miércoles, 17 de enero de 2018

A imagen de Dios



Buenos días. Permítanme que me presente.

Soy un trilobites.

Pertenezco al filo de los artrópodos, el más amplio y diverso del reino animal. Y yo fui el primero.

Mi subfilo nació hace mucho, mucho tiempo, a comienzos del Cámbrico, una era remota en la que apenas había medusas o esponjas. Nosotros fuimos los primeros animales que desarrollaron patas con las que caminar. Los primeros en tener antenas. En presentar dimorfismo sexual; los machos somos distintos que las hembras.

Pero lo más importante es que fuimos los primeros animales en desarrollar ojos complejos. La naturaleza, el universo mismo, se hizo consciente ante la luz con los trilobites.

Esto ha dado mucho de qué hablar entre nosotros, los trilobites. Al fin y al cabo, somos todos muy distintos, con más de 4.000 especies. Pero hay un consenso que se ha mantenido a lo largo de los milenios: somos criaturas privilegiadas.

Los hijos de la luz nos llamamos.

Pensamos que Dios es un trilobites. Que estamos hechos a su imagen y semejanza. Creemos en un Dios inmenso que porta sobre su cuerpo todos los mares y océanos en los que vivimos. Que vela por nosotros.

¿Cómo si no se explica nuestro éxito? Fuimos los primeros y sobrevivimos a dos grandes extinciones. Llevamos 300 millones de años caminando bajo los mares de este planeta, en aguas profundas y someras, frías y calientes, ácidas y alcalinas.

El tiempo pasa. Al Cámbrico se siguió el Ordovícico, luego el Silúrico, el Devónico y el Carbonífero. Ahora estamos en el Pérmico, con los insectos, las plantas con semillas y los reptiles. Hemos visto llegar y extinguirse a cientos de miles de especies. Nosotros permanecemos.

Somos únicos. Eternos.




El relato se detiene. Hay un silencio como nunca ha habido en la Tierra. Prácticamente, la vida se ha extinguido. Nuestro planeta, de repente, es un páramo.

El 95% de las especies han desaparecido. Es la mayor catástrofe en la historia de la Tierra.

¿Qué ha sucedido? En el este del supercontinente de Gondwana cae una roca inmensa, de 40 kilómetros de diámetro. El choque brutal provoca un cráter de 500 kilómetros. La Tierra se abre, tiembla, la corteza se resquebraja. Una parte del continente se desgaja e inicia una marcha hacia el noreste. Con el tiempo lo llamaremos Australia.

Es algo parecido al meteorito que acabó con los dinosaurios, solo que tres veces más grande. Mucho más destructivo.

Desde el lugar del impacto surgen enormes ondas sísmicas que agitan toda la superficie del planeta y que finalmente convergen en las antípodas. En el peor lugar posible: los Traps Siberianos. La mayor zona volcánica del planeta.

Dos millones de kilómetros cuadrados entran en erupción. Como si toda Europa Occidental se abriera dejando fluir lava y gases. Las cifras son desorbitantes: unos 4 millones de km³ de lava salen a la superficie. La emanación de CO2 provoca un aumento de las temperaturas de 5°C.

En los océanos el aumento de temperatura provoca que se descongelen los depósitos de hidrato de metano que hay en el fondo marino. Y pocos gases hay más nocivos que el metano. La temperatura en el planeta aumenta otros 5°C y en los mares se cambian las corrientes oceánicas, cae el nivel de oxígeno atmosférico y se destruyen la mayoría de los ecosistemas. Zonas antaño frondosas se convierten en desiertos sin vida.


Y transcurridos muchos miles de años, sanadas las heridas, unos reptiles, capaces de poner huevos amnióticos, se convirtien en los nuevos amos. Y creen que Dios tiene la forma de un dinosaurio.

Y otros seres, simios desnudos y bípedos, millones de años más tarde, también se creen invencibles, tocados por la gracia divina. Únicos. Inmortales. Con un Dios a su medida.

Y la Tierra gira, ajena a todo este desatino. Ella sí, inmutable.

Antonio Carrillo

martes, 16 de enero de 2018

Senderos de bufones



En la película Senderos de gloria, de Stanley Kubrick, el general interpretado por Adolphe Manjou le explica al coronel (Kirk Douglas), desde la mullida comodidad de su sillón, las razones por las que tiene la intención de ejecutar a tres soldados al azar del batallón.


-      "Las ejecuciones serán un tónico para la división. Hay pocas cosas más alentadoras y estimulantes que ver morir a un ser humano.

-      Nunca pensé en ello, señor.

-      Verá. Los soldados son como niños. Los niños quieren un padre estricto y los soldados quieren disciplina.

-      Entiendo.

-      Y una buena forma de mantenerla es fusilar a un hombre de vez en cuando."

Por un lado, los barracones enfangados en los que se hacinan los soldados; por otro, los cómodos salones en los se entibia el plácido aroma de un puro bañado en coñac. Es una frontera infranqueable, tan sólida como la alambrada de la trinchera. Oficiales a un lado, soldados rasos al otro.

Dos senderos que son bifurcaciones. Que siempre han tomado distintos derroteros.

Una historia mil veces repetida.

Por cierto. Es una película del año 1957. No se pudo estrenar en Francia hasta 1975. Suiza prohibió su estreno.

En España se estrenó en 1986

El 1 de agosto de 1752 una compañía italiana representa en la primera sala del Palacio Real de París, sede de la muy formal Académie Royale de Musique, una breve ópera bufa del (ya fallecido) compositor italiano Pergolesi: La Serva Padrona.

