sábado, 29 de junio de 2013

Ingleses en el infierno blanco



Salida y muerte de Oates, por Dollman


La humanidad ha recibido la llamada de la búsqueda. Somos animales exploradores.
Lo fuimos y lo seguimos siendo.
"Citius, altius, fortius". Cuanto mayor es el reto, más loable el empuje, la determinación. Levantamos catedrales y coliseos, cruzamos océanos y escalamos montañas inaccesibles. Con el paso de los milenios los humanos dejamos nuestra huella todo a lo largo del planeta, e incluso alcanzamos los astros que engalanan el cielo nocturno.
Así, a inicios del siglo XX tres lugares aguardaban la llegada del hombre: el más alto (el monte Everest), el más profundo (el Abismo Challenger) y el más frío (el Polo Sur).
¿Cuál resultó ser el reto más difícil? Si nos fijamos en las fechas oficiales, alcanzamos el Polo Sur en 1911, escalamos el Everest en 1953 y descendimos al tenebroso abismo Challenger en 1960. Sin embargo, estas fechas pueden llamar a engaño.
En 1924 Mallory e Irvine, ambos británicos, escalaron el Everest. No se tiene constancia alguna de si lograron alcanzar la cima. Es posible. Murieron en el descenso. Además, deberíamos plantearnos si el Polo Sur geográfico merece llevarse el mérito de "última frontera". Porque, de hecho, hay un lugar en la Antártida más inaccesible.

Me refiero a su "Polo de Inaccesibilidad".
En geografía, un polo de inaccesibilidad es el lugar a mayor distancia de cualquier punto dado de acceso. Por ejemplo, existe una localización en el centro del Océano Pacífico, llamada "punto Nemo", que resulta ser el lugar más alejado de tierra firme del planeta Tierra: la isla más cercana se encuentra a 2.688 km. (Una curiosidad; el punto Nemo está en medio del océano, cierto, pero Google Earth muestra en esas mismas coordenadas una isla que, en realidad, no existe. Es un homenaje a un grupo de música británico: Gorillaz)
El Polo de Inaccesibilidad de la Antártida no es el Polo Sur geográfico. De hecho, se encuentra lejos, a 878 km del mismo. Es un lugar terrible, a una altitud de 3.718 metros sobre el nivel del mar. Forma parte, junto con el Polo Sur, de la inmensa "Meseta Antártica", descubierta por Robert Falcon Scott durante la famosa expedición Discovery  de 1902. Este Polo de Inaccesibilidad es el lugar más frío de nuestro planeta, lugar de extremos y perpetuos vientos, con fenómenos asombrosos como el "Domo Argus", una ciclópea montaña que se eleva 4.093 metros sobre el nivel del mar.
Sólo que no es una montaña. El Domo es, en realidad, una gigantesca acumulación de hielo que alcanza una altitud de cuatro kilómetros. Fascinante.
Los humanos logramos llegar a Polo de Inaccesibilidad antártico el 14 de diciembre de 1958. Una segunda expedición rusa logró repetir la hazaña en 1967. Colocaron, a modo de homenaje, un gran busto de Lenin, que mira en dirección a Moscú. Es un lugar que Rusia considera protegido. Hoy en día se encuentra cerca la base rusa de Vostok. En este lugar, en julio de 1983, los termómetros registraron una temperatura récord de -89,2°C.
Pero si de épica hablamos, más allá de las fechas, sin duda la carrera por la conquista del Polo Sur geográfico merece un lugar de honor. Es una historia asombrosa, de bravura y orgullo.
Y en esta historia, como no, el protagonista es un inglés.
 
¿Por qué los ingleses son tan buenos expedicionarios? Ayuda el que, acostumbrados desde la cuna a la gastronomía británica, sean capaces de comer cualquier cosa. Son estoicos, metódicos y constantes. Y tienen una facultad que nos es ajena a los españoles: les impulsa una fortísima identidad nacional, lo cual les ayuda a encontrar referentes claros en las situaciones más difíciles. En el rincón más alejado del mundo, a bordo de un buque perdido en la inmensidad del océano, un caballero inglés será un gentleman ponderado, y velará por que su actitud sea siempre coincidente con espíritu británico, equilibrado y ecuánime. Sus hombres (esto es importante) tendrán un referente constante, al que respetarán y obedecerán ciegamente. El orgullo de país es siempre un poderoso aliado ante las dificultades. Que se lo pregunten al comandante Göring, quien fue incapaz de doblegar al Reino Unido en la "Batalla de Inglaterra": 3.600 aviones alemanes claudicaron frente a 871 aeronaves británicas. Impresionante.

