miércoles, 21 de agosto de 2013

Inteligencia artificial



Partamos de lo más simple: la expresión "Inteligencia Artificial (I.A.)" es una paradoja, un oxímoron acaso; un absurdo en sí mismo. "Inteligencia" y "artificial" son dos palabras que no deben ir juntas. Es algo que no tiene sentido.

Y ello porque la inteligencia es función inefablemente orgánica, de base biológica. La inteligencia es la expresión más sutil de ese larguísimo camino que llamamos evolución. La naturaleza, la vida, ha necesitado 4.000 millones de años de intentos, fracasos y acercamientos para, finalmente, crear algo tan maravilloso

¿Alguien nos cree capaces de replicar este proceso ex Novo? ¿En unas pocas décadas? ¿En siglos?


 
La respuesta es obvia: ¡si ni tan siquiera hemos sido capaces de crear vida unicelular en un laboratorio! Podemos recrear las condiciones de la Tierra primigenia, utilizar aceleradores, insuflar energía al caldo resultante... y lo único que obtenemos son aminoácidos ¿Proteínas? No. Y mucho menos ADN.
Por consiguiente, ¿no sabemos fabricar ladrillos y pretendemos levantar un rascacielos de hormigón y cristal? Tal empeño no tiene lógica.

Simplemente, sabemos muy poco del cerebro. Y no es extraño: hablamos de la estructura (que sepamos) más compleja del universo.

Dentro de su cabeza, lector, resguardado en la oscuridad del cráneo, hay un universo entero casi inexplorado. Un misterio, por el momento, irresoluble en su mayor parte. Se ha avanzado mucho en los últimos 50 años, pero apenas estamos empezando a desbrozar los contornos del problema.


La I.A. se enfrenta, pues, a un primer problema de hardware. Las redes neuronales artificiales no se acercan, ni de lejos, a la complejidad real producto de la sinapsis cerebral. En números, disponemos de cien mil millones de neuronas que establecen una red inmensa, con cien billones de conexiones. Son números inabarcables, inasumibles e imposibles de duplicar. Pero la grandeza del cerebro no está en los números, sino en su funcionamiento. Estas conexiones no permanecen inamovibles; el cerebro es muy dúctil, maleable, y constantemente rehace la red neuronal desconectando en un punto y conectando en otros. Es lo que hace un bebé durante los primeros meses de vida, cuando cambia sustancialmente su estructura cerebral.

Por consiguiente, el número de combinaciones en una red que se reconfigura por sí misma es... infinito.  
 
Este fenómeno de la sinapsis no se puede emular de ninguna de las maneras si no es desde un proceso evolutivo de base biológica. Y sabemos tan poco... No disponemos de un método de análisis funcional directo. No podemos "ver" cómo funciona el cerebro en tiempo real, y por tanto sabemos muy poco del mismo. ¿Cómo?, se me dirá ¿Acaso no se realizan Tomografías de Positrones o Resonancias Magnéticas funcionales? Sí, pero estas pruebas sólo miden los cambios en el flujo sanguíneo del cerebro. Son, por consiguiente, métodos de diagnóstico indirecto que no son fiables respecto de la funcionalidad real del órgano. Y más teniendo en cuenta que en el cerebro las conexiones varían en cuestión de micrones. Un área (amplia) del cerebro puede recibir más sangre en previsión de que va a ser necesaria su intervención en un futuro próximo; no lo sabemos. Todo son especulaciones.



¡No tanto!, se me discutirá. Al menos sí sabemos que el cerebro está organizado de una determinada manera. Hay zonas dedicadas al lenguaje, otras (muchas) al sentido de la vista, algunas a planificar el futuro... El cerebro es previsible e inamovible al menos en su estructura ¿O no? La ductilidad cerebral es tan enorme que depara sorpresas incluso en lo que damos por obvio. Creo que lo explicaré con un ejemplo:

¿Qué pasaría si le cortasen el cerebro por la mitad? Que me moriría, pensará una mayoría ¿y si le digo que sobreviviría? Vale, pero sería un vegetal, o un discapacitado severo. ¡Medio cerebro, todo un hemisferio!

Se denomina hemisferectomía la operación por la que se vacía un hemisferio cerebral. Pues bien: si esta operación (para tratar una epilepsia incurable) se realiza en una edad temprana, con el cerebro hirviendo de agitación neuronal, con siete años aproximadamente, el niño no sólo no muere, sino que tampoco sufre secuelas graves. El niño con medio cerebro hablará, comerá, resolverá problemas matemáticos y sabrá leer. Terminará sus estudios en la universidad.  Será un niño (casi) normal ¿Cómo es posible?

El secreto está en la ductilidad cerebral. Con esa edad, el cerebro utilizará todos sus recursos para reconfigurar su forma, de tal manera que optimice el espacio y pueda realizar todas las funciones que se le exigen. Este ejemplo nos obliga a revisar la férrea (e inamovible) organización cerebral.