Se trata de apenas 45 minutos de música y chanza, un intermedio que aligera el tiempo de espera entre dos actos de una plúmbea obra del arribista, cortesano y pomposo Jean Baptiste Lully, quién moriría más tarde al golpearse el pie con el bastón que utilizaba a modo de batuta.

No llega a una hora, digo. Pero el escándalo es monumental ¿Cómo se permite que algo tan chabacano y pueblerino se interprete entre tan sacrosantos muros? Bastante tenía la nobleza con aguantar los disparates de ese tal Moliere, que fustigaba con sus obras la riqueza, la iglesia o el honor.

Se produce un escándalo mayúsculo. A un lado de la sala, en el conocido como "rincón del rey", la nobleza silba y protesta mientras, justo enfrente, en el llamado "rincón de la reina", los intelectuales e ilustrados aplauden la espontaneidad y frescura de la obra. Se inicia este día una guerra incruenta conocida como "la guerra de los bufones". Es una contienda en la que se cambian espadas por plumas, cañones por panfletos. A un lado, Rameau o Lully; al otro, Rousseau o Diderot, que un año antes había publicado el primer volumen de la "Enciclopedia".

Dos años más tarde los cantantes italianos acaban siendo expulsados de Francia y en 1959 la "Enciclopedia", que ensalza la tolerancia religiosa, se incluye en la lista de libros prohibidos por la iglesia.

De nuevo, dos maneras de asumir la realidad. Dos filosofías de la naturaleza misma de la vida. Algo más que dos corrientes ideológicas.

Dos maneras de entender la esencia misma de lo humano.

A veces toca tomar partido. Ser de los que fusilan o de los fusilados. Abuchear o aplaudir.

En ocasiones las mareas de la historia confluyen y te piden una respuesta.

Y no siempre es fácil. En un poema León Felipe escribió:


Cuando estaba solo y recostado
al borde del camino,
unos hombres,
con trazas de mendigos
me han dicho:

"Ven con nosotros, peregrino".

Y otros hombres,
con portes de patricios,
que llevaban sus galas intranquilos
me han hablado lo mismo:

"Ven con nosotros, peregrino".

Yo a todos los he visto perderse
allá a lo lejos del camino.

Y me he quedado solo,
sin despegar los labios,
en mi sitio.


Pero a veces esta opción, la del silencio, que sería la nuestra, resulta imposible.

Fusilado o de los que fusilan.

Por un sendero de inciensos o de bufones.

Muestra de qué color es tu corazón.

Porque toca despegar los labios y gritar. 

Hasta romper la garganta.


Antonio Carrillo.   

jueves, 11 de enero de 2018

Marte hispana 2: lo oculto




Nos fuimos a dormir francamente descorazonados. Pero al día siguiente me desperté con una obsesión, el impulso de afrontar con una actitud desafiante y racional los retos que Marte nos planteaba. Nuestra situación me recordaba a la de los náufragos de la Isla Misteriosa, la maravillosa novela de Julio Verne que había leído de joven. Como ellos, debíamos hacer uso de todo un bagaje de conocimientos heredados en química, física, biología y el resto de ciencias empíricas.

Podíamos perder la batalla, era incluso probable que fuésemos finalmente derrotados; pero era pronto para rendirnos.

Se lo comunicamos a la Tierra: teníamos la intención de sobrevivir. Marte hispana tenía futuro.

Desde un principio advertimos que no contábamos con demasiada ayuda. El comité de crisis en la Tierra estableció de inmediato la creación de varios subcomités para cada uno de los problemas que nos acuciaban, compartimentados en disciplinas científicas. Lo consideramos un error garrafal; ante un reto de tal calibre se deben afrontar los problemas desde una perspectiva holística, interdisciplinar. Físicos, químicos, geólogos, biólogos o médicos… todos deben colaborar en un mismo empeño, aportando ideas en común. Pronto supimos que los subjefes de comités se reunían periódicamente en reuniones improductivas, y se acumulaban miles de folios de memorandos. Nadie quería asumir el riesgo de tomar decisiones. La estulta burocracia se había impuesto, una vez más.

Para entonces nosotros ya habíamos avanzado en la solución de nuestros problemas, asumiendo los retos y sus consecuencias, buscando de entre los recursos que teníamos disponibles, priorizando las necesidades y exprimiendo algo tan intangible como intrínsecamente humano: la imaginación.

En realidad, tampoco tuvimos tanto mérito; nos estábamos jugando la vida, y no hay mayor aliciente.


La primera decisión que adoptamos fue la de diseñar un entorno autosostenido que nos mantuviese con vida durante algo más de un año. Con un suelo venenoso y la permanente amenaza de la radiación solar y cósmica, la única opción viable era la de procurarnos un refugio en la base del acantilado de 11 kilómetros de altura. Perdíamos luz solar, pero ganábamos protección ante la radiación y un entorno más contenido para asegurar una presión atmosférica adecuada.

Pero no todo podía quedar dentro de la cueva.

Para tener energía disponíamos de paneles solares activos en una Rocinante que estaba en estado de reposo con sus motores iónicos apagados; pero los paneles eran poco eficientes debido a la poca radiación solar. Además, sufrían el inconveniente de una ventolera de arena fina casi constante, que los cubrían.

Pero esta tesitura estaba prevista; uno de los módulos que nos habían precedido era un artefacto, en verdad, impresionante. Le teníamos admiración y temor a partes iguales.