En un principio, la "Carrera del Polo Sur" contaba con cuatro expediciones nacionales: Alemania, Japón, Inglaterra y Noruega intentaron conquistar el Polo. Finalmente, sólo las dos ultimas han alimentado el imaginario de millones de personas, fascinadas ante una epopeya que simboliza la lucha del hombre contra los elementos.
Esta travesía por el infierno helado simboliza el final de una época. La imparable mecanización acabó con todo áurea de romanticismo.
Venció Noruega el envite. Amundsen conquistó el Polo Sur el 14 de diciembre de 1911 y dejó allí como mudos testigos una bandera de Noruega y una tienda de campaña con dos cartas: una para el rey de Noruega y otra para su rival, el capitán Robert Falcon Scott.
 
Scott leyó la carta y se supo vencido la tarde del 17 de enero de 1912.
Amundsen tuvo ventaja desde un principio. Estaba mejor preparado; desde los quince años exploraba las frías latitudes del norte, y había aprendido de los esquimales cómo vestir, qué comer y cómo desplazarse. Frente a los anoraks de piel y los cientos de perros del equipo noruego, los británicos vestían uniformes de la marina y utilizaban potros siberianos. Amundsen partió de la bahía de las Ballenas, y tuvo que recorrer 100 kilómetros menos. Su alimento era rico en grasas que le aportaba las 5.000 calorías diarias necesarias para afrontar el reto físico de atravesar la llanura ártica; los británicos se alimentaban a base de Pemmican: carne seca, un invento de los indios americanos.
Pero hay otro factor determinante que explica el éxito noruego y el fracaso inglés. Y tiene mucho que ver con el carácter científico de la expedición "Terra Nova" que comandó Scott de 1910 a 1913 en el sur.
La eminente "Royal Geographical Society" expresó su esperanza de que "esta expedición pudiera ser «principalmente científica, con la exploración y el Polo como objetivos secundarios". Esto tiene su refrendo en las múltiples investigaciones que se realizaron a lo largo de tres años, y en el listado de científicos que participaron de la misma: el zoólogo Edward Adrian Wilson, el meteorólogo George Simpson, el físico canadiense C.S. Wright, el biólogo Edward Nelson o los geólogos Frank Debenham, Raymond Priestley y Thomas Griffith Taylor.
Lo explicaré con una anécdota: el 22 de junio de 1911 Edward Adrian Wilson salió a investigar una colonia de pingüino emperador, un ave por entonces casi desconocida y de la que no existían huevos en ningún museo del mundo.
El problema es que los pingüinos macho anidan en invierno, cuando más frío hace.

Tres ingleses, el propio Wilson, Bowers y Cherry-Garrard se adentraron en el invierno antártico, en una expedición de cinco semanas en la que arrastraron dos trineos con 348 kilos de material durante 96 kilómetros. Fue un viaje de pesadilla, "el peor viaje del mundo" en palabras de Cherry-Garrard. El 5 de julio los termómetros registraron una temperatura de -60 °C. Cuando llegaron al lugar de nidificación en el Cabo Crozier construyeron un iglú, pero sobrevino una tempestad con vientos de fuerza 11, lo cual les obligó a permanecer ocultos en sus sacos durante tres días. El iglú casi fue destruido por la fuerza del viento, y perdieron la tienda que debían utilizar para el regreso. Tuvieron mucha suerte: la encontraron en la oscuridad del invierno a unos 800 metros.

En ningún momento abandonaron sus especímenes. Hoy se pueden observar uno de los tres huevos de pingüino emperador en el Museo de Historia Natural de Londres. Lo consideran uno de sus tesoros. Si por casualidad alguna vez visita este fascinante museo, recuerde la odisea de estos tres valientes.

Pero volvemos a la gélida Antártida. Scott emprende un viaje de 2.464 kilómetros junto a Wilson, Oates, Evans y Bowers. Muy pronto comienzan los problemas: los trineos mecánicos no resisten las bajísimas temperaturas, y en el ascenso al glaciar Beardmore pierden ocho potros y cinco perros. El tiempo es infernal.