Hay otro ejemplo. Los neurólogos descubrieron que la incidencia del Alzheimer era menor en personas que realizaban una tarea intelectual a una edad avanzada. Había catedráticos eméritos en activo, escritores que seguían publicando o, simplemente, jubilados que aprendían un nuevo idioma, jugaban al ajedrez o realizaban crucigramas. Este ejercicio cerebral diario y constante bajaba significativamente la incidencia de la enfermedad.

Pues bien: lo importante de este fenómeno se ha sabido hace relativamente poco. Tras realizar autopsias a fallecidos que respondían a este perfil, hemos descubierto que sus cerebros sí estaban afectados por la enfermedad. Sí tenían (estaban enfermos de) Alzheimer, sólo que no mostraban síntomas ¿Cómo es posible?

La respuesta está en lo que los neurólogos denominan "reserva cognitiva". Un cerebro entrenado y vigoroso se caracteriza por la redundancia, por las muchas alternativas que presenta ante cualquier reto. Esta capacidad permite "sacrificar" ciertas áreas neuronales sin que apenas tenga consecuencias. En definitiva, la organización cerebral es menos importante que la flexibilidad y frescura sináptica. Los ejemplos expuestos son definitivos. El cerebro "se mueve", está vivo. No es ni podrá ser jamás una máquina.

Los informáticos pueden idear estructuras que imiten la forma y funcionamiento de una red neuronal, pero su plasticidad es imposible de replicar. A la naturaleza le ha llevado millones de años conseguirlo. El asunto es de tal importancia que nuestro cerebro no está hecho sólo de neuronas. Es más: hay unas células diez veces superiores en número, las llamadas células Glia. ¿Su función? Entre otras, dividir las neuronas en "grupos organizados", facilitar que esta organización se pueda reconfigurar y rellenar los huecos que genere esta actividad de cambio y exterminio. Se mueren neuronas constantemente, a miles. Es un sacrificio necesario en aras de la plasticidad.

Pero aún hay más. El cerebro humano presenta una eficiencia energética asombrosa. Tanto es así que, en ocasiones, no parece obedecer las mismas leyes de la termodinámica. Una vez más, lo explicaremos con un ejemplo:

El ajedrecista Kasparov se enfrentó en 1996 y 1997 a un superordenador diseñado por IBM: Deep Blue, un monstruo de 12 toneladas, capaz de calcular 200 millones de movimientos por segundo. Es decir, calculaba en un único segundo más posibilidades que Kasparov en toda su vida. Kasparov venció en el enfrentamiento de 1996 por 4 a 2, y perdió el de 1997 por 3,5 por 2,5, tras una agria controversia: Kasparov acusó a los programadores de hacer trampas en la segunda partida.

Este enfrentamiento daría para hablar largo y tendido sobre la inteligencia humana y la artificial, pero permítanme detenerme en un aspecto que pasó desapercibido. Los informáticos de IBM tenían que enfrentarse al serio problema del sobrecalentamiento de Deep Blue. Todos sus microprocesadores y chips alcanzaban temperaturas altísimas cuando se enfrascaban en la tarea de computar 50 millones de posibles movimientos de media por turno. Hicieron falta enormes ventiladores para disipar el calor (energía) generado.



Enfrente, un humano. Alguien tuvo la idea de monitorizar la actividad metabólica de Kasparov. Mientras jugaba su temperatura corporal no subió ni medio grado. Tampoco se detectaron alteraciones en el ritmo cardíaco, presión arterial, frecuencia respiratoria o sudoración. Nada. La "máquina Kasparov" demostró una eficacia energética inexplicable. Desde una perspectiva entrópica es algo así como un misterio. El misterio de la vida.

Dos humanos aportan dos microscópicos gametos, dos células haploides, y de esta nimiedad se genera algo como Kasparov. Como usted. Francamente, es asombroso. E imposible de replicar.

Se le llama haploide a la célula que sólo aporta la mitad del cromosoma. la genética también juega un papel en la inteligencia: nuestra estructura cerebral está condicionada filogenéticamente, desde antes de nacer. Hay, por consiguiente, una predisposición innata a desarrollar estructuras que permiten adquirir el habla, razonar o desarrollar una consciencia. Este programa, encriptado en los genes, es, una vez más, producto de miles de millones de años de evolución. Es un fenómeno, de nuevo, que no podemos replicar ni tan siquiera imitar. Entre otras razones, porque es más lo que desconocemos que lo que sabemos. Sólo ahora estamos comenzando a estudiar la importancia de los reflejos primitivos que heredamos de nuestros progenitores; rasgos que, si no se desarrollan normalmente, interactúan con nuestra cognición y nuestra psique.

Pero la cosa no acaba aquí. Hay otro factor a tener en cuenta: la mayoría del ADN que porta su organismo no es humano. Ni tan siquiera es animal. usted está invadido en cada célula por un ADN antiquísimo, heredado de su madre, y que resguarda en unas protobacterias llamadas mitocondrias. ¿Para qué necesitamos este código genético distinto (ajeno) al que guardamos en el núcleo? No estamos seguros.
 
