jueves, 25 de abril de 2019

Un canto a la vida: Reedito la fosa de las Marianas


Imagen de Kenichiro tomiyasu

En este artículo que publiqué hace tiempo me adentraba en terrenos inexplorados gracias al impulso vital de la imaginación. Y en este momento tan difícil me apetece compartirlo una vez más. Porque la vida sigue y mañana amanecerá. Porque la fosa de las Marianas existe realmente. Porque merece la pena abrir los ojos y soñar despiertos con parajes, personas y fenómenos fascinantes. 

Considérenlo un desagravio contra este manto de oscuridad que ahoga mis días.

Mañana amanecerá y buscaré volar a lugares maravillosos. Ros estará conmigo. Siempre.


En estos tiempos de satélites orbitales y Google Earth, sólo podemos aportar certezas sobre la profundidad y volumen del océano, pero no tanto sobre su orografía. En realidad, conocemos mejor el relieve de Marte que los fondos oceánicos. Hemos trazado por sónar un mapa incompleto de la corteza submarina, en parte gracias al esfuerzo realizado durante decenios para poder detectar submarinos enemigos. Pero si queremos completar esta tarea hercúlea serán precisos más de 100 años de trabajo sin descanso. El océano es muy, muy grande; y tridimensional. Recuerdo haber leído la anécdota de dos niños que veían por vez primera el mar:

- ¡Hala... qué grande!

- Sí. Y por debajo hay más.

En efecto, lo fascinante es que debajo hay mucho mas. El océano impresiona no sólo por su (enorme) superficie, sino fundamentalmente por su (descomunal) volumen. Por fortuna, disponemos de dos herramientas sin las cuales la narración de este viaje extraordinario sería imposible.

A pesar de lo dicho anteriormente, la primera y fundamental son los avances que hemos realizado los últimos 100 años en el conocimiento de esta vastedad casi inabarcable. Todavía es mucho más lo que desconocemos; pero, al menos, ya somos capaces de percibir el alcance de nuestra ignorancia. Este vértigo de sólo saber que no sabemos es un primer paso ineludible hacia el conocimiento. Por de pronto, hemos aprendido a tenerle respeto al océano, y a vislumbrar las oportunidades que nos ofrece en su biodiversidad y complejidad geológica.

La otra ayuda con la que contamos es una facultad casi divina que usted y yo poseemos: la imaginación. A partir de este mismo instante, usted ya no está leyendo este texto en un monitor; ahora forma parte de la tripulación del submarino experimental "Argos".

Bienvenido a bordo.


Imagine: se encuentra en la cabina de observación de proa; una esfera transparente fabricada con una resina de policarbonato similar al Lexan, más resistente incluso, que permite 280 grados de visión nítida del océano con la ayuda de potentes deflectores situados bajo el casco. El resto de la nave dispone de un armazón de varias capas de titanio que suman dos metros de grosor. El "Argos" es una maravilla tecnológica que soporta más de 2.000 atmósferas de presión.

Llevamos ya dos meses de viaje, y hemos visitado lugares fabulosos. ¿Recuerda? En mitad del golfo de México, al inicio de la travesía, visitamos un lago submarino; un lugar en el que una masa de agua con una densidad enorme, debido a su alto contenido en sales, adopta la forma de un lago de aguas tranquilas, que se distingue perfectamente del resto; tanto es así que podemos trazar el límite de sus orillas. Debajo de este lago submarino hay una profunda sima que permanece inexplorada. ¿Qué misterios esconde? ¿Qué vida encierra? Tenemos la intención de volver pronto para encontrar respuestas.

Tomamos rumbo norte, siguiendo la corriente ascendente del golfo, una autopista de agua submarina de 100 kilómetros de anchura que conduce agua cálida hacia el norte de Europa y condiciona el clima de todo un continente. Recuerdo el día en que divisamos en el horizonte las estribaciones de la Dorsal Atlántica, la gran cordillera de 15.000 kilómetros de longitud y 1.500 kilómetros de anchura, con montañas de hasta 3.000 metros, tan altas que en ocasiones asoman por encima del mar y adoptan el nombre de Azores o Islandia. Parte del viaje lo hicimos por el espectacular valle que recorre el centro de esta cordillera, un lugar con laderas y barrancos de tres kilómetros. Navegar por este enorme cañón fue una experiencia casi mágica. Había infinidad de valles, ecosistemas y puntos calientes de actividad volcánica. Sin duda, es otro lugar al que volveremos, aunque si consideramos la Dorsal Atlántica como parte de una cordillera que circunda el planeta, la longitud total de este sistema montañoso es de unos 38.000 kilómetros. Necesitaríamos cientos de años para explorar en profundidad algo tan grande.