Scott tuvo mala suerte. En su travesía se enfrentó a unas condiciones meteorológicas inusuales, que se dan una vez cada 100 años. Cuando descubrieron la bandera de Amundsen 17 de enero, y tomaron conciencia de su fracaso, esa misma tarde la temperatura descendió bruscamente a -54º C. Oates, Evans y Bowers sufrieron congelaciones. Les esperaba lo más duro: el desaliento de la derrota y regresar con vida.

En ese preciso momento, Amundsen se encuentra sólo a una semana de su campamento de invierno.
Amundsen utilizó muchos perros, y no tuvo reparos en sacrificarlos para alimentar a sus animales. Cuando regreso, apenas si contaba con una treintena. Scott desoyó el consejo de Oates, y fue reacio a sacrificar animales. Pero, además, hizo lo que se  esperaba de un caballero inglés: no abandonó a sus compañeros cuando sobrevinieron las penurias. La travesía de vuelta se volvió un calvario; una muerte lenta e inevitable.
 
El 11 de febrero se perdieron. Esto significaba el desastre: no encontraban el siguiente depósito con alimentos y combustible. Perdieron un tiempo precioso en retomar el camino correcto. El 16 Evans, que había sufrido una caída y cuyo estado era francamente malo, cayó desmayado. Los compañeros no lo abandonaron. La noche del 17 murió.
La temperatura seguía siendo inusualmente baja. Los depósitos de combustible se encontraban vacíos: las soldaduras habían cristalizado debido a la temperatura. No podían calentarse.
Oates se encontraba francamente mal. Los pies negros por la gangrena y los miembros congelados. Scott reconoce entonces que deberán sacrificar a los perros que los esperan en el siguiente depósito del monte Hooper.
Cuando llegaron el 9 de marzo no había perro alguno. El viento era tan fuerte que hacía casi imposible arrastrar los trineos.
Scott ordena a Willson repartir entre los hombres una dosis mortal de morfina. Cada uno recibe 30 cápsulas. Ninguno llegaría a utilizarlas.

El 16 de marzo la tormenta les obliga a detenerse. Están a sólo 11 millas del siguiente depósito. Allí sí hay perros, comida y combustible; pero no pueden dar ni un paso más. Scott quería salir y morir caminando en el intento, pero no podía ponerse en pie. Además, la situación de Oates era crítica. Una herida de bala, sufrida en 1901 durante la guerra de los Bóers, se había reabierto por el escorbuto. Y no se abandonaba a un compañero.
Entonces, de nuevo la gesta. La mañana del 17, el capitán de la Real Guardia de Dragones de Inniskilling Lawrence Edward Grace Oates consigue ponerse en pie y calzarse. Tarda una hora. Saluda a sus compañeros y pronuncia unas palabras que pasarán a la historia:
 
- "Salgo, tardaré en volver"
 
Ese mismo día cumplía 32 años.

 
Scott escribe en su diario: "Por aquí murió el capitán Oates, de los Dragones de Inniskilling. En marzo de 1912 caminó voluntariamente hacia la muerte, bajo una tormenta, para tratar de salvar a sus camaradas, abrumados por las penalidades".
Pero el sacrificio de Oates fue en vano. Los cadáveres de Wilson, Bowers y Scott fueron encontrados ocho meses más tarde, el 12 de noviembre, en el interior de la tienda.
Impresiona saber que el se encontraron 14 kilos de muestras geológicas que Scott y Wilson recogieron (y portaron) hasta el final. Este dato da idea de la grandeza de la gesta. Entre las piedras se encontró un pedazo de carbón (hulla), que demostraba que la Antártida había tenido bosques y un clima templado en el pasado. Era una prueba irrefutable de la teoría de la tectónica de placas. Los desgraciados habían apuntado meticulosamente los datos climatológicas hasta sus últimos días.
Esta dedicación al saber pudo costarles la vida. Pero Scott ha pasado a la historia, tanto o más que Amundsen; y si bien hubo un intento de mancillar su memoria a finales del siglo XX, en la actualidad pocos discuten su valía.

El equipo de búsqueda desmontó la tienda y cubrió los cuerpos. Se dispuso un montículo de nieve para señalar el lugar, y una cruz.
Luego, buscaron a Oates. Encontraron su saco de dormir, pero no su cadáver.
En algún lugar descansa. El cuerpo incorrupto y congelado.
Un inglés en el infierno blanco.

