martes, 23 de julio de 2013

Luces y sombras

Dedicado a Marcos Mendieta, que acaba de nacer a la luz de la vida.

Y a su madre, por su valor.



Verás Marcos; no será fácil.

Pero pasan cosas que hacen que merezca la pena.

Mira este video:

Bienvenido.

Antonio Carrillo

martes, 16 de julio de 2013

La catedral de sal



La sal es una roca comestible.

La única comestible por el hombre.

La sal es un compuesto químico que nos aporta sodio, fundamental para el buen funcionamiento del organismo. El sodio interviene en la respiración, la tensión arterial, regula los niveles de electrolitos y facilita la digestión. Es básico para el corazón o para el buen funcionamiento del diálogo electroquímico entre neuronas. Es el condimento más antiguo utilizado por el hombre, y un conservante extraordinario; tan importante que ha promovido imperios, guerras y revoluciones. Hubo una guerra de la sal en Perugia contra los Estados pontificios en 1540. Perugia perdió la guerra y, curiosamente, el pan de la ciudad italiana se caracteriza hoy en día por no llevar sal. Hubo una contienda entre Holanda y España por la obtención de sal en las Américas, y el gravamen (gabela) sobre la sal fue uno de los detonantes de la Revolución Francesa. Siglos más tarde, Gandhi encabezó en 1930 la famosa "marcha de la sal", que acabó con la independencia de la India.



La sal se extrae de la mar, de ciertos alimentos. Pero también se halla en las profundidades de la Tierra, en minas de sal de roca o halita.

La mina de sal de Wieliczka, a 10 km de Cracovia, es una de las más importantes; ha sido explotada durante 800 años. Alcanza una profundidad de 327 metros, y su longitud supera los trescientos kilómetros.
 
 

Hablamos de uno de los lugares más fascinantes de la Tierra, conocido como "la catedral subterránea de la sal". Declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1978 debido a, cito textualmente, su importancia en la historia de la humanidad.



Se puede visitar. De hecho, es una de las principales atracciones turísticas de Polonia; recibe unos 800.000 visitantes al año. Los expertos diseñaron un recorrido turístico de apenas 3,5 kilómetros, un 10% del total, dos horas a una temperatura constante de unos 14°C.
 
 

La roca en Wieliczka es sedimentaria, pizarra arcillosa mezclada con un 85% de sal. Es fácil de tallar, y a lo largo de los siglos los mineros han creado un ambiente mágico, de corredores y capillas, de estatuas, frisos y cámaras extraordinarias. Durante casi un milenio miles de personas, generación tras generación, se han adentrado en la tierra creando un mundo de maravillas.
 
 

Las fotografías atestiguan el esplendor de Wieliczka. La gran capilla de santa Kinga, a más de 100 metros de profundidad, tiene hechuras de catedral: 25 metros de largo, 18 de ancho y 12 de alto. Los mineros excavaron 10.000 metros cúbicos para crear esta belleza. 
 
 

Fíjese; las lámparas son de sal, el terrazo del suelo es sal. Resulta difícil de creer.
 
 

Es un lugar de culto, en el que se celebra misa.

Wieliczka es inmensa; hay salas de exposiciones, de conferencias, un bar y un restaurante, situado a una profundidad de 125 metros. Desde allí puede franquear y enviar una carta.

Hay conciertos, conferencias y bodas. Incluso encontramos una zona acondicionada para tratar enfermedades del sistema respiratorio. La humedad de Wieliczka, junto con la altísima concentración de sal, provoca un ambiente excelente para tratar los problemas pulmonares.

A gran profundidad encontramos un lago, con una concentración de sal inusitada; mayor que la del Mar Muerto.
 
 

La catedral de sal ¿La conocían?


Por cierto; hay otra. También bellísima.

La “Catedral de la sal” de Zipaquirá, en Colombia.

Esta es su cúpula.

 

Antonio Carrillo

viernes, 12 de julio de 2013

En lo profundo del cerebro



Hace más de dos años plantee un reto: resolver un silogismo.

Si proponemos un silogismo del tipo:

"Todos los daneses son rubios,
Sigmund es danés,
por consiguiente...."

 
La respuesta: "Sigmund es rubio" surge fácilmente.

Sin embargo, mi (falso) silogismo resultaba casi irresoluble:

"Todos los ministros son ladrones,
ningún ministro es gasolinero,
por lo tanto..."

 
¿Lo recuerdan? Nadie fue capaz de encontrar una respuesta.