La dorsal Atlántica está creando corteza terrestre a razón de 3 centímetros por año. Lógicamente, en algún lugar de la Tierra esta cantidad de corteza tiene que estar destruyéndose. Y precisamente este lugar es nuestro destino.

Más al norte, bajo el Estrecho de Dinamarca, una franja de agua que separa Islandia de la costa oriental de Groenlandia, visitamos la mayor catarata submarina del mundo; una fuerza de la naturaleza que transporta cinco millones de metros cúbicos de agua por segundo en una caída de 3.500 metros hacia el profundo mar de Irminger. Nada hay comparable. La mayor cascada de la superficie, el Salto del Ángel en Venezuela, no llega a los 1.000 metros.


Algo más al norte, la corriente del golfo se canaliza en una autopista de agua inmensa que conduce millones de toneladas de agua cálida. En paralelo, otro enorme río subterráneo transporta una cantidad equivalente de agua fría en sentido contrario. Para que se hagan una idea, estas dos corrientes que confluyen en el norte de Europa transportan más agua que todos los ríos de la Tierra juntos.

Hay otro fenómeno interesante que ha sido objeto de estudio y observación a lo largo de estas semanas en el "Argos": la formación y comportamiento de formas cristalizadas de gas - fundamentalmente metano - a profundidades abisales. Las bajas temperaturas y la enorme presión posibilitan esta cristalización.

¿Por qué es tan importante este hecho? El metano es un gas que juega un papel protagonista en el llamado "efecto invernadero", y la cantidad de gas cristalizado en el fondo del océano es apabullante: 3.000 veces la que hay en la atmósfera. Si la actividad tectónica libera parte de este gas a la atmósfera, estamos irremisiblemente abocados a acabar como nuestro planeta hermano: Venus.

Este "hielo inflamable", como también se lo denomina, provoca un fenómeno poco conocido pero fascinante: el hundimiento repentino de buques.

Existe un lugar llamado el mar de los Sargazos, descubierto por Cristóbal Colón, que se encuentra en el denominado "triángulo de las Bermudas". Desde muy antiguo este lugar tiene reputación de cementerio de barcos. Es una zona en la que las mareas circulan en el sentido de las agujas del reloj, y se caracteriza por la presencia de auténticos bosques superficiales de algas. Con el tiempo, miles de toneladas de algas se descomponen en el fondo, y la descomposición de grandes cantidades de materia viva provoca sobresaturación de gases hidratados y cristalizados de metano. ¿Qué sucede si una bolsa de gas se libera y asciende hacia la superficie?

Los barcos flotan porque el aire que contienen, de muy baja densidad, contrarresta con una fuerza ascendente el peso de su armazón de acero. Es un equilibrio complejo de sustentación y flotabilidad frente a gravedad. Ahora bien: si un buque tiene la mala fortuna de encontrarse bajo una enorme burbuja de gas que asciende desde el fondo del océano, sufrirá un final espantoso y repentino. El agua mezclada con gas metano tiene una densidad mucho menor, y el buque perdería instantáneamente su flotabilidad. Caería a plomo al fondo del océano sin previo aviso, vertical y repentinamente. Un observador creería haberlo visto desaparecer.

Desde el "Argos" hemos observado con preocupación un aumento de la emisión de gas metano desde el fondo del océano, especialmente el latitudes más altas, en las que resulta más evidente el aumento de temperatura. Esto ratifica estudios publicados en 2010 en la revista "Science", informes que ponen en evidencia una liberación acelerada de metano en el Ártico. Si finalmente estas observaciones se confirman, y resultan también ciertas las noticias procedentes de la estepa siberiana, en el sentido de que la capa de "permafrost" que contiene los ingentes depósitos de gas de Siberia se está derritiendo, entonces dará igual lo que hagamos: el planeta estará irremisiblemente condenado, al menos como hogar del ser humano.

