Dedicado a Isabel de Leite: ¡arriba ese ánimo!
Las cosas van mal. Aún diría más: van a ir a peor.
Estamos inmersos en un proceso de cambio estructural; nos
enfrentamos a una crisis económica, cierto, pero también de modelo social.
Vivimos una época convulsa en la que sentimos cómo se cimbrean los cimientos
que antes creímos sólidos.
La incertidumbre y el miedo asoman por las calles y los rostros,
el desasosiego se adueña de cualquier conversación. Nos sabemos perdidos e
indefensos. Miradas sin humor transmiten una misma pregunta: ¿seré el siguiente
en caer? ¿Qué será de mis hijos? ¿Cuándo acabará todo? La sonrisa ha
desaparecido de los barrios y las plazas.
Sumidos en esta con-fusión, en esta niebla espesa que todo iguala,
deambulamos apagando la radio por no oír una triste cantinela, y cerramos la
mirada a los miles que buscan alimento en lo más profundo de los contenedores.
Muchos nos refugiamos en nosotros mismos. Vivimos, de alguna manera, "en-si-mismados".
Pero es importante tomar conciencia de que la penalidad, que no la
risa, es una fiel y persistente compañera del ser humano. El hambre es la
norma, no la excepción. Vivir una existencia confortable y segura es, de hecho,
un privilegio al alcance de muy pocos. Así ha sido siempre.
Propongo una gimnasia mental, saltos de la memoria hacia el pasado
de Europa. El siglo XI, por ejemplo, fue una época de grandes hambrunas y
epidemias. Durante todo el siglo se contabilizaron 26 años de malas cosechas.
En concreto, hubo siete años consecutivos, de 1087 a 1095, en los que la
hambruna provocó verdaderos estragos. Puede resultar difícil de creer, pero se asaltaba a los caminantes, se los asesinaba y asaba su carne.
El viajante era una fuente de proteínas, y la caza del humano se hizo
costumbre. También se exhumaban los cadáveres para consumir su carne. Un
ejemplo del horror lo tenemos en el caso acaecido en la ciudad de Tournous, en
Francia, en cuyo mercado se vendía la carne humana como si fuera de vaca. Según
cuenta el cronista Radulfo Glaber, el vendedor reconoció los hechos (tras haber
sido sometido, es de suponer, a un cruento interrogatorio) y fue quemado vivo. La carne humana confiscada alguien la
desenterró y devoró esa misma noche.
El siglo XIV fue nefasto, todos lo sabemos. El XVII también fue propicio para que cabalgaran los jinetes del hambre, la guerra o la peste. Una terrible hambruna comienza en Rusia, en 1601, y desde entonces se suceden los desastres por toda Europa. Entre otros factores, queremos llamar la atención sobre el fenómeno climático conocido como "Pequeña Edad de Hielo", un frío persistente que arruinó cosechas. Un orfebre en Palermo y un pescador de Nápoles encabezaron graves protestas de un pueblo que moría de hambre y enfermedad. En Córdoba, una mujer grita alocada recorriendo las calles: lleva en brazos a su hijo muerto de hambre. Estalla espontánea la protesta ciudadana, como había sucedido en Sevilla hacía pocos años. El pueblo, desesperado, no puede más.
¿Y? ¿Acaso no estamos hoy protegidos por los excedentes que la
tecnología alimentaria y el capitalismo consumista generan? ¿Qué sentido tiene
retrotraerse a tan lejanas épocas? ¿Qué enseñanza nos pueden aportar?
Querría primero llamar la atención sobre un hecho terrible: la
especulación salvaje (e inmoral) sobre los alimentos en los mercados de
futuros, templos del capitalismo salvaje al que nos hemos visto abocados, y el
consiguiente aumento de los precios. A nosotros, ciudadanos del primer mundo,
nos ha afectado en términos de cotización y mercado de valores. A una familia
africana le ha supuesto morir de hambre. Hoy, ayer. Mañana. ¿Acaso los jinetes
ya no galopan? Todos los días mueren 24.000 personas por hambre. Ahora, mientras lee estas líneas.