Finalmente ofrecí la solución el 10 de junio de 2011, en:


En aquél artículo nos adentrábamos en un mundo peculiar, el de los "túneles de la mente". No era la primera vez que hablábamos de capacidades extraordinarias del cerebro. En otra ocasión contamos una historia difícil de creer: la del museo norteamericano que había adquirido una vetusta estatua griega y el anciano arqueólogo que, al instante, nada más verla, supo que era falsa. Todas las pruebas y análisis realizados durante meses indicaban lo contrario; pero finalmente se demostró que el experto tenía razón: la estatua era una falsificación ¿cómo pudo saberlo en un instante, sin ni tan siquiera acercarse?

Intuiciones, precogniciones y misterios proliferan por este blog, sin que haya nada paranormal ni esotérico en ello. Simplemente, el cerebro, protagonista de estas y otras historias, es un órgano del que sabemos muy poco.
 
Y que nos depara asombros inexplicables.
 
 

En la actualidad me encuentro leyendo (y disfrutando de) "Incógnito", un ensayo del neurocientífico David Eagleman publicado por Anagrama en 2013. Es un libro riguroso pero extraordinariamente ameno, que salpica el análisis científico con infinidad de anécdotas y demostraciones. Por ejemplo, en la página 65 aparece esta imagen

Ahissar y Hochstein 2004
 
¿Ven algo? ¿Distinguen algo en ella? Apuesto que no. Y, sin embargo, al final de este artículo este desordenado conglomerado de manchas se transformará en algo distinto.
Les voy a sorprender. Seguro.
La tesis de Eagleman se resume en una idea simple pero fascinante: nuestro cerebro trabaja en múltiples niveles situados muy por debajo de la consciencia, de tal manera que sólo aflora una mínima parte de lo que procesamos. El resto es ¿cómo llamarlo? ¿Intuición? Y no me refiero a lo emocional o sensitivo. La lógica también es consecuencia de este trabajo soterrado e intenso.

Pondré un ejemplo.

Imagine: está conduciendo su vehículo por una autopista. Se encuentra en el carril de la izquierda, en una recta larga y decide volver al carril de la derecha. Es uno de los gestos más sencillos que se hacen conduciendo ¿Cierto? Le propongo algo; coloque las manos como si estuviera agarrando un volante imaginario. ¿Cómo cambia de carril? Es un gesto que realiza miles de veces a lo largo del mes. Hágalo una vez más, se lo ruego. Cierre los ojos, imagínese al volante y cambie de carril.
Apuesto a que ha torcido el volante hacia la derecha en un ángulo de unos 30 grados, y luego ha recuperado la posición inicial. Así cambia de carril ¿Estoy en lo cierto?

Tengo una mala noticia: se ha estrellado. Ha salido de la carretera y chocado contra la valla del arcén.
¿Por qué? Cuando gira el volante a la derecha el vehículo cambia la trayectoria. Si no endereza el volante acabará dando una vuelta completa de 360 grados ¡Por eso ha enderezado el volante, me dirá! Sin embargo, piénselo. Cuando endereza el volante el vehículo retoma su trayectoria recta, cierto; pero es una trayectoria de escape, que le hará abandonar la autopista. No ha retomado la senda recta del principio.

Para volver a una trayectoria paralela a la inicial debe realizar una sucesión de gestos bastante compleja. Al principio gira ligeramente el volante hacia la derecha. Con este gesto el vehículo abandona el carril izquierdo. Una vez se encuentra en el carril derecho, gira el volante hacia la izquierda durante un instante. Así, contrarresta el giro que inició hacia la derecha. Sólo cuando el vehículo está enderezado con respecto a la vía, enderezará el volante para seguir recto.

¿Se da cuenta? El gesto más sencillo lleva implícita una complejidad sorprendente. Ni se me ocurre la cantidad de factores a tener en cuenta: velocidad del vehículo, estado del firme, suspensiones, velocidad del viento, fuerza centrífuga y centrípeta, etc. Y, sin embargo, aunque no haya sido capaz de acertar con la respuesta, es algo que hace todos los días. Y lo hace bien.
Su cerebro lo hace bien. Pero la mayoría de los gestos son inconscientes. Si tiene que pensar en ello, posiblemente falle.
La mejor analogía que se me ocurre es tocar un instrumento. Al principio, con el piano, dedicas muchos meses (para alegría de familiares y vecinos) a practicar monótonas escalas, primero la mano derecha, luego la izquierda. Más tarde, te inicias en el entrenamiento de tocar con ambas manos. Es una tarea ímproba que representa meses de trabajo duro.
 
 
¿El resultado? Cuando interpretas una pieza al piano, tienes que aprenderla, cierto; muy especialmente la colocación de los dedos, que se indica con unos números diminutos; pero los gestos de los dedos, de las manos, serán automáticos después de años de práctica. Una vez memorizada la obra, las manos fluyen sin pensarlo. Los dedos parecen tocar solos.

