viernes, 26 de octubre de 2012

Moderación



 
Dedicado a Isabel de Leite: ¡arriba ese ánimo!

Las cosas van mal. Aún diría más: van a ir a peor.

Estamos inmersos en un proceso de cambio estructural; nos enfrentamos a una crisis económica, cierto, pero también de modelo social. Vivimos una época convulsa en la que sentimos cómo se cimbrean los cimientos que antes creímos sólidos.

La incertidumbre y el miedo asoman por las calles y los rostros, el desasosiego se adueña de cualquier conversación. Nos sabemos perdidos e indefensos. Miradas sin humor transmiten una misma pregunta: ¿seré el siguiente en caer? ¿Qué será de mis hijos? ¿Cuándo acabará todo? La sonrisa ha desaparecido de los barrios y las plazas.

Sumidos en esta con-fusión, en esta niebla espesa que todo iguala, deambulamos apagando la radio por no oír una triste cantinela, y cerramos la mirada a los miles que buscan alimento en lo más profundo de los contenedores. Muchos nos refugiamos en nosotros mismos. Vivimos, de alguna manera, "en-si-mismados".

Pero es importante tomar conciencia de que la penalidad, que no la risa, es una fiel y persistente compañera del ser humano. El hambre es la norma, no la excepción. Vivir una existencia confortable y segura es, de hecho, un privilegio al alcance de muy pocos. Así ha sido siempre.

Propongo una gimnasia mental, saltos de la memoria hacia el pasado de Europa. El siglo XI, por ejemplo, fue una época de grandes hambrunas y epidemias. Durante todo el siglo se contabilizaron 26 años de malas cosechas. En concreto, hubo siete años consecutivos, de 1087 a 1095, en los que la hambruna provocó verdaderos estragos. Puede resultar difícil de creer, pero se asaltaba a los caminantes, se los asesinaba y asaba su carne. El viajante era una fuente de proteínas, y la caza del humano se hizo costumbre. También se exhumaban los cadáveres para consumir su carne. Un ejemplo del horror lo tenemos en el caso acaecido en la ciudad de Tournous, en Francia, en cuyo mercado se vendía la carne humana como si fuera de vaca. Según cuenta el cronista Radulfo Glaber, el vendedor reconoció los hechos (tras haber sido sometido, es de suponer, a un cruento interrogatorio) y fue quemado vivo.  La carne humana confiscada alguien la desenterró y devoró esa misma noche.



El siglo XIV fue nefasto, todos lo sabemos. El XVII también fue propicio para que cabalgaran los jinetes del hambre, la guerra o la peste. Una terrible hambruna comienza en Rusia, en 1601, y desde entonces se suceden los desastres por toda Europa. Entre otros factores, queremos llamar la atención sobre el fenómeno climático conocido como "Pequeña Edad de Hielo", un frío persistente que arruinó cosechas. Un orfebre en Palermo y un pescador de Nápoles encabezaron graves protestas de un pueblo que moría de hambre y enfermedad. En Córdoba, una mujer grita alocada recorriendo las calles: lleva en brazos a su hijo muerto de hambre. Estalla espontánea la protesta ciudadana, como había sucedido en Sevilla hacía pocos años. El pueblo, desesperado, no puede más.

¿Y? ¿Acaso no estamos hoy protegidos por los excedentes que la tecnología alimentaria y el capitalismo consumista generan? ¿Qué sentido tiene retrotraerse a tan lejanas épocas? ¿Qué enseñanza nos pueden aportar?

Querría primero llamar la atención sobre un hecho terrible: la especulación salvaje (e inmoral) sobre los alimentos en los mercados de futuros, templos del capitalismo salvaje al que nos hemos visto abocados, y el consiguiente aumento de los precios. A nosotros, ciudadanos del primer mundo, nos ha afectado en términos de cotización y mercado de valores. A una familia africana le ha supuesto morir de hambre. Hoy, ayer. Mañana. ¿Acaso los jinetes ya no galopan? Todos los días mueren 24.000 personas por hambre. Ahora, mientras lee estas líneas.
 

Les va a sonar exagerado, pero tenemos suerte de haber nacido en Europa. Por el momento no parece que vayamos a pasar hambre; el Estado asegura un abastecimiento de agua potable y se mantienen los servicios de alcantarillado y limpieza. No se prevén, por consiguiente, brotes epidémicos agudos que pongan en peligro nuestra vida. La seguridad ciudadana está garantizada por las fuerzas del orden, y el acceso al sistema de salud pública alcanza al 90% de la población. Se siguen cobrando las pensiones y se mantiene la seguridad jurídica en las transacciones mercantiles y monetarias.