Les va a sonar exagerado, pero tenemos suerte de haber nacido en
Europa. Por el momento no parece que vayamos a pasar hambre; el Estado asegura
un abastecimiento de agua potable y se mantienen los servicios de
alcantarillado y limpieza. No se prevén, por consiguiente, brotes epidémicos
agudos que pongan en peligro nuestra vida. La seguridad ciudadana está
garantizada por las fuerzas del orden, y el acceso al sistema de salud
pública alcanza al 90% de la población. Se siguen cobrando las pensiones y se
mantiene la seguridad jurídica en las transacciones mercantiles y monetarias.
Son cosas que damos por hechas, lo sé, pero conviene valorarlas. Y
mucho. Porque finalmente se lucha por lo que de verdad importa. Porque empieza
a haber motivos para la preocupación. Y porque hace apenas diez años mi abuela
Francisca me obligaba a detener el coche junto a un campo para rebuscar
garbanzos. Mi (nuestras) abuela conoció el hambre, y detestaba que se tirara la
comida. Seguro que les suena conocido.
En los periodos de escasez es imprescindible saber priorizar los gastos. Es fácil gastar; lo difícil es aplicar recortes. Me entristece y abochorna que a miles de inmigrantes se les deniegue la atención sanitaria. Me preocupa que se abandone la educación pública y la investigación en I+D, que es donde se construye el futuro de mis hijos. Me aterra que saneemos las cuentas de los bancos mientras aumentan las listas de parados. En definitiva, me preocupa que no sepamos distinguir lo esencial de lo accesorio. Que no defendamos un modelo de Estado del Bienestar que ha supuesto el mayor avance en aras de la dignidad humana. Un éxito que a todos nos pertenece e incumbe por igual. Así de claro lo digo.
¿Quién atenta contra el Estado del Bienestar? En primer lugar, una
clase política profesionalizada y sus adláteres, los poderes fácticos que
rapiñan en la inmisericorde selva del mercado. Permítanme dos anécdotas de esta
misma semana: apenas a 100 metros de donde escribo algo extraño sucede en el
vestíbulo de una Consejería de la Comunidad Autónoma de Madrid. No hay apenas
actividad, y los ascensores se encuentran todos en la planta baja, con las
puertas abiertas. Se espera la llegada de la señora Consejera. Ha dado órdenes
de que a su llegada deben estar a su disposición los ascensores: y debe subir
sola. Los funcionarios (la señora Consejera es un cargo político) deben esperar
a que la señora Consejera se encuentre acomodada en su mullido sillón para
reiniciar la actividad en la Consejería. Si la señora Consejera se retrasa todo
el organigrama se detiene; o bien se utilizan las escaleras de servicio.
La señora Consejera ha llegado, pero poco después una Directora
General acude a una cita en la sede de la presidencia. Es afortunada, porque su
destino se encuentra a 50 metros. Sólo debe cruzar la calle y caminar apenas 5 minutos.
A pesar de que casi asoma noviembre, el día es soleado y los termómetros marcan
unos agradables 20 grados. Sin embargo, la señora Directora General espera en
el vestíbulo. Al poco, un subordinado hace una señal: un taxi le espera en la
puerta. Como han peatonalizado gran parte del centro de Madrid, la señora
Directora General se ve obligada a dar un enorme rodeo que supone un trayecto
de 15 minutos. Entre todos pagamos la carrera al taxista; pero claro, una Directora General
no puede llegar andando.
Por cierto, esta Directora General acaba de llamar "ganado" y le ha mostrado el dedo corazón
a una subordinada, una funcionaria de alto rango muy cualificada que ha debido
superar unas oposiciones extremadamente difíciles. A la señora Directora
General, de nuevo un cargo político, se le desconocen sin embargo los méritos.
Es novia de alguien importante, creemos.
Ya escucho sus protestas, lectores: son dos ejemplos absurdos e intrascendentes,
apenas una anécdota. Los he elegido porque, precisamente, hacen hincapié en un
aspecto que consideró esencial: la moderación. La administración eficaz de los
bienes públicos, que presupone una política de austeridad por parte de los
responsables políticos.