¿Creen que exagero? Hace miles de millones de años Venus se parecía a la Tierra; se parecen en tamaño, se formaron de la misma manera y están a una distancia similar del sol. Sin embargo, en algún momento se produjo un efecto invernadero, quizás provocado por su mayor proximidad a la estrella, y hoy es un lugar infernal. La temperatura en su superficie supera los 400 grados, es mayor que en Mercurio, y la presión atmosférica multiplica por 100 la de la Tierra. Cuando llueve, lo que cae del cielo es ácido sulfúrico.

Venus tuvo océanos en el pasado, y una temperatura superficial similar a la nuestra. Quién sabe si vida. La Tierra puede acabar de la misma manera. ¿Por qué? El metano genera 30 veces más efecto invernadero que el dióxido de carbono. Y por primera vez este año, el 2011, ha asistido al deshielo de parte del Ártico en tal medida que se han abierto dos vías inéditas de navegación atravesando el polo norte. ¿Lo sabían? ¿Saben cuantos millones de toneladas de metano se han liberado?

En fin; volvamos de tanto catastrofismo. Volvamos al "Argos".

¿Recuerda el tiburón gigante que pudimos observar mientras atravesamos las profundidades del ártico? Tuvimos el privilegio de poder estudiar a un tiburón boreal en su hábitat, a 2.500 metros de profundidad. Este animal de 7 metros es capaz de atrapar osos polares o morsas.

El tiburón vive en simbiosis con el copépodo Ommatokoita elongata, un parásito que se alimenta del tejido de su cornea, provocándole una ceguera parcial. A cambio, el brillo del copépodo atraerá a presas como el calamar. Esto explica cómo un animal tan lento como el tiburón boreal o de Groenlandia puede atrapar presas veloces.

Un tiburón que porta un parásito que se alimenta de sus ojos. El océano es, sin duda, sorprendente.






20 de septiembre de 2011. 12º, latitud norte; 144º, longitud este. Océano Pacífico. Fosa de las Marianas






Se siente el nerviosismo a bordo. Nos acercamos a uno de los destinos principales de nuestro viaje: la fosa de las Marianas. La fosa, con forma de media luna, mide 2.500 kilómetros de largo y 70 kilómetros de ancho. Pero lo que la convierte en un fenómeno excepcional es su profundidad: más de 11.000 metros. Abajo, en el llamado abismo Challenger, el lugar más profundo de la tierra, se soportan presiones de 1100 atmósferas, 10 veces más que en Venus.

Es normal que todos estemos inquietos. En la fosa de las Marianas no se pueden cometer errores. Se pagan con la vida.

Es un lugar casi inexplorado, desconocido en su mayor parte. Como anécdota: si un total de 12 personas han caminado sobre la luna, sólo 2 han podido descender al abismo de las Marianas. Y la historia de este descenso, el 23 de enero de 1960, es la historia de un hombre excepcional: Auguste Piccard, el científico que sirvió de inspiración al dibujante Hergé para la creación del (entrañable) personaje Silvestre Tornasol.



El físico suizo Auguste Piccard (1884-1962) fue, junto con su asistente Paul Kipfer, el primero en alcanzar la estratosfera el 27 de mayo de 1931, a una altura de 15.785 metros. Se resguardaron en una cabina hermética para poder soportar tanto el frío como la falta de oxígeno. Este viaje merece un artículo propio: el globo despegó de Augsburgo, Alemania, antes de lo previsto y sin previo aviso, mientras sus tripulantes hacían los últimos chequeos; y una vez en las alturas tuvieron fugas que los dejaron sin aire ni agua. A la vuelta, la cápsula no amerizó en el cálido Adriático, como estaba previsto, sino en el glaciar tirolés Gurgler Ferner, a casi 2.00 metros de altitud, en Austria. Tuvieron que pasar la noche allí hasta que los rescataron. En este vínculo puede disfrutar de un vídeo de la época:





