viernes, 11 de septiembre de 2015

Pancracio. Y un niño en la playa





Aviso: este artículo, por su crudeza, no lo recomiendo a menores de edad.

Incluso los dioses temen al destino;  a las negras Moiras de un solo ojo.


Vivimos tiempos funestos. Grecia decae, debilitada por sus muchas heridas tras demasiados años de guerra. Generaciones de madres han llorado a miles de hijos muertos por el hierro, burlando así las leyes simples de la naturaleza.
Una madre no debe ver partir al hijo a la tierra del olvido. Debe esperarlo y buscarlo en la bruma de Asfódelo.
La madre, paciente, siempre aguarda.
Me llamo Andíocles y soy, lo confieso, afortunado. Nací hombre y libre en la seguridad y prosperidad de Tarento. Ni el conflicto con los Medos invasores ni las guerras posteriores entre griegos han asolado las piedras de mi casa ni los templos que frecuento. Los tarentinos no tomamos partido en las largas contiendas civiles, a despecho de nuestra herencia doria.
Pero el llanto en Atenas, los gritos de Esparta llegan lejos, al sur de la Magna Grecia. Al fin y al cabo, todos somos griegos, hijos de Homero. Y tememos por el destino de nuestra civilización centenaria. No se sobrevive incólume a la muerte suicida del hermano por el hermano.

Todos los griegos, no importa la procedencia, hablamos una lengua similar, rezamos a los mismos dioses y medimos el tiempo en periodos que llamamos Olimpiadas. Son cuatro años, cuatro ciclos completos de la naturaleza en los que se suceden los juegos panhelénicos que nos unen e identifican como helenos: los juegos de Olimpia en junio del primer año, con la gloria en forma de corona de laurel. Al año siguiente se celebran dos juegos: los ístmicos en primavera, con las guirnaldas de pino, y los Nemeos en verano y su corona de apio. El tercer año los griegos somos convocados a los juegos del santuario de Delfos, los juegos Píticos; y en el cuarto y último año de nuevo los juegos istmicos y nemeos, que se celebran cada dos años. Todo gira alrededor de estas fechas; es así como medimos el tiempo de las batallas, el año en que se nace o se muere, el momento de un viaje o el recordatorio de la fecha de una boda.
Y es así que ahora, en el frescor de mi terraza, frente al mar, ya anciano, recuerdo lo que sucedió el verano del tercer año de la 90 olimpiada. La memoria es veleidosa, cruel a menudo. Lo está siendo hoy conmigo, atrayendo del pasado imágenes, olores y sonidos. Con la edad uno tiende a olvidar lo inmediato, pero en cambio se recuperan recuerdos que se creían perdidos. Es un juego cruel de Mnemosina, la diosa hija de Urano que nos regala el idioma de los mismos dioses: la poesía.