Consistía en un enorme cilindro suspendido sobre cuatro brazos articulados. Con la ayuda de la grúa del Rover más potente lo alejamos 150 metros de la base y pusimos en marcha su programación. Nos apartamos, expectantes. De su base surgió una rueda dentada del mismo diámetro que la base, la cual adoptó paulatinamente la forma de un cono y comenzó a girar. Los brazos articulados se flexionaron y el cono comenzó a horadar el suelo. Unos potentes chorros de aire expulsaban la arena y piedras alrededor mientras el cilindro se hundía lentamente bajo su propio peso. Nos tuvimos que alejar. Cuando estuvo completamente bajo tierra, de su parte superior surgió un pequeño monolito que asomaba a un metro y medio de altura. En lo alto, una potente luz blanca oscilaba emitiendo un suave zumbido. Gracias a ella, siempre pudimos encontrar el cilindro, incluso en medio de una tormenta. En su base, un panel de instrumentos permitía la conexión totalmente estanca de un cable fuertemente aislado de 30 centímetros de diámetro. En  realidad era lo que denominamos un hilo de Litz. Una vez conectado el cable y enchufado en su otro extremo al módulo de supervivencia de la base, el cilindro comenzó las segunda fase de su programación: dividió los átomos del uranio que encerraba en su interior.

Teníamos un reactor de fisión nuclear que transformaba el calor en electricidad; unos 45 kW de potencia total.

Acercamos el módulo de supervivencia a la cueva que nos serviría de hábitat. Antes, habíamos introducido un robot excavador. Extendimos la pasarela posterior del módulo hacia el interior del acantilado, un tubo metálico de tres metros de diámetro que contaba con dos compartimentos estancos: uno para la presurización del aire y otro para la limpieza con aire a presión para evitar que entrase arena. Con la ayuda de una espuma expansiva de un poliuretano capaz de solidificarse a bajísimas temperaturas y poca presión, reactiva ante una atmósfera de CO2, rellenamos los huecos entre el tubo y la entrada a la cueva. Luego superpusimos varias capas de Demron adhesivo, un material flexible y resistente a la radiación. Al cabo de cuatro días teníamos un espacio de unos 120 metros cuadrados en el interior del acantilado, presurizado y con atmósfera. La pasarela frontal del módulo, con dos compartimentos estancos idénticos a los anteriores, era nuestra puerta a la superficie de Marte. Tras una semana de pruebas, pudimos anular los compartimentos de la pasarela interior; el entorno era seguro. Sin embargo, y como medida de precaución, mantuvimos el compartimento de presurización interno. En caso de accidente en el módulo de supervivencia, la cueva permanecería aislada y a salvo.

Disponíamos de equipos generadores de calor y luz de alta intensidad. Dispusimos nuestros enseres y dividimos el espacio en zonas de descanso y trabajo. Teníamos algo parecido a un hogar. Sólo faltaba sobrevivir durante 16 meses.

En realidad todo se resumía en conseguir un ciclo cerrado biológico dentro de la cueva, capaz de regenerar una atmósfera respirable, procurar agua y alimentos y reciclar los residuos. Con tan pocos recursos debíamos ser muy eficientes, y buscar ayuda en los materiales que Marte nos pudiese aportar.

Contábamos con alimentos y agua para unos seis meses, los tanques de algas, las patatas y los cereales. Pero el agua de la superficie de Marte no era potable y, además, estábamos generando oxígeno por electrolisis esquilmando un agua que necesitábamos para beber o regar. Tampoco teníamos un suelo fértil. Un pésimo panorama.

¿Qué podíamos hacer?

La idea se me ocurrió paseando por la cueva, tocando las paredes de roca. Antes de generar falsas expectativas en los demás excavé una muestra de la pared y sometí las rocas a un análisis espectroscópico en los laboratorios del módulo de supervivencia. ¿Qué buscaba? Primero, nitratos. Después, zeolitas. También jarosita. Y, si estos minerales se encontraban en las muestras que analizaba, quería calentar las muestras con microondas y comprobar las características del agua que pudiesen contener.

¿En qué estaba pensando? Vayamos por partes. Marte tuvo un pasado muy distinto a su árido presente, con agua líquida o en forma de hielo en su superficie y actividad volcánica en su interior. La mayor parte del agua desapareció,  hace miles de millones de años, absorbida por la roca porosa de origen volcánico.

Yo sabía que el rover Curiosity había detectado la presencia de nitratos (nitrógeno) en el suelo de Marte. El nitrato, en forma de óxido nítrico o monóxido de nitrógeno, requiere la presencia en algún momento del oxígeno. Posiblemente de agua. Pero lo importante es que el nitrógeno, incluso más que el oxígeno, es un elemento indispensable si se quiere iniciar una ciclo de vida similar al de la Tierra.

Porque las plantas, la base de la cadena de la vida basada en el carbono, se alimentan de nitrógeno.

Si queremos aire necesitamos plantas, cianobacterias o algas que transformen el dióxido de carbono en oxígeno, pero si no aportamos nitrógeno (amonio o nitrato) a las plantas, no crecen. Y poca gente lo sabe: aunque casi el 80% del aire que respiramos es nitrógeno, extraer el nitrógeno de la atmósfera no resulta fácil. Se precisa de bastante energía para hacerlo. Y el nitrógeno no lo captan las plantas del aire; tienen que absorberlo por las raíces. Por eso compramos abono sólido en los viveros. Y no es precisamente barato.

Aquí llegamos a un tema interesante: en el capítulo anterior nos centramos en las heces como la materia prima fundamental para crear abono. Sin embargo las personas tenemos una sustancia de desecho mucho más interesante: la orina. La urea es un compuesto nitrogenado (rico en nitrógeno). Este nitrógeno procede de la degradación en el hígado de las proteínas de los aminoácidos que se encuentran en los alimentos. En la orina también encontramos fósforo, magnesio o potasio. Lo único que también contiene y que puede resultar perjudicial para las plantas es el sodio.