Son cosas que damos por hechas, lo sé, pero conviene valorarlas. Y mucho. Porque finalmente se lucha por lo que de verdad importa. Porque empieza a haber motivos para la preocupación. Y porque hace apenas diez años mi abuela Francisca me obligaba a detener el coche junto a un campo para rebuscar garbanzos. Mi (nuestras) abuela conoció el hambre, y detestaba que se tirara la comida. Seguro que les suena conocido.



En los periodos de escasez es imprescindible saber priorizar los gastos. Es fácil gastar; lo difícil es aplicar recortes. Me entristece y abochorna que a miles de inmigrantes se les deniegue la atención sanitaria. Me preocupa que se abandone la educación pública y la investigación en I+D, que es donde se construye el futuro de mis hijos. Me aterra que saneemos las cuentas de los bancos mientras aumentan las listas de parados. En definitiva, me preocupa que no sepamos distinguir lo esencial de lo accesorio. Que no defendamos un modelo de Estado del Bienestar que ha supuesto el mayor avance en aras de la dignidad humana. Un éxito que a todos nos pertenece e incumbe por igual. Así de claro lo digo.

¿Quién atenta contra el Estado del Bienestar? En primer lugar, una clase política profesionalizada y sus adláteres, los poderes fácticos que rapiñan en la inmisericorde selva del mercado. Permítanme dos anécdotas de esta misma semana: apenas a 100 metros de donde escribo algo extraño sucede en el vestíbulo de una Consejería de la Comunidad Autónoma de Madrid. No hay apenas actividad, y los ascensores se encuentran todos en la planta baja, con las puertas abiertas. Se espera la llegada de la señora Consejera. Ha dado órdenes de que a su llegada deben estar a su disposición los ascensores: y debe subir sola. Los funcionarios (la señora Consejera es un cargo político) deben esperar a que la señora Consejera se encuentre acomodada en su mullido sillón para reiniciar la actividad en la Consejería. Si la señora Consejera se retrasa todo el organigrama se detiene; o bien se utilizan las escaleras de servicio.


La señora Consejera ha llegado, pero poco después una Directora General acude a una cita en la sede de la presidencia. Es afortunada, porque su destino se encuentra a 50 metros. Sólo debe cruzar la calle y caminar apenas 5 minutos. A pesar de que casi asoma noviembre, el día es soleado y los termómetros marcan unos agradables 20 grados. Sin embargo, la señora Directora General espera en el vestíbulo. Al poco, un subordinado hace una señal: un taxi le espera en la puerta. Como han peatonalizado gran parte del centro de Madrid, la señora Directora General se ve obligada a dar un enorme rodeo que supone un trayecto de 15 minutos. Entre todos pagamos la carrera al taxista; pero claro, una Directora General no puede llegar andando.

Por cierto, esta Directora General acaba de llamar "ganado" y le ha mostrado el dedo corazón a una subordinada, una funcionaria de alto rango muy cualificada que ha debido superar unas oposiciones extremadamente difíciles. A la señora Directora General, de nuevo un cargo político, se le desconocen sin embargo los méritos. Es novia de alguien importante, creemos.

Ya escucho sus protestas, lectores: son dos ejemplos absurdos e intrascendentes, apenas una anécdota. Los he elegido porque, precisamente, hacen hincapié en un aspecto que consideró esencial: la moderación. La administración eficaz de los bienes públicos, que presupone una política de austeridad por parte de los responsables políticos.


Este tema me sirve de excusa para llamar a Zaeluco, legislador de la ciudad griega de Locri. Antaño esclavo y pastor, Zaeluco propugnó las primeras leyes griegas, hace 2.600 años; y aunque era partidario de la nobleza, se cuenta que tuvo una idea genial para acabar con los desmanes que cometían los más ricos. Así, dictó que cualquier mujer podía ser atendida por varias doncellas, pero sólo si estaba borracha. Además, podía llevar joyas de oro, y vestidos bordados, pero sólo si ejercía el oficio de prostituta. También los hombres podían llevar anillos de oro, pero debían ser proxenetas.