 

Preguntas, preguntas, preguntas... Tenemos más preguntas que respuestas. Por si todo lo expuesto fuera poco, las últimas corrientes de investigación en neurociencia parecen demostrar que la inteligencia (la inteligencia, la cognición, lo que sea que nos defina como humanos) no se circunscribe al Sistema Nervioso Central. La prueba de su carácter eminentemente orgánico la tenemos en el sistema endocrino, el sistema nervioso periférico o en órganos que también participan en los sentidos. La inteligencia es conciencia de un entorno (un hábitat) en el intentamos sobrevivir y dejar descendencia, maximizando los recursos a nuestro alcance. Pero para ello la percepción del ecosistema (también cultural en el hombre) es primordial.

Si informáticos e ingenieros quieren apenas llegar a rozar la inteligencia, deberían empezar por lo más básico. ¿Qué herramienta utiliza el organismo humano para percibir, por ejemplo, el sonido? Resulta que hay un diminuto caracol dentro del oído llamado "cloquea" de una complejidad que apabulla. Al final de este artículo dejaré un enlace a un artículo por si quieren saber algo más de esta maravilla. ¿Cómo vamos a desarrollar una inteligencia artificial si no somos capaces de alcanzar el grado de sutileza de la cloquea?

Neurólogos como Antonio Damasio postulan además que hay un continuo diálogo cuerpo/cerebro, tan intenso que ya no hablamos de una dualidad, a la manera de Descartes, sino de una misma cosa. No bastaría con diseñar un ordenador con un trasunto de redes neuronales; habría que inventar algo que hiciera la función de un sistema nervioso autónomo, con la glándula tiroides, los nervios esplácnicos, o ganglios como el celíaco o el mesentérico. Un mal funcionamiento de esos nervios o glándulas tiene efectos en riñones, corazón, sistema digestivo y, en general, en el organismo como un todo. Es bien sabido. Y todo ello cambia la estructura misma de la red neuronal a un nivel microscópico. Una enfermedad de tiroides afecta a la personalidad. ¿Cómo podemos siquiera esbozar un patrón de algo tan complejo?

Al final estamos encerrados en una paradoja: si queremos comprender el cerebro, necesitamos que sea más simple (accesible); pero con un cerebro más sencillo no tendríamos la capacidad intelectual para desentrañarlo.

En los años 60 y 70 pensamos que estábamos cerca de conseguir la Inteligencia Artificial. Se me ocurre un ejemplo que lo ilustra: la ciencia ficción de finales de los setenta tiene como protagonista absoluto la inteligencia artificial: replicantes en Blade Runner, Hal 9.000 en 2001 una odisea en el espacio, los robots de Star Wars, el autómata de Alíen...

En fin, no se han cumplido las previsiones. De hecho, la Inteligencia Artificial apenas ha conseguido avances significativos en 20 años. Y ello a pesar de la progresión en capacidades de procesamiento o memoria. Una nueva familia de materiales superconductores promete importantes avances en este sentido, así como en la conocida como Inteligencia Computacional (IC), que procura salvar la rigidez del algoritmo heurístico utilizando mecanismos adaptativos (Véase “sistemas difusos”, “Computación Evolutiva” o la “Inteligencia de enjambre”. La última tiene que ver con el estudio de sistemas colectivos complejos, como los hormigueros o las colmenas).

¿Se dan cuenta? Por el momento, sólo hemos analizado la forma. ¿Qué pasa con el fondo, con el software? Mucho; pero tranquilos, en lo que sigue seré breve.

El ESP de mi vehículo podría parecer inteligente. En cuestión de microsegundos calcula multitud de parámetros para evitar que el vehículo derrape. Un ejemplo mejor sería el vehículo "Curiosity", que en la actualidad recorre el suelo marciano. Este ingenio tiene un "Sistema Operativo en Tiempo Real (SOTR)", que le permite adaptar su funcionamiento a los imprevistos que pudieran surgir. Esta adaptabilidad, ¿no es sinónimo de inteligencia?



Una característica de cualquier SOTR es su previsibilidad en la asignación de tareas. El Curiosity se desviará de su ruta si es necesario y escogerá el camino más fácil para cumplir su misión y no correr riesgos. El ESP cumplirá también con su función de asegurar una buena trazada en la conducción bajo determinadas circunstancias.

Yo, ser humano, soy imprevisible. Incluso para mí mismo. Es más, puedo optar por decisiones que pongan en riesgo mi integridad física.

Imagine: soy un joven de 20 años y pretendo impresionar a una muchacha con mis dotes como conductor. Para ello, ejecuto una serie de derrapes que hacen que fluya la adrenalina por nuestras venas. Antes, he tenido que desconectar el ESP del vehículo. ¿Por qué hago algo así? No parece un comportamiento precisamente inteligente.

La motivación principal para todo ente vivo es la supervivencia y la transmisión de su carga genética (procreación). Se sorprendería si analizara cuántas de nuestras decisiones tienen como trasfondo algo tan básico. La hembra buscará a un macho que cuide de su progenie y aporte buenos genes; el macho se fijará en hembras con signos de fertilidad y facilidad para el parto. Todo el sistema que hemos analizado antes, de tanta complejidad y belleza, a cargo de un fin simple: perpetuar la especie.

