sábado, 23 de febrero de 2013

Despidos con 2.000 millones de € de beneficios




En la revista Ritmos del siglo XXI me pregunto cómo es posible que una empresa declare beneficios por casi 2.000 millones y a la vez informe de 900 despidos.

Vivimos tiempos confusos.

Enlace al artículo publicado por rsxxi

martes, 19 de febrero de 2013

El idioma del arcoíris


 

Dedicado a Gala, mi perra. Es curioso; hace 22 años que murió, y sigo echándola de menos.

 
Habrán oído decir, por boca de hombres sabios, que todo arcoíris responde a un fenómeno óptico de la naturaleza.

Es rotundamente falso.



Hace cientos de miles de años el género homo dominó el fuego, y con ello se hizo el amo del mundo. Posiblemente fue un homo erectus el autor de tal hazaña, que cambió no sólo al homo, sino al planeta en su conjunto.

Ningún otro avance tecnológico ha tenido tanta trascendencia.

El humano es un animal poco dotado para el ataque o la defensa, no muy veloz y sin garras ni caninos prominentes. Además, nuestras crías son unos seres indefensos durante demasiados años; dependen de los adultos para sobrevivir.

Y, sin embargo, no ha habido ni habrá depredador más poderoso sobre la Tierra. Ello se debe al desarrollo de un sistema nervioso central de una complejidad fascinante, que ha sido capaz de elevarnos hasta hollar la misma Luna, o a desarrollar un lenguaje metafórico.

La Masa Metabólica Basal es un índice que refleja la cantidad de oxígeno que cualquier organismo consume estando en reposo. Pues bien: el cerebro, que representa sólo el 2% de nuestro peso, consume el 20% de la energía que aportamos. Es la mejor prueba de su importancia. Pero que un órgano acapare tanta energía supone un serio problema, ya que la cantidad total disponible se mantiene estable. Y no podemos reducir la energía que se destina a órganos tan fundamentales para la vida como el corazón, pulmones o hígado.

Es en la alimentación en donde está la clave. Los primeros protohumanos eran, fundamentalmente, herbívoros; vivían en entornos boscosos abundantes en frutos, hierbas o raíces. Por tanto, en un hábitat rico en nutrientes pudieron perder la capacidad metabólica de sintetizar ciertas vitaminas, o de digerir la celulosa. Esta particularidad se volvió en nuestra contra cuando el cambio climático (verdadero motor de la evolución) acabó con las selvas, y nos situó en el duro entorno de la sabana africana.

El organismo humano, que no metaboliza la vitamina C (como bien sabían los marineros aquejados de escorbuto), fue sin embargo capaz de metabolizar el almidón, una fuente muy rápida de energía para un cerebro en constante crecimiento.

Los homínidos, empujados por la necesidad, nos convertimos en omnívoros: fuimos eficaces carroñeros. Y descubrimos que las proteínas de origen animal aportan mucha más energía. De hecho, el cambio de dieta explica que pudiéramos desviar gran parte de la energía al cerebro: un herbívoro necesitan de un aparato digestivo extenso, que les permita asimilar la celulosa, lo que implica digestiones largas y pesadas, con un gran gasto de energía en el proceso. Una vaca, por ejemplo, tiene un único estómago (no cuatro como habrán leído en ocasiones), pero sí es cierto que su estomago está dividido en cuatro cámaras, cada una con una función. Sus digestiones son largas, en un proceso de fermentación bastante complejo.

 El consumo de carne, sin embargo, implica digestiones más rápidas y eficaces.
 
Nace el hombre cazador.

Fijémonos en un homo habilis de hace 1,5 millones de años. Su dentadura lo define como carnívoro: molares pequeños y caninos más grandes. Tiene un cerebro de 650 cc, casi el doble que un chimpancé. La necesidad de carne explica su encefalización: si quiero obtener proteínas animales necesito cazar, y para cazar necesito utilizar herramientas y estrategias que denotan inteligencia, para lo que necesito un cerebro más grande. Y un cerebro mayor implica un mayor consumo de proteínas animales.