Más tarde, el inquieto Piccard centró su atención a las profundidades marinas, y proyectó varios batiscafos, que culminarían con la invención del "Trieste", la nave que en 1960 condujo a su hijo Jacques y al marine y explorador Don Walsh a alcanzar la sima más profunda de la Tierra, a más de 11.000 metros de profundidad. Ellos fueron los dos únicos humanos en descender al abismo, aprisionados en una esfera del tamaño de una nevera. Por cierto, a mitad de trayecto se agrietó el cristal exterior de la escotilla. A pesar de todo, continuaron el descenso. Se jugaron la vida. Y desafortunadamente, al tocar fondo, la nube de cieno que levantaron les impidió toda visión del exterior. Pero antes pudieron observar a un ser vivo: un vertebrado. Un pez similar al rape.

El siguiente descenso se produjo en 1995, con la participación del robot japonés Kaiko, un pequeño sumergible que realizó más de 250 exploraciones a lo largo de su fructífera vida, descensos que permitieron descubrir 180 nuevas bacterias y 350 especies. El Kaiko, que tanto ha ayudado en el conocimiento del océano, desapareció en medio de un tifón, al romperse el cable que lo unía a su barco nodriza.

El siguiente en descender fue el submarino no tripulado Nereo, que nos facilitó las primera imagen del fondo. Esto es todo lo que tenemos del abismo Challenger. Compárenlo con las miles de imágenes que tenemos de Marte.



Nos acercamos al abismo. Navegamos a 4.500 metros de profundidad, en la denominada zona abisal. Nos rodean seres extraños; algunos monstruos de pesadilla, como los peces demonio, también llamados dragones negros. Estos seres tan extraños, del género Idiacanthus, tienen una longitud máxima de 53 cm.




También encontramos la Víbora de Mar, un pez de la familia Stomiidae, con luces en el cuerpo, en la zona del vientre y en las aletas de la cola. Este feroz habitante de las profundidades puede cazar presas más grandes que el mismo gracias a la extraordinaria movilidad de su terrible mandíbula.



Por cierto, no es extraño que emigre a la superficie y acabe arrojado a las playas de la Península Ibérica, una zona en la que abunda. Su picadura produce un dolor enorme que puede durar dos días, y son frecuentes las infecciones que derivan en necrosis o gangrena, lo cual acaba requiriendo la amputación del miembro. Todos los años se producen picaduras de víboras de mar en España.

Pero atención: recibimos un sonido. Un animal enorme, de 22 metros, nada lentamente a 1.500 metros de profundidad. El chasquido que emite es el sonido más fuerte que emite animal alguno; puede oírse a 10 kilómetros de distancia, y su intensidad es tal que aturde a sus presas. Esta formidable máquina asesina puede descender a tales profundidades gracias a su tórax flexible, que permite una enorme compresión pulmonar debido a la presión. Durante la hora que puede mantenerse bajo el agua el cachalote disminuye su metabolismo a niveles increíbles: su corazón late una sola vez por minuto, y la sangre abandona los capilares de la piel y otras zonas no fundamentales para regar órganos esenciales como el cerebro (el más grande que hay existido jamás).

Pero el sonido se desvanece. Tras una cordillera acaba de aparecer una sima, una fosa gigantesca. Hemos llegado a la fosa de las Marianas.



Hace 50 millones de años la placa del Pacífico buceó bajo la placa Mariana hacia el oeste, destruyendo litosfera (superficie terrestre). Estamos en el lugar donde se destruye la corteza de se creaba en el Atlántico. El plano de subducción o plano de Benioff, que puede superar los 500 kilómetros, alcanza una inclinación de 45º. Toda esta fuerza originó la mayor fosa del planeta, y una intensa actividad volcánica. La fosa forma parte del "Cinturón de fuego del Pacífico", la zona con mayor actividad sísmica del planeta. En la fosa, el rozamiento continuo que produce el hundimiento de la placa del Pacífico provoca terremotos intermedios y profundos, y la fusión de materiales provoca un ascenso de estos en forma de magma, originando volcanes. Es preciso ser precavidos.