Antonio Carrillo.

miércoles, 19 de junio de 2013

Patologías


 
La segunda década del siglo XX fue testigo de varias catástrofes que afectaron al humano a nivel planetario. En 1918, por ejemplo, se desencadenó, con gran virulencia, la plaga más devastadora (por número de muertos) de la historia de la humanidad: la denominada "Gripe Española".  

Según estimaciones recientes, esta epidemia de gripe causó en 5 años la muerte de casi 100 millones de personas; un 5% de la población mundial (en lugares como China falleció cerca del 50%).

Rostand, Max Webber, Apollinaire o Klimt fueron víctimas famosas de la pandemia.




Resulta curioso que se le denomine (injustamente) "Gripe Española" por una cuestión de libertad de prensa. Por entonces, España no participaba en la I Guerra Mundial, y el gobierno español no censuró las informaciones periodísticas sobre la epidemia y su alcance. El mundo conoció las primeras noticias del horror por las crónicas españolas.


Al parecer, las muertes se debían a lo que se denomina "Tormenta de citocinas". Ante una infección, las células, que detectan la presencia del virus, se ven inundadas por unas proteínas (llamadas citocinas) que ordenan una respuesta autoinmune en ocasiones, por masiva, fatal. Esta respuesta defensiva del organismo se manifiesta en fiebre alta, delirio, fatiga, inflamación y/o náuseas. A menudo, la acumulación de células inmunes en los pulmones impide la entrada de aire y provoca el óbito.

Nos mata, pues, nuestro propio sistema inmunológico, enloquecido ante la amenaza del patógeno.

Es, por decirlo de alguna manera, un suicidio biológico

Muy pronto se intentó obtener una vacuna. Por ejemplo, en la prisión militar de la isla Deer, en Boston, se llegó a un acuerdo con algunos presos: obtendrían el perdón si sobrevivían a una serie de pruebas intrusivas, tales como inyectarles tejido pulmonar infestado, exponerles a aerosoles o introducirles en la garganta secreciones de moribundos.

A pesar de acciones tan contundentes, ni uno sólo de los 62 voluntarios contrajo la enfermedad. Desesperado, el médico de la prisión dispuso que un enfermo grave les tosiese directamente a la cara. Nada.

Sólo se registró un caso, este sí, mortal.

Falleció el médico del pabellón.

Hay una explicación a este fenómeno: la gripe había sacudido a la población carcelaria unas semanas antes. Todos los voluntarios, que habían estado expuestos al virus con anterioridad, habían desarrollado una resistencia inmunológica a la enfermedad. Estaban vacunados.

La Gripe Española no es el único ejemplo de enfermedad de la época. Hay un caso muy extraño que comenzó en 1916 y que, en  apenas diez años, mató a 5 millones de personas. 

Hablo de la conocida como "encefalitis letárgica".

En Europa y América miles de personas se quejaban de dolor de garganta y malestar general. Se iban a descansar, y a la mañana siguiente no despertaban por sí solos. Lo extraño es que estos enfermos contestaban a las preguntas, comían e iban al retrete; pero su actitud era ¿cómo decirlo? autista, ausente; y enseguida volvían a un letargo casi absoluto.

A cabo de unos meses, fallecían.

A finales de los sesenta el neurólogo Oliver Sacks investigó con una sustancia nueva, la L-DOPA, utilizada para el Parkinson. Los enfermos, entonces, despertaron de su letargo de décadas ¿Se lo imaginan?

Se hizo una película sobre esta historia extraordinaria: "Despertares", con Robert de Niro y Robín Williams interpretando al enfermo y médico respectivamente. Finalmente, los enfermos volvieron a su estado de letargo y jamás volvieron a recuperar plenamente la consciencia.




Por cierto, recientemente se ha postulado como causa de esta enfermedad la acción de un estreptococo que afecta a la garganta. En algunos casos severos, con una bacteria mutada, el cuerpo reacciona a la infección con una respuesta autoinmune desproporcionada.

De nuevo, al igual que sucedía con la Gripe Española, es nuestro sistema inmunitario el que provoca el daño.

Enfermedades asombrosas hay muchas. Las más curiosas (e infrecuentes) suelen llevar un nombre que empieza con "Síndrome de...". Por ejemplo, hay un tipo de anosognosia denominada Síndrome de Anton - Babinski.

