazón) y la justicia ( la pluma de la diosa Maat). Dependiendo del veredicto de Osiris, el alma ascendía al paraíso o Aaru (también Yeru, que de las dos formas lo he visto escrito); o, en su caso, era devorada por Ammit, un ser con cabeza de cocodrilo, torso de león y piernas de hipopótamo. Esto significaba su fin. No hay, pues, un suplicio eterno, como no lo había en Mesopotamia; pero la vida debía de ser realmente virtuosa si se quería ascender al Aaru, que se suponía reservado para unos pocos privilegiados. Para los demás, no hay nada. Como en la mitología mesopotámica, a la mayoría la muerte les depara el vacío. De nuevo el olvido.

Hasta al menos el siglo V a.C. no encontramos una primera aproximación a la culpa en vida y el correspondiente castigo eterno tras la muerte. Habrá que esperar a la aparición del tártaro para que el infierno, tal y como lo entendemos, haga acto de presencia. Según antiguas fuentes órficas. el tártaro sería la «cosa» ilimitada que existió primero, antes de nacer el Cosmos. Es decir, el tártaro es una manifestación de la hybris, del desorden. El infierno es el caos. La falta de equilibrio.

Escritos posteriores definen el tártaro, de manera más concreta, como un profundo abismo situado en el hades, el mundo de los muertos. En lo más profundo estaban encerrados los titanes y algunos grandes criminales, como Sísifo, Ixión o Tántalo. Todos sufren un castigo eterno, y la pena impuesta se adecua al crimen cometido en vida. Pero son pocos los condenados a tal suplicio. ¿Qué sucede con la mayoría? ¿Qué nos depara la muerte a los demás?

Unos pocos privilegiados disfrutarán de su apoteosis, palabra griega que significa "estar con Dios". Un puñado de hombres virtuosos podrían disfrutar de la paz florida de los Campos Elíseos, y se solazarán en una eternidad de gozo. Pero, una vez más, hablamos de una minoría. La gran mayoría no son condenados al tártaro ni pueden acceder a las gracias del Olimpo. Entonces, de nuevo, ¿dónde acabamos la "gente normal" tras la muerte? ¿Qué recompensa le depara la mitología griega a una vida mediocre?

El premio por una vida equilibrada es un deambular perpetuo por la Llanura de Asfódelo. Los autores nos la describen como un paisaje fantasmal, inmerso en una bruma permanente, en el que lánguidos árboles inclinaban sus ramas hasta el suelo. No hay día ni noche, sino un continuo crepúsculo en el que se adivinan sombras y se pierde fácilmente la noción del tiempo y del espacio.

Se niega todo contacto sensorial con la realidad, como si se estuviera en manos de torturadores; incluso el oído sufre por un rumor incesante; el que causan todas las almas hablando al mismo tiempo, en un soliloquio incesante. Estos espíritus, que se arrastran como fardos chejovianos, perdida toda individualidad, sólo podían recuperar un leve instante de consciencia si un familiar vivo acudía a un templo y ofrecía un sacrificio de sangre.

Terrible.

Poco más tarde, casi al mismo tiempo, aparece con fuerza un cuerpo doctrinal extremadamente original: el monoteísmo judío. Aunque el faraón Akenatón había realizado un breve intento de revolución monoteísta mil años antes, con su culto al dios Aton, los judíos son los primeros que realmente evolucionan de una pluralidad de dioses a un Dios único; y además fijan su doctrina en un libro que recoge, en ocasiones de manera contradictoria o confusa, la palabra de Dios. Los primeros pasajes de la Biblia muestran esta indeterminación en el hecho de que haya dos versiones diferentes sobre la creación del hombre; y en ocasiones se nombra a Dios utilizando una forma plural, Elohim, aunque seguida de verbos o adjetivos singulares.