En definitiva, las rocas de la pared de la cueva, machacadas hasta formar arena, ricas en nitratos y con un aporte de orina, pueden acabar siendo un suelo fértil. Pero ¿Y la contaminación por óxido de hierro o radiación que habíamos detectado en el exterior? ¿Podía existir en las rocas de Marte algún mineral que sirviese de filtro para eliminar las impurezas?

Entonces recordé que la Mars Reconnaissance Orbiter encontró en el suelo de Marte indicios de vetustas erupciones bajo glaciares en forma de arcillas, sulfatos y – mucho más interesante – zeolitas.

La presencia de zeolitas en Marte es una noticia que pasó desapercibida, pero que tiene una enorme importancia.

La zeolita es, créanme, un mineral fascinante. Son estructuras formadas por cristales tetraedros aluminosilicatos (compuestos de silicatos y aluminatos) que, al deshidratarse, forman una estructura casi imposible, llena de poros tan pequeños como apenas 3 angstroms. Es un maravilloso tamiz molecular en cuyo interior se produce un intercambio iónico. En definitiva, al pasar por la microporosidad de la zeolita las moléculas más grandes quedan retenidas. Además, el intercambio de iones favorece el que se retengan sustancias como los metales pesados.

La zeolita, para entendernos, se utiliza para mantener limpia el agua de los acuarios. Es un milagro de la geología.

Si lo recuerdan, comentamos que el agua pesada – con deuterio – tenía una mayor densidad que el agua normal. Si durante miles de años el agua se ha filtrado por 11 kilómetros de suelo rico en zeolita, el líquido que encontremos en las paredes, en lo más profundo del barranco, tendría que ser mucho más ligero. Al menos eso esperaba.

En efecto; el espectrómetro de los gases, tras calentar las rocas, daba una proporción de tan solo un 15% de agua pesada, El suelo de las paredes de la cueva nos proporcionaba un agua potable, filtrada y limpia. Y sin rastro alguno de contaminación radioactiva.

La ausencia total de radiación no se explica solo por la capa de piedra que nos protegía de la intemperie. Otro Rover, el Opportunity, había encontrado numerosas muestras de un mineral de origen hidrotermal (de nuevo el pasado de Marte nos regalaba un mineral fruto de un pasado tempestuoso en el que se encontraron los hielos y los ardores volcánicos). Me refiero a la jarosita, un sulfato de hierro hidratado y potasio, que posee una cualidad única y fascinante: absorbe la radiación ultravioleta. De hecho, es uno de los aislantes radioactivos más eficaces que se conocen.

Gracias a los nitratos, la zeolita y la jarosita, encontramos un suelo viable en las rocas desmenuzadas de las paredes de la cueva

Animados, comenzamos a producir suelo fértil, y a plantar patatas y distintos tipos de cereales. El robot excavaba sin descanso, aumentando el espacio disponible.

Como no queríamos malgastar el agua produciendo oxígeno, decidimos extraer el gas del dióxido de carbono, tan abundante en Marte (Un 96%). Cerca de la entrada a la cueva instalamos un depósito hermético recubierto por fibra aislante, que primero introducía el dióxido de carbono, luego lo comprimía y finalmente lo sometía a electrolisis a una temperatura de 800 grados. Como resultado, teníamos una producción constante y abundante de oxígeno.

Para ser justos, la idea no era nuestra; la NASA había trabajado en este sistema llamado MOXIE (Mars Oxigen In situ Experiment).

A continuación nos pusimos a pensar en cómo producir más agua. El agua que extraíamos calentando con microondas las paredes de la cueva no era suficiente. Necesitábamos más para criar las algas, el riego y nuestras necesidades.


La primera idea era producir agua uniendo los átomos de hidrógeno y oxígeno por medio de una fuerte descarga energética que quemase el hidrógeno a 2.000 grados. Pero no nos apetecía tener una bomba inestable e inflamable cerca. Necesitábamos otra solución.

Había una posible alternativa: en un depósito recubierto de níquel (el catalizador) se produce una reacción del hidrógeno con el dióxido de carbono a altas temperaturas. Se lo conoce como proceso sabatier: la mezcla de CO2 y 4H2 produce CH4 (metano) y 2H2O (dos moléculas de agua). Además, si introducimos en el  depósito a nuestras amigas las zeolitas, que absorben las moléculas de agua (no las de metano), separamos ambos compuestos.

Pero nos enfrentamos a tres inconvenientes: no teníamos demasiado níquel, el agua que conseguimos con este sistema es demasiado pura, sin rastro de los oligoelementos necesarios para el organismo y las plantas. Y, además, necesitamos hidrógeno puro, que podríamos extraer por electrolisis del agua pero…  ¿vamos a destruir moléculas de agua para crear moléculas de agua?

Volvíamos a tener un problema en apariencia irresoluble. Pensamos sobre ello largo tiempo; lo llamamos el problema Telemark.

Telemark es una población noruega; y lo que sucedió allí posiblemente cambió el curso de la Segunda Guerra Mundial. A mediados de la década de los 40 los americanos y los nazis estaban inmersos en una carrera por ser los primeros en conseguir una bomba atómica. El arma definitiva. Los aliados siempre llevaron ventaja; contaban con las mejores mentes (la mayoría europeas). Pero, además, los nazis sufrieron un revés definitivo en Telemark. En esa ciudad noruega se encontraba la planta en la que los alemanes producían agua pesada, imprescindible para conseguir una bomba atómica. La resistencia noruega saboteó las instalaciones de Telemark y, desprovistos de agua pesada, la bomba atómica fue una utopía para los nazis. Tenían la guerra perdida.