Se trata de enfermos ciegos que no saben que lo son.

¿Les cuesta creerlo?

Estos enfermos de ceguera cortical niegan su falta de visión, e intentan llevar una vida normal. A menudo acuden al médico, porque no se explican el porqué de tanto tropezar con objetos.

La anosognosia (vaya palabra) es una enfermedad referida a pacientes que no tienen conciencia de sufrir una dolencia y sus síntomas, incluidos ciertos casos de ceguera (como en el síndrome de Anton) o parálisis.

La sinestesia, por su parte, es la interferencia de diferentes sensaciones procedentes de los sentidos. Es decir, el paciente sinestésico puede oler los colores, saborear la música o ver aromas. Su percepción de la realidad es asombrosa en su riqueza.

¿A qué se debe este fenómeno? No estamos seguros. Es probable que en algún momento durante el desarrollo fetal del cerebro se produzca un cruce en la sinapsis encargada de procesar las informaciones sensoriales. Al parecer, todos los niños de menos de cuatro meses disfrutan de un cerebro sinestésico por su inmadurez. También tienen un oído tonal perfecto.

Será casualidad.

Es, en todo caso, un fenómeno fascinante, que afecta a una de cada cien personas. Suelen ser sujetos dotados de una acusada sensibilidad artística, creativos y poseedores de una memoria excelente.
 
¿Enfermos? Es discutible.

¿Únicos? Sin duda.

En el llamado Síndrome de Charles Bonnet personas mentalmente sanas, que no denotan una percepción de la realidad alterada (que no están locas), experimentan alucinaciones visuales, a menudo de objetos complejos, dotados de una gran vivacidad y pequeño tamaño. Ven un mundo de daimones y están perfectamente cuerdos. Por su parte, un paciente aquejado del Síndrome de la Mano Extraña (o Síndrome de Strangelove) sufre una mano poseída e independiente, una extremidad que realiza todo tipo de acciones sin que el paciente sea consciente de ello. Debe ser aterrador: de repente, tu mano dibuja o realiza gestos por su cuenta.

Ahora que, para extraño, el Síndrome de Cotard. Quien lo sufre cree estar muerto, con el cuerpo en descomposición.

Incluso cree (y percibe) oler a podrido.

En definitiva, un artículo sobre la enfermedad (del latín in-firmitas: falta de firmeza) que guarda un mensaje para el final: ¡qué poco sabemos sobre nosotros mismos!
 
La complejidad de la mente y el cuerpo (una misma cosa, posiblemente) nos obliga a ser humildes. El propio organismo nos ataca, la mente divaga por universos oníricos inexplicables y apenas si tenemos respuestas.

Es, estarán de acuerdo, fascinante.

Somos fascinantes.

Antonio Carrillo

jueves, 13 de junio de 2013

Las otras Meninas.



Las Meninas de Velázquez es un cuadro que genera desconcierto, una desazón extraña cuando te atrapa. Porque esa es la impresión que produce: es un lienzo que te arroja hacia su interior. Te abduce y conduce a una sobria estancia del siglo XVII, a un tiempo ya pasado, poblado por personajes que murieron hace cientos de años, en un recinto, el “cuarto del Príncipe” del Alcázar de Madrid, que tampoco existe, que se destruyó en un incendio.

Es, en definitiva, un inesperado viaje en el tiempo.

Hace pocos años esta sensación que describo era más intensa. Hasta 1978, el museo del Prado exponía el enorme cuadro frente a un gran espejo. Un espejo frente a otro; porque Las Meninas es, en realidad, un reflejo, una intromisión en la atmósfera del estudio de Velázquez mientras trabaja. Este efecto ampliaba la perspectiva hasta los límites del subconsciente. Uno perdía contacto sensorial con lo inmediato y se sumergía en una ensoñación fascinante y turbadora.

El cuadro, el de verdad, no lo podemos ver. Acudimos a una pinacoteca, la mejor del mundo posiblemente, y se nos escatima la visión de lo que Velázquez está pintando. Teophìle Gautier, famoso escritor y periodista francés del siglo XIX exclamó: “pero, ¿dónde está el cuadro?”