Seguimos a unos habilis sin que nos vean. Su rostro es menos simiesco; la frente, más humana, con menos protuberancias. Sus lóbulos frontales, responsables de la planificación, se han desarrollado enormemente. Las áreas de Broca y Wernicke son mayores. Este dato, junto con la posición de la laringe, da pistas sobre un habla acaso rudimentaria.

Están rebuscando tras un incendio provocado por un rayo. Han descubierto que la carne asada de los animales atrapados por el fuego tiene mejor sabor y se digiere más fácilmente. Se rasga y mastica con rapidez, aunque falten dientes.

Es cuestión de poco tiempo que un miembro de la tribu decida asar toda la carne. También la fibra de la verdura se digiere mejor si se cuece. La tribu adquiere el rito de mantener los rescoldos de los fuegos accidentales antes de que se extingan. Alimentan la llama del campamento con madera, al resguardo de la intemperie. No hay tarea más importante para el grupo.

El hombre digiere carne asada, y el aporte de energía se dispara. No es de extrañar que observemos cambios en la estructura neuronal. El fuego lo ha cambiado todo. Piénselo: aleja a los depredadores por la noche, y aporta luz cuando llega la oscuridad. Gracias a su calor, el hombre alcanza latitudes mucho más frías. Conquistamos Asia y Europa.

Con el fuego ahumamos la carne y la conservamos. También endurecemos con su llama la punta de nuestras lanzas de madera. El fuego nos permite acorralar a presas, y la cocción del alimento es un paso previo a experimentar con condimentos. Nace la gastronomía. No sólo nos alimentamos; disfrutamos comiendo.

Pero la luz es más escasa; y la tribu se apresta a pasar la noche. Hombres, mujeres y niños acuden al confortable calor de la hoguera. Sus 30 miembros forman un círculo. En su lenguaje  torpe hablan de lo que ha sucedido durante el día. Hoy se ha visto de nuevo un maravilloso arco de colores en el cielo; los más jóvenes preguntan por ello.

La mujer más anciana señala a lo alto. Hay miles de hogueras encendidas en el firmamento, miles de tribus que, como ellos, intentar encontrar un sentido a la vida y sus milagros. Ellos tienen respuestas para todo. Su narración, su voz calmada, adquiere la forma del mito, y la metáfora se apodera de la atmósfera de la noche. El humano contador de historias habla el idioma del arcoíris, la lengua de los dioses.

Muchos miles de años más tarde nuestra especie, ya sapiens, no estará sola. Unos cuantos lobos son capaces de metabolizar el almidón, como antes el humano. El perro aportará entonces su olfato, fidelidad y entrega. Serán animales domésticos, y algo más. Serán parte de la tribu. El vínculo hombre/perro adquirirá la categoría de lo eterno.
 

En lo sucesivo, cuando un hombre observe el majestuoso arco de colores que enmarca el fresco cielo de la llovizna, seguro habrá un perro tumbado a su lado.

Habrán oído decir, por boca de hombres sabios, que todo arcoíris responde a un fenómeno óptico de la naturaleza.

Es rotundamente falso.

Son los senderos que trazan los perros cuando corren, por fin, al reencuentro con sus amos.
Antonio Carrillo

sábado, 16 de febrero de 2013

"La imposibilidad del humanista", por Carlos González Ruiz


 

"Fueron aquellos tres hombres, doctos en ciencia, arte y filosofía, que encontraron al bebé en una cueva; pálido y rollizo, con la mente tan abierta como sus ojos. Abierta como un brote que se afirma en la tierra, y mira al cielo con optimismo.