Nosotros también teníamos el reto de acabar con el agua pesada. Los mayores depósitos de agua los habíamos encontrado en el exterior, pero ¿cómo separar el agua común del agua pesada?

Pensamos en el conocido como método de Geib-Spevack o del sulfuro, un sistema de intercambio isotópico que produce agua pesada. Pero no sabíamos cómo revertir el proceso. Los enlaces entre el deuterio y el hidrógeno son más fuertes que los del agua común ¿Cómo separarlos?

Recordamos unos experimentos realizados en la universidad de Manchester en el 2014 con finísimas láminas de grafeno. Resulta que el grafeno deja pasar la molécula de hidrógeno normal, sin un neutrón en su núcleo, pero retiene a la molécula de deuterio. El grafeno es un material extraño, con características muy peculiares; gracias al fortísimo agarre de las moléculas de carbono se pueden fabricar láminas de sólo una molécula de espesor. Son tan finas que se considera que sólo tienen dos dimensiones.

Debido a su enorme densidad, el grafeno no permite el paso ni tan siquiera de las moléculas de helio; pero sí permite el paso del agua, si bien lo hace con unas cualidades similares a la de la ósmosis inversa. Una lámina de grafeno presenta unas barreras energéticas cuando recibe una pequeña estimulación eléctrica (que, en el caso del grafeno, podría activarse con la simple exposición a la luz). El hidrógeno normal puede sortear estas barreras, pero el deuterio queda atrapado. Y no sólo el deuterio; también los minerales pesados y – lo que nos interesa especialmente – la sal.

En definitiva, dispusimos láminas de grafeno y las utilizamos como un tamiz frente a grandes cantidades de vapor de agua que extraíamos de la superficie de Marte. El resultado final del experimento: litros y litros de agua potable.

Nuestra pesadilla había acabado.

El robot excavador nos había proporcionado no sólo tierra fértil, sino bastantes metros cuadrados de superficie para instalar piscinas de agua repletas de algas. Bajo los focos de luz de alta intensidad y con una temperatura adecuada, las algas proliferaban y generaban una gran cantidad de oxígeno. Tuvimos que almacenar el oxígeno sobrante en tanques de almacenamiento externo, para evitar una saturación de la atmósfera de la cueva. Debíamos evitar el llamado efecto de Paul Bert (intoxicación por exceso de oxígeno).

Nuestra dieta se hizo más variada con las reservas de alimento, los cereales (que procesábamos como pan o pastas) y las algas.

Lo habíamos logrado. Íbamos a sobrevivir.

Nos tomamos una semana de relativo descanso. Mejoramos la entrada de datos a la caverna estableciendo una conexión más potente entre el módulo de supervivencia y la centralita de telecomunicaciones de la Rocinante. En una semana estábamos disfrutando de las retransmisiones del mundial de fútbol con un retardo – por entonces – de 15 minutos. Utilizamos la impresora 3D para recrear estructuras no sólo funcionales, sino también recreativas. Teníamos un futbolín ensamblado con piezas de la impresora.

Tan solo resultaba molesto el sonido constante de la excavadora. Nos llegaba amortiguado, porque el robot disponía de una gruesa pantalla neumática circular de seis metros de diámetro que aislaba la zona de excavación del entorno, para evitar la emanación de polvo y preservar en todo momento los niveles de presión ante el imprevisto de una pequeña oquedad. De todos modos, el robot disponía, entre otros instrumentos, de un georradar que controlaba constantemente la densidad de la zona en la que se trabajaba.

Y fue este radar el que, al cabo de dos meses, de repente, sin previo aviso, detuvo la excavación.

Fue una sensación extraña; nos habíamos habituado de tal manera al sonido de la excavadora que el repentino silencio pesaba como una losa. Nos miramos todos aturdidos, sin saber muy bien lo que sucedía. Cuando caímos en la cuenta, nos dirigimos hacia el panel de comunicación del robot, expectantes.


El georradar nos mostraba la imagen de una cavidad enorme, apenas a 20 centímetros del lugar en el que nos encontrábamos. El georradar no era capaz de distinguir sus límites, lo que suponía que la gruta medía kilómetros en todas direcciones. Era una oquedad tan enorme que no encontramos una justificación geológica a su existencia. A tal profundidad no deberíamos encontrar un vacío tan inmenso. Era como si una pequeña parte de Marte, bajo su superficie, estuviese hueca.

El pequeño laboratorio de análisis del robot nos permitía hacer un taladro de apenas 1 milímetro de diámetro para estudiar las condiciones del hábitat nuevo. Aseguramos la protección de la pantalla neumática para aislarnos de todo lo que se pudiese encontrar. También para no contaminarlo con nuestra presencia. El robot, ya fijo a la pared, era nuestra ventana – y nuestra salvaguardia - a un universo desconocido.

Hecho el taladro, le pedimos al robot que analizase las muestras a través del cromatógrafo de gases. Era asombroso: la concentración de nitrógeno era muy superior a lo esperado y el oxígeno llegaba a concentraciones del 12%. El CO2 no pasaba de un 1,7%. Pero lo más extraño eran las trazas de metano.

¿Un indicador de actividad biológica bajo el suelo de Marte?

La temperatura era de 5 grados positivos, y la densidad del aire de 0,70 bar. Le pedimos al espectro que analizara de nuevo la composición de gases por si descubríamos algo nuevo y, sorprendentemente, sólo mostró la presencia de hidrógeno.

Repetimos el experimento; no se detectaba nada.