Esta inconsistencia se explica porque durante el siglo VI a.C. algunos miembros de la élite judía fueron esclavizados en Babilonia. Cuando al cabo de 70 años se reencontraron los exiliados con los que habían permanecido en Jerusalén, hubo graves diferencias de interpretación. En parte, la necesidad de acordar un mínimo común doctrinal motivó que se pusiera por escrito lo que hasta ese momento habían sido una tradición únicamente oral.

La Biblia nos habla de un pueblo peculiar, que ha establecido un contrato con su Dios único, con una terrible cláusula de penalización, el infierno, y un impedimento grave desde el inicio, la existencia del pecado original cometido por Adan. A menudo, los encuentros entre Dios y su pueblo elegido distan mucho de ser amables. El Antiguo Testamento, en su mayor parte, no es un relato apto para menores.

Un inciso: a pesar de lo que acabamos de decir, es cierto que muchos pueblos antiguos politeístas también poseen relatos de un trato familiar con sus dioses, que se rompe por cometer el hombre una imprudencia: los brahmanes, por ejemplo, cuentan que el primer hombre come de un árbol sagrado y cae en desgracia. (El árbol, por cierto, surge en multitud de ocasiones, como en el mito del pueblo chileno mapuche y el árbol del canelo; también en la mitología nórdica, en la que hombre y mujer son creados de sendos troncos de árboles situados en una playa).

Resulta abrumador comprobar la coincidencia de mitos y arquetipos humanos: en la religión persa que tiene su origen en la figura de Zoroastro, en concreto en su relato Avesta, Dios castiga la primera mentira. En el mito maya Popol Vuh los dioses castigan al hombre con una sombra que sólo les permite ver lo inmediato, por haber pretendido saber demasiado y convertirse así en dioses (árbol de la sabiduría). Hay otro mito persa, el Bundehes, en el que se seduce a la primera pareja humana a comer frutos prohibidos. Por su parte Biamé, el gran dios aborigen australiano, creó al hombre y a la mujer del barro, pero les prohibió comer animales. Sus criaturas incumplen la orden durante una época de sequía y dan muerte a un canguro obligados por el hambre. Biame, implacable, los castiga con presenciar la primera muerte de un ser humano. Por último, en la epopeya sumeria de Gilgamesh, uno de los relatos más antiguos de la humanidad, una serpiente le hace perder al protagonista la "hierba de la vida."

"Barro", "serpiente", "fruta prohibida", "árbol de la sabiduría"... no son mitos cuyo origen se encuentre en un solo libro. Después de 70 años de esclavitud y cientos de años de contactos, ¡cómo no iba a ser permeable el imaginario cultural judío a la milenaria cultura mesopotámica! ¿Le quita esto verosimilitud al relato literal de la Biblia? Podría pensarse que así es; pero por otro lado es fascinante que los mismos arquetipos (como el del diluvio universal) se repitan en lugares tan lejanos, unos de otros, como Australia, Centroamérica o Europa ¿No les parece?

Volvamos: el trato con Dios y el pecado original traen implícito el castigo: Gehenna, el infierno, es un lago de fuego en el que las almas de los que han abandonado a Dios (los que incumplen el contrato) arden eternamente. Esto sí parece ser una novedad: el sufrimiento eterno tras la muerte para los impíos. ¿Acaso ya no hay vacío en la Biblia? ¿Ha desaparecido la llanura de Asfódelo? ¿Al hombre ya no le aterra el olvido?

No lo parece si se lee el "Libro de Job", en donde su protagonista, tras haber sufrido las mayores calamidades, se lamenta diciendo:


"Acuérdate que mi vida es un soplo, 
Y que mis ojos no volverán a ver el bien. 
Los ojos de los que me ven, no me verán más; 
Fijarás en mí tus ojos, y dejaré de ser. 
Como la nube se desvanece y se va, 
Así el que desciende al Seol (hades) no subirá; 
No volverá más a su casa (...)

¿No son pocos mis días? 
Cesa, pues, y déjame, para que me consuele un poco, 
antes que vaya para no volver, 
a la tierra de tinieblas y de sombra de muerte; 
Tierra de oscuridad, lóbrega, 
como sombra de muerte y sin orden, 
y cuya luz es como densas tinieblas. (...)