Hay una promesa, una profecía abocada a realizarse: ese niño llegará a ser el hombre en lo alto de la montaña, que observa admirado el resto del mundo, y con un solo pensamiento fijado en su mente: “lo hice”. Y es éste el último secreto de la naturaleza humana: esa total soledad en lo alto de una montaña, pensando si guardar el secreto, y con él su felicidad más profunda, o compartirlo a voz en grito al bajar la ladera, y con ello ganar los premios hueros de la gloria; ofreciendo a la especie un breve gramo más de grasa con que salvaguardar su existencia.

Tú y yo somos, en mucho, ese niño; y sentimos el aliento de los cuatro jinetes que procuran la `pax romana´ sobre la que construimos esta aparente prosperidad: el hambre, la enfermedad, la guerra y, por último, el hermano pequeño, que traicionó al resto, otorgando al hombre la muerte.

Una promesa de soledad definitiva.

Los cuatro jinetes, con sus armas infalibles de miedo, dolor y oscuridad, prostituyen a los hombres para con su especie, malvendiendo sus breves días a cambio de globos huecos de aire, que les ascienden a los efímeros cielos de la gloria, donde pueden morir sin molestar.

Es en nuestro corazón y en nuestras almas que los tres hombres del saber honesto: filósofo, científico y artista, educan a cualquier niño en el interior de cualquier cueva, y entrenan su cuerpo y su mente en aprender a convivir con sus semejantes; y le habitúan durante seis días al estruendo del galope de tres jinetes, con la intención de que, al séptimo día, el niño pueda solazarse en el retumbante silencio del cuarto jinete, que lo dirigirá a una decisión irreversible, que marcara, definitivamente, su destino.

Y acunados en ese silencio de nuestra soledad última, conscientes al fin de nuestra naturaleza volátil, asumimos plegarnos al ocre aliento del miedo, atrapados en un eco que refleja una imagen de nosotros mismos que no reconocemos, o bien mirando al horizonte siempre ancho que ofrecen las cumbres, conscientes de nuestra propia y necesaria soledad como requisito (sacrificio) necesario para aprender a amar el mundo, allí abajo; amarlo lo suficiente como para zambullirse en él de nuevo, con el único refugio de nuestro propio ser.

Es en esta contradicción que encontramos la dialéctica del humanista: debe abandonar, aún por un instante, la humanidad para comprender y aceptar su propia humanidad. En este recogimiento, en esta honda catarsis, nos encontramos y definimos como personas.

Acabo: aquéllos tres hombres, doctos en ciencia, arte y filosofía, también encontraron a un viejo ermitaño en una cueva; con la mente curvada y los músculos torcidos, como el tronco de un olmo centenario…

… ese viejo eres tú, amigo mío".

Carlos González Ruiz.
 
Carlos González Ruiz es un alto funcionario de la Comisión Europea, resonsable en áreas que tienen que ver con Tecnología de la Comunicación. Coordina como máximo responsable equipos de desarrollo de proyectos en cuatro países de la Unión Europea.
Con una sólida formación científica en España e Inglaterra, sus inquietudes abarcan áreas tan diversas como las matemáticas, química, filosofía y física teórica. Porta siempre consigo un cuaderno en el que apunta o esboza sus descubrimientos o pensamientos, a la manera de un Leonardo moderno.
Quédense con este nombre. Puede que haya descubierto algo.

sábado, 9 de febrero de 2013

Richard Feynman, el gran profesor.


 
¿Otra entrada en internet sobre Richard Feynman?, se preguntarán.

Y con razón. Se cuentan por miles los artículos publicados sobre este peculiar personaje, objeto de estudio en varios libros de éxito, que desentrañan sus muchas anécdotas, casi todas ciertas.

Era un sujeto, sin dudas, de lo más "peculiar".

