El hombre de la nariz de oro se
muere.
Decae. Se percibe un temblor en
los labios, en los dedos de la mano derecha. Aquejado de dolor de cabeza y una
persistente diarrea, sus ojos se nublan y su mente se aletarga.
A la vez, hay episodios de
irritabilidad, en los que pierde el sentido de la realidad. Hay arrebatos de
locura, y un miedo persistente.
El insomne hombre de la nariz de
oro tiene los órganos internos irremisiblemente dañados, especialmente los
riñones.
El hombre de la nariz de oro
muere envenenado.
Es un hombre rico y poderoso, el
señor de un castillo. Durante la cena, al fondo del salón, percibe la callada presencia
de su invitado más reciente, un brillante matemático y físico alemán. Una de
las mentes más privilegiadas de la historia de la humanidad.
El hombre de la nariz de oro ha dedicado
su vida a observar el cielo nocturno, el movimiento de los astros. Nadie en la historia ha desempeñado esta tarea con tanta precisión y meticulosidad. Pero los
datos esconden una respuesta: el tránsito de estrellas y planetas sigue un
patrón, un orden. Y nadie ha sido capaz de descifrarlo. Sólo el matemático
alemán tiene la inteligencia para desentrañar el secreto. Y necesita los datos
recopilados por el dueño del palacio durante toda una vida.
Pero, en su delirio, enfermo y
débil, inseguro, el hombre de la nariz de oro le racanea el acceso a la
información. Son migajas lo que le ofrece. Unos pocos datos inconexos.
Todo empezó hace más de cincuenta
años. El hombre de la nariz de oro nació en 1546, en el seno de una de las
familias más poderosas de Dinamarca. Su destino era la política, el gobierno, y
recibió una educación exquisita en humanidades y leyes. Sin embargo, a los 14
años presenció un eclipse de sol que había sido predicho. Este fenómeno lo
marcó irremisiblemente: sus ojos adolescentes miraron desde entonces hacia lo
alto, hacia el rumbo que marcan las estrellas.
A los 20 años sus estudios
incluían, además de leyes y humanidades, astrología, matemáticas, alquimia y
medicina. Se habla ya de su erudición por media Europa, y el propio rey le
concede un puesto que le permite desarrollar su talento.
Es por entonces que, en el
transcurso de una riña contra un colega astrónomo, el filo de una espada le
arranca buena parte de la nariz. Hace que le fabriquen una prótesis de oro y
plata, que disimulará con maquillaje.
A los 26 años, en 1572, mientras
se dedicaba especialmente a la química y la alquimia, observa asombrado el
nacimiento de una nueva estrella en la constelación de Casiopea. Donde antes no
había nada, ahora aparecía un fulgor inigualable, tan brillante como Júpiter. Una
luz nueva en el cielo nocturno, lo que contradecía todo lo que se sabía sobre
el firmamento y su inmutabilidad. Se hizo más brillante, al punto que podía
verse incluso de día. Publicó un libro sobre el fenómeno que llevaba por título
Stella Nova. Nueva estrella.
Desde entonces, llamamos novas o
supernovas a estas estrellas brillantes que surgen de repente. Y la estrella,
hoy denominada supernova SN 1572, tiene el sobrenombre de nuestro protagonista:
la estrella Tycho.
Tycho Brahe (el hombre de la
nariz de oro) desarrolló su labor antes de la invención del telescopio. No
podía saber que el fenómeno del que había sido testigo era excepcional y de una
importancia descomunal. Porque lo que la humanidad presenció en 1572 no fue una
supernova normal. Hoy sabemos que SN 1572 es, en realidad, un fenómeno
astronómico causado no por una, sino dos estrellas hermanadas. Una supernova
del tipo Ia.