Iniciamos el descenso. Nos adentramos así en la zona hadal (nombre que procede de "hades"), un lugar del océano desconocido para el hombre. En general, los datos abruman: se piensa que en los océanos viven 1 millón de especies, pero sólo hemos catalogado 230.000 organismos marinos, según el Censo de Vida Marina. Por tanto, nos movemos entre presunciones y, en cualquier momento, salta la sorpresa. Un viaje como el nuestro permite catalogar miles de formas de vida desconocidas hasta el momento, familias enteras de organismos nuevos.

El descenso por la fosa es impresionante. La estructura reforzada de nuestro navío nos permite acercarnos a la ladera este; 36.000 kilómetros cuadrados de paredes oscuras con cuevas, salientes, volcanes, laderas... la fosa es inmensa, y, lo más importante de todo, está aislada. En efecto: descendemos a tales profundidades que las corrientes de organismos del océano no pueden penetran en el fondo. Además, no hay un único ecosistema. La intensa actividad geológica en forma de respiraderos hidrotermales y volcanes implica que, en apenas unos pocos metros, haya enormes diferencias en la química y temperatura del entorno. Y esto supone diversidad biológica.

En la fosa de las Marianas, una ingente cantidad de ecosistemas acogen una biodiversidad que lleva aislada del resto del planeta unos 50 millones de años, como sucede en las Galápagos. La vida se adaptó lentamente a los cambios de temperatura, presión o química. En esto pensamos mientras descendemos. Nos detenemos un instante frente a una enorme gruta, una caverna tan grande que los deflectores del "Argos" ni siquiera permiten adivinar su profundidad. Hay pequeños volcanes de lodo en la fosa, volcanes que no eructan fuego, sino serpentina, una piedra frágil proveniente del manto terrestre. Hay una química única, calor y un espacio indeterminado. Si pudiéramos entrar, ¿qué nos encontraríamos? ¿Acaso la cueva se ensancha y acoge a un ecosistema formado por miles de criaturas de fantasía? ¿Qué misterios, qué maravillas se ocultan a nuestros ojos a lo largo de estas paredes inmensas?

¿Y por qué es tan importante? Pongamos algunos ejemplos: el gusano negro de tubo, que no tiene sistema digestivo, se alimenta gracias a una enzima que disuelve el hidrógeno sulfúrico que surge de chimeneas termales a 400 grados. Esta enzima podría resultar útil para purificar aguas contaminadas. El robot Kaiko descubrió en 1995, en esta misma fosa, una bacteria, la Moritella yayanosii, que contiene proteínas como la DHA y la EPA. Hasta entonces, estas proteínas se extraían sólo de aceite de pescado, y su importancia es enorme: se intenta desarrollar a partir de ellas potentes medicamentos contra la hipertensión y el cáncer, así como un agente purificador de la sangre. También tenemos el ejemplo de la bacteria Shewanella violacea, de un brillante color púrpura. Se está investigando su aplicación como cosmético, en tratamientos de blanqueamiento de la piel y como semiconductor en su forma de estructura cristalina.

La diversidad genética en la fosa es inimaginable; es un tesoro del que no podemos prescindir. Los medicamentos, las terapias genéticas que puedan salvar millones de vidas pueden tener su hogar en este inhóspito paraje.

Continuamos el descenso. A 7.000 metros de profundidad se especulaba con un fenómeno curioso, el de las megaplumas hidrotermales; la temperatura del agua debía ascender levemente. Según una teoría popularizada por escritores como Steve Alten, las chimeneas hidrotermales del fondo expelen un agua negra y ardiente, rica en azufre y metano, que al ascender hasta un nivel de flotabilidad neutra crearían una barrera térmica que separaría el fondo más cálido de la fosa del resto de la zona hadal, en la que el agua apenas alcanza los 2 grados de temperatura. Sin embargo, constatamos que la realidad es menos espectacular: las plumas termales se disuelven y desaparecen, al volverse la pluma menos densa que el agua que atraviesa; y, en todo caso, el aumento de temperatura es de apenas un cuarto de grado.

Tocamos fondo, y hay un silencio reverente en la nave. Vislumbramos múltiples criaturas conocidas como extremófilos: seres capaces de vivir en entornos sin luz, con una presión 1.000 veces mayor de la que encontramos en la superficie, con temperaturas que oscilan de los 2 a los 400 grados, y sin apenas gas de oxígeno disuelto en el agua (la vida no rompe la ligazón química de hidrógeno y oxígeno que forma el elemento "agua"; respira gracias a la presencia de oxígeno gaseoso disuelto en los océanos. Cuanto más se desciende, menos cantidad de oxígeno hay).