Mas el hombre morirá, y será cortado; 
Perecerá el hombre, ¿y dónde estará él? 
Como las aguas se van del mar, 
Y el río se agota y se seca, 
Así el hombre yace y no vuelve a levantarse (...)

Pusieron la noche por día, 
Y la luz se acorta delante de las tinieblas. 
Si yo espero, el Seol es mi casa; 
Haré mi cama en las tinieblas. 
A la corrupción he dicho: Mi padre eres tú; 
A los gusanos: Mi madre y mi hermana. 
¿Dónde, pues, estará ahora mi esperanza? 
Y mi esperanza, ¿quién la verá? 
A la profundidad del Seol descenderán, 
Y juntamente descansarán en el polvo."


Luego se arrepentirá de sus palabras, y Dios le recompensará con una vida larga y próspera. Pero queda en su lamento la idea del vacío, de la nada tras la muerte: "dejaré de ser", "haré mi cama en las tinieblas".

De nuevo en Eclesiastés 9 encontramos un trasunto claro del "carpe diem" de Horacio:


"Aún hay esperanza para todo aquél que está entre los vivos; porque mejor es perro vivo que león muerto.

Porque los que viven saben que han de morir: mas los muertos nada saben, ni tienen más paga; porque su memoria es puesta en olvido.

También su amor, y su odio y su envidia, feneció ya: ni tiene ya más parte en el siglo, en todo lo que se hace debajo del sol.

Anda, y come tu pan con gozo, y bebe tu vino con alegre corazón: porque tus obras ya son agradables á Dios.

En todo tiempo sean blancos tus vestidos, y nunca falte ungüento sobre tu cabeza.

Goza de la vida con la mujer que amas, todos los días de la vida de tu vanidad, que te son dados debajo del sol, todos los días de tu vanidad; porque esta es tu parte en la vida, y en tu trabajo con que te afanas debajo del sol.

Todo lo que te viniere á la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas; porque en el sepulcro, adonde tú vas, no hay obra, ni industria, ni ciencia, ni sabiduría."


Pero en mi opinión, el pasaje más oscuro y terrible de la Biblia es el Salmo 88. En él, una voz cansada y asustada se agita en un estertor de pánico ante el vacío y la oscuridad. Es, sin lugar a dudas, una obra maestra literaria, que nos acongoja profundamente:




"¡Señor, mi Dios y mi salvador,
día y noche estoy clamando ante ti:
que mi plegaria llegue a tu presencia;
inclina tu oído a mi clamor!
Porque estoy saturado de infortunios,
y mi vida está al borde del Abismo;
me cuento entre los que bajaron a la tumba,
y soy como un hombre sin fuerzas.
Yo tengo mi lecho entre los muertos,
como los caídos que yacen en el sepulcro,
como aquellos en los que tú ya ni piensas,
porque fueron arrancados de tu mano.
Me has puesto en lo más hondo de la fosa,
en las regiones oscuras y profundas;
tu indignación pesa sobre mí,
y me estás ahogando con tu oleaje.

Apartaste de mí a mis conocidos,
me hiciste despreciable a sus ojos;
estoy prisionero, sin poder salir,
y mis ojos se debilitan por la aflicción.
Yo te invoco, Señor, todo el día,
con las manos tendidas hacia ti.
¿Acaso haces prodigios por los muertos,
o se alzan los difuntos para darte gracias?

¿Se proclama tu amor en el sepulcro,
o tu fidelidad en el reino de la muerte?
¿Se anuncian tus maravillas en las tinieblas,
o tu justicia en la tierra del olvido?
Yo invoco tu ayuda, Señor,
desde temprano te llega mi plegaria:
¿Por qué me rechazas, Señor?
¿Por qué me ocultas tu rostro?
Estoy afligido y enfermo desde niño,
extenuado bajo el peso de tus desgracias;
tus enojos pasaron sobre mí,
me consumieron tus terribles aflicciones.
Me rodean todo el día como una correntada,
me envuelven todos a la vez.