Era verano en el tercer año de la 90 olimpiada, pues. Yo tenía 32 años y ejercía, como tantos otros tarentinos, el oficio de comerciante. Los negocios me obligaron a viajar al Peloponeso, a la polis de Cleonas. Hice lo que otros muchos: aproveché la tregua que precede a la celebración de unos juegos para programar un viaje tranquilo y sin incidentes. Eran tiempos convulsos. Cerca de mi destino, Esparta había comenzado hostilidades contra Ellis.
Mi anfitrión insistió en agasajarme invitándome a asistir a los juegos nemeos. Nunca he sido proclive a las competiciones gimnásticas ni a la hípica, y mucho menos al cruel espectáculo de la lucha. Pero por no ofender a mi cliente accedí a acudir a la cercana Nemea. Era una oportunidad de conocer su templo dedicado a Zeus.
Poco antes de salir a los juegos recibí la noticia de la muerte de Tucídides en Tracia. Conocía su obra sobre la guerra entre la liga de Esparta y la de Atenas. Una guerra que continuaba, a la que no se le veía un final claro ¿Quién escribirá sobre todo lo que sucede? ¿Con el mismo rigor?
Pensamientos fúnebres me acompañaron en el breve trayecto a Nemea, por más que intenté mostrarme afable con mi compañero. El hombre insistía en hablarme de los juegos, para él los mejores de toda Grecia (los lugareños siempre consideran sus juegos los mejores). Me habló de su carácter sagrado y austero, de su vinculación con la muerte. Los jueces árbitros, los Hellanódicas, encargados de la organización y del respeto a las normas, vestían de riguroso negro. Pensé en que su hogar, Ellis, estaba en este momento bajo la amenaza de la violenta Esparta ¿Serían imparciales con un gimnasta espartano?
Al poco tiempo, tras un loma, enmarcado en un paisaje rocoso, se alzaba el templo dórico dedicado a Zeus.
Era hermoso, con seis columnas en su frontal y trece en los laterales. Distinguí que algunos capiteles pertenecían al estilo jónico y corintio, sin que ello perturbara la armonía del conjunto.
El templo se alzaba junto a un gran bosque sagrado. Una arboleda de cipreses, los árboles predilectos de Hades, la larga sombra de los muertos. Estábamos en terreno sagrado.
Agradecí que visitáramos los aposentos que un esclavo nos había reservado en el Xenon, pero mi colega no me dio tregua alguna; tenía prisa por acudir al estadio. Me habló sobre dos grandísimos luchadores, Creugas de Epidamnos, y Damoxenos de Siracusa. Iban a participar en el pancracio esta misma jornada.
Yo estaba horrorizado. Detesto la violencia, y ni el pugilismo ni el pancracio son modalidades de lucha que me interesen lo más mínimo. Resultó que mi anfitrión era un gran aficionado.
Apenas 10 minutos de camino bastaron para llegar al estadio, donde 40.000 personas esperaban el inicio del espectáculo sangriento. Unas trompas anunciaron el inicio del ritual, y de un largo túnel de más de 30 metros surgieron los circunspectos Hellanódicas, con sus látigos en la mano, y tras ellos los luchadores, hombres enormes, totalmente desnudos, dotados de una musculatura imposible. Eran personas que habían dedicado años al entrenamiento del cuerpo y a soportar toda clase de penalidades. Eran seres curtidos en provocar y sufrir el dolor.
Un Hellanódica se acercó al centro de la arena. Portaba una urna de plata. Los luchadores acudieron por turnos al centro y sacaron de la urna una pequeña piedra rectangular con un grabado: una letra. Las letras estaban todas repetidas dentro de la urna, y el destino decidía tu contrincante: el luchador que saque tu misma piedra. No importa el peso, ni la talla: un hombre de 80 kilos puede enfrentarse a otro de 120.
Van a comenzar los combates. Comienzan los luchadores que sacaron la letra alfa. Saludan al Hellanódica que arbitrará el combate, y escuchan de su boca las pocas normas.
El Pancracio es una lucha entre dos hombres en la que todo está permitido. Lo único que está prohibido es meter los dedos en los ojos para arrancarlos o morder, aunque esto último sucede a menudo. Simplemente, dos gigantes se enfrentan en un combate atroz en el que se busca la rendición o la muerte del contrario.
Al principio los luchadores se estudian con cuidado, y mantienen las distancias. Se lanzan patadas. Ambos se muestran de lado; no quieren dejar expuesta su zona más delicada: los genitales. Si tu adversario te golpea o retuerce los testículos el dolor es insoportable.
Las patadas dejan paso a los puñetazos con las manos desnudas, y según se aproximan llegan los golpes brutales con rodillas, codos o con la cabeza. Repito: todo vale.
Los combates no son breves. No hay un tiempo para el descanso o para detener el combate. Siempre hay un ganador. Los pancraciastas se han entrenado desde niños. Podían transcurrir horas de cruenta lucha.