Feynman, premio Nobel de física, declarado deficiente mental por un médico del ejército de los EEUU, estuvo a cargo de la división de cálculo del proyecto Manhattan, el proyecto que desarrolló la bomba atómica. Pero el joven Feynman, aislado en Los Álamos, se aburría; "no había nada que hacer allí", confesó posteriormente. Por ello, se distrajo descerrajando cajas fuertes en las que se guardaban los mayores secretos sobre la bomba; una vez cometida la fechoría, y para desesperación de los responsables de seguridad, dejaba notas graciosas.
 
Finalmente, pasó más de una noche en una zona aislada, en un altozano del desierto, donde aprendió a tocar el tambor al estilo indio. Años más tarde, alcanzó una gran destreza con el instrumento y aprendió a tocar al estilo samba en Brasil.

Pero antes, llega el nefando 16 de julio de 1945, y la primera bomba nuclear de la historia,  de nombre Gadget, explosiona para deshonra del sapiens. Todos los científicos y militares involucrados en el proyecto utilizaron unas gafas oscuras para protegerse de los rayos ultravioletas; todos, menos Feynman, que vio la explosión detrás del parabrisas de un camión. Con posterioridad, describió el hondo sentimiento de culpabilidad que atravesó su cuerpo ante tal resplandor de muerte. Muy cerca, un taciturno Oppenheimer pensaba en una frase de la Bhagavad Gita:

"Ahora me he convertido en La Muerte, Destructora de Mundos."


Yo, particularmente, me quedo (por más creíble) con la frase que masculló Kenneth Bainbridge, director de la prueba:

"Ahora todos somos unos hijos de puta".
 

Pero volvamos a Feynman. Su trabajo en electrodinámica cuántica le valió el Premio Nobel de Física en 1965, aunque también destacó en sus avances sobre computación cuántica y nanotecnología. Era un adelantado a su tiempo, y su modo de pensar y de actuar desconcertaba en ocasiones a colegas más convencionales. Pondré un ejemplo: Feynman vivía en la región de Altadena, arrasada en 1978 por un pavoroso incendio. Días  después, contrató, provocando con ello la burla de sus vecinos, un seguro ¡contra los destrozos por agua! ¿Por qué? Feynman supuso que la destrucción ocasionaría la erosión del paisaje, causando a la larga corrimientos e inundaciones. La riada ocurrió en efecto al año siguiente, en 1979, después de las lluvias del invierno, y destruyó muchas casas del vecindario. El único vecino cubierto por un seguro fue el excéntrico y genial Feynman.

Era proverbial su costumbre de comer cinco o seis veces por semana en un bar donde las camareras atendían a la clientela en top-less. A Feynman le gustaba el ambiente desinhibido de este tipo de bares; se relajaba en ellos. Acompañado de un vaso de 7-Up, disfrutaba de la visión de las féminas curvas y planicies, para después, ausente en su mundo de ensoñaciones, ponerse a escribir reflexiones y ecuaciones en las servilletas del establecimiento. Cuando las autoridades municipales propugnaron el cierre, no tuvo reparos en salir públicamente en su defensa.

Pero el mejor ejemplo del Feynman ajeno a la norma lo encontramos al final de su vida.  Algún alto cargo de la NASA tuvo la idea de nombrarlo miembro de la Comisión Investigadora del Accidente del Transbordador Challenger.  Seguramente, se arrepintió de haberlo hecho.
 

Mientras todos los miembros de la comisión observaban escrupulosamente los procedimientos establecidos, y mantenían sesudas reuniones para el estudio del problema, Feynman se mantuvo ausente, ajeno desde el principio. ¿Dónde estaba el viejo sabio?

Paseaba por los hangares, conversando con técnicos e ingenieros de la NASA. Se interesó por todo lo imaginable: por el tiempo que hacía el día del lanzamiento, por las intuiciones, recomendaciones y dudas de las personas encargadas del mantenimiento. Tuvo la idea de preguntar a quienes habían trabajado con el transbordador siniestrado.
 
Fue el único que lo hizo.