Y, lo que es fascinante: el ejercicio realizado de niño con las escalas, alternando las manos, tocando acordes con la izquierda y una melodía con la derecha, habrá cambiado significativamente la estructura sináptica del cerebro. El cuerpo calloso de un pianista, de un músico en general, es más ancho e intrincado que el de una persona normal. Es un músculo (un haz de fibras en realidad) que ha ejercitado en el gimnasio del teclado, al forzarlo a interconectar ambos hemisferios cerebrales. Esa es la función del cuerpo calloso; favorecer el diálogo entre nuestro cerebro izquierdo y derecho. ¿Creen que este entrenamiento sólo es útil para tocar el piano? Una persona con un cerebro así está preparada para afrontar una respuesta más holística (compleja) ante cualquier reto. Su cerebro está entrenado para funcionar con un rendimiento mayor.

Por ello la educación musical es un regalo impagable que podemos ofrecer a nuestros hijos. Grandes genios tocaban un instrumento. No es casualidad.

¿Que su hijo no quiere tocar el piano? No importa. Juegue con él a ser "comandos especiales" en un campo de batalla. Arrástrese por el suelo, alternando el pie derecho con el brazo izquierdo, y viceversa. Mueva la cadera mientras se arrastra bajo una alambrada. Con este ejercicio está fortaleciendo también las conexiones hemisféricas. Deje que su hijo gatee; cuánto más mejor. Gateamos para construir la bilateralidad cerebral. Todo tiene un porqué. Todo importa. Si se daña las rodillas, no importa. En realidad, este daño le ayuda a tomar conciencia de su propio cuerpo en relación con el entorno.

Para convertirnos en exploradores, y alcanzar las estrellas, primero debemos gatear.

Hay niños que mejoran la atención y la psicomotricidad fina con ejercicios de este tipo. Al fin y al cabo, es cuestión de muscular el cerebro. Todo esto está íntimamente ligado con el mantenimiento de los denominados "reflejos primarios o primitivos" (reflejo de Moro, de agarre...) en una edad avanzada por inmadurez sináptica. Es un tema apasionante que trataré en otro momento, pero que ahora nos obligaría a extendernos en demasía.

Volvamos al cerebro que hace cosas sin que nos demos cuenta. Es un "cerebro iceberg": vemos un 20%, pero el 80% permanece oculto bajo el agua, trabajando para que todo funcione. ¿Les parece si propongo otro ejemplo para explicarlo? Seguro que les gusta la idea.
Cuando nacen los pollos, los machos y hembras son prácticamente idénticos. Sin embargo, es importante distinguirlos nada más nacer. Sólo las hembras ponen huevos. La gran mayoría de los machos se cebarán para servir de alimento.
Hay una profesión: sexador de pollos. Son profesionales que observan el recto de los polluelos recién nacidos y deciden si son machos o hembras. ¿Saben cuánto ganan? Unos 10.000 euros mensuales. Y ¿saben otra cosa? Sólo hay una escuela en el mundo que enseña este oficio. Se encuentra en Japón, en Nagoya.



Y por último ¿saben cómo se aprende a sexar a los pollos? No se tiene ni la más remota idea. Porque un sexador de pollos no sabe explicar el porqué de su elección. Se basa en intuición y entrenamiento, no en lógica. Y el margen de error es menor del 1%

¿Sorprendidos?
La diferencia entre un pollo hembra y otro macho es una casi imperceptible diferencia en la musculatura del recto. Pero un sexador distingue el género en unos pocos segundos. Miles de animalitos pasan por sus manos en una hora. Para aprender el oficio el aprendiz recibe unas instrucciones muy rudimentarias sobre el asunto, y enseguida se pone a sexar animales. Un instructor le va diciendo "si" o "no" según acierte o yerre. Día tras día, semana tras semanas, el alumno observa miles y miles de diminutos rectos, mientras una voz insistente le habla. Sin dar razones. Sólo un si y un no.

Al cabo de unas semanas los "si" se van imponiendo a los "no", hasta que, finalmente, el alumno es capaz de sexar con un margen de error mínimo. A base de insistencia, el aprendiz se convierte en maestro.
Ahora bien ¿cómo lo hace? No es capaz de explicarlo. Simplemente, deposita los animales en un cesto u otro; pero no puede explicar el motivo. Ha aprendido a hacerlo de una manera inconsciente. Como el pianista toca sin ser consciente de lo que hace. Como usted cambia de carril sin pensar en la sucesión de gestos necesarios.
La vida es una sucesión de elecciones, y a menudo decidimos sobre la base de un aprendizaje inconsciente. Elegimos pareja, profesión o aficiones sobre la base de una cantidad ingente de datos, la mayoría de los cuales quedan ocultos en lo profundo del cerebro.
Y en ocasiones, cuando tomamos conciencia de la profundidad de la que proviene una idea, una sensación o un sentimiento, sentimos vértigo. ¿Cómo no nos dimos cuenta antes?