El analizador debía estar averiado. Una nueva prueba nos dio positivo al 100% de nuevo en hidrógeno.

Le pedimos al ordenador que realizara una analítica en busca de errores. Todo parecía estar bien. Pero un nuevo análisis mostraba un 100% de otro elemento, el helio.

Sucesivos análisis dieron positivo en litio, boro, oxígeno, aluminio, escandio, selenio y cesio. Luego, comenzó de nuevo la serie: hidrógeno, hidrógeno, helio, litio, boro, oxígeno, aluminio, escandio, selenio y cesio.  Y vuelta a empezar, una y otra vez. Siempre los mismos elementos en una misma serie.

Era un mensaje.

Lo que había tras esa pared estaba vivo, era inteligente y se había percatado de nuestra presencia. Tenía la capacidad de dominar los elementos hasta el punto de provocar emanaciones puras, pero ¿por qué esos elementos y no otros? ¿Por qué precísamente en ese orden?
Fue Carlos el que se dio cuenta. De repente estaba blanco, y le bastó con pronunciar un nombre: Fibonacci.

Todos lo entendimos: 1, 1, 2,3,5,8,13,21,34,55.

El número phi.

El número áureo.

Y fue entonces que entendimos.. 



AVISO IMPORTANTE

Siguiendo directrices de la Organización Internacional de Seguridad  de Naciones Unidas, y del Departamento de Secretos Oficiales de la Comisión Permanente, así como del Comisariado de Seguridad de la Unión Europea, nos vemos obligados a censurar la publicación de este artículo a partir de este punto. Advertimos al autor que no puede publicar nada relacionado con el expediente 1/001/ALE bajo ningún concepto.

 Antonio Carrillo

martes, 2 de enero de 2018

Marte hispana



Y en estas andaba yo, desganado, hastiado de tanto éxito y reconocimiento, que decidí planear un viaje extraordinario.

El reto definitivo.

Con la ayuda de unos cuantos amigos, y contando con la ingente cantidad de dinero ganado gracias a este blog, realicé un viaje de más de dos años al planeta Marte.

Lo cierto es que ha resultado toda una odisea. Últimamente me habrán notado algo disperso. Lo llaman jet lag.

No ha resultado barata la travesía; unos 500.000 millones de dólares. Y eso que pudimos ahorrar una fortuna gracias al ascensor espacial.

Pronto descubrimos que viajar a Marte ligeros de equipaje resultaba algo inviable; hacía falta poner en órbita no menos de 2.000 toneladas de material para construir una nave bien abastecida, capaz de transportar seis personas al planeta rojo. Los Norteamericanos han optado por construir una estructura en la Luna que les sirva de base de operaciones. Pero este proyecto, inteligente y cabal, nos retrasaba el viaje. Y pacientes no somos.
Por fortuna, una novela de Arthur C. Clarke nos ofreció una idea alternativa: enviamos en un cohete un cable de 500 kilómetros de largo que sujetamos a un satélite que hacía de astillero y que seguía el giro de la Tierra en una órbita geosíncrona. El cable partía de una planicie situada a 58 kilómetros de Quito (el cable del ascensor debía estar anclado en el ecuador del planeta). Tardamos tres meses en completar toda la instalación, compuesta por miles de nanotubos de carbono y grafeno. Una cabina impulsada por campos electromagnéticos subía al espacio todo tipo de materiales y, a los pocos meses, paquetes marrones de Amazon de todos los tamaños llegaban a la Estación Espacial Internacional.

Solo entonces el mundo comenzó a tomarnos en serio. El proyecto “Marte hispana” era una realidad tangible.

Contábamos con la proverbial y habitual ayuda de los gobiernos de España, México, Colombia, Argentina, Perú, Venezuela, Ecuador, Chile… y el resto de países iberoamericanos, acostumbrados todos a invertir generosamente en investigación y desarrollo científico avanzado. No es de extrañar que en apenas 16 meses tuviésemos ensamblada la nave que nos llevaría sanos y salvos a Marte: la Rocinante.

Pero no íbamos ni a tontas ni a locas. Lo teníamos todo pensado. Convencimos a la agencia japonesa JAXA para que aceleraran su proyecto MMX; teníamos interés en saber lo más posible sobre Fobos, uno de los satélites de Marte. Podía ser una excelente base de lanzamiento y aprovisionamiento de combustible para los viajes entre la Tierra y Marte.

Pero nuestra prioridad era otra; la de acortar el viaje.

Lo confieso: nos daba miedo aventurarnos al espacio, porque las posibilidades de que algo pudiese salir mal eran muchas.

Con un cohete convencional, y aprovechando un momento de máxima aproximación entre los dos planetas, el viaje dura un año y medio. Demasiado. Demasiado porque no es fácil transportar el consumible necesario para tanto tiempo, ni es fácil generar el oxígeno necesario ni transportar tanta agua. Además, con un año y medio de convivencia en un espacio tan pequeño, lo más probable es que acabásemos asilvestrados, despedazándonos los unos a los otros. Y, por encima de todo, estaba el problema de las tormentas.

Una tormenta solar es una erupción solar, una llamarada de partículas muy masivas, protones con mucha masa y enormemente energéticos que no somos capaces de desviar. Si en el curso del viaje nos alcanza una tormenta solar, estamos muertos. Así de fácil. Por tanto, cuanto menos tiempo estemos expuestos al vacío del espacio, mejor.


Por fortuna contábamos con un prototipo de motor de iones de plasma; en un mes y medio escaso llegamos a Marte. Como anécdota, para mantener alta la moral y no caer en la desidia se organizaron campeonatos de mus. De hecho, el viaje se nos hizo corto.