Fue dictar estas leyes, y en Locri se acabaron de inmediato los grandes cortejos y la ostentación. No hubo disturbios; nadie se había visto obligado a adoptar tales medidas. Pero, por supuesto, no querían parecer lo que no eran.

No es seguro que la historia de Zaeluco y las joyas sea cierta. Sí se han conservado otras disposiciones legales suyas francamente curiosas. Por ejemplo, si un ciudadano proponía a la asamblea una reforma o sustitución de una ley, debía presentarse con una soga al cuello, con la cual ahorcarle si la propuesta no se aprobaba. Se condenaba con una multa a los ciudadanos que, provenientes de lejanos lugares, trajeran con ellos inventos o novedades. Y beber vino contraviniendo las indicaciones del médico se condenaba con la muerte.

"O tempora, o mores".

Tampoco hace falta llegar a los extremos de Kaveh I, el rey sasánida que ordenó a sus nobles repartir sus riquezas y mujeres con los pobres (tuvo que huir al exilio); pero la moderación es necesaria. No pasa nada por caminar 50 metros bajo el sol de Madrid. Es saludable. Incluso puede que mejore el humor.

A pesar de los pésimos augurios con los que comencé, la crisis pasará, y vendrán tiempos de prosperidad. Lo importante son las secuelas que dejen estos años de penuria. En los últimos 30 años nos hemos centrado en la riqueza y el consumo, descuidando aspectos de calado como la calidad en la educación, la formación en valores o la importancia del ocio inteligente. Hemos conducido la sociedad hacia un páramo en el que todos somos consumidores anónimos de tecnología, flotando en nubes especulativas que nos impiden toda visión y, por tanto, toda perspectiva. Les interesa que así sea. Un pueblo inculto es más manejable.

De todos los datos que aporta la crisis, aparte por supuesto del paro o el número de desahucios, el más significativo es el conocido como "Coeficiente de Gini". Mide la desigualdad. En internet pueden consultar el lugar que ocupa su país:
 

España, una de las principales economías del mundo, ocupa el lugar 53. Y cayendo. Es decir, aumenta la distancia entre los que más tienen y los pobres. Estamos por debajo de países como Malí, Portugal, Burundi, Egipto, Pakistán o Grecia. ¿Les sorprende? A mí no.

Los jóvenes españoles están abandonando las carreras universitarias porque no pueden pagar las tasas de la universidad pública. Hoy hemos sabido que el paro registrado supera el 25%, un dato realmente escalofriante. El poder adquisitivo ha bajado a niveles de hace veinte años, y se cierran centros de atención social por doquier. La Administración en quiebra abandona a su albur a los más desprotegidos.

Esta realidad sangrante es responsabilidad de todos. Si en vez de obsesionarnos por adquirir el último teléfono inteligente nos centráramos en lo esencial, en defender los derechos tan duramente ganados, cuando salgamos de la crisis habremos asentado los cimientos de una sociedad distinta, menos basada en el consumo. Tenemos que arrancarnos del cuello el yugo del "Tener" para crecer, todos juntos, en la tarea de "Ser". Transmitir valores de humanismo, de moderación. De pausa.
 
 

Estamos dejando abandonados a su suerte a una generación entera, a la que hemos educado en valores insanos. Nosotros mismos estamos enfermos de miedo. Un miedo soterrado y susurrante, casi imperceptible, pero permanente.

¿Lo escuchan?

Antonio Carrillo

martes, 16 de octubre de 2012

La muerte más absurda.


 

En este blog hemos hecho mención a varias muertes grotescas, como la del director de orquesta que falleció al golpearse con la batuta, o la del famoso matemático que murió de hambre por negarse a comer, víctima que era de una paranoia: caer envenenado.
 
 
Pero hay más muertes reseñables por su rareza; como el caso de Arnaud, hermano de Montaigne, quien murió a edad temprana (27 años) por un desgraciado accidente jugando al tenis (el llamado "jeu de paume"). Hay familias que no deberían practicar deporte alguno; el propio Montaigne estuvo a punto de fallecer practicando la equitación.
 
En la antigüedad se acumulan las defunciones absurdas: Dracon de Tesalia, legislador ateniense, fue asfixiado hasta la muerte por el entusiasmo de sus seguidores en el teatro de Aegina. Murió bajo el peso de cientos de capas que depositaron sobre él en señal de respeto. No menos absurda es la muerte del dramaturgo Esquilo: un águila confundió su lustrosa calva con una piedra, y le estrelló una tortuga en la cabeza.