Imaginen. 5.500 años antes de
Cristo la humanidad daba sus primeros pasos hacia lo que denominamos
civilización. Faltan 2.000 años para que se invente la escritura en
Mesopotamia, pero en el cercano oriente ya hay ciudades fuertemente
amuralladas, como Jericó. Hay comercio, jefatura, sacerdotes.
En ese preciso momento, muy
lejos, a 7.000 años luz de distancia, dos estrellas que orbitan juntas en un
sistema binario están a punto de sufrir un cambio catastrófico. Una de las
estrellas es lo que denominamos una enana blanca, una estrella pequeña y
(relativamente) fría compuesta de carbono y oxígeno y una fina capa de helio e
hidrógeno. Su compañera es una gigante roja, una enorme estrella que se
desgarra en parte, compartiendo materia con su hermana pequeña. La enana blanca
recibe masa de la gigante, su núcleo se compacta con el tiempo y, de repente, se
inicia una fusión nuclear que consume casi todo el carbono en apenas unos
segundos. Se genera una reacción incontrolada que acaba en una gigantesca
explosión que la destruye.
Una supernova Ia.
Esto sucedió, hemos dicho, unos
5.500 años antes de Cristo. Como las estrellas estaban a unos 7.000 años luz de
la Tierra, vimos la explosión justo 7.000 años más tarde, en el año 1572.
Pero hemos dicho que las
supernovas del tipo Ia son muy importantes ¿Por qué?
Estas explosiones estelares Ia
tienen como protagonistas a enanas blancas, de las que conocemos bastante bien
la cantidad de luz que emiten. Las supernovas que percibimos responden a esta
uniformidad, muy especialmente a los pocos meses de explosionar, cuando la
materia que se ilumina se compone principalmente de níquel. Es decir, sabemos
lo brillantes que son las estrellas al explotar gracias al metal que blanquea
el interior de nuestras monedas de euro.
Este dato es de una importancia
excepcional. La intensidad de la luz que emite una estrella varía con la
distancia, más tenue cuanto más lejos. Si observo supernovas Ia en
galaxias muy lejanas a miles o decenas de miles de años luz de distancia, puedo
calcular con precisión lo lejos que están midiendo la intensidad con la que me
llega la luz de la explosión.
Este método – igual les sorprende
– es una de las pocas herramientas con las que contamos para medir el cosmos. Lo
grande que es en realidad. Lo rápido que se expande.
Pero volvamos a Tycho Brahe.
Al año siguiente de presenciar la
supernova , el inconformista Tycho provoca un gran escándalo al elegir como esposa a Cristina, una
humilde campesina. Tuvo que intervenir el mismo rey para que se pudiese celebrar
el enlace. Tuvieron 8 hijos.
Dos años más tarde el monarca,
deseoso de mantener a Tycho como astrólogo real, le regaló la isla de Hven, con
una casa y una renta vitalicia. Tycho amplió el recinto construyendo un
verdadero centro de observación científico, con observatorio, laboratorios e
incluso una imprenta propia.
Mucho más tarde, en 1599, Tycho
fue nombrado astrólogo y matemático del Emperador del Sacro Imperio Romano
Germánico, Rodolfo II de Habsburgo. Y es entonces, en el año 1600, en un
castillo cercano a Praga, que nos volvemos a encontrar al Tycho Brahe
mortalmente enfermo a sus 54 años.
Envenenado, dije.
El problema lo causa la
exposición al mercurio. Los alquimistas de la época, y ciertos artesanos que
utilizaban el fieltro, como los sombrereros, sufrían por el contacto con este
metal altamente venenoso (¿Recuerdan al sombrerero loco de Alicia en el País de
las Maravillas?). El propio Newton murió con la razón trastornada por su
afición a la alquimia y la exposición al mercurio.
Esto nos conduce a una reflexión
que considero de una enorme importancia. En el siglo XVI y XVII la modernidad
(la física experimental, la astronomía o las matemáticas) convivían con retazos
de una cultura medieval (la astrología, la alquimia), estableciendo unas
fronteras difusas. La iglesia, por ejemplo, condena a Galileo (que inventó el
telescopio en 1609) por su teoría heliocéntrica el año 1633.