Meses más tarde, en el momento de presentar el informe, frente a las cámaras de televisión y los periodistas, Feynman pidió por sorpresa un vaso de agua helada. Resultaba, explicó, que la noche del lanzamiento el tiempo era inusualmente frío. Sumergió entonces en el vaso un anillo de unión del transbordador, y demostró que el anillo sometido al frío intenso no recuperaba sus propiedades iniciales.

Las consecuencias eran evidentes: un pequeño anillo fue el responsable del accidente del Challenger; algo, por cierto, de lo que habían avisado infructuosamente los ingenieros responsables de mantenimiento. Bastó un vaso de agua fría y unas charlas informales para llegar a la verdad.

Finalmente, Feynman logró que se incluyera su informe en un anexo del expediente.

Pero lo que realmente me fascina de Feynman, la razón por la que acude a este lugar de asombros, no es su extravagancia, sus anécdotas ni su genialidad. Feynman era, por encima de todo, profesor. Uno de los mejores.

De cualquiera de nosotros se podría escribir un tratado de rarezas. Piénselo. Todo humano es único, peculiar e irrepetible. Unos cuantos destacan por encima de la media, y reciben un reconocimiento público por ello: ganan un Nobel, una fortuna, un torneo de tenis, un Óscar, una medalla olímpica o tienen millones de fans... Se cuentan por decenas de miles las personas brillantes, exitosas. Si se fijan, oculto entre las bambalinas encontramos un amplio equipo de personas anónimas, responsables, en buena medida, del mérito individualizado. Sólo uno recibe un premio que cien han trabajado.

No admiro a Feynman por ganar un Nobel, ni por sus supuestas extravagancias. Lo que me fascina de este personaje es su ansia irrefrenable por enseñar, por compartir lo que sabía con una generosidad extraordinaria. Fue una persona entregada a los demás, especialmente a sus muchos alumnos. Y por ello merece una entrada en este blog.

Nada más acabar el proyecto Manhattan, a Feynman se le ofreció una plaza en el Instituto de Estudios Avanzados, cerca de la Universidad de Princeton; un lugar privilegiado, donde podía encontrarse con mentes como las de Albert Einstein, Oppenheimer, Gödel o Von Neumann.

 
Sin embargo, y para sorpresa de todos, Feynman rechazó tal privilegio. ¿La razón? En el Instituto no había alumnos, y Feynman veía en sus estudiantes una fuente de inspiración. Le encantaba enseñar, se sentía útil como profesor, y destacó enseguida como enseñante. Sus alumnos en el Caltech (el Instituto de Tecnología de California) le  apodaban "El Gran Explicador"; era muy cuidadoso cuando daba clase, nada pretencioso, y se esforzaba en hacer de la física un área del saber accesible para los demás. Por supuesto, había límites; como él mismo dijo, "Hay que tener la mente abierta. Pero no tanto como para que se te caiga el cerebro." Estudiar en el Caltech exigía esfuerzo y disciplina; no estaba al alcance de cualquiera. Por cierto, ¿sabía que los cuatro genios, protagonistas de la serie "The Big Bang Theory", son investigadores del Caltech?

Precisamente porque en ocasiones la física obliga a adentrarse en terrenos difíciles de comprender, Feynman hizo un gran esfuerzo por desnudarla a través de libros y conferencias. Al fin y al cabo, en la física hay teorías que pueden simplificarse (hacerse comprensibles) por medio de metáforas. Lo importante es tener al menos la percepción de que la realidad es asombrosa, compleja y, en su más íntima esencia, bella.  Feynman dijo  

"Para aquellos que no conocen las matemáticas, es difícil sentir la belleza, la profunda belleza de la naturaleza... Si quieres aprender sobre la naturaleza, apreciar la naturaleza, es necesario aprender el lenguaje en el que habla."

Feynman amaba la física, y respetaba a las personas. De esa conjunción nació el divulgador; alguien que creía, en lo más íntimo, que cualquiera, experto o no, debía de tener nociones sobre física cuántica, relatividad o partículas. La humanidad del siglo XX había descubierto un universo mágico repleto de paradojas. Era algo que debía hacerse público. 