Por no liarnos mucho en cuestiones tecnológicas, durante el viaje decidimos extraer el oxígeno rompiendo las moléculas de agua por electrolisis. Además, llevábamos bidones en los que las algas nos aportaban oxígeno y alimento. En los almacenes guardábamos raciones de comida de emergencia para seis meses. Con nuestras heces acumulamos un sustrato fértil, rico en nitrógeno, que nos resultaría útil en Marte. Llevábamos patatas, trigo y otros cereales resistentes. A nuestra llegada, contábamos con las reservas subterráneas de agua de Marte para provisionarnos del elemento básico para la vida.

Al final el reto no resulto alcanzar la velocidad suficiente, sino el frenar a tiempo. El motor de iones hizo de la Rocinante un inmenso buque lanzado a toda velocidad contra el planeta, al que costó desacelerar. Éramos una bomba de energía cinética, con una inercia enorme.

Por fin, nos pusimos en una órbita estable sobre Marte y enviamos una sonda a Fobos encargada de excavar el hidrógeno y oxígeno aprisionado entre sus rocas porosas. Ambos elementos formarían parte del combustible que nos llevaría de vuelta a la Tierra, cuando la posición relativa de ambos planetas fuese de nuevo propicia para el viaje de regreso.

Un año más tarde.


El problema de Marte es que viaja alrededor del Sol siguiendo una órbita bastante excéntrica; la distancia de Marte a la Tierra oscila entre los 60 y los 400 millones de kilómetros. Esperar al momento adecuado es inevitable cuando se viaja tan lejos.

Habíamos tenido suerte. No se nos habían roto demasiadas cosas (una preocupación no menor cuando uno tiene el taller más cercano a millones de kilómetros), los cultivos de algas y cereales habían aguantado y no habíamos tenido que pasar por una tormenta solar. Nos quedaba agua y alimento para aguantar unos meses y los módulos de apoyo enviados unos meses antes nos aguardaban en la superficie de Marte.

¿No lo dije? El viaje a Marte exige que se envíen en varias misiones preliminares módulos con combustible, agua, hábitats adecuados y maquinaria que nos permitiera trabajar en la superficie. Todo estaba esperando nuestra llegada. El ambiente a borde de la Rocinante era inmejorable.

Al fin y al cabo, nos esperaba un planeta similar al nuestro. Como es de sobras conocido, los días en Marte duran 24 horas y 39  minutos y, aunque Marte es tres veces más pequeño que la Tierra, en realidad la superficie habitable resulta equivalente (Dos tercios de la Tierra son océanos inhabitables). Además, Marte viaja inclinado sobre su eje 25,19º, frente a los 23,44º de la Tierra. Por lo tanto, en Marte también hay estaciones (aunque duran casi seis meses). Su órbita excéntrica implica que las variaciones de temperatura en superficie oscilen entre los 24°C. y los -140°C. En general, Marte es frío de narices. Para evitar las oscilaciones de temperaturas estacionales lo aconsejable es establecer la colonia en el ecuador.


Pero ¿dónde? Elegimos el lugar pensando en uno de los mayores retos que plantea la vida en Marte: la radiación solar.

Marte está más lejos del Sol que la tierra, y recibe menos radiación. Pero el corazón de Marte no alberga una inmensa dinamo que genera un escudo protector en forma de campo magnético. Tampoco una atmósfera muy tenue y falta de ozono sirve de protección. Por lo tanto no es de extrañar que el Mars Radiation Environment Experiment de la Odyssey midiese niveles de radiación en órbita que casi triplicaban los medidos en la Estación Espacial Internacional. Vivir en Marte a cielo abierto implica un riesgo para la salud ¿La solución? Vivir bajo tierra.

¿Cómo podemos vivir bajo tierra en el ecuador de Marte? Hay un lugar que resulta perfecto: algo así como “El Gran Cañón del Colorado” de Marte. Una hendidura inmensa, la mayor conocida en todo el sistema solar, que deja el Cañón del Colorado a la altura de un ridículo barranco. El Valle Marineris mide 4.000 kilómetros de largo, 11 kilómetros de profundidad y unos 200 kilómetros de ancho.


El cañón está orientado este – oeste, lo que hace posible que llegue luz solar a lo más profundo. La presión atmosférica – un asunto del que hablaremos pronto – es un 25% mayor en su fondo. Nuestro asentamiento debería acercarse a una de sus inmensas paredes y buscar hendiduras; 11 kilómetros de roca nos protegerían de toda radiación solar y, en caso de tener que excavar, es más fácil hacerlo en horizontal que verticalmente.

En una cueva herméticamente cerrada tendríamos nuestro hogar. Con drones haríamos un exhaustivo estudio del entorno para estudiar posibles avalanchas; y en zonas de sombra es probable que pudiésemos encontrar hielo de agua. Instalaríamos antenas repetidoras en lo alto del barranco, para favorecer la comunicación con la Tierra y el módulo de Fobos. De todos modos, sus 300 kilómetros de anchura hacen del Valle Marineris un lugar poco claustrofóbico.

La Rocinante inició el descenso hacia el Valle Marineris. Todos estábamos nerviosos; el 50% de las naves que hemos enviado a Marte se han estrellado durante el descenso. No ayuda el que la atmósfera sea 100 veces menos densa que en la Tierra. Los paracaídas no son una solución definitiva.