Tú me separaste de mis parientes y amigos,
y las tinieblas son mis confidentes."

Espeluznante ¿no es cierto?

La voz del hombre que desgarra su garganta en el salmo 88 es la de alguien que se aferra a sus últimos momentos de conciencia antes de caer en "la tierra del olvido". En el vacío. En la nada. Y lo hace con un lamento premonitorio: "¿Acaso haces prodigios por los muertos, o se alzan los difuntos para darte gracias?".


Unos siglos más tarde surge la figura de Cristo, que supone una auténtica revolución en el mundo judío. Al postularse como el profeta que el pueblo judío esperaba, Cristo envía un mensaje claro: la espera del pueblo judío ha llegado a su fin. El juicio final será inmediato. El contrato con Dios está próximo a resolverse.

Las primeras comunidades cristianas viven en esta euforia que supone la certeza de que Jesús se ha hecho hombre para salvarnos, e indicarnos el camino hacia Dios Padre. Las comunidades se alimentan de esta certeza que llamamos parusía; la espera inminente del regreso de Jesús, anunciado por Él mismo.

Pero la euforia se templa con el paso de los decenios, de los siglos, y la iglesia debe evolucionar y adaptarse a un entorno sociopolítico complejo. Por de pronto, se ha convertido en la iglesia oficial de un mundo, el de la "pax romana", que se desmorona; Alarico, al mando de un ejército visigodo, saquea Roma el año 410, lo cual significa la rúbrica del final de una época. Mientras tanto, en el seno de la iglesia hay serias divergencias sobre aspectos fundamentales del dogma, en concreto entre la escuela de Alejandría y la de Constantinopla. En lo que nos interesa, surgen dos interpretaciones sobre el infierno y el pecado original que se muestran irreconciliables: la de Orígenes y Pelagio, por una parte, y la de San Agustín, que es la que finalmente acabará imponiéndose .

Orígenes, alumno de Clemente de Alejandría es, probablemente, la primera gran inteligencia entre los antiguos padres de la iglesia católica del siglo III. Gran estudioso y filósofo, proponía la misma filosofía como una suerte de anticipo del cristianismo (aunque lo hacía con menos entusiasmo que su mentor). No en vano, muchos cristianos vieron en los neoplatónicos (Plotino) y en el mismo Platón un anticipo del cristianismo.

Este helenista eminente se centra en el mensaje de Jesús "Dios es amor". En concreto, le interesa su infinita misericordia, y la circunstancia de que Jesús se postulara como redentor de todos los hombres, a costa de su propia vida. Si esto es así, necesariamente debemos hablar de una "apocatástasis", una restauración: en el fin de los tiempos, todos, pecadores y no pecadores, volverán a ser uno con Dios. Como Orígenes afirma:

"La redención operada por Cristo tuvo por finalidad la restauración de todas las cosas; sin duda alguna, esta redención hace sentir paulatinamente su eficacia hasta el punto en que nadie será salvado contra su voluntad. El mal no puede prevalecer con el dominio del mundo; si Dios lo permitió fue con vistas al bien; por tanto, las mismas penas de los demonios y condenados en el infierno no tienen otra finalidad que servir de enseñanza y de medicina"

En definitiva: la infinita bondad de Dios, presente en Cristo, hace ilógica la existencia de un infierno eterno.

Pelagio, por su parte, refleja una importante influencia de la filosofía estoica. Este monje británico negaba la existencia del pecado original, y no entendía de la necesidad del bautismo. Además, opinaba que la salvación no tenía que ver con la gracia recibida, sino con obrar bien siguiendo el ejemplo de Jesús. Su sentido común le obliga a decir que Adan habría muerto, incluso aunque no hubiera pecado. De hecho, el pecado cometido sólo lo perjudicó a él, no a la humanidad entera. En el caso concreto de los niños recién nacidos, éstos se encuentran en el mismo estado que Adán antes de la caída. Además, no sólo el evangelio, también la Ley mosaica es una guía válida para la salvación. Pelagio afirma que antes de la venida de Cristo tuvo que haber hombres que se mantuvieron sin pecado; es decir, antes de Cristo hubo hombres y mujeres buenos.

