En los dos últimos ensayos he reflexionado
sobre las variaciones diatópicas; las que se producen en función del lugar en
que se habla y, muy especialmente, del fenómeno de “contaminación” del
castellano por el idioma inglés.
Sin embargo, en mi opinión, el
mayor peligro para el habla correcta proviene de nosotros mismos, de la llamada
variación diastrática; es decir, de los “sociolectos” que se imponen en un
mismo territorio sobre una base socioeconómica y, muy especialmente, cultural.
En efecto: su entorno cultural y
económico determina la manera como se expresa. Porque la enseñanza del
lenguaje es un proceso de asimilación que no puede escapar de tópicos, modismos
y usos. Se nos cincela desde la cuna para integrarnos e identificarnos con un
grupo.
Es importante diferenciar la
variación diastrática de la diafásica; ésta última afirma que todos hablamos de
distinta manera a lo largo del día, un lenguaje informal con los amigos y otro
más cuidado en una reunión de trabajo. Sintaxis y léxico se acomodan a
escenarios e intenciones; pero nuestro idioma es el mismo.
La sociolingüística estudia la
variación diastrática que, como hemos dicho, se fundamenta en razones sociales
y culturales. Por decirlo crudamente, si el entorno social en el que creces y
te educas fomenta la lectura y el uso de un habla variada, te expresarás mejor
que si maduras en un hogar o una patria sin libros ni hábito de lectura. Un
niño que ve leer a su padre lo más probable es que acabe leyendo, por
mimetismo. Si, además, los progenitores le corrigen los errores que comete, el aprendizaje se adquiere
sin esfuerzo, como un elemento más de la interacción social, siempre
gratificante y necesaria. Si la educación desde pequeños centra sus esfuerzos
en asentar una buena base de lectura y escritura, por encima de la simple
memorización de conceptos, seremos capaces de desarrollar nuestro intelecto
porque dispondremos de herramientas para hacerlo.
Quiero aclarar algo para que no
haya lugar a malentendidos: El ámbito del lenguaje objeto de este artículo no
es el denominado español culto, un idioma cuidado hasta el extremo por unas
pocas inteligencias. No me refiero a un español exquisito y minoritario, sino a
una lengua estándar no siempre perfecta, pero sí correcta en lo posible. Por lo
que me pregunto, entonces, es por el español que habla el común de los
ciudadanos, por nuestro conocimiento de la sintaxis y la riqueza de nuestro
léxico, y por si se observan cambios en los últimos decenios.
Algo más que quisiera dejar claro
es que voy a referirme a los sociolectos en España. Y ello por dos razones.
Primero, es el ejemplo que mejor conozco; a otros países hispanohablantes sólo
acudo de visita, lo que me impide pronunciarme con respecto a la influencia
socioeconómica y educacional sobre el dominio de la lengua. En segundo lugar,
porque en mis viajes por algunos países hispanohablantes sí he observado
problemas de integración racial que afectan a amplios grupos poblacionales
indígenas, a menudo hablantes de un idioma que no es el español. En este caso,
el análisis sociológico adquiere matices significativamente diferentes. Además,
la desigualdad en la distribución de la riqueza, así como la falta de seguridad
jurídica y de igualdad de oportunidades en muchas (que no todas) las zonas
hispanohablantes condiciona el estudio de la variación diastrática.
No lo impide; de hecho,
posiblemente lo hace incluso más necesario. Pero el enfoque de este artículo
necesita de unas condiciones de equidad. Mi sujeto
de análisis lo constituye la población en general, no una minoría académica ni
una marginalidad sin acceso a un sistema de educación pública de calidad. En
definitiva, pretendo centrarme en el habla de lo que denominamos “clase media”.
La pregunta es: en un Estado
Social de Derecho, con una economía (todavía) poderosa y servicios públicos
(sanidad o educación) al alcance de todos, ¿cómo observo la deriva diastrática?
La clase media, mayoritaria hoy en España, realmente cobró pujanza hace apenas unos
50 años; mucho más tarde, por ejemplo, que en Argentina. Pues
bien, con unos índices de alfabetización actuales cercanos al 100%, con el
libre acceso a la cultura (bibliotecas públicas) y una sobreexposición a la
información y todo tipo de estímulos y entretenimientos ¿qué provecho hemos
sacado de esta inusual bonanza?