Los protagonistas de este ecosistema son los gusanos de tubo gigantes, enormes criaturas blancas y rojas que alcanzan los 2,5 metros y se agrupan en enormes colonias de decenas de miles. También hay camarones de agua profunda, pulpos, cangrejos, pepinos de mar, almejas... casi todos seres albinos y ciegos; todos agrupados alrededor de chimeneas o fumarolas hidrotermales de hasta 60 metros de altura, la altura de un edificio de 20 pisos.

Es sorprendente la cantidad de carbono que encontramos en el fondo. Las fosas son sumideros de este elemento, y por tanto juegan un papel importante en la regulación del clima oceánico. En las fosas se conserva parte del carbono que la atmósfera primigenia perdió hace cientos de millones de años.

El entorno es tranquilo. No hay demasiada actividad telúrica. Esto se debe a que hay una franja de roca suave que permite que el roce de ambas placas sea fluido. ¿Recuerdan los volcanes de lodo y la serpentina? La cantidad de corteza que se destruye es, aproximadamente, de 3 centímetros por año. La misma cantidad que se creaba en las dorsales del Atlántico. Es el lugar donde se destruye más placa.

La litosfera se desplaza, y con ella los continentes. Llegará un momento en el que desaparecerá el océano Pacífico, y Australia chocará contra la costa oeste de los Estados Unidos, creando una cordillera similar al Himalaya.

Pero para esto falta mucho. Ni usted ni yo lo veremos.

Adenda: el cineasta y explorador oceánico James Cameron, a bordo de la nave "Deepsea Challenger", tardó 2 horas y 36 minutos en alcanzar el fondo de las Marianas, a casi 11.000 metros, la noche del domingo 25 de marzo de 2012.



Antonio Carrillo Tundidor

martes, 23 de abril de 2019

Alberto Cortez, mi mujer y yo


Se desperezaba el verano de 1999, en una población costera de la bahía de Cádiz, al sur de España. En la desembocadura del río Guadalquivir.

Hacía calor. Decidí acudir a desayunar todos los días a los restaurantes que flanqueaban un paseo de grandes eucaliptos, cerca del mar. Armado con un periódico y abandonado en el descuidado vestir de un soltero, despeinado, pedía siempre lo mismo: un café largo con dos sobres de azúcar y un mollete con tomate y aceite de oliva. 

Tenía 30 años. 

Elegí el restaurante que tenía más a mano. Se llamaba las Galias. Me senté en una de las mesas dispuestas en la calle. Empezaba a llegar una marea multicolor de personas afanadas con sillas, neveras y sombrillas.

Y fue entonces que el universo se detuvo a mirar. La camarera era un tipo de mujer que jamás soñé pudiese existir. Al menos no fuera de una revista de moda o de la oscuridad del cine. Con casi 1,80 de estatura, el vestido breve mostraba unas piernas interminables. El pelo, rubio con reflejos cobrizos, se le ondulaba con la humedad. Y sonreía. 

Me quedé estupefacto ante tanta belleza y elegancia.

Desde entonces acudí todos los días a ese mismo lugar, por disfrutar de su presencia. Me quedaba absorto observando la manera de moverse, su paciencia y amabilidad, una elegancia infinita y una sonrisa que destellaba en su rostro moreno y pecoso. Pasaba dos horas largas desayunando, leyendo el periódico una y otra vez, mirándola de soslayo.

Intentaba irme, levantarme aprovechando su ausencia momentánea. Me acomplejaba mi escasa estatura, mi cuerpo mediocre. Pero por fortuna siempre era ella la que me atendía; y charlábamos por un breve instante. Luego supe que había dado la orden al resto de camareras de que sólo ella acudía a la llegada del muchacho tímido del periódico. Un día me quité las gafas de sol, y me dijo que no debía ocultar unos ojos tras bonitos tras unas lentes. Me ardió la cara, como si fuese un adolescente. Y no pude articular ni una palabra. Se fue sonriendo.