Por cierto, en el año 1990
Ratzinger, futuro Benedicto XVI, afirma que “la Iglesia de la época de
Galileo se atenía más estrictamente a la razón que el propio Galileo, y tomaba
en consideración también las consecuencias éticas y sociales de la doctrina
galileana. Su sentencia contra Galileo fue razonable y justa, y sólo por
motivos de oportunismo político se legitima su revisión”. O, como diría más
tarde, “Desde las consecuencias concretas de la obra galileana, C. F. von
Weizsäcker, por ejemplo, da un paso adelante cuando ve un «camino directísimo»
que conduce desde Galileo a la bomba atómica”.
Conviene recordarlo: en enero de
2008 el ya Papa Benedicto XVI tendrá que anular su presencia en la principal
universidad de Roma, La Sapienza, ante la protesta firmada por 67 profesores y
los actos de rebeldía del alumnado.
Conviene recordar, asimismo, que
la comisión nombrada por Juan Pablo II para tratar el “caso Galileo” en 1992, afirmó
que Galileo carecía de argumentos científicos para demostrar el heliocentrismo,
y la comisión sostuvo la inocencia de la Iglesia como institución y la
obligación de Galileo de reconocer y prestar obediencia a su magisterio,
justificando la condena y evitando una rehabilitación plena.
Porque la historia de Tycho Brahe,
del hombre de la nariz de oro, es, en definitiva, la historia del triunfo del
razonamiento científico frente al dogma o la doctrina.
Un Tycho Brahe moribundo accede finalmente
a que el matemático alemán pueda disponer de los miles de datos recopilados
durante decenios. En su lecho de muerte, en un breve momento de lucidez, sólo tiene
un último ruego, una súplica desesperada: “no quiero haber vivido en vano”.
La obra de su vida pasará, en
efecto, al matemático Johannes Kepler, una de las tres figuras capitales del
siglo XVII.
Y sucede algo sorprendente:
Kepler era un hombre muy religioso, creyente en un universo que reflejaba la
perfección de Dios en órbitas perfectamente circulares, a la manera de
Aristóteles, pero que además guardaban entre sí una relación equivalente a los
poliedros perfectos, siguiendo el razonamiento platónico. Pero los datos de
Brahe eran concluyentes, e incompatibles con el círculo, incluso con el óvalo. Los
astros no obedecían a la armonía de las esferas.
Kepler pudo obviar los datos de
Brahe. Pudo amañarlos para que se adecuasen a sus prejuicios. Pudo simplemente
desacreditarlos. Sin embargo, buceó en otras formas geométricas hasta que
descubrió las elipses. Y con ello acabó formulando, en 1609, las tres leyes que
describen el movimiento de los astros. Tres leyes que seguimos utilizando, que
sirvieron de inspiración a Galileo o Newton. Que nos permiten conocer con
exactitud cómo se comporta la realidad.
Gracias a la obra de estos tres
hombres hoy podemos enviar una sonda a millones de kilómetros, más allá de
Plutón, al encuentro con una pequeña roca de apenas 40 kilómetros de diámetro; una
hazaña que se producirá el 1 de enero de 2019. Los cálculos necesarios se basan
en razonamientos del siglo XVII.
Por cierto; Kepler será también
testigo, en 1604, de la aparición de una Stella nova. La estrella de Kepler.
Es un suceso excepcional. Desde
entonces no hemos podido volver a ver, a simple vista, este fenómeno en el
firmamento. Y han pasado 400 años.
Un adolescente observa un
eclipse. Su mente se abre al asombro con la intensidad del amor temprano.
Y el universo, por un instante,
acaso una milésima de segundo, se siente observado.
Esta es la grandeza del hombre.
La mirada de un niño. A lo alto.
Antonio Carrillo.