En el idioma japonés existe una
palabra muy extraña.
“Karoshi”
Significa “morir por exceso de
trabajo”. Es un vocablo inaudito para un español, se lo aseguro.
Por fortuna.
Por causas de índole cultural y
religiosa, que tienen por fundamento la demografía en un país con escasos
recursos, los japoneses supeditan los intereses privados al bien de la
comunidad. Tiene arraigada desde la infancia el “Shudan Ishiki”, la conciencia
de pertenecer a un grupo, ya sea familiar o empresarial. Y el honor es la
manifestación de una vida virtuosa de servicio a los demás, sin mácula que
pueda abochornar a los más allegados.
Es así que la crisis económica,
la posibilidad de quedarse sin trabajo o no poder pagar los enormes préstamos
que son norma en la economía japonesa, supone una carga de estrés a menudo
insoportable. Y ello conlleva una tasa de suicidio inusualmente elevada.
De hecho, el suicidio forma parte
de la cultura milenaria de un Japón que, a pesar de su vestimenta tecnológica,
sigue siendo un país sorprendentemente conservador en sus tradiciones. Y hay
una benevolencia, una comprensión hacia el suicidio, impensable en una sociedad
tan individualista como la occidental.
A menudo la explicación es tan
simple como que los prestamistas incluyen en el contrato seguros de vida, con cláusulas
de pago en caso de suicidio. Los deudores, que cargan con la vergüenza de haber
puesto como avalistas a familiares o conocidos, finalmente no encuentran otra
salida que la propia muerte para saldar sus deudas y reestablecer su honor.
Hay algo más: la ley japonesa
establece que los inconvenientes que pueda causar un suicida con su acción deben
sufragarlos su familia directa. Es decir, si alguien se tira a las vías de un
tren y causa desperfectos, o simplemente genera molestias o retrasos a los
usuarios del transporte público, los allegados deben compensar a los afectados.
Es así que los japoneses se
suicidan en lugares aislados; y hay un lugar por encima de todos, el segundo
lugar en el mundo, tras el Golden Gate de San Francisco, por número de personas
suicidadas.
El bosque Aokigahara.
El bosque de los suicidas.
Aokigahara, en las faldas del
volcán Fuji, cerca de Tokio, es un lugar muy hermoso, espeso y grande, con una
extensión de 35 Km2. Japón, a pesar de su densidad poblacional,
cuida con esmero de su patrimonio natural.
Si llegas al bosque, lo primero
que te llama la atención es la existencia de senderos delimitados por cinta
policial, bastante descuidados; hay residuos por doquier, botellas, envases… y,
curiosamente, muchos envoltorios vacíos de pastillas. De vez en cuando, un
letrero escrito en japonés e inglés te conmina a pensar en tu familia, a
reflexionar sobre lo bello que es vivir, a buscar ayuda.
En el interior la espesura oculta,
sí, restos humanos. Aunque el Estado realiza redadas con cientos de operarios
para retirar los cuerpos de los suicidas, el bosque es grande y frondoso. Hay
huesos humanos y cuerpos momificados. Los últimos años el Gobierno decidió no
publicar el número de muertes, para así evitar el efecto llamada de un fenómeno
que va en aumento; más de un centenar de personas al año. Ni las patrullas
policiales ni los guardas forestales pueden evitar el incesante aumento de
cadáveres. Muchos eligen ahorcarse de las ramas de los árboles; otros escogen
el envenenamiento por consumo de medicinas.
Hay jóvenes entre los fallecidos,
cada vez más.
El bosque Aokigahara acoge la
angustia insoportable de miles de almas que no le vieron sentido a la vida. Un
drama, estarán de acuerdo, terrible.
Por cierto; el gobierno español
no refleja con verosimilitud las cifras reales de suicidios en la España
doliente de hoy. De seguro que los datos resultarían estremecedores.
No es más que una impresión,
claro. Pero veo demasiada desesperación en demasiados rostros.
Y la sombra del miedo.
Aokigahara no es un lugar exclusivo de Japón.
Créanme.
La sombra del ciprés es alargada.
Créanme.
La sombra del ciprés es alargada.
Mucho.
Antonio Carrillo