De nuevo el dibujo.

 


Ahora una pista: en la mitad superior podemos distinguir el retrato de un hombre con barba. Parece un Cristo.
Dedique un tiempo a verlo. Cuando le llegue la imagen, recibirá un fogonazo. Y ya no verá otra cosa que un rostro que siempre estuvo ahí. Se sorprenderá de que otros no lo vean.

¿No es increíble?

Antonio Carrillo

miércoles, 3 de julio de 2013

Dirán que tienes la culpa.




Y no necesitan palabras. El gesto despreciativo de quien sella tu carnet de parado. La desgana del empleado que recoge distraído tu currículum, un esbozo de tu vida resumida cuidadosamente en dos míseros folios. No tendrá la deferencia de, al menos, leerlo; te olvidará enseguida. Lo sabes. Lo percibes.

Y duele, en ese cálido refugio de la dignidad que es tu orgullo. Todo currículum merece apenas un indicio de respeto. En estos tiempos de frío para el hombre conviene remarcar lo más obvio. Por no dejarnos llevar por esta corriente de desprecio.

Dirán que tienes la culpa.

Por caer en el embrujo de la lectura, por buscar asilo entre unas páginas. Las humanidades encierran un peligro constante: caer atrapado en el canto hipnótico del asombro. Toda biblioteca acoge un universo. Toda librería adopta la forma de un laberinto; reflejo de las sutiles circunvalaciones del cerebro que palpita en la oscuridad del cráneo. Somos lo que escuchamos y vemos. También lo que leemos: la escucha más silenciosa y atenta de la que somos capaces ¡Cuántas noches no habré recibido la cálida mesura de Sócrates en boca de Platón! ¡ Cómo olvidar aquélla vez en la que Verne me invitó a adentrarme al centro de la Tierra! ¡Acaso no fui huésped de un sanatorio para tuberculosos en una Montaña Mágica, refugio de tiempo y saber! La vida, una espiral que acaba bruscamente, me plantea más de una pregunta ¿Cuál será mi último libro? ¿Quién me dará el último beso? ¿Habrá merecido la pena?

Perdidos para la ambición mundana, acogidos en este laberinto, todos somos culpables. Por amar la palabra y venerar el silencio.

Dirán que tienes la culpa.

Le debo a mi amiga Amelia un regalo: la palabra "procrastinar". Se nos acusa de adoptar una actitud diletante, poco pragmática. Nuestro tiempo, que fluye como una clepsidra o un reloj de arena, tiene el aroma de la piedra, el color de lo añejo. Es relativo, fluctuante, caprichoso. Asumimos el riesgo de estudiar al hombre, y por ello ejercitamos la mirada del artesano. Historia, filosofía o sociología son amantes fieles y exigentes: nos embaucan en un sendero que conviene transitar con los ojos bien abiertos, vacíos de toda urgencia. Hay vértigo en este ejercicio de paciencia, porque a menudo se pierde uno en los adentros, en oquedades profundas y ancestrales.

En-si-mismados.

Es fácil confundir el análisis último, profundo, con la indeterminación. Surge entonces la pregunta, mil veces repetida: la historia, filosofía, sociología, ¿para qué sirve? ¿No habría sido mejor estudiar algo útil?

Dirán que tienes la culpa, porque no se escuchan. Saturados de estímulos tramposos, nos hemos olvidado de acunar el recuerdo. La vida transpira instantes vacíos, frenéticos e inmediatos.

Te empujan, molestos. ¿Por qué te detienes? ¿Por qué entorpeces el paso?

Porque tu tiempo es otro.

En un pentagrama hay muchos signos de silencio. Sin ellos, no habría música ni compás. ¿Por qué estudiaste humanidades? Porque sabías de la existencia del silencio, y querías formarte en la calma. Un traductor reposa el texto hasta que le habla, hasta que el contexto ubica una expresión que rondaba por entre los dedos quietos en el teclado. Una máquina jamás podrá traducir. Porque le falta intuición, curiosidad y paciencia. Porque, a menudo, escribir consiste en borrar. Porque hay silencios en una partitura.

Dirán que tienes la culpa.

Parménides lo advirtió hace miles de años:

"Porque la impotencia que sienten en el pecho es lo que guía su pensamiento errático mientras se ven arrastrados, aturdidos, sordos y ciegos a un tiempo, multitudes indistinguibles e indistinguidas"

¿Sabes? Te está hablando a ti. Encuentra refugio en estas palabras y muéstrate tranquilo.


Dirán que tienes la culpa.

Y es cierto.

Antonio Carrillo