Hace poco más de un mes, en el patio porticado del museo
arqueológico regional de Alcalá de Henares, asistí a un concierto.
Eran las siete de la tarde del 30 de abril de 2017.
Se trataba de un concierto benéfico a favor del Colectivo de
Acción para el Juego y la Educación (CAJE) Un pequeño colectivo con no más de
40 voluntarios que presta apoyo escolar y lúdico a niños de familias que pasan
dificultades económicas. Todos los veranos, 40 niños sin recursos acuden a un
campamento multicultural en plena montaña.
La orquesta: la MDC (Miguel de Cervantes). No les sonará el
nombre. Era su primer concierto.
Si me lo permiten, les voy a compartir un pequeño secreto. La
MDC es una iniciativa extraordinaria de unos amigos que comenzaron a estudiar
música en el Conservatorio de su ciudad: Alcalá de Henares. La mayoría tuvieron
que completar su formación en instituciones españolas, europeas y
norteamericanas.
Muchos se integran hoy en orquestas de todo el mundo.
Pero a menudo vuelven a casa, al hogar de sus padres y
amigos. Una ciudad, Alcalá, en la que todos ellos tocaron por primera vez un
instrumento, donde sintieron el vértigo que provoca el sonido armonioso y descubrieron
que el rigor y la disciplina tiene como recompensa la comunión con un arte
etéreo pero – qué paradoja – inmensamente tangible.
En el patio de butacas, padres orgullosos que no hace mucho
esperaban dentro del coche a que sus hijos saliesen de clase en el
conservatorio; padres y madres que se conocían unos a otros, como sus chavales,
que organizaron recogidas, itinerarios, algunos cumpleaños… Se respiraba un
ambiente de franca camaradería que sólo se explica por tantos años apoyando a
sus hijos en un empeño común, difícil y exigente: el de convertirse en músicos
profesionales.
Y ahora que ya son músicos, los amigos y compañeros de la
infancia se han propuesto devolver a su ciudad parte de lo que les aportó.
Desde hace unos meses las redes sociales bulleron de mensajes, propuestas e
intenciones. Decenas de músicos se reencontraron para tocar, de nuevo, juntos.
Para formar su propia orquesta. Para crear un organismo hecho de talento, rigor
e ilusión a partes iguales.
Se avecinaban días festivos, el puente de mayo, y podían
quedar. Pero no tenían apenas tiempo. Desde conservatorios españoles llegaron
instrumentos y las autoridades ofrecieron su apoyo ¿Saben de cuánto tiempo dispusieron
para ensayar? Un día.
El día anterior pudieron hacer un único ensayo.
Y, sin embargo… la orquesta nos ofreció un concierto
soberbio. No sólo digno o meritorio. La MDC tenía (tiene) un sonido propio, una
entereza que me resulta inaudita. Desconozco si ello se debe al buen hacer de
su director, Carlos Ocaña, a la maestría de sus componentes o a un factor
difícil de evaluar: estos músicos fueron no hace tanto niños, colegas de una
vocación (primero) y de un oficio (más adelante); aprendieron tocando juntos.
Ensayaron miles de horas, durante años. Se conocen. Se entienden.
En la primera mitad del programa destacó el buen hacer de la
mezzosoprano segoviana Cristina del Barrio; le auguro un futuro brillante no
sólo por la calidad de su voz (bellísima), sino por su innata capacidad
interpretativa.
Pero nuestra orquesta de amigos, la MDC, tuvo en la Sinfonía
Inacabada de Schubert una oportunidad para mostrarnos su verdadera
personalidad.
Es curioso lo que sucede con Schubert. Si se pregunta por
músicos de renombre nos vienen a la cabeza los mismos nombres: Bach, Mozart,
Beethoven… es posible que Wagner, Malher o Brahms. Pero Schubert es ¿cómo
decirlo? un músico de músicos. Quiero decir… aparentemente su música es un compendio
de bellísimas melodías; pero cuando se interpreta, el grandioso dominio que
demuestra de la orquestación genera una atmósfera riquísima de matices. Hay en
Schubert mucho más de lo que aparenta; pero debe encontrarse un equilibrio en
la manera como se interpreta. Es un romántico que no necesita de artificios. Es
un jovial amigo que esconde un trasfondo de melancolía. Es un misterio.
Lo que hizo la MDC fue, por decirlo de una vez, digno de
llamar la atención. Schubert sonó con una elegancia desprovista de artimañas ni
vaguedades. Con apenas dos movimientos el patio del museo, las mismas piedras,
contuvieron la respiración. Lástima los aplausos entre ambos. Carlos Ocaña
estuvo elegantemente comedido. Los músicos, soberbios.
La orquesta adquirió una voz propia, madura. Recuerdo que
pensé: “me gustaría escucharles tocando a Malher”.
Alcalá de Henares tiene la oportunidad de darle continuidad
a un proyecto que puede darle renombre no en España; en el mundo. La MDC es un
tesoro de valor incalculable; una inversión inexcusable para un país – una
sociedad – culta y avanzada. Es un ejemplo de talento que no podemos permitir
desaprovechar.
Los intérpretes no cobraron ni un céntimo de euro ese 30 de
abril. En realidad, lo que hicieron no tenía precio. Sólo pondré un ejemplo que
les sonará absurdo: mi hijo Pablo de 9 años vio por primera vez cómo la primera
violín o concertino afinaba la orquesta. Por cierto, con no poca elegancia.
Carolina Iglesias es su nombre. Una breve señal de Carolina y el oboe da un
“la”. Se lo susurro a Pablo para que esté atento. Le siguen el resto de instrumentos.
Ojo: Carolina en la actualidad es uno de los primeros
violines de la Orquesta Sinfónica de Basilea, Suiza. Hay maestría en estos
jóvenes.
Si queremos que grandes talentos regresen y permitan que
germine la semilla de la cultura en este país tan necesitado, hará falta un
mínimo grado de compromiso desde los organismos públicos, un poco de visión por
parte de las instituciones.
Cuando un oboe hace sonar un “la” y poco después renace
Schubert en presencia de un niño de 9 años, todos salimos ganando.
Por de pronto, y en lo que mí respecta, propongo que la MDC
sea la orquesta “de cabecera” del grupo de LinkedIn “Humanismo siglo XXI”.
Propongo que apostemos por el talento. Por la cultura. Por
la esperanza.
Antonio Carrillo