Ha habido homíninos, inteligentes como nosotros, que no han sobrevivido. Dominaban el fuego, tenían cultura lítica (que posiblemente copiamos) y, quizás, hablaban y enterraban a sus muertos. Tenían un sentido trascendente de la existencia. Tenían consciencia. Y desaparecieron. Sobrevivir no es tarea fácil, y la inteligencia es una herramienta para adaptarnos a los imponderables que puedan surgir y buscar alternativas a los desafíos que plantea la vida. Todo ello con una espada de Damocles permanente: la plena conciencia de nuestra propia muerte como seres finitos. El tiempo se vuelve, entonces, algo subjetivo, y los sentidos que nos enlazan con lo que nos rodea ayudan a que pongamos en común con otros cerebros, igual de complejos, un criterio de actuación que da sentido a la vida. Empezando por unas mismas reglas de juego.

Tiempo y compartir. Trascender ¿Recuerdan las últimas palabras del replicante Roy Batty de Blade Runner?
 
 
 
“I've seen things you people wouldn't believe.
Attack ships on fire off the shoulder of Orion.
I watched c-beams glitter in the dark near the Tannhäuser Gate.
 
All those moments will be lost in time,
 like tears in rain.
 
Time to die.”

 
"He visto cosas que vosotros no creeríais.
Atacar naves en llamas más allá de Orión.
He visto brillar rayos C en la oscuridad,
cerca de la puerta de Tannhäuser.
 
Todos esos momentos se perderán en el tiempo,
Como lágrimas en la lluvia.
 
Es hora de morir."
 
¿Qué es inteligencia? Esto es inteligencia. Y estamos a años luz de replicarla.
 
Por cierto; este diálogo no aparecía en el guión original. Fue una improvisación del propio actor, Rutger Hauger. Un humano

El problema no es que el Curiosity sea o no capaz de sortear una roca. Lo que el Curiosity jamás podrá hacer es mentir. Tampoco añorar, sentir curiosidad o improvisar un texto como el de Hauger. Este vehículo no puede sacrificar su propia vida en aras de un bien superior, porque no está vivo. No tiene (ni tendrá) conciencia de sí mismo como individuo, insustituible y único. Tan sólo podrá computar, responder a rutinas preestablecidas por programas insertos en su lógica binaria.

Pero ¿por qué las matemáticas abstractas no pueden ser programadas en un ordenador? No lo digo yo, es Sir Roger Penrose quien lo afirma. El autor (una eminencia en físicas y matemáticas) afirma taxativo que "la comprensión matemática no es algo computacional, sino algo bastante diferente que depende de nuestra capacidad de ser conocedores de cosas.”

Por consiguiente, hay ámbitos del conocimiento inasumibles para un "cerebro cibernético". ¿Por qué? En opinión de Penrose, porque la sinapsis humana actúa con intensidades variables, no fijas, y se rige por leyes de la mecánica cuántica. 

El tema entra en un bucle peligroso por su complejidad. Parece probado que hay funciones no pueden simularse por procedimientos computacionales (véase el "problema de la parada" en la máquina de Turing), y hay problemas indemostrables desde la simple lógica matemática (teoremas de la incompletitud de Gödel). Los ordenadores se basan en algoritmos para medir las "complejidades", lo cual los sujeta a una relación de recurrencia; son, por consiguiente, algoritmos recursivos. El problema es precisamente que Gödel ha demostrado que una teoría formal consistente y completa o bien no es recursiva o no es aritmética; y lo demuestra en su "teoría de la completitud semántica", referida a la lógica cuantificacional de primer orden. En este caso se utilizan teorías consistentes y completas, pero no recursivas.

En cristiano: Kurt Gödel dijo en una ocasión que los humanos disponemos de una habilidad que trasciende la lógica formal y, por consiguiente, no es mecánica (computacional). Lo que dijo en concreto fue que  humanos tenemos una manera intuitiva de llegar a la verdad. Ello nos permite afrontar el conocimiento de ámbitos tan inaprensibles como las matemáticas abstractas.

Russell, gran matemático y excelso filósofo, afirmaba que su cerebro "sabía" si una formulación matemática era o no verdadera "por su belleza". Antes de la demostración, que podía requerir semanas de trabajo, Russell sabía que estaba en el buen camino porque algo (intuición) le susurraba que así era. Que tenía armonía y sentido. Que era bello.

La Inteligencia Artificial es, por consiguiente, una entelequia, un imposible a día de hoy. Y creo que lo será por siempre.

Propongo, pues, un cambio de nomenclatura: I.A. no es Inteligencia Artificial. Es Inteligencia Artificiosa.

Y con esto me he ganado la animadversión de todos mis amigos informáticos. Y la de usted, lector, que ha demostrado una paciencia infinita llegando hasta el final ¿mereció la pena?

Espero que sí.
 