De nuevo un inciso obligado.
Estamos sufriendo una terrible crisis económica, la peor en 60 años. Y es
probable que toda una generación quede irremisiblemente apartada de la senda de
la esperanza. Con un tercio de la población pasando dificultades, hablar de
primer mundo puede parecer un sarcasmo cruel. Sin embargo, vista España con
perspectiva suficiente, el avance conseguido en los últimos 50 años no tiene parangón en
toda nuestra historia, y es un caso tan excepcional que en universidades extranjeras se estudia como el “milagro español”. El que ahora pasemos por una pesadilla no debe
nublarnos el juicio: España es un país sometido al embate de un horrible
huracán, pero continúa asentado, por méritos propios, dentro del denominado
primer mundo.
En este sentido, y ya que de
socio-economía hablamos, hay tres índices que miden la bonanza de un país: El
Producto Interior Bruto nos indica cuánta riqueza genera. Más importante
resulta la Renta per Cápita, porque refleja el nivel de vida al que puede optar la
población. Por ejemplo, España es pequeña si la comparamos con China, pero la
renta per cápita de un español es 20 veces superior a la de un chino.
Un tercer índice mide la
distribución equitativa de la riqueza. Es, en mi opinión, el índice más
importante. Un país puede tener toda la renta concentrada en unos pocos, con
grandes bolsas de marginalidad. Vallas y fusiles protegerán a su oligarquía de
la justa ira de un pueblo explotado que pasa hambre y no tiene acceso a una educación superior,
mientras un puñado se aísla en paraísos edulcorados. Como alternativa viable,
en la Europa de la postguerra se intentó crear un modelo de sociedad en la que
el estado protege los derechos fundamentales gracias a un reparto igualitario
de bienes, servicios y oportunidades, pero siempre respetando la propiedad
privada, el libre mercado y la democracia representativa.
Naciones Unidas realizó un
estudio al respecto que a muchos incomoda. Utiliza para ello el denominado
coeficiente Gini. Cuanto mayor es el coeficiente, menos igualitaria es la
sociedad. Cuando supera de hecho el valor de 0,40 la sociedad muestra una polarización importante
entre pobres y ricos: unos pocos privilegiados acumulan la riqueza del país.
En todo el planeta el coeficiente
supera el 0,60. Vivimos en un planeta muy poco igualitario. Noruega, Islandia,
Suecia o Finlandia están a la cabeza de las sociedades más equitativas y rondan
el 0,24. La Unión Europea se sitúa en una media del 0,30. España ha sufrido por
la crisis este último lustro, y ahora se encuentra en un 0,35; pero el poderoso
imperio de los EEUU, por ejemplo, alcanza un índice que sorprende: un 0,47. La China comunista soporta un terrible 0,61.
El gigante asiático tiene pies de barro, y la desigualdad puede provocar disturbios
sociales en el futuro.
Porque no es de simples números de
lo que hablo; tienen un reflejo pragmático incuestionable.
España, por ejemplo, disfruta del segundo mejor sistema de salud pública del mundo,
con un claro liderazgo mundial en trasplantes. En los EEUU, por ejemplo, si tu
seguro médico no te cubre un tratamiento, te enfrentas a serios problemas: los precios
de la sanidad privada están al alcance de muy pocos. Y las familias ahorran durante años para poder pagar los
estudios universitarios de sus hijos.
La crisis en España preocupa
precisamente porque afecta al Coeficiente Gini. Y esto puede significar la
destrucción de la clase media y del tejido productivo del país. Es una
situación que se ha dado en otros lugares y momentos, y el mejor ejemplo lo
tenemos en Argentina. A principios de siglo Argentina era la cuarta potencia
económica del mundo. Todavía en 1975 su Coeficiente Gini era de 0,35. En la
actualidad alcanza el 0,44, aunque llegó al 0,55 en el 2002. En Argentina la
clase media y la seguridad jurídica fueron las principales víctimas de la
crisis, con el arribismo de populismos y dictaduras.
Por cierto, Colombia (0,53),
Chile (0,52), Ecuador (0,49), Perú (0, 48) o México (0,47) sufren igualmente una
situación de franca desigualdad. Como excepción en el mundo de habla hispana,
podemos citar los ejemplos de Uruguay y Nicaragua (0,34).