Hay mucho de vértigo, de síndrome de Stendhal en lo que describo. Las Meninas no es un simple retrato de La Infanta Margarita de Austria, el personaje central, por más que su primer nombre conocido fue el de “Retrato de la emperatriz” y, posteriormente “La familia de Felipe IV” (el nombre “Las Meninas” es muy posterior, de 1843). La niña Margarita forma parte del cuadro, cierto, pero hay mucho más. Margarita es una invitada, como lo somos nosotros, visitantes del siglo XXI. Le ofrecen agua fresca, hay un perro echado, perezoso, paciente, y yo llevo una guía del Prado en la mano. Todos protagonistas por igual. Velázquez se concentra en lo que pinta ¡Ojalá pudiéramos verlo! ¿Saben qué creo? Sospecho que Velázquez nos está pintando a nosotros, situados ante el lienzo, la guía en la mano, callados y respetuosos con el maestro.  



El secreto, lo que hace de “Las Meninas” una obra única se encuentra fuera de foco, en un lugar del cuadro que pasa desapercibido. Lo mejor de las Meninas, en mi opinión, es su mitad superior: el techo amplio, los ventanales que aportan luz, los lienzos del fondo en la penumbra, en la quietud. La estancia se difumina y se hace con ello tangible, corpórea.  

Velázquez modificó el cuadro. Las pruebas realizadas sobre el lienzo demuestran que el sevillano alteró el espacio arriesgándose a algo novedoso: quiso mostrar buena parte del techo de la habitación. 400 años más tarde otro genio, Orson Welles, utilizó el plano contrapicado en varias escenas de "Ciudadano Kane". Con esta técnica (utilizada anteriormente por John Ford) conseguía también mostrar el techo. El efecto es sorprendente por natural e intenso. Welles, y Velázquez mucho antes, entendieron que los ojos humanos focalizan en un único punto, pero guardan memoria subconsciente de lo que ocupa sus arrabales de penumbra. Vemos mucho más de lo que miramos. Con el oído sucede algo similar: de repente nuestro nombre aparece inesperado en una conversación a la que no estamos atentos y, súbitamente, una parte subconsciente de nuestro cerebro nos avisa y pone alerta.

Las Meninas ofrecen argumentos para escribir un artículo extenso. Por ejemplo: Velázquez, gran aficionado y conocedor de la astronomía, pudo aplicar claves estelares en el cuadro. Si unimos con una línea los corazones de los personajes principales se representa la constelación llamada "Corona Borealis". Puede ser casualidad, o una interpretación forzada. En general me confieso muy escéptico respecto de estas claves mistéricas que se descubren en el arte. Sin embargo, en este caso algo llama poderosamente mi atención: la estrella más brillante de la constelación es la tercera, la que corresponde al corazón de la niña. ¿Adivinan que nombre recibe esta estrella? Margarita.



Les propongo algo: fíjense en el dulce rostro de esta niña de seis años. Se sospecha que podía sufrir del conocido como Síndrome de Albright. En todo caso, la niña del cuadro sufrió la muerte de su padre el rey ocho años más tarde, y poco después, con apenas 15 años, se casó con un tío paterno. La pobre Margarita tuvo un embarazo tras otro, algunos malogrados antes de su final y acabó muerta, con apenas 22 años, en su cuarto parto.


El lugar, el Alcázar de Madrid, resultó devastado por un incendio la nochebuena de 1734. Se perdieron grandes tesoros artísticos en unas horas: obras maestras de Leonardo da Vinci, el Bosco, Rafael, El Greco, Velázquez, Rubens, Veronés, Tiziano, Brueghel, Tintoretto, Van Dyck… 500 cuadros devorados por el fuego ¿Se imagina el museo del Prado con este añadido? Por fortuna, no todo se quemó; parte lo habían trasladado por unas obras en palacio, y las pinturas se arrancaron de sus marcos y arrojaron por la ventana. Las Meninas resultaron dañadas: un corte en la mejilla de la pobre Margarita, hoy imperceptible.

En el momento de pintar "Las Meninas" la reina está embarazada de un varón, el futuro Carlos II. Una pobre criatura tan enferma que ha pasado a la historia con el sobrenombre de "el hechizado". Fruto de generaciones de consanguinidad endogámica entre los Habsburgo, Carlos tuvo una vida de pesadilla. Cuando murió sin descendencia, en su autopsia, el médico dejó escrito que su corazón era diminuto, que salió agua de su cráneo, sus intestinos estaban gangrenados y tenía un sólo testículo de color negro. El hermano de Margarita aprendió a caminar a los seis años, a hablar con diez. Era un ser desgraciado, que sólo encontraba placer en los dulces, que tuvo que sufrir todos y cada uno de sus días.  