Enlace sobre la cloquea

Enlace sobre las células Glia

Antonio Carrillo

jueves, 15 de agosto de 2013

scholé






Los recortes en educación pública son una realidad incuestionable; el propio gobierno español prevé una reducción de 10.000 millones de euros en cinco años. En consecuencia, aumentarán (están aumentando) el precio de las matrículas universitarias, perderemos una parte significativa del cuerpo docente ya formado y se concederán menos becas y ayudas. La Conferencia de Rectores de las Universidades anunció un recorte del 80% en los gastos no financieros en I+ D+i.
 

Hasta aquí la frialdad de los números. Expresado en román paladino, no hay dinero en  la caja pública, huérfana de ingresos. Todos lo sabemos; las radios nos despiertan a mañanas de penurias insistentes, de ajustarse el cinturón. Llevamos tantos años con la misma cantinela, que nos hemos habituado al desánimo.

Es fácil gestionar la opulencia. Lo difícil es priorizar el gasto cuando las vacas, de tan famélicas, más semejan espectros rumiantes. Bajo el azote de la tempestad confiamos en la sensatez de nuestros gobernantes, que imaginamos firmes al timón, la mirada atenta no sólo al embate de la próxima ola, sino también, o al menos eso esperamos, previendo un futuro de prosperidad indefectible.
 

Porque, recordémonos, tras la tempestad siempre llega la calma.
 

En el idioma que habla la mar, "derrota" no es fracaso, sino rumbo. Y guía. Merecemos que nos clarifiquen qué país podemos y vamos a tener, cuáles son las prioridades del gobierno en relación al gasto y la verdad de las cifras, sin demagogia ni intereses espurios por ninguna de las partes. Merecemos, en definitiva, que se nos hable y trate como adultos.

En este debate sobre derechos elementales, la pregunta sería: ¿qué es la educación? Un transcurso, diríamos, durante el cual descubrimos lo que realmente llevamos dentro. En este sentido, la etimología de "educar" es clara (del latín "ex ducere": sacar fuera). Es una función consustancial al ser humano, por la que se transmite y conserva una coherencia cultural propia y diferenciada, así como los avances logrados en el conocimiento de las cosas y los actos. Los adultos disciplinan a los jóvenes en unos ideales que cimientan la identidad de grupo, algo que llevan dentro sin saberlo. Se educa con el fin de encontrar la senda trazada por generaciones de iguales que nos antecedieron, y sumar un tramo más.

En definitiva, se nos educa para que no nos perdamos. Para que nos encontremos a nosotros mismos en los demás. Nuestra naturaleza social nos obliga a hacernos desde la escucha.

Esta vertiente, la más básica, justifica que todos intervengamos en este debate, porque todos, finalmente, somos tribu. A todos nos incumbe esta tarea. Los valores que inculquemos a nuestros menores gobernarán nuestro futuro de ancianos, necesitados de apoyo. Si por desidia desatendemos a nuestros jóvenes, estamos apostando por la soledad. Si no sembramos hoy, ¿qué frutos esperamos recoger mañana?

La Grecia clásica respondió a este reto, sin dudas fundamental, con plena conciencia de su importancia. Desde épocas muy antiguas se interesó por la Paidea, el proceso por el que un joven alcanzaba la categoría de ciudadano. Desde una perspectiva aristocrática, propia de la Grecia homérica, el joven buscaba el equilibrio de la virtud, la preciosa cualidad de lo que denominaban la "areté", el honor. La Grecia posterior de las democracias áticas hizo posible que cualquier ciudadano (siempre que fuese varón y libre) pudiese optar al ideal de la excelencia. Es de nuevo la polis (la tribu) la que se involucra en este proyecto de futuro: los jóvenes reciben de sus enseñantes nociones de gimnasia, gramática, retórica, ciencias y filosofía. Los mayores (la sociedad) invierten recursos y tiempo en educar a sus adultos del mañana. Todo tiene un sentido, una finalidad pragmática que favorece a la ciudadanía en su conjunto, porque un ánimo similar perdura con el paso de las generaciones, una misma idea de ciudadano y de polis. Se vislumbra acaso la esencia del debate: la educación es la medida de lo que somos y seremos como individuos, como pueblo, como sociedad. No es, por consiguiente, una inversión de futuro, sino de presente. Es un imperativo que trasciende modas, opiniones o elucubraciones. Es asunto que concierne a lo público, y de lo que no se puede privar a nadie.

Dicho queda.

Para Aristóteles, los humanos nos educamos para así forjar una identidad propia. La educación es, en definitiva, la herramienta por la que llegamos a "des-velarnos". El consenso público sobre lo que es justo y bueno forma parte de la tarea, como también priorizar el cultivo de la mente en libertad y con espíritu crítico, promover la creatividad, el pensamiento alternativo, y lograr ese raro equilibrio en el que todos lleguemos a ser lo que realmente somos.

Es una tarea hercúlea, soy perfectamente consciente de ello, pero insoslayable.


Lo que más embota la mirada en estas lides es la carga ideológica (manipuladora) y política que adquiere la educación, una condición que proviene de épocas recientes, del siglo XIX. Atrapados por intensas corrientes nacionalistas, los gobiernos intentaron generar una idea de patria consistente, con fundamento en un único pasado y una herencia cultural a menudo impuesta y falseada. Se hizo necesario, pues, adoctrinar en historia, lengua y valores. Educar a la ciudadanía en un mismo ideal consolidado.