Pero volvamos al idioma.
En ocasiones los factores socioeconómicos
no inciden tan negativamente en la educación. Tal es el caso de Argentina. A
pesar de todo lo antedicho, el país del cono sur tiene un nivel de educación
equiparable (si no mejor) al de España o cualquier otro estado similar. Creo que
tiene que ver con su pasado próspero, del que perdura la conciencia de la
importancia de la formación.
En España el proceso ha sido a la
inversa. La España de principios de siglo XX era un país con serias carencias,
especialmente en entornos rurales y deprimidos. El ideal ilustrado tenía por
antagonista una sociedad civil muy cerrada en sí misma, piadosa y desengañada por
un designio funesto del que apenas se culpaba. Era España un país provinciano,
desencantado, y los intentos de elevar el nivel cultural de la población no fructificaron.
La Institución Libre de Enseñanza, por ejemplo, una gran oportunidad, muere con
la Guerra Civil.
Tras la dictadura del General
Franco, España sufre una transformación asombrosa, que le permitirá situarse
entre las doce principales economías del mundo. La sanidad es ahora universal y
gratuita, la educación pública o subvencionada permite que los niveles de
escolarización sean equiparables a los de Alemania, Francia o Reino Unido. Se
crean decenas de universidades, públicas y privadas, y lo que antes era
privilegio de unos pocos, alcanzar estudios superiores, ahora está al alcance
de prácticamente toda la población. La generación que nace a finales de los 60
tiene una preparación sin parangón en la historia de esta vieja nación. La
entrada en la Unión Europea allana la vetusta frontera pirenaica, y miles de
estudiantes españoles aprovechan las becas Erasmus para estudiar en el
extranjero.
Y, sin embargo, algo no va bien.
Si bien la democracia trae consigo un régimen de derechos universales que proporciona
servicios esenciales, la sociedad, como respuesta a un régimen autoritario de
40 años, responde de manera pendular, volviéndose muy permisiva. Se relajan las
costumbres y se procura preservar la equidad como un valor que prevalece sobre
el mérito.
El problema con los péndulos es
que oscilan hacia los extremos. Del rigor, la memorización y la disciplina de
nuestros padres pasamos a la banalización del esfuerzo y la pérdida de
disciplina y, con los años, del respeto. La falta de autoridad en las aulas es
hoy un problema acuciante. Y el nivel de exigencia, paupérrimo.
En parte es un problema de
confianza: como no se cree en la capacidad de la ciudadanía, las cabezas
pensantes del Ministerio de Educación planean temarios cada vez más esquemáticos
y amables, espantados por un índice de fracaso escolar que supera el 30%. En
vez de aprovechar la masiva afluencia a las clases para subir sustancialmente
el nivel cultural y la adquisición de hábitos de estudio por parte de la nueva
y mayoritaria clase media, se opta por desarrollar planes de estudios más y más
pobres en contenido. Es un hecho: muchos jóvenes llegan a las universidades sin
saber escribir correctamente y sin una mínima capacidad de análisis de texto. Desde el punto de vista diastrático, la sociedad iguala la lengua de todos rebajándola progresivamente. Se empobrece el lenguaje.
Los mercados y la sociedad en su
conjunto nos educan, sí, como consumidores de una cultura rápida, sin apenas
bagaje ni cultivo del gusto reflexivo. Es un falso igualitarismo: el reinado de
la mediocridad disfrazada por ropajes audiovisuales e internautas. Tenemos más
foros y oportunidades para expresarnos, pero hemos olvidado el habla con
palabras justas. Empleamos un léxico escaso y rendimos la inteligencia bajo el
yugo absurdo de un teléfono móvil que sólo permite emplear unas docenas de
caracteres. Es la comunicación de hoy.
Toda la sociedad es partícipe de
este debacle; no hay inocentes. Por ejemplo, la Real Academia se ve obligada a
ceder para acomodar el español al uso bastardo que escuchamos o leemos incluso
en los medios de comunicación. Con ello perdemos la importancia del matiz y la
lengua se vuelve más ambigua.
Y con ella, nuestra mente también
se olvida de sí misma perdida en la ambigüedad.
Necesito explicarme con un
ejemplo. Utilizaré el verbo “explotar”.