Frente a tanto "optimismo antropológico" surge la influencia de la doctrina maniquea en la enorme figura del obispo de Hipona, San Agustín. Logró imponer su criterio sobre la doctrina cristiana con respecto al pecado original en el concilio de Cartago, en concreto en 8 cánones, entre los que destacamos:

La muerte no vino para Adán por necesidad física, sino a través del pecado.

Los niños recién nacidos deben ser bautizados a causa del pecado original. Es decir, la condición de "naturaleza caída" (natura lapsa) se transmite a cada uno de los nacidos tras la expulsión del Edén.

La gracia justificante no sólo vale para perdonar los pecados pasados sino que ayuda a evitar los pecados futuros.

La gracia de Cristo no sólo permite conocer los mandamientos de Dios sino que también da fuerza a la voluntad para ejecutarlos.

Sin la gracia de Dios no es tan sólo más difícil, sino absolutamente imposible, realizar buenas obras.


Todo este cuerpo doctrinal, que nace en San Pablo, se consolida en San Agustín y adquiere todo su rigor con Santo Tomás (vaya tres inteligencias), protagonizó recientemente la catequesis de Juan Pablo II bajo el título: "El Infierno como rechazo definitivo de Dios":

"El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría."

Por eso, la «condenación», no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación», consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado."



En definitiva: existe el infierno, consecuencia del libre albedrío concedido por Dios al hombre. Como afirmaba San Agustín, no puede haber salvación para quien se aleja de Cristo. Este asunto no es en absoluto baladí si usted vive en un país católico y percibe un progresivo avance de la secularización, el divorcio y los matrimonios civiles.

El vacío de la antigüedad desaparece; era un signo propio de los tiempos politeístas. En esta época de monoteísmo militante existe la culpa - el pecado original, de hecho -, y no se puede alcanzar la "apoteosis" con una vida honorable si no es abrazando la Fe de Cristo.

Orígenes o Pelagio, que pudieron haber abierto otra senda más "amable" de la doctrina cristiana, fueron finalmente rechazados. La catequesis de Juan Pablo II y Benedicto XVI es inequívoca en este sentido.

En definitiva, y después de tantas palabras leídas ¿qué podemos afirmar que hay después de la muerte? ¿El vacío de Asfódelo? ¿El perdón amable de Orígenes? ¿El infierno de San Agustín? ¿Acaso habrá tras la muerte lo que había antes de nacer? ¿Qué sentido tiene la muerte para el ser humano?

Será motivo de otro artículo, en el que hablaremos del libro "El ser y la muerte" de Ferrater Mora.

Pero, como entenderán, lo que vamos a aportar serán hipótesis.

Nos falta información de primera mano.

Por fortuna.

Por ahora.



Antonio Carrillo Tundidor

Infierno en la noche.




Primer movimiento: el incendio.


La noche del 13 de junio de 1493 se declara un pavoroso incendio en la ciudad de Hertogenbosch, en la región de Brabante, al sur de Holanda. El incendio, que comenzó en un pajar, se extiende rápidamente, y enormes lenguas de fuego acaban con 4.000 casas y 643 almas.

Observamos una breve figura de 12 años detenida en medio de la calle. El niño Hyeronimus Van Acken ve morir abrasados a vecinos y amigos.

La población hace lo imposible por prestar auxilio, pero es inútil. El fuego ahoga todo intento por ayudar. Sólo se escuchan los gritos en la noche de mujeres, hombres y niños quemados vivos.

El abuelo de Hyeronimus advierte que el niño lo está viendo todo, y lo refugia de los gritos en casa. Pero ya es tarde: sus ojos (su alma) han visto demasiado.