La singularidad griega, este sutil ejercicio que consistía en alimentar los rescoldos del saber que bulle en nuestro interior, se abandonó por unas políticas educativas de trazos gruesos y burdos, todos iguales. Con Grecia, de individuos pasamos a ser ciudadanos, todavía nosotros mismos; pero las políticas educativas del XIX nos abandonaron al gris anonimato de ser patriotas.

Y, muy pronto, carne de cañón. Las doctrinas e intereses nacionales nos arrojaron al lodazal de las trincheras de la I guerra Mundial y, ahogados en un espanto de sangre, perdimos la inocencia.

El progreso industrial, poco más tarde, trajo consigo el nacimiento de una clase media que pretendía (con razón) ofrecer a sus hijos un futuro mejor por medio de la educación, fundamentalmente pública y gratuita. Las escuelas llegan a todas las capas sociales, y el Estado del Bienestar instaurado en Europa permitió que las mentes más brillantes pudieran sacar provecho de su potencial por medio de becas; por primera vez en nuestra historia la alfabetización es más la norma que la excepción. El acceso a una educación superior, antaño al alcance de una clase dirigente, se universaliza. Llegamos a una euforia en la que, a finales de siglo XX, se gradúan en España cientos de miles de licenciados.


 

Sin embargo, esta marea bienintencionada, en principio con una loable intención igualitaria, acaba por desvirtuar el sentido último de la educación, su esencia. La excelencia, la virtud y el esfuerzo son valores en franco desuso; la memoria, una herramienta desfasada. Al igual que sucede con la denominada "cultura de masas", se improvisan planes educativos con un mínimo nivel de exigencia. Y, aún así, los índices de fracaso escolar son escalofriantes, los resultados en investigación y desarrollo deficientes (consulte el dato de cuántas patentes genera España). Los planes de ordenación académica se desangran a dentelladas en la cruenta arena política; no logramos un consenso sobre el rumbo, el sentido que queremos trazar para la educación de nuestros hijos. Un cambio de gobierno implica una Ley de Educación nueva. Todo se vuelve frenético, con una caducidad de apenas cuatro años. La educación se devalúa.

Forjamos así mentes esclavas de lo inmediato, vacías en el desorden. Tenemos las paredes repletas de floridos diplomas, es cierto, pero las estanterías de muchas casas están vacías de libros o revistas. Inmersos en esta confusión abigarrada perdemos identidad y propósito. El individuo se resiente, perdida la orientación hacia sí mismo. Si antes educábamos de dentro hacia fuera, ahora es al contrario: una misma idea se insemina en todas las mentes, que se moldean según un mismo patrón. No importa lo que eres, tu potencial ni tus cualidades; a nadie interesa el proceso de búsqueda que desvela lo que ocultas en tu interior. Sólo estudia y aprueba, consigue los créditos necesarios. Ofrece resultados, notas que se puedan convalidar. Aprende a leer, aunque de adulto no leas jamás, convertido en un analfabeto funcional. Ya te informarán los noticiarios, la pantalla de tu smartphone, de tu tablet. Fórjate un currículum y sé fiel a la doctrina de lo efímero.

Educamos en nuestras escuelas, públicas y privadas, a futuros consumidores y productores, no a ciudadanos ni individuos. Hemos olvidado la razón por la que enseñamos; ya nadie recuerda lo que significa la palabra "escuela". Procede del vocablo griego "scholé", que significa ocio. Y ¿saben qué es lo contrario al ocio? El "nego-ocio". El "negocio". Habrá quien se sorprenda.

En una sociedad mercantilizada hasta la saciedad, el empeño humanista por cultivar la curiosidad se considera una utopía bienintencionada e inútil para el día a día. Todo se somete al escrutinio de la cuenta de resultados, del beneficio a corto plazo. Las cuestiones de fondo que antes analizamos, como el tipo de sociedad que pretendemos construir, necesitan de una perspectiva que supere lo inmediato. Y, cegados en este ejercicio de pragmatismo fácil y barato, caemos en la trampa del argumento, falaz de la rentabilidad. Nos dejamos robar el futuro desatendiendo nuestro presente. Tal es la condición humana.

El debate educación pública vs. privada es, en mi opinión, absurdo por inconsistente. La educación siempre será asunto que nos compete a todos, como tribu, polis o país. El problema es otro: la escasa calidad de nuestra enseñanza.

¿Qué pasos conviene dar para mejorar? El tema merece un artículo propio. Desde luego, sería conveniente constreñir la burocracia (el cáncer de lo público), sólo a lo imprescindible. Abramos los departamentos universitarios al aire fresco de la innovación, pero con un objetivo impregnado de utilidad y sentido práctico. Acordemos unos planes educativos que fomenten una formación en Módulos, antes denominados Formación Profesional; activos todos que facilitan la creación de una clase media emprendedora y activa. No todos estamos llamados a ser licenciados, ni falta que hace; debemos ser algo infinitamente más valioso: lo que realmente somos. Lo que queremos ser.