Este tema me sirve de excusa para llamar a Zaeluco, legislador de
la ciudad griega de Locri. Antaño esclavo y pastor, Zaeluco propugnó las
primeras leyes griegas, hace 2.600 años; y aunque era partidario de la nobleza,
se cuenta que tuvo una idea genial para acabar con los desmanes que cometían
los más ricos. Así, dictó que cualquier mujer podía ser atendida por varias
doncellas, pero sólo si estaba borracha. Además, podía llevar joyas de oro, y
vestidos bordados, pero sólo si ejercía el oficio de prostituta. También los
hombres podían llevar anillos de oro, pero debían ser proxenetas.
Fue dictar estas leyes, y en Locri se acabaron de inmediato los
grandes cortejos y la ostentación. No hubo disturbios; nadie se había visto obligado
a adoptar tales medidas. Pero, por supuesto, no querían parecer lo que no eran.
No es seguro que la historia de Zaeluco y las joyas sea cierta. Sí
se han conservado otras disposiciones legales suyas francamente curiosas. Por ejemplo, si un
ciudadano proponía a la asamblea una reforma o sustitución de una ley, debía
presentarse con una soga al cuello, con la cual ahorcarle si la propuesta no se
aprobaba. Se condenaba con una multa a los ciudadanos que, provenientes de lejanos
lugares, trajeran con ellos inventos o novedades. Y beber vino contraviniendo
las indicaciones del médico se condenaba con la muerte.
"O tempora, o mores".
Tampoco hace falta llegar a los extremos de Kaveh I, el rey
sasánida que ordenó a sus nobles repartir sus riquezas y mujeres con los pobres
(tuvo que huir al exilio); pero la moderación es necesaria. No pasa nada por
caminar 50 metros bajo el sol de Madrid. Es saludable. Incluso puede que mejore el humor.
A pesar de los pésimos augurios con los que comencé, la crisis
pasará, y vendrán tiempos de prosperidad. Lo importante son las secuelas que
dejen estos años de penuria. En los últimos 30 años nos hemos centrado en la
riqueza y el consumo, descuidando aspectos de calado como la calidad en la
educación, la formación en valores o la importancia del ocio inteligente. Hemos conducido la
sociedad hacia un páramo en el que todos somos consumidores anónimos de tecnología,
flotando en nubes especulativas que nos impiden toda visión y, por tanto, toda
perspectiva. Les interesa que así sea. Un pueblo inculto es más manejable.
De todos los datos que aporta la crisis, aparte por supuesto del
paro o el número de desahucios, el más significativo es el conocido como "Coeficiente de Gini". Mide la
desigualdad. En internet pueden consultar el lugar que ocupa su país:
España, una de las principales economías del mundo, ocupa el lugar
53. Y cayendo. Es decir, aumenta la distancia entre los que más tienen y los
pobres. Estamos por debajo de países como Malí, Portugal, Burundi, Egipto,
Pakistán o Grecia. ¿Les sorprende? A mí no.
Los jóvenes españoles están abandonando las carreras
universitarias porque no pueden pagar las tasas de la universidad pública. Hoy
hemos sabido que el paro registrado supera el 25%, un dato realmente
escalofriante. El poder adquisitivo ha bajado a niveles de hace veinte años, y
se cierran centros de atención social por doquier. La Administración en quiebra
abandona a su albur a los más desprotegidos.
Esta realidad sangrante es responsabilidad de todos. Si en vez de
obsesionarnos por adquirir el último teléfono inteligente nos centráramos en lo
esencial, en defender los derechos tan duramente ganados, cuando salgamos de la
crisis habremos asentado los cimientos de una sociedad distinta, menos basada
en el consumo. Tenemos que arrancarnos del cuello el yugo del "Tener"
para crecer, todos juntos, en la tarea de "Ser". Transmitir valores
de humanismo, de moderación. De pausa.
Estamos dejando abandonados a su suerte a una generación entera, a
la que hemos educado en valores insanos. Nosotros mismos estamos enfermos de
miedo. Un miedo soterrado y susurrante, casi imperceptible, pero permanente.
¿Lo escuchan?
Antonio Carrillo