Su padre, el rey Felipe IV, es un hombre desgraciado. Las preocupaciones han dejado huella en su rostro, y desde 1644 ha prohibido a Velázquez que lo pinte. El genial pintor utiliza un truco propio del barroco: muestra difuminadas las imágenes espectrales de los monarcas en un lejano espejo.


Sin embargo, hay algo que no está bien.

Las Meninas es una obra de perspectiva perfecta, en la que Velázquez incluso utilizó el "número áureo" phi para darle coherencia y empaque. Todo está en su sitio, y guarda la proporción adecuada. ¿Todo? No. Hay una discrepancia en el cuadro: el espejo.

Los reyes no deberían reflejarse en él.

Sabemos que la imagen del espejo es un añadido posterior de Velázquez ¿Por qué se vio obligado a incluir esta discrepancia formal? Para poder reflejarse en el espejo, los monarcas deberían estar volando.

Este misterio cobra fuerza por un hecho poco conocido, y realmente sorprendente. Velázquez no pintó un cuadro de las Meninas.

Pintó dos.

El segundo cuadro, prácticamente idéntico al que se muestra en el Prado, lo encontramos en un museo de provincias de Inglaterra: la Kingston House de Dorset. Matías Díaz Padrón, conservador jefe del Museo del Prado, afirma categórico que es obra de Velázquez.




Las Meninas de Dorset es, como dijimos, prácticamente idéntico; el cuadro es más pequeño, su trazo es más espontáneo y, como principal diferencia, en el espejo no aparece la imagen de los reyes. Nada hay reflejado en él.



Curioso.


¿Por qué Velázquez pintó dos cuadros? Se especula que pudo tratarse de un boceto (modeletto) que enseñar a Felipe IV; pero el cuadro está muy acabado. En absoluto es un boceto. La explicación más probable es la más sencilla: Velázquez quiso conservar una copia del cuadro por motivos sentimentales. Sería como llevar una foto de una familia a la que Velázquez quería como la suya propia: la familia de Felipe IV.

Esto me recuerda algo que leí hace tiempo sobre Leonardo y la Gioconda. Al parecer, el maestro italiano llevaba siempre consigo este pequeño retrato, al que continuamente daba un leve retoque.  

Bien; acabo. Basta de especulaciones. Dejo al buen criterio del lector las respuestas a los interrogantes que Las Meninas plantean. E invito, simplemente, a que al menos una vez acepten la invitación de Velázquez a entrar en esa atmósfera de maravillas y oscuros presagios.

Como Carroll, les invito a atravesar el espejo.

Porque a menudo debemos pasar, por un instante, al otro lado. Cerrar los ojos y abrir la mente.

A la nublosa atmósfera del sueño.

Antonio Carrillo

martes, 4 de junio de 2013

¿Estamos solos?



Quiero decir con ello: ¿somos la única inteligencia de la galaxia; la única forma de vida que ha desarrollado conciencia de sí misma?

¿Somos los ojos, acaso el espejo donde el cosmos se ve reflejado?

Si tal fuera, ¡qué responsabilidad!

Hace pocos años, apenas meses, hubiese contestado a esta pregunta con un "no" rotundo. Habría aducido que nuestra galaxia tiene cientos de miles de millones de estrellas, y ahora sabemos que estos astros no deambulan solos, sino acompañados de incontables planetas. La magnitud de los números apabulla. Además, los ladrillos de la química con los que se construye la vida son extremadamente comunes. Carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno son los pilares de la materia biónica, y se han hallado incluso indicios de aminoácidos en lejanas nubes interestelares.

El año 2009 la NASA encontró glicina, un aminoácido, en un cometa. La vida, o al menos su simiente, puede viajar inserta dentro de enormes y errantes cuerpos helados.

Por tanto, ¿cientos de miles de millones de laboratorios capaces de crear vida, y vamos a ser los únicos? Cuesta creerlo.