En esta propuesta de renovación, ¿vamos a escatimar dinero público? ¿Precisamente ahora, cuando la crisis nos exige buscar salidas y competir con un entorno hostil y global? No tiene lógica. Debemos gestionar mejor lo público, está claro, pero desinvertir en formación y desarrollo es un atentado flagrante contra toda esperanza de futuro. Si el dinero privado quiere arriesgar en el mercado de la formación, bienvenido sea. En EEUU o Inglaterra el sistema funciona, bien que a costa de la educación de una mayoría. Pero, mientras arraigue esta (improbable) alternativa desde lo privado (algo que no se logra de un día para otro), es obligación de todos defender, con uñas y dientes, los avances sociales conquistados con tanto sacrificio. No podemos desmantelar lo poco que hemos avanzado, retrocediendo de golpe treinta años por razones ideológicas. Y siempre habrá que mantener abierta la puerta del saber a la mente tocada por la musa de la curiosidad. Que no se marchite por falta de dinero. Esto sería imperdonable.
 


Es tarea de todos defender la scholé, en su sentido más clásico, como un derecho público  fundamental, consolidado y ajeno a todo debate político. Nuestros jóvenes deben aprender a ser ciudadanos, para que nuestro futuro lo dejemos en buenas (y sabias) manos.
La Paidea nos concierne a todos. Nadie puede declarase ajeno a este debate. Porque no hay asunto más trascendente, que nos requiera tanto como individuos, ciudadanos y padres.
 
Antonio Carrillo

sábado, 10 de agosto de 2013

Razón poética



En lo que sigue, tengo la intención de reflexionar sobre algo en lo que creo, pero cuya existencia no puedo demostrar. En realidad, es un tema tan complejo que siento cómo se me escapa de entre los dedos, continuamente, como la arena más fina. Así, tan sólo con la ayuda de unos pocos, minúsculos granos, intentaré construir el armazón de un discurso coherente.

Confieso que no estoy seguro de lograrlo. Es un tarea que, posiblemente, me supere en mucho.

Y el caso es que voy a hablar de un tema que aparentemente domino a la perfección.

Voy a hablar de mí.

Pero antes de empezar, una declaración de intenciones: en estos tiempos de racionalismo a ultranza cualquier digresión, por mínima que sea, azuza el escepticismo académico más ortodoxo. Y es normal que así sea. Esta reverdeciendo el interés por el ocultismo, las especulaciones esotéricas y las fabulaciones paranormales. Es algo cíclico, que suelen fomentar las crisis económicas. Escuchamos a eficaces propagandistas de humo apropiarse de ámbitos del saber aún inabordables desde las ciencias exactas, y que, sin embargo, resultan imprescindibles en la búsqueda de lo que llamaríamos "fenómeno humano". El espíritu, el alma, la consciencia, la intuición o el vértigo ante la muerte abonan estas inopinadas aseveraciones.

Y es que, como bien afirmaba Gabriel Marcel, el hombre es un misterio, y "des-entrañarlo" es tarea que precisa de algo más que método científico y racionalismo.

Sin embargo, algo quiero dejar claro para que no haya lugar a la confusión. Yo, escribiente de estas líneas, soy animal mamífero del género homo, un ente físico enmarcado en un universo que comenzamos a conocer, y sujeto por consiguiente a unas leyes físicas que apenas atisbamos. Lo que soy es resultado de una evolución natural de millones de años, y se explica desde una imbricada interacción del sistema nervioso central con mi propio cuerpo y una realidad externa que percibo a través de mis sentidos. No creo, pues, en la existencia de un Dios creador que rige mi destino, como tampoco creo en mundos esotéricos ni espirituales. Creo que todo tiene finalmente una causa bio-electro-química, por descubrir en la mayoría de los casos.

Y, a pesar de todo, acudo tímidamente a esta pantalla para hablarles de un misterio. De algo que forma parte de mí y que no tiene fácil concreción. Vengo nervioso a "com-partir" un algo que soy y que me define.

Verán: me fascina la manera cómo mi cerebro me engaña para conseguir que la realidad sea aprehensible. Cuando recibimos estímulos visuales y sonoros, por ejemplo, no llegan al mismo tiempo a nuestra corteza. Sin embargo, el cerebro retarda la imagen, de tal manera que parezca que todo sucede en un solo (mismo) instante. Este truco nos recuerda que lo que percibimos está pasado por un tamiz que distorsiona en ocasiones la realidad para hacerla así comprensible y racional. Hay una sutil abstracción, inevitable en este absolutismo biológico que todos compartimos. Gracias a ello hay una única realidad: el vehículo en el que viajamos mi esposa y yo tiene un mismo color, escuchamos la misma noticia por la radio. Cosa distinta es cómo interioricemos lo que escuchamos.

