Lo
que voy a contar sucedió hace más de 3.000 años, pero tengo la seguridad de que
les va a sonar; y mucho.
Ramses
III fue el último gran faraón de Egipto. Obtuvo al principio importantes éxitos
militares, y bajo su mandato se alzaron los últimos monumentos de importancia
en Egipto; pero su reino estaba exhausto, arruinado y, en los últimos años,
deprimido. Con su muerte, el 1.161 a.C., tras 1.500 años de predominio egipcio,
la imponente sombra de las majestuosas pirámides prácticamente cae en el
olvido. Sólo Alejandría, mucho más tarde, rememorará parte de una gloria
milenaria.
Sin
embargo, ¿se han dado cuenta?, a pie de calle es difícil predecir algo así.
Estamos caminando por Tebas, en el vigésimo año de su mandato, y se respira una
alegría forzada. En las tiendas podemos adquirir artículos de lujo provenientes
de lugares lejanos, objetos suntuarios que reclama una clase dirigente.
Percibimos un frenesí que festeja la paz, desmantelada la amenaza hitita, la
presencia libia y, muy especialmente, vencido el misterioso y temido
"Pueblo del Mar". El pueblo reacciona con entusiasmo; se quiere
emular la época de Ramsés II, olvidar las penurias de las últimas décadas,
volver al boato de entonces. Es un ejercicio sorprendente de autoengaño
colectivo.
Imbuidos
por esta euforia, los egipcios gastan en adornos y elementos improductivos más
de lo que genera la tierra o el comercio. Por si fuera poco, la corrupción es
un mal endémico, y la administración de los recursos es ineficaz, en parte por
la herencia ponzoñosa de una ingente burocracia.
Se
emplean enormes recursos públicos en mejorar los templos de Luxor y Karnak; el
faraón construye su fastuoso templo/palacio de Medinet Habu y una tumba maravillosa,
la KV11. (Por cierto, no debió de ser Ramsés III un hombre especialmente
agraciado: en 1932 su rostro, muy bien conservado, sirvió de modelo al experto
en maquillaje Jackson Pierce, quien creó el celebérrimo rostro de "la
momia" que interpretaría Boris Karloff).
Lo
dicho: paseando por la bulliciosa Tebas, nada hace suponer que tanta bonanza se
sustenta sobre una frágil burbuja, que está a punto de estallar.
Visto
en perspectiva, el comienzo del fin se sitúa en la aldea de Deir el-Medina, fundada por Tutmosis I
500 años antes, y en la que se alojaban los 120 obreros, artesanos y escribas
encargados de la construcción de las tumbas reales. Vivían aislados con sus
familias para preservar el secreto de su trabajo, y el Estado les facilitaba a
cambio todo lo necesario: pan, cerveza, comida e incluso el agua potable que
faltaba en el desierto. Antes de dar comienzo a cualquier obra, los
trabajadores firmaban un contrato en el que se establecía la duración del
trabajo y el salario en especie, que también incluía ropajes, calzados, cuencos
y utensilios. Trabajaban durante diez días, en los que permanecían junto a las
tumbas del Valle de los Reyes; el resto del mes volvían al poblado y trabajaban
en sus propias tumbas; o hacían trabajos por cuenta ajena. En definitiva, eran
obreros especializados que trabajaban para la Administración Pública. Y, de
repente, el Estado dejó de pagar. No había recursos. Ellos, los constructores
de tumbas, ajenos al frenesí de Tebas o del Delta, situados en la orilla oeste
del Nilo, dejaron de recibir regularmente alimentos y agua. ¿Por qué?
Consecuencia
del despilfarro y la mala administración, tras veinte años de reinado de Ramsés
III, Egipto sufría un aumento de la inflación galopante. El aumento de precios
desató la codicia de los administradores, a todos los niveles, que procuraron
acaparar el grano para enriquecerse con ello.
Vivimos
una época de especuladores que quieren ganar mucho y muy rápido. ¿Les suena?
Las
distintas administraciones públicas se echaron la culpa mutuamente de lo
sucedido, y el faraón se vio obligado a destituir a su visir Athribis. Pero la
crisis finalmente estalla el 14 de noviembre del año 1.166. Sesenta
trabajadores de Deir el-Medina, que llevan 20 días sin recibir comida ni agua,
traspasan los cinco muros de la necrópolis bajo el grito "¡tenemos
hambre!", bajan a las fértiles llanuras y atraviesan el río sagrado.