Un día, pasados un par de meses, me la encontré alejándose del bar; una inspección de trabajo le obligaba a ocultarse durante un buen rato. Nos fuimos juntos a tomar un desayuno. Y fue entonces que descubrí que la diosa amable tenía un corazón tierno, muy inocente; que tras esa fachada exuberante había una mujer insegura con una capacidad inmensa de dar amor y un espíritu lleno de vida. 

Estaba perdido. Me había enamorado de una diosa dulce y alegre.

Al día siguiente hice algo impensable; fue un impulso, un arrebato absurdo. Aproveché una de las finas servilletas de papel del bar y escribí cuatro versos. Sabía que se llamaba Rosario. Eran versos de un cantautor argentino poco conocido por la gente de mi edad, Alberto Cortez.

Quisiera ser un mago fabuloso
para cambiar las rosas por estrellas.
Y dejarlas en tu almohada. Sigiloso.
Que iluminen tus sueños todas ellas.

Con una osadía impropia de alguien tan tímido entré en el bar y le entregué el poema delante de su hermano, su madre y el resto de empleados. Salí antes de que lo leyera.

19 años más tarde acudí con mi hijo Pablo al que suponía iba a ser el último concierto de Alberto Cortez. A Pablo le gusta todo tipo de música, Beatles, Queen, ACDC... pero le he enseñado a disfrutar de la magia que brota de la palabra de autores como Alberto Cortez. Pagué unas entradas muy especiales, porque quise despedirme en persona de un autor que me había acompañado desde niño. Pablo, con ese sentido común que siempre me sorprende, estuvo un rato charlando con él a solas. Era el único niño en la sala. Más tarde me comentó que le había hablado de lo diferente que era su música a lo que se escucha hoy en día; y que disfrutaba con sus canciones dedicadas a cosas sencillas: a un árbol, a un abuelo, a un perro callejero. Alberto Cortez le besó la mano.

Rosario no vino a ese concierto. Decía que era una cosa de sus dos hombres frikis. Ella era más de dar saltos en un concierto de Hombres G; después de tantos años no había perdido ni un ápice de vitalidad o de belleza. Y eso que la vida no le hizo demasiados favores. Era una luchadora, una superviviente inconformista a toda tristeza ¡Éramos tan distintos! Si yo era introvertido ella era exuberantemente extravertida. Si yo era feliz en casa, al calor de un libro, ella llevaba dentro a una callejera impenitente, inquieta.  

Teníamos un trato. Yo le aportaba calma. Ella, a cambio, me dio vida. Era un acuerdo, a todas luces, injusto.

Pocos días después de morir Rosario - hace dos semanas - falleció Alberto Cortez. Y fue entonces que me vinieron unos versos del autor de las cosas simples. Unas palabras que parece que fueron escritas para mi esposa. A modo de despedida, de epitafio, no encuentro mejor manera de describirla, de narrar su adiós y reflejar este desgarro, esta angustia que no me abandona. 

Era callejera de las cosas bellas,
y se fue con ellas cuando se marchó.
Se bebió de golpe todas las estrellas,
se quedó dormida,
y ya no despertó.

martes, 2 de abril de 2019

Mi mujer ha muerto



Mi esposa se fue hace dos semanas. De repente. Un cruel aneurisma cerebral heló su sonrisa contagiosa, silenció la palabra. 
Se llevó la luz, los colores, la música. 
Sólo tenía 47 años.

He perdido para siempre a mi mejor amiga, mi confidente y mi alegría. 
Todo me recuerda a ella porque ella lo era todo para mí. 
La mujer más bella que vi jamás, el corazón más inocente y generoso, una energía vital, inmensamente femenina, que hacía que todo cobrase sentido y coherencia. Era eso y mucho más.

Mamá se ha ido para Pablo, que sólo tiene 11 años. Decírselo ha sido el peor momento de mi vida. Me gritaba que hiciese algo, lo que fuese; que la quería, que tenía que ser mentira. Tuvo la valentía de despedirse de ella en la UCI. Los dos estuvimos solos. Le prometimos que nos cuidaríamos el uno al otro. Le dijimos que con sus órganos salvaría vidas.