Esta tarea por hacer el mundo estable (mismos estímulos, distintas interpretaciones) tiene como consecuencia el que no deambulamos por la realidad que es la vida como entes autónomos, ajenos al otro. Es más: vivimos pendientes no sólo del soliloquio interno, sino, muy principalmente, de cómo nos interrelacionamos con nuestros semejantes. Este hecho nos "dis-trae" de nosotros mismos, y con ello nos permite olvidar que el tiempo transcurre, que somos mortales; que, hagamos lo que hagamos, todos (también usted) tenemos mal pronóstico. A veces la imagen que nos devuelve el espejo, un dictamen médico o la muerte de un familiar nos hace caer bruscamente al tiempo interno del habla callada con uno mismo, conscientes de un tiempo que no se detiene.

Pero esta condición no dura mucho. No podríamos vivir pendientes de respirar a cada momento. La mayoría de nuestras actividades, físicas y mentales, fluyen en un estado de semi-vigilia. Un autor del siglo de oro lo definió con acierto:

"Toda la vida es sueño"

Vivimos, pues, insertos en un constructo fiable y predecible que denominamos realidad. En este universo impera una causalidad inefable: si me alimento calmaré el hambre, si suelto una manzana caerá al suelo. Igual para todos, no es fácil este transcurrir. Todos jugamos con las mismas reglas, cierto, pero jugamos. Unos con otros. Porque de lo que se trata es de hacernos, día tras día, alimentando nuestro yo de experiencias, sensaciones, aprendizajes y sentimientos. La realidad tan sólo ofrece un marco de juego equivalente para que la razón pueda asentarse en unas normas comunes. Sin ello no habría juego, interacción. Sin realidad viviríamos en una bruma permanente, autistas funcionales.

Antes hablé de un momento en el que desconectamos del juego, instantes breves en los que se detiene el tiempo mecánico (realidad) y se escucha el fluir del reloj de arena interno (tiempo orgánico). Sordos por un instante al estruendo de la realidad, nos escuchamos a nosotros mismos. ¿Qué ocultan nuestros adentros? ¿Qué puede haber que no sea realidad?

Nos adentramos en razonamientos de difícil concreción. Si nos elevamos lo suficiente, nuestro ser se expande por efecto de la perspectiva, ofrece una visión más amplia de su naturaleza; pero a cambio ya no distinguimos los detalles ni podemos ser concretos, meticulosos en el análisis. Lo que propongo, pues, es despertar por un momento del sueño, tomar conciencia de nuestra plenitud e intentar abarcar por un instante lo que somos.

En mi visión del hombre llama la atención lo pequeña que es la realidad. Lo que creemos la esencia del ser, en realidad, es una mínima parte. Lo que soy es más, mucho más. Que no tenga conciencia de ello no significa que no exista. Si estuviese siempre despierto a mi verdadero yo y a los múltiples tiempos (universos) en los que vivo estaría "en-si-mismado", ajeno y ausente de los demás. Solo.

Es el riesgo de caer en la unicidad: aislarse en uno mismo. Porque hay un peligro real en adentrarse en esa senda que conduce hacia los oscuros lugares del ser. Podríamos perdernos. No encontrar el camino de vuelta.

¿Dónde se encuentra la entrada a este mundo subterráneo en el que me hallo? Este alumbramiento precisa de una actitud pasiva, ajena al bullicio de la realidad. Es preciso nacer de dentro, escuchar y asimilar el lenguaje del yo. Este lenguaje que nos permitirá dialogar con nosotros mismos tiene como herramienta fundamental la metáfora. Y, en expresión de María Zambrano, será un lenguaje poético.

Debemos abandonarnos a la razón poética.

Lo fascinante de esta perspectiva del ser es que la razón poética no es mera especulación ontológica. La razón poética existe, la utilizamos de continuo. Nos acompaña silente en la toma de decisiones, en el devenir. Nos define y completa. Es razón creadora, capaz de adentrarse en la realidad por atajos (metáforas) e imprimir su esencia en lo que vivimos. A esto lo llamamos intuición, revelación o creatividad.

¿No ha sentido nunca este fogonazo repentino, un instante de plenitud en el que se asoma a la vastedad de la comprensión?

Por un instante ha alcanzado un estado de coherencia atemporal. Se ha liberado de las cadenas del tiempo mecánico y ha alcanzado alturas de vértigo. Ha vuelto a nacer, soltando el lastre de los personajes que ha forjado a lo largo de su vida. Desnudo, callado y sobrio, ha alcanzado un claro en el bosque. La conciencia se detiene a observar(se).

Sí. Es usted. Siempre estuvo ahí. Frágil, complejo e insatisfecho. En un constante (y callado) diálogo con uno mismo. Oculto tras la sombra del yo, omnipresente incluso durante el sueño. Acechante. Curioso.

Esto no pretende ser metafísica; lo dije antes, hay una explicación desde la actividad sináptica para este fenómeno. Es real.

Pero escurridizo, difícil de explicar. No creo haberlo conseguido. Olvide estas líneas, lector, y disculpe la pérdida de tiempo.

Si acaso, cuando le sacuda el fogonazo y sienta que el tiempo se detiene, considérese afortunado. En ese instante ha sido usted coherente con lo que es.

Un ser humano único, complejo e irrepetible.

Por un instante, el universo entero se ha detenido a escuchar.

Antonio Carrillo.