La noche siguiente al incendio, el abuelo observa a Hyeronimus en la soledad de su cuarto; ha estado callado todo el día, y ahora pinta sobre unas tablas. Cuando su abuelo se acerca, le sobrecoge lo que ve: una escena infernal. Extraños seres, vestidos de negro, amontonan en carretas los pedazos de carne chamuscada de los muertos. De alguna manera, la madera transpira el olor ocre de la tragedia vivida.

Cuando el niño observa la reacción asustada de su abuelo le dice que no volverá a pintar nada parecido. Pero el anciano lo tranquiliza: lo que este niño plasma sobre la madera emana una enorme fuerza interior. Nunca antes se habían manifestado con tanta fuerza los oscuros recovecos del subconsciente, las imágenes de las que están hechos los sueños más profundos.

Un niño de 12 años había dibujado el horror puro del incendio, la esencia de la muerte y el miedo.

Poco sabemos de la vida de Hyeronimus Van Acken. Vivió una época turbulenta, de grandes cambios. La edad media agoniza, pero en las ciudades siguen funcionando los gremios; y la familia de Hyeronimus es una familia de pintores. Sin embargo, el privilegio de usar el apellido familiar le corresponde al primogénito. Hyeronimus decide entonces firmar su obra con el nombre de su ciudad (Den Bosch), y será conocido desde entonces como "El Bosco".

Su obra ocupará un lugar preeminente en la historia de la pintura, y será objeto de interpretaciones que hoy, 500 años más tarde, distan mucho de haber acabado.

Y ninguna de sus obras será tan controvertida como "El jardín de las delicias".


Segundo movimiento: la muerte de un monarca

Es 13 de septiembre de 1598. Felipe II, el monarca más poderoso que haya existido jamás, agoniza.



Lleva 58 días postrado en su cama del monasterio del Escorial, preso de una terrible agonía. Su cuerpo está repleto de llagas purulentas. Un olor putrefacto impregna las piedras; el dolor es insoportable. Hicieron falta seis días para trasladar al monarca desde Madrid. Hizo este viaje postrero en una silla de mano, muy lentamente. Sus porteadores, verdaderos expertos, caminaban muy despacio, para que no notara la menor sacudida. A pesar de todas las precauciones, Felipe II sufría de tales dolores que era preciso detener la comitiva a cada instante. ¡Seis días para recorrer apenas 59 kilómetros! Menos de 10 kilómetros al día. Un descenso a los infiernos en vida, en el que cada metro ganado era un triunfo.

Finalmente, en el entorno idílico de la Sierra de Guadarrama, aparece la majestuosa imagen del monasterio: más de 33.000 metros cuadrados de granito y maderas nobles. Es la obra de su vida. La tumba que le prometió a su padre, el emperador Carlos V, y cuya planta ha sido construida siguiendo, supuestamente, las proporciones del templo de Salomón. Muchos consideran hoy esta construcción, declarada Patrimonio de la Humanidad, la octava maravilla del mundo. En ella descansan los cuerpos de los reyes de España.

Pero Felipe II agoniza. La gota y la sífilis han destrozado su cuerpo de 71 años. Es un putrefacto amasijo de pústulas. Han tenido que practicar un agujero en la cama para que pueda defecar sin tener que moverse. Para un hombre tan obsesionado con la limpieza, el olor pestilente que desprenden sus heridas debe resultar una tortura. Apenas se le entiende cuando habla. Pero algo pide con insistencia: quiere tener los cuadros del Bosco cerca. Grita frenético. Exige ver "El Jardín de las delicias". Tenerlo en la pared de enfrente.

El monarca de la contrarreforma, el paladín del catolicismo más ortodoxo, está obsesionado con la extraña obra de un pintor con rasgos herejes. Ha dedicado mucho dinero y esfuerzos en adquirir la obra del Bosco. Sus imágenes le han acompañado siempre; y es ahora, en sus últimos instantes, cuando se manifiesta con intensidad su fijación por el mundo misterioso y onírico del pintor holandés. Poca gente imagina que en los sótanos del Escorial trabajan famosos alquimistas en laboratorios subterráneos. Buscan la respuesta a misterios heréticos, como la piedra filosofal. En el monasterio pululan extrañas figuras: nigromantes, astrólogos o magos.