Acompañados de un escriba (de nombre Amennajet) y dos contramaestres, se
dirigieron al templo de Tutmosis III, en donde hicieron una sentada, gritando
consignas y protestando con gran estruendo.
Esta
primera ocupación no consiguió gran cosa (les habían entregado 50 panes para
pasar la noche), por lo que decidieron invadir el recinto sagrado que rodeaba
el templo funerario de Ramsés II (o Rameseum), provocando con ello la huída de
la policía, que evitaba enfrentamientos. La ocupación efectiva de un lugar tan
significativo para la sociedad egipcia resulta muy eficaz. Su voz se hace oír
con fuerza. El punzón de los escribas nos ha permitido escuchar estos gritos de
antaño:
“Hemos
llegado a este lugar empujados por causa del hambre y de la sed, por la falta
de ropa, de pescado, de legumbres. Escríbanlo al Faraón, nuestro buen señor, y
escríbanlo al Visir, nuestro superior. ¡Háganlo para que podamos vivir!”
El
problema es realmente grave: al parecer era vox
populi que el gobernador de la zona de Tebas Oeste acaparaba los bienes.
Los trabajadores no pueden ser más claros: "decid a vuestros jefes que no
nos moveremos. Aquí, en vez del faraón, lo que hay son sinvergüenzas".
Hay
tres administraciones públicas implicadas: la central, representada por el
gobernador y, en última instancia, el visir; la local, representada por un
asustado alcalde de Tebas, que no sabe cómo solucionar este entuerto, y los
poderosos sacerdotes, que, ajenos a todo, acaparan en sus templos grandes
cantidades de trigo. El alcalde, acobardado, viendo que el asunto tomaba un
cariz peligroso, y que el propio jefe de policía, Mentumosis, que le había
visitado, parecía apoyar la revuelta, ordenó confiscar el trigo y la cebada
procedente del Rameseum. Una autoridad local se apropia de un trigo
perteneciente al clero, intocable durante milenios; no es difícil adivinar que
se avecinan problemas.
Este
reparto tranquilizó los ánimos momentáneamente. El nombramiento de Ta, un
delegado de Deir el-Medina como visir del Alto y Bajo Egipto, también ayudó
bastante. Pero, finalmente, la cruda realidad de los números (y de la
corrupción) se impuso: una visita de Ta al Delta con motivo del “Festival Sed”
bastó para que de nuevo se suspendieran pagos. Recuerdo: esto implicaba que los
trabajadores y sus familias se quedaran sin comida ni agua.
A
partir de entonces sucede algo significativo: comenzaron los robos en las
tumbas reales y privadas; nadie mejor que los artesanos que las habían
construido podían saquearlas eficazmente. El orden social se había visto
alterado en sus más hondos cimientos: los trabajadores habían paralizado las
actividades del templo, una autoridad local se había enfrentado al clero, la
administración central se mostró incapaz de instaurar el orden ni de dar
respuesta a los problemas; la misma autoridad de faraón se vio dañada, al punto
de que sufrió varias conjuras que intentaron acabar con su reinado. El que se
profanaran abiertamente las tumbas reales no era sino un paso más hacia el
desgobierno.
Egipto
sangra por la herida del hambre y la desigualdad social; y la muerte de Ramsés
III certifica una muerte anunciada. Muy pronto oleadas de libios, persas,
nubios y griegos invadirán las orillas del Nilo instaurando dinastías, en su
mayor parte efímeras y tributarias de Estados más poderosos. La civilización
hablará griego y latín, y olvidará la lengua de los paramentos de los pilonos,
olvidará gestas y nombres. Y, lo que parecía imposible, sucede: el Egipto de
los faraones desaparece de la historia.
Sólo
el descubrimiento de una piedra en tres idiomas y el genio de un joven francés
hará renacer los ecos de un pasado lejano.
No
seré yo quien haga paralelismos; pero algo sí tengo claro: nada es para
siempre. No podemos dar nada por seguro.
Si
queremos conservar las conquistas en Derechos Fundamentales y bienestar social
de las que disfrutamos, conviene que luchemos por ellas y no relajemos la
vigilancia.
Por
el bien de todos. Porque la barbarie, el "sálvese quien pueda",
acecha tras el miedo y la escasez.
¿Acaso
no lo sienten?
Antonio
Carrillo.