En ocasiones, la buena praxis profesional puede llevar a la muerte. Es el caso del abogado Clement Vallandigham; convencido como estaba de que su defendido no cometió asesinato, se dispuso a demostrar ante el jurado que era perfectamente posible disparar contra uno mismo estando arrodillado, para lo cual utilizó una pistola descargada.

Pero la pistola sí estaba cargada, sí era posible tal muerte accidental y, si bien Clement Vallandigham perdió la vida, ganó el caso.

Otro abogado, de nombre Garry Hoy, intentó demostrar a unos invitados que los cristales de su despacho eran irrompibles. El mundo perdió a un entusiasta defensor de la arquitectura y la resistencia de materiales, en una caída de 91 metros.

Mala suerte la de Carlos VIII, rey de Francia, un hombre que apenas superaba el metro de estatura y que murió al golpearse la cabeza con el dintel de la puerta. David Flannery, sin embargo, falleció siendo justo ganador de un premio: "A ver quién es capaz de estar más tiempo de pie en las vías de un tren mientras un mercancías se acerca a toda velocidad".

Y es que la juventud resulta harto peligrosa en su profusión de testosterona. David Grundman, de 27 años, tomó la determinación de cortar cactus a base de disparos en el desierto. Entusiasmado tras conseguir que un cactus pequeño cayera al primer disparo, se enfrentó a un cactus saguaro centenario, de 7 metros de alto, que cayó sobre él y lo mató. Extraña forma de morir en duelo.

Según narra la saga Orkneyinga, Sigurd el poderoso retó al caudillo escocés Máel Brigte a un enfrentamiento: 40 hombres por bando en el campo de batalla. A Sigurd no se le debían dar bien las matemáticas, puesto que acudió con 80 hombres y ganó la contienda. Sin embargo, el tramposo tuvo su justo castigo, puesto que ató la cabeza de Brigte a la silla de su caballo y, mientras cabalgaba, el roce con los dientes de su víctima le provocó una herida mortal al infectarse.

Hablando de cuentas: James Griffith, experto en accidentes de paracaidismo y profesor de psicología en la Universidad de Shippensburg, afirma que el 10 % de las muertes se producen por “no tirar” o "tirar tarde" de la anilla. Y es que, afirma, a los seres humanos se nos da fatal contar el tiempo. Será que uno cae desde un avión y se distrae pensando en otra cosa.
 
 
Es importante que sepa que, según la centenaria Ley Inglesa, es ilegal morir en el Parlamento británico. Además, en la ciudad de York es perfectamente legal asesinar a un escocés dentro de las antiguas murallas, pero sólo si el escocés lleva un arco y flechas. Son detalles que conviene saber cuando uno viaja.

Muerte desgraciada la del juez de Atletismo alemán Dieter Strack, de 75 años, quien falleció en Dusseldorf tras ser alcanzado por una jabalina. A su edad ya longeva, y presuponiendo ciertos problemas de vista, se lanzó a una meritoria carrera para medir la distancia del lanzamiento. Fue alcanzado en el cuello por la jabalina.

Menos meritoria resulta la muerte del famoso destilador de whisky Jack Daniel quien, al no recordar la combinación de su caja fuerte, se dedicó a darle de patadas. Se lastimó el dedo gordo y murió por la infección. Muerte tan absurda como la de Allan Pinkerton, creador de la primera agencia de detectives del mundo. Murió por morderse la lengua en una caída.

Pero pocas muertes tan estúpidas como la de Jennifer Strange, mujer de 28 años de Sacramento, que murió reteniéndose las ganas de orinar en un concurso de radio. Su cuerpo no soportó el exceso de agua, y falleció por hiperhidratación.  
 
El premio que hubiese conseguido: una consola Wii.

Acabamos: François Faber fue un ciclista Luxemburgués, ganador del Tour de Francia de 1909. No murió por causa de un accidente ciclista; su muerte tiene un algo de entrañable.

Faber se encontraba en una trinchera el 9 de mayo de 1915 en Carency, el frente occidental de la Primera Guerra Mundial. Recibió entonces un telegrama en el que se le informaba de que su esposa había dado a luz a una hija.
 

Faber, padre primerizo, empezó a aplaudir y gesticular entusiasmado. Con ello, le descubrió su posición a un francotirador alemán.

Y murió. Como tantos otros. Antes o después.
 
Inevitablemente.

Antonio Carrillo