Felipe II cae en un pozo de ensoñaciones y delirios. El Bosco se apodera de su mente; de los cuadros surgen figuras extrañas. Está aterrado. Grita, ahuyentando sombras.

Fallece.


Tercer movimiento: la obra.



22 de noviembre de 2011. El Prado es una pinacoteca enorme, y tiene diseñados tres recorridos, en los que recomienda las obras imprescindibles según el tiempo de que se dispone: 1, 2 ó 3 horas.


Si sólo se dispone de una hora, hay 14 cuadros que el Prado considera indispensables: las Meninas de Velázquez, las tres gracias de Rubens, la anunciación de Fra Angélico, el autorretrato de Durero, los fusilamientos de Goya... pero nos interesa uno en concreto: el Prado considera una de sus obras más importantes "El jardín de las Delicias" de El Bosco. Si sólo dispone de una hora, no puede dejar de ver esta obra maestra de la pintura. Además, el museo ha puesto en marcha un proyecto de colaboración con Google Earth, por el que se ofrecen imágenes de 14 únicos cuadros con una resolución de 14.000 millones de pixeles, algo imposible de conseguir con una máquina de fotos digital.

"El jardín de las delicias" se puede disfrutar con este detalle.

Pero hoy usted va a utilizar una tecnología infinitamente superior: la de su retina y su cerebro. Se adentra en el museo por la puerta principal, llamada la puerta de Velázquez. A la izquierda hay una sucesión de salas, que comienzan con obras italianas como "El cardenal" de Rafael. Enseguida pasamos a la exposición de pintura flamenca. Al fondo, en la última sala, encontramos la joya de esta colección: "El jardín de las delicias".



Con lo que ya sabemos, nos acercamos a la obra con cierta aprehensión. ¿Es cierto que se trata de una obra tan misteriosa? Al fin y al cabo, fue pintada hacia 1505. ¿Qué puede haber de extraño en ella?
Vemos tres paneles. En el panel izquierdo se muestra el comienzo de la humanidad, Adán y Eva en el marci idílico del Jardín del Edén. Es un bello paisaje irreal, muy colorido y con una luz intensa. Las fuentes y ¿montañas? tienen un diseño muy peculiar, que nos recuerda, permítasenos, el sinuoso trazo de Gaudí. El árbol de la vida es un drago, lo cual es, por decirlo de alguna manera, sorprendente ¿Un árbol típico de Marruecos y las Islas Canarias? También distinguimos elefantes y jirafas. ¿No hay un unicornio abrevando en el lago? Adán está despierto, echado en el suelo, lo que tampoco es usual (normalmente se le representaba dormido tras extraerle la costilla), y los animales adoptan actitudes extrañas, impropias del paraíso: aparecen enfrentados. Un león está devorando a un ciervo y un ave se come a una rana. Parece que preludian el horror que nos espera. ¿Qué significado tiene la bandada de golondrinas que vuelan en espiral hacia el horizonte?







En el panel central la humanidad ha caído en brazos de la lujuria, y la tabla está repleta de escenas de toda índole, pero siempre con un marcado acento sexual. Las frutas aparecen como símbolo de lo dulce, dé lo sabroso, y perecedero. Las personas que representan a la humanidad disfrutan del instante con fruición; pero hay una sensación de irrealidad extraña. En este mundo de placeres y sexo ¿dónde están los ancianos? ¿Dónde los niños? En definitiva: la responsabilidad y compromiso se sacrifican por el disfrute inmediato de las pasiones sexuales. Algo que siempre tiene un carácter perecedero. La fuente de la eterna juventud y los cuatro ríos en los que lavar los pecados aparecen como un símbolo más: acérquense. ¿Lo ven? La fuente está quebrada en su superficie. Se resquebraja. ¿Han mirado dentro, lo obsceno de los gestos? Puede que la apariencia inmediata sea de alegría y desenfreno, pero la esfera está, en efecto, cuarteada. Amenaza ruina.