En este vacío en el que deambulo desde entonces sólo he encontrado consuelo en la familia, los amigos y una marea de dolor inmenso que ha llegado de todos los que la conocían. En su trabajo, en los aviones, acaso por un momento, se hizo el silencio.

Ros se ha ido. Se nos ha ido a todos. De repente.

Y no lo entiendo. No lo entenderé jamás.

Tú que me lees, que tienes la fortuna de compartir tu cama con un cuerpo cálido, aférrate al presente y no dejes una pizca de amor ni de consuelo para mañana. Bébete la vida a diario, despierta al ahora con todas tus fuerzas. Siembra respeto y consuelo.

Porque el mañana siempre es cruel. Sólo tienes la seguridad del ahora. Abraza, ríe, llora, besa y acaricia. En este preciso momento. No esperes ni un instante. Ni tan siquiera esperes a terminar de leer estas palabras. Abre los ojos a quien tienes a tu lado.

Cógele de la mano. Sin hablar. Mira como respira.

Es maravilloso. Ahora lo sé.







domingo, 17 de marzo de 2019

De dónde vienen mis versos



Un caminante callado.

Un charco breve y discreto.

El piano de mi padre
que lo recuerda en silencio.

La luz de la primavera
que ha despertado a un cerezo.

El sonido de tus pasos.

El respirar de mi perro.

No soy capaz de explicarte
de dónde vienen mis versos.

Antonio Carrillo

miércoles, 16 de enero de 2019

El rúter y yo




Internet me va fatal en casa, con cortes frecuentes y una intensidad de señal muy baja. He solicitado el asesoramiento y ayuda telefónica de la compañía con la que tengo contratado el servicio. Un robot ha insistido durante horas en que concrete el motivo de mi llamada. Ha resultado un esfuerzo infructuoso: mi capacidad de concisión es paupérrima. Las palabras “rúter”, “conexión” o “intensidad de señal” no han despertado el interés de mi amigo cibernético. Una y otra vez se ha negado respetuoso pero firme a pasarme con un operador o técnico.

Después de disfrutar de tan grata compañía, desgañitándome con tales gritos e improperios que un vecino se ha asomado preocupado por la ventana del patio, he optado por tomarme una tila y buscar por internet la respuesta a mis cuitas.

Resulta que la culpa la tengo yo. Los microondas, aparatos protervos por naturaleza, provocan a menudo interferencias ya que funcionan a una frecuencia de 2,4 gigahercios, similar a la que utiliza el Wifi. He dejado pegado en el cristal del electrodoméstico un cartel avisando de tales peligros.

Pero no solo el microondas. Resulta que televisores, pantallas de ordenador, cámaras de vigilancia, monitores para escuchar a los bebés o los teléfonos fijos inalámbricos… todos son aparatos que funcionan en un rango de frecuencias que interfieren con la señal de internet. Esta triste realidad me ha obligado a enfrentar la paradoja de que si quiero recibir la señal de Netflix antes debo apagar el televisor. Y si quiero navegar por internet, mejor si lo hago con el monitor apagado.

Los enemigos están por todas partes. El resto de electrodomésticos pueden resultar también perjudiciales. Frigoríficos, calderas electrónicas, máquinas de café o lavadoras… todos ellos atentos a frenar la señal divina de mi wifi.

Pero hay más: los materiales con los que suele estar construida una casa son a menudo barreras infranqueables. Son particularmente jodidos el cemento, los ladrillos, las tuberías por las que corre el agua o las cocinas alicatadas. Elementos todos exóticos, como también los cristales, los adornos luminosos de navidad o las encimeras de granito.

Pero si de algo me vanaglorio es de disfrutar de un carácter empecinado y pertinaz, que se crece  ante las adversidades. Y es así que he conseguido localizar un lugar perfecto en el que instalar un rúter. He pensado si convenía compartir tal hallazgo, ya que otros consumidores desesperados podrían acudir a mi llamada y colapsar el lugar. Pero, como además de obstinado soy de natural generoso en alto grado, me he decidido a sacar a la luz tan egregio descubrimiento.

Se trata de llegar a las siguientes coordenadas:

25º17´18.8´´N  20º25´35.8´´E

Es más o menos aquí:


Las noches son frías, pero ¡qué señal! ¡Y cuántas estrellas!