Pero estamos de enhorabuena; todo ha salido bien. La Rocinante está bien asentada en posición vertical al fondo del Valle Marineris, cerca de los módulos enviados meses antes. Teníamos pensados algunas frases fantásticas para cuando descendiéramos a la superficie, pero expresiones del tipo “joder que frío hace” o “esto es feo del carajo” a micrófono abierto echaron a perder lo épico del momento. Además, nada más pisar suelo vino la ceremonia de plantar la bandera. A la bandera de la (inexistente) Comunidad Iberoamericana de Naciones (diseñada para este viaje) le siguió un monolito que portaba una placa con la frase:



"Los Jefes de Estado y de Gobierno de la Comunidad Iberoamericana de Naciones reunidos en su XV Cumbre en Salamanca ratificamos la totalidad del acervo iberoamericano integrado por los valores, principios y acuerdos que hemos aprobado en las anteriores Cumbres.

Estos mismos países ponen su bandera en Marte en nombre de toda la humanidad. Venimos en son de paz”



Hasta aquí, todo bien. Pero enseguida apareció, como de la nada, una bandera de Cataluña, otra de México  y una bufanda del Boca Juniors.

Tampoco teníamos mucho tiempo para celebraciones. Lo primero era sujetar fuertemente La Rocinante con fuertes cables para vientos de acero de 50 mm de diámetro. Nos preocupaban las tormentas de arena marcianas. Comprobamos que las comunicaciones con la Tierra funcionaban correctamente, con un retardo de apenas seis minutos, y presurizamos el módulo de supervivencia a 1 bar de presión. Los controles de temperatura, el filtro de CO2 y el generador de oxígeno… todo correcto. Pasamos la primera noche en suelo marciano, ilusionados. Una partida de mus, y a dormir.

Al día siguiente empezaron los problemas.

Todo empezó con un malestar temprano en tres de nosotros; como un mareo. Eran los efectos de la gravedad marciana. Nuestro cuerpo no se habituaba a una gravedad de apenas un tercio de la terrestre; especialmente nuestros oídos. Todo el “sistema de posicionamiento” de nuestro organismo se centraliza en el oído, en el estado de equilibrio de unos líquidos y, cosa curiosa, de unas pequeñas piedras hechas de cristales de carbonato de calcio. Los otolitos.

Con una gravedad tan pequeña, y sin la posibilidad de resetear nuestro sistema del equilibrio, surge un problema de calibración. Un organismo ajustado para funcionar con 1g de gravedad se ve sometido a una fuerza de apenas 0,35g. Hay resistencia, pero menos de la acostumbrada, y nuestro cerebro malinterpreta los mensajes enviados por los oídos. Con el tiempo, también el sistema circulatorio, autoinmune, muscular… todo se ve afectado. Podemos generar una presión atmosférica artificial, pero no podemos simular una gravedad parecida a la de la Tierra. Es un problema sin solución.

Pero los mareos dejaron de tener importancia cuando nos enfrentamos al problema del agua. De la ausencia de agua.


Todo el hielo que vemos en imágenes por satélite de los polos marcianos no es hielo de agua, sino de dióxido de carbono. Ya lo sabíamos. Pero las naves enviadas por la Tierra y los análisis realizados desde las sondas orbitales por líneas espectrales indicaban la existencia de agua en estado sólido o gaseoso. Lo que no hay es agua líquida en Marte; la presión no lo hace posible.

El Phoenix ya había descubierto agua en julio del 2008. El agua, común hace 3.000 millones de años, fue absorbida por las rocas volcánicas (basaltos) muy permeables. Estas rocas, ricas en hierro, se oxidaron en contacto con el oxígeno del agua. Por ello Marte es el planeta rojo. Si queríamos encontrar agua, había que excavar.

Al día siguiente de nuestra llegada nuestra prioridad fue doble: un equipo comenzó a construir un hábitat definitivo en una cueva al pie del barranco; otro buscó agua.  

Comenzamos calentando muestras extraídas a un metro de profundidad. Y había agua. Pero no el agua que tenemos en la Tierra y que hace posible la vida: en el agua de Marte se detecta la presencia de átomos de deuterio. Un desastre.

El deuterio es un isótopo del hidrógeno; el átomo de hidrógeno tiene un protón. El de deuterio tiene un protón y un neutrón. El agua formada con dos átomos de deuterio recibe el nombre de óxido de deuterio; aunque les sonará su otro nombre: agua pesada.

Como curiosidad, el agua de los cometas es agua pesada. Por eso sabemos que el agua de la Tierra no procede del choque de cometas, como se creía.

Y, por desgracia, el agua pesada resulta venenosa para plantas y animales.

Debíamos haber hecho caso a las advertencias del laboratorio químico de la sonda Curiosity. Detectó una proporción inusualmente alta de deuterio. Y también de percloratos (sales compuestas por cloro y oxígeno), un compuesto químico extremadamente tóxico. Por si fuera poco, en nuestras primeras muestras detectamos peróxido de hidrógeno. Una combinación letal para la vida.

No podíamos mezclar la tierra de Marte con nuestro abono. Aunque la atmósfera de Marte tiene 52 veces más CO2 que la terrestre (y por tanto las plantas se podrían dar un auténtico festín), la tierra es venenosa. Además. La baja gravedad interfería en la fotosíntesis; en concreto con el intercambio de gases.
Ese mismo día, tan aciago, nos hubiésemos vuelto a la Tierra, pero la gravedad de Marte nos obligaba a esperar; la velocidad de escape es de 5km/s. Necesitamos recoger suficiente combustible para poder despegar con la Rocinante..

Estábamos atrapados en un planeta con un suelo venenoso, sin agua potable, un clima polar y con suministros para aguantar seis meses. Algo debíamos hacer.

Y lo hicimos.

Pero esa es otra historia.


Antonio Carrillo