La mejor manera de acabar un combate era rompiendo una articulación, ahogando al adversario estrangulándolo o dislocando un miembro. Había una técnica potencialmente mortal: el klimakismos. Se atrapaba al adversario en el suelo aprisionando su abdomen con las piernas. Por detrás se le estrangulaba con las manos. Si el rival no se rendía levantando un dedo, moría ahogado.
También se podía provocar la caída del contrario con una zancadilla y aplastarle la cara con el pie.
Así de sencillo.
Los combates se sucedieron. Costaba limpiar la sangre de los combatientes. En un momento dado mi colega dio un salto: la fortuna nos había deparado lo que tanto había deseado: asistir al enfrentamiento entre dos dioses de la arena: Creugas y Damoxenos.
Por entonces yo estaba hastiado de tanta sangre derramada. Transcurrió una hora en la que ambos contendientes se repartieron todo tipo de golpes. Pasadas tres horas, las hemorragias internas en el rostro los hacían irreconocibles: máscaras grotescas, hinchadas y amoratadas, de lo que antes era un rostro humano. Apenas si podían ver, y apoyaban la cabeza el uno en el otro absolutamente exhaustos, con golpes cada vez más débiles.
Comenzó a anochecer.
Se escuchó el sonido del látigo del Hellanódica. El sol desaparecía, y era el momento del klimax. Así se llama a la forma como se determina el ganador de un combate cuando las fuerzas están igualadas y la luz mengua. El árbitro sortea quien dará el primer golpe.
El klimax consiste en que un luchador exige a otro que adopte una determinada postura y se quede completamente quieto. Entonces puede golpearlo una sola vez sin que el adversario oponga resistencia.
Si el contrario resiste el golpe, tiene la oportunidad a su vez de golpear al otro. Los pancraciastas se golpean por turnos hasta que uno prevalece.
El sorteo favoreció al luchador de Epidamnos, Creugas. Solicitó a Damoxenos que se mantuviese erguido, con ambos brazos pegados al cuerpo. Entonces, con el descanso de unos minutos, golpeó con todas sus fuerzas el rostro del contrario. Desde mi asiento creí oír el sonido de los huesos de la cara.
Pero Damoxenos aguantó el golpe. Era su turno.
Ordenó a Creugas que levantase su brazo izquierdo y le mostrara todo su costado. Entonces, con una fuerza descomunal, Damoxenos hundió su mano abierta con los dedos extendidos por debajo de las costillas, hendiendo piel y carne y profundizando con insistencia, hasta dejar la cavidad abdominal al aire.
A Creugas se le desparramaron los intestinos y falleció en el acto.
El estadio entero comenzó a rugir. Yo aparté la mirada.
Desde donde estaba podía ver la imagen en penumbra de los cipreses, largos y calmados. Ajenos. Frente al bullicio del estadio, los árboles parecían rendir tributo a un caído más. Impasibles al cómo y a la gloria, ellos simplemente indicaban con su mirada el camino a lo alto.
"Descalificado". Mi socio, eufórico, me agitaba el brazo. Los Hellanódicas habían descalificado a Damoxenos por cometer una ilegalidad. No por acabar con una vida; eso era lo de menos. Pero cuando profundizó en el cuerpo de Creugas lo hizo en lo que los árbitros consideraron que era más de un golpe. ¿Me daba cuenta? ¡Éramos afortunados! Habíamos asistido a un combate que pasaría a la historia.
Yo sólo quería volver a casa con mi mujer y mis tres hijos.
El hogar en el sur de la península itálica recibió a un viajero cansado y triste. Mirando a mi hija pensaba ¿qué herencia deja Grecia a la posteridad? ¿El pancracio? ¿Tucídides? En mi tierra había florecido la filosofía, con nombres como Empédocles, Parménides o Pitágoras. En los teatros de toda Grecia se representaban todos los días obras de Sófocles, Aristófanes o Eurípides.
Justo un año después de mi viaje a Nemea recibí otra noticia devastadora: Atenas había obligado a suicidarse a Sócrates. Al hombre que preguntaba. Que buscaba la verdad. Le acusaron de corromper a la juventud.
Tuve entonces plena conciencia de que Grecia moría. Su herencia perduraría, estaba seguro. Pero no supimos optar por la amabilidad. Tratamos a las mujeres y los esclavos como fardos andantes y educamos a nuestros hijos en la violencia. Es pronto, imagino. Es demasiado pronto para la compasión.
Usted lector, acaso de un futuro muy lejano ¿Ha llegado por fin a una era de clemencia? ¿Hay dignidad en su polis, en su mundo? ¿Sigue reinando la frialdad de la guerra?
La pregunta en pergamino, perdida para todos, encuentra respuesta en el cuerpo de un niño muerto en una playa. Vestido con cariño por su madre, arrebatado por el mar de los brazos de su padre.


Nota: el escultor italiano Antonio Canova inmortalizó a Creugas y Damoxenos en dos estatuas que hoy se pueden observar en los Museos Vaticanos.


Antonio Carrillo