En este blog no pretendemos adoctrinar ni tenemos vocación de apostolado. Sólo nos mantenemos inflexibles en la defensa de la democracia y del Estado de Derecho como ámbito de convivencia en libertad. Seguimos la máxima de Voltaire:
“No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”
Por cierto, esta frase, la más famosa de Voltaire, en realidad nunca la escribió. Aparece en 1906, en el libro de Evelyn Beatrice Hall “The Friends of Voltaire”.
Las anécdotas sobrevuelan este blog, llenándolo de sorpresas, cuando no de risas. La realidad está repleta de asombros, a veces ocultos en los lugares más insospechados. Nos tomamos en serio el humor, porque pocas cosas hay más valiosas para el hombre. Nos gustan las anécdotas, porque preferimos aliñar la ensalada de la vida ¿Sabían que la abuela de Teilhard de Chardin, al que hemos citado en más de una ocasión, era hermana de Voltaire? Tampoco es que esto tenga mucha importancia, cierto, pero para seguir al minuto los vaivenes del mercado bursátil ya hay otros foros.
Aquí hablamos de cosas maravillosamente inútiles. Tagore definía a un personaje diciendo: “era una de esas personas peculiares, que estaban llenas de aficiones y faltas de ocupaciones”. Lo habrán notado: sabemos un poco de todo, lo cual es no saber realmente nada. ¡Cuánto más hubiéramos querido crear un foro realmente útil, coherente y al uso! Lo intentamos, pero enseguida nos fuimos (perdimos) por los Cerros de Úbeda, en donde ahora debe hacer un calor "de narices".
Hablando de narices; ¿está enamorado, y quiere “robarle” un beso a su amada/o? Si el físico no acompaña (que no suele), recomiendo la táctica de Cyrano, grande en narices y gigante en palabras. Susurre al oído del objeto de su deseo este encantamiento hecho poema:
“Y al fin y al cabo,
¿qué es señora un beso?
Un juramento hecho de cerca,
un subrayado de color de rosa
que al verbo amar añaden
Un secreto que confunde el oído con la boca,
una declaración que se confirma
una oferta, que el labio corrobora.
Un instante que tiene algo de eterno
y pasa, como abeja rumorosa
Una comunión, sellada encima del cáliz de una flor.
¡Sublime forma de saborear el alma a flor de labio,
Y aspirar del amor todo su aroma!”
Hágalo despacio. Vocalice. En realidad, dígaselo a usted mismo. Relaje la mente y observe como todo se apacienta. Maravilloso verbo “apacentar”. No sólo significa “pacer”. También significa “conducir el ganado a terreno con pasto y cuidarlo mientras pace”. ¿Recuerdan a Epiménides, obligando a los atenienses a apacentar ovejas? ¿A esperar? ¿A conocer el milagro de la pausa?
Ya supongo. No tiene ganadería. Entiéndame. Era una metáfora.
¿Y qué tiene que ver todo esto con “los valiente que desobedecieron a Franco? Igual se lo preguntan.
Resulta que, en nuestra defensa de los valores democráticos, queremos rendir tributo y recuerdo a unos héroes olvidados que, el 5 de junio del año 1941, desobedecieron una orden procedente del gobierno de Franco. Sólo hacía dos años que había terminado la guerra civil, y la represión era importante. Sin embargo, los doctos académicos de la Real Academia de la Lengua salieron en defensa de su independencia y dignidad. Es algo que recordó el filólogo Pedro Álvarez de Miranda en su discurso de ingreso como académico, hace menos de 3 meses:
“El 5 de junio de 1941, la Academia recibió
una orden del Ministerio de Educación
Nacional que daba de baja en su condición de académicos a
los señores Ignacio Bolívar, Niceto Alcalá-Zamora, Tomás
Nava r ro Tomás, Enrique Díez-Canedo, Blas Cabrera y
Salvador de Madariaga. Todos ellos estaban en el exilio. La
Academia se dio por «enterada» de la orden, pero la desobedeció
inequívocamente, pues optó por no publicar las correspondientes
vacantes. Fue, como justamente recordó don
Alonso Zamora, la única institución del Estado que se atrevió
a hacer algo así. Para ella esos seis académicos seguían siéndolo,
y, oponiéndose de facto a la intentada depuración, solo a
medida que se fueron produciendo los fallecimientos de los
expatriados procedió a cubrir las vacantes. Uno de ellos,
Madariaga, elegido el 21 de mayo de 1936, no había tenido
tiempo, obviamente, de ingresar, y también a él se le respetó
la condición de electo. Un último sentido de la dignidad, y de
la continuidad de la institución por encima de las trágicas
contingencias de la vida española, pudo más que la concreta
adscripción política e ideológica de la mayoría de quienes
entonces integraban la Academia. Y esta gallarda actitud, tan
digna de encomio y recordación por varios conceptos, posibilitó
que en esta misma sala hubieran de escucharse, al entrar
los correspondientes sucesores, y rompiendo la espesa capa de
silencio ambiente, el elogio de Díez-Canedo en 1946, los de
Bolívar y Cabrera en 1948, y en 1951 el de Alcalá-Zamora.
Los tres primeros habían muerto en México, el antiguo
Presidente de la República en Argentina. En cuanto a los otros
dos casos, como bien sabéis, no pueden evocarse sin un emocionado
estremecimiento, pues la longevidad de Madariaga y
de Navarro Tomás excedió a la del dictador mismo. Don
Salvador volvió a España el 5 de abril de 1976 y un mes más
tarde leyó su discurso de ingreso en esta Casa, cuarenta años
después de su elección y cuando solo sobrevivían dos de los
académicos que participaron en ella. Pero uno no estaba aquí:
era, precisamente, don Tomás Navarro, que seguía en Estados
Unidos, donde falleció en 1979, a los 95 años. Académico
desde 1935, solo durante uno, por tanto, había podido ocupar
de manera efectiva su plaza; pero durante otros cuarenta y
tres su silla permaneció vacía en espera de un eventual regreso,
imposible ya, por la edad misma, en el tramo final de su
existencia. Y solo después de su muerte pasó a tener nuevo
ocupante, don Emilio Lorenzo. Quien, finalmente, se encargó
de tributar en su discurso de recepción el debido homenaje
a aquel otro maestro al que tantos de su generación y las
posteriores solo pudimos admirar desde lejos. Se cerraba así,
definitivamente, una anomalía histórica que la Academia
había atravesado con impar sentido de la decencia”.
O, lo que es lo mismo, “No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.
En realidad da igual que lo dijera Voltaire o no. El sentido de la frase es lo que importa.