“Explotar”, en el sentido de
explosionar o estallar, hasta hace muy poco venía reflejado en el diccionario
de la RAE como barbarismo. Por consiguiente,
debía evitarse en lo posible.
“Explotar” proviene del francés exploiter, que significa “sacar provecho
de algo”. En efecto, en su acepción original y certera “explotar” hace
referencia al hecho de extraer de las minas su riqueza o sacar utilidad de un
negocio o del trabajo de otros.
“Explotar” y “explosionar” son
dos palabras que se parecen; supongo que por ello se produjo la confusión en el
uso cotidiano. Sin embargo, el sustantivo que procede de explotar,
“explotación”, remite sólo y exclusivamente a la acepción originar: “la
explotación minera ha dado beneficios”. A nadie se le ocurriría decir “La
explotación causó destrozos”. Debemos acudir a los verbos “explosionar” o
“estallar”. “La explosión/el estallido causó destrozos”.
La RAE ha quitado el oprobio de
barbarismo sobre “explotar” en el sentido de explosionar. No es incorrecto
utilizarlo. Sin embargo, si tuviera que elegir, preferiría utilizar explosionar
o estallar. Pero esta opinión concierne al español culto, y me comprometí a
centrar mi discurso en el español estándar que hablamos la mayoría. En este
sentido, el del uso común ¿qué podemos decir del verbo “explotar”?
La RAE era consciente de que
“explotar”, en sus dos acepciones, podía provocar ambigüedad en el lenguaje. La
frase “explotar una mina” contiene dos palabras polisémicas, “explotar” y
“mina”. ¿Saco provecho de una excavación en búsqueda de minerales o estallo un
explosivo?
Es por esto que la RAE tuvo
cuidado en atribuir a “explotar”, sólo en su acepción de explosionar, el
carácter de verbo intransitivo. Es decir, no puede tener complemento directo.
Por consiguiente, la frase “El coche de Luis explotó esta mañana causando
graves daños” es perfectamente válida, pero la construcción “Luis explotó el
coche esta mañana causando graves daños” es incorrecta. No se puede decir ni
escribir. La forma de salvar este impedimento es con el uso de una construcción
causativa: “Luis hizo explotar su coche”. Pero en periódicos, televisión o
radio constantemente se afirma que “el grupo… explotó un artefacto cerca de…”. Y
está mal.
Esta frase no se puede construir
en español estándar. No existe.
He utilizado un verbo muy común:
explotar. Hay cientos, sino miles de ejemplos de un uso incorrecto de las
palabras, de un idioma que tiende a una uniformidad bastarda. Hoy en día todo
el mundo dice “extrovertido”, porque se asemeja a “introvertido”, pero su forma
más correcta es “extravertido”. La raíz de la palabra se forma con el prefijo
“extra”, no “extro”. Que la RAE haya tenido que admitir extrovertido me causa
cierta pena. Está admitido y nada tengo que decir. Tan sólo expreso una opinión
personal. Y nada digo de “vagamundo”, “murciégalo” o “almóndiga”. No hace falta,
creo.
Pero que quede claro: mientras
cedemos terreno al vulgarismo desde quienes tienen la obligación de fijar el
idioma, el habla estándar se empobrece hasta extremos injustificables.
No pretendo que la gente conozca
el significado de “protervo”, ni que “solapado” como adjetivo sea un sinónimo.
“Perverso” o “malvado” sí son palabras de dominio público. Pero ¿”inicuo”?
¿Saben que también significa malvado? ¿Cuánta gente cree que significa lo
contrario, inofensivo? ¿Cuánta lo confunde con “inocuo”?
“Con esto no termino, de cara a
mis lectores, el debate”. (Una frase también incorrecta: “de cara a” no
significa “ante”). Los ejemplos son interminables y todos nos equivocamos. No
somos académicos ni lingüistas. Una vez más, no es del habla culta e impoluta
de lo que hablo. Pero todos los días constato un empobrecimiento del español, un
desconocimiento cruel de las normas de puntuación. Muchos jóvenes ingresan en
la universidad sin haber adquirido una capacidad mínima de comunicación escrita
o de análisis de texto. Es algo que los profesores nos dicen a menudo. Ayer
mismo una profesora con 30 años de experiencia me confirmaba que estamos llegando a
unos niveles preocupantes. Que muchos jóvenes no tienen la capacidad de
transferir su pensamiento por escrito con un mínimo de orden o sentido.