La verdad se manifiesta en forma de locura. Erasmo de Rotterdam publica "Elogio de la Locura" en 1511, y en esta obra utiliza la locura como estado de inocencia en el que aflora la verdadera naturaleza interior del hombre, su oscuro inconsciente. La única manera que Erasmo o el Bosco encuentran de denunciar las atroces contradicciones de su época es hablando desde el absurdo. Es una manera de burlar la vigilancia de la inquisición. El mundo se plasma al revés; encontramos una escena muy significativa: un ave enorme alimenta a un grupo numeroso de personas apelmazadas en un nido. El Bosco les niega todo rasgo de humanidad, porque ni tan siquiera alzan las manos solicitando la comida.



Y en la tabla siguiente vemos el paroxismo del absurdo: una liebre lleva al hombro el fruto de su caza: es una persona.

Hay un sentimiento de fragilidad en todo, de falta de coherencia interna. ¿Qué significan esas esferas livianas de cristal que encierran personas? Toda esta bacanal de sexo, de placeres, está llena de un vacío efímero. La única figura que ostenta una cierta firmeza es la única que está vestida: abajo, a la derecha, un hombre oculto en una cueva nos mira fijamente, y señala a una mujer.

¿Qué nos está diciendo? ¿Acaso la señala como culpable?

El tercer y último panel, conocido como el Infierno musical, manifiesta el funesto destino del hombre. El Bosco entiende la música como símbolo de deleite, de gozo fugaz para los sentidos; y es precisamente a través de los instrumentos musicales como el autor representa la tortura. Hemos llegado al final del tercer y último movimiento, a la música del infierno, una composición de fascinante belleza, pero terrible. Nos han acompañado al horror, y ya no hay escapatoria posible.

Este panel asombroso está repleto de símbolos misteriosos, como ese vientre hueco blancuzco, que nos recuerda poderosamente el simbolismo surrealista de Dalí. Estamos ante una obra propia de los inicios del siglo XX. Un extraño ser, con rostro de ave, digiere cuerpos humanos y los defeca en una cuba llena de monedas. Un diablo obliga a una mujer a ver su rostro reflejado en las nalgas de una criatura. La avaricia, la soberbia, la gula... todos los pecados capitales tienen su justo castigo. Hay un cerdo con el tocado de una monja, y un enorme cuchillo que aparece enhiesto entre dos orejas. Hay hombres patinando sobre el hielo, colgados de una llave, desfilando de la mano de un ser monstruoso junto a una enorme gaita roja. Hay mucho, mucho más. Parece haberlo todo.



Pero, si se fijan, arriba un incendio devora una ciudad. Es la parte más oscura de todo el tríptico. Y, ¿saben?, aunque no lo veamos, estoy seguro de que hay un niño de 12 años.




Observando un infierno en la noche.


Coda: un cuadro cerrado

De repente, se ha quedado solo frente al cuadro. No hay guardas de seguridad ni visitantes. El mundo está vacío de todo lo que no sea este extraño tríptico y usted.

Se acerca y observa las figuras desde muy cerca. Ahora que conoce parte de sus secretos, se siente intranquilo. Y entonces, sin apenas pensarlo, cierra el tríptico.

Las dos tablas laterales se abaten hacia el centro formando una sola figura. Donde había tres imágenes ahora sólo hay una. Es un dibujo que permanece siempre oculto.




Se encuentra frente a una enorme esfera transparente, que acoge una Tierra primigenia. La imagen transmite fragilidad. Soledad. El mundo sólo muestra vegetación. No hay animales; y todo se desdibuja en tonos grises, apagados. Hay fuerza en las nubes que oscurecen el cenit, pero no encontramos consuelo en esta esfera falta de vida, que flota en una oscuridad opresiva.

Tan frágil como la vida.




Antonio Carrillo.