Como profesor, Feynman detestaba el aprendizaje de memoria. Siempre abogó por la necesidad de comprender cualquier problema en su misma esencia, y buscar medios para darle respuesta. Memorizar una respuesta ofrecida por otros impedía adentrarse, bucear, en la física. La ciencia había que vivirla, interiorizarla; hacerla propia. Llegar a una respuesta tras mucho trabajo es un instante de iluminación que define al científico. Lo importante, más que la solución en sí, es el camino. La búsqueda.



Utilizó un ejemplo muy gráfico para explicarlo:

"Cuenta que a un estudiante que estaba a punto de terminar su carrera sobre Grecia, se le pregunta en un examen: ¿Qué idea tenía Sócrates acerca de la relación entre Verdad y Belleza? Ante lo cual permanece literalmente mudo. No obstante, al preguntársele ¿Qué dijo Sócrates a Platón en el Tercer Simposio? comienza a hablar sin interrupciones, recordando, en un griego perfectamente pronunciado, todo lo que dijo Sócrates en el Tercer Simposio. ¡Pero en el Tercer Simposio, Sócrates habló de la relación entre Verdad y Belleza! Este ejemplo demuestra claramente la limitación de un aprendizaje memorístico".

El actual ministro de educación de España acaba de afirmar que los estudiantes deben decidir sobre su ámbito de estudios no sobre la base de la vocación (corazón), sino de la empleabilidad (bolsillo). Es una teoría del pragmatismo que habría horrorizado a Feynman. En una carta a un estudiante que le pedía consejo, escribió: 

"El hombre feliz en su trabajo no es el especialista estrecho de miras ni el hombre completo, sino el hombre que está haciendo lo que le gusta hacer. Debe usted enamorarse de alguna actividad".

Más claro, agua. Quien habla no es un ministro, un tecnócrata ni un empleador.

Quien así se manifiesta es, simplemente, un profesor.

Sus clases para alumnos de primer año debían mantenerse en secreto, porque se llenaban de profesores. Su secretaria durante 17 años, de apellido Tuck, tenía la orden de impedir la entrada a su despacho. Sólo hubo una excepción: siempre mantuvo abierta la puerta a cualquier alumno. De todas los premios y menciones que recibió a lo largo de su vida, siempre estuvo orgulloso de recibir la "Medalla Oersted" en 1972. Esta medalla, otorgada por la Asociación Americana de Profesores de Física, reconoce contribuciones notables en el campo de la enseñanza de la física. (Por cierto, en 1990 se le concedió a otro gran divulgador: Carl Sagan)

En definitiva, Richard Feynman fue un gran hombre. Ganó un premio Nobel, cierto, pero, por encima de todo, escribió a un alumno de primer año lo siguiente: 

 «Estudie arduamente lo que más le interese de la forma más indisciplinada, irreverente y original que pueda»

¿Reconocimientos? Me quedo con este: poco después de su muerte, un grupo de estudiantes de Caltech se saltó a la tolera todas las normas, escaló el frontispicio de la Biblioteca Millikan de la universidad y colgó un gran cartel con la frase: 

 "We love you Dick!" ("¡Te amamos, Dick!")

Excelentísimo señor ministro de educación: estos hombres y mujeres lloraban la muerte de su profesor. 

No espero que lo entienda.

Antonio Carrillo.

domingo, 3 de febrero de 2013

Los carroñeros del miedo



Los carroñeros del miedo acechan de entre las sombras, intentando desenterrar, a dentelladas secas y calientes, un puñado de votos producto de la xenofobia, el descontento y la desesperanza. Son expertos en oler la ira, en alimentar el odio ajeno y abrevar de la bilis amarillenta que provoca la incertidumbre.

Todo el texto en:

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