Y, sin embargo, la España del
2014 no es iletrada. Una media del 63% de la población, muy especialmente
mujeres, lee con asiduidad. Pero a los niños que ahora tienen 7 años, mientras se les
obliga a memorizar el músculo “esternocleidomastoideo”, apenas hacen
dictados. Ni saben leer comprendiendo y asimilando lo que se dice.
El contenido de los manuales se encapsula en
breves frases, señaladas en amarillo, que se memorizan. Con ello se aprueba el
examen y se pasa de curso. Mucho se olvida enseguida, porque no hay herramientas
cognitivas que permitan interiorizar el sentido de lo que se estudia. No se aprehende. No se cultiva
el saber. No se facilitan las herramientas básicas con las que conformar una
mente inquisitiva, ordenada y lógica.
¿Les parezco catastrofista? En mi
trabajo (en raras ocasiones, seamos justos) reviso escritos de universitarios
cuya capacidad de expresión es incompatible con un aprobado en
selectividad ¿Y creen que la culpa es de ellos? Hace diez años fui testigo de
cómo un profesor le decía a un niño de ¡ sólo 5 años!: “no sé cómo no te esfuerzas en
sacar mejores notas, con lo que les cuesta a tus padres este colegio”. Por
supuesto, es una excepción: la gran mayoría de los maestros acuden a la llamada de una vocación, y
acaban constreñidos por unos programas educativos que les obligan a
practicar una docencia que aborrecen. Porque los efectos son palpables,
inmediatos y, me temo, irreversibles.
Ha bajado la calidad del lenguaje
periodístico a unos niveles que causan vergüenza. La televisión ofrece horas y
horas de emisión con un lenguaje vulgar al que se asoman millones de oyentes
pasivos. La globalización de un mismo lenguaje vulgar nos iguala en la
mediocridad insoportable. Los gobiernos se suceden y cambian constantemente los
planes educativos, pero sin afrontar el problema de raíz. Uno acaba cayendo en
una paranoia conspiranoica: ¿Acaso los gobernantes prefieren que sus gobernados
se aborreguen para así poder guiarlos más fácilmente? No lo puedo creer. No lo
quiero creer.
Pero que hemos bajado a niveles
insoportables la cultura y la lengua es una realidad – creo – incontestable.
Habrá quien me acuse de “apocalíptico”. Lo asumo. Es verdad que en toda
generalización se cometen injusticias. Pero creo que la deriva social nos
conduce a un páramo de pocas palabras, a un desierto yermo de adjetivos y
adverbios. Yerto por el abandono y la falta de riego.
Se enseñan las preposiciones
¿Recuerdan la letanía? “a, ante, bajo, cabe, con, contra, de….” Sus hijos van a
estudiar algunas nuevas: “versus” y “vía”. Pero me interesa la lista antigua,
la que estudiamos todos: a, ante, bajo, cabe…
¿Qué significa la preposición
“cabe”?
Nadie me explicó jamás lo que
significaba “cabe”. Repetía la palabra, memorizándola, pensando que significaba
“es factible”. Pero no. Y lo acabo de descubrir, hoy mismo, por casualidad. A mis 45 años.
La frase “el padre está cabe su
hijo” ¿tiene sentido en español? Resulta que sí.
¿Cuánto me queda por aprender?
Mucho. Todo, creo. Cuánto más sé, más dudas surgen. No puedo dar por cierto lo
que leo y escucho. Cometo muchos errores cuando escribo. Lo asumo.
Pero al menos me expreso con
claridad y se entiende mi mensaje. Soy capaz de desplegar un abanico de
palabras lo bastante amplio como para matizar mi pensamiento y emplear un
lenguaje no repetitivo. Intento encontrar la palabra justa en su justo momento,
construyendo edificios de oraciones que se ensamblan en un todo armonioso.
Empleo las comas para darle respiro a la palabra, para evitar su ahogo.
No es un esfuerzo muy grande. De
hecho, es gratificante. Mi mente fluye a través de la palabra. El español es la
herramienta que me permite asomarme a ustedes, compartir lo que soy. Me define.
¿No merece que lo cuidemos?
Antonio Carrillo