Quisiera puntualizar algo: lo que es objeto de debate en este artículo es la existencia de inteligencia, no de vida. Puede haber vida microscópica (o macroscópica) en incontables lugares, pero la inteligencia es un fenómeno resultante de tales azares que resulta harto improbable que se haya repetido en algún otro lugar de la galaxia.

En lo que sigue, explicaré porqué.
La duda tiene su origen, cómo no, en un libro: el ensayo "Solos en el universo" de John Gribbin, publicado en castellano en 2012 por la editorial Pasado y presente. Una auténtica sorpresa para alguien como yo, formado con la famosa ecuación de Drake y el entusiasmo de Carl Sagan, hijo que soy confeso de la serie "Cosmos" ¡Qué lástima los jóvenes de hoy, que no se asoman al vértigo de la ciencia y el espacio de la mano de tan excelso divulgador!

 


La cuestión principal que nos ocupa la planteó, hace ya décadas, el gran Enrico Fermi en una comida con colegas físicos. Hablaban del fenómeno OVNI cuando Fermi se preguntó, con voz queda:

¿"Dónde están todos"?

Se hizo el silencio.

25 años más tarde la pregunta, que había pasado casi desapercibida, volvió con fuerza: ¿por qué no hay visitantes extraterrestres?

Si están allí, ¿por qué no están aquí?

 

La respuesta más lógica es: bien porque no pueden venir, o porque no les ha dado tiempo a llegar. La galaxia es enorme, y las estrictas limitaciones que impone la física, como el límite de la velocidad de la luz, son universales.

También cabe otra opción: han estado, dejado una impronta e ido. Ayudaron, por ejemplo, en la construcción de gigantescas pirámides, ofreciendo su pericia técnica a los torpes egipcios y mayas, y luego desaparecieron.

Improbable.

O están y, tímidos ellos, no se dejan ver, salvo en contadas excepciones. Por cierto, resulta curioso que desde que portamos dispositivos móviles (teléfonos) capaces de grabar en HD ya no hay apenas contactos con OVNIS.

De nuevo, poco creíble.

El problema que subyace a la pregunta de Fermi es que el universo es enorme, pero lleva existiendo mucho tiempo; al menos unos 13.000 millones de años. Si hay cientos de miles de civilizaciones extraterrestres, la galaxia debería de estar repleta con sondas exploradoras, naves de colonización u objetos de similar índole. A los humanos nos llevó poco colonizar el planeta Tierra. El secreto de toda expansión hacia lo desconocido es no querer volver, y hacerlo por etapas. Nosotros, los humanos, que exploramos el espacio hace menos de un siglo, hemos sido capaces de enviar varias naves no tripuladas a los confines de nuestro sistema solar. Naves cuyo núcleo procesador es menos potente que el de cualquier teléfono móvil actual.

 
Se calcula que una civilización extraterrestre podría explorar la zona habitable de la galaxia en un millón de años. Entonces, ¿dónde están?, se preguntaba Fermi. ¿Por qué no están aquí?

Aplicamos aquí el axioma conocido como "la navaja de Ockham": la respuesta más sencilla es la más factible: "no están porque ni son ni han sido".

Sobreviene el vértigo con la consecuencia lógica que implica esta respuesta: estamos solos.

Esta respuesta obliga, a su vez, a formular otra pregunta fascinante: ¿por qué nosotros sí estamos? ¿Qué es lo que hace la Tierra tan especial?

No una, sino muchas casualidades sorprendentes, todas fruto del azar.

A continuación, citaré algunas.

La primera tiene que ver con la metalicidad (la cantidad de metales) de nuestra estrella, el Sol. La metalicidad viene determinada, en buena manera, por el tiempo y lugar en el que se formó la estrella. Sin embargo, algo extraño sucede con el Sol: tiene una metalicidad más elevada de lo que le corresponde. ¿Por qué?



Se teoriza con la idea de que hace más de 5.000 millones de años explosionó una supernova cerca de la nube de polvo que formaría nuestro sistema solar. Esta explosión, fuente de elementos pesados, enriqueció nuestro entorno con metales, e hizo posible algo tan sorprendente como el núcleo de la Tierra: una enorme bola de hierro girando en un mar de hierro y níquel, generando por fricción un campo electromagnético gigantesco que protege al planeta de las radiaciones solares y espaciales. Es decir: una supernova explosiona y unos miles millones de años más tarde les escribo estas líneas protegido por una dinamo gigante que genera un escudo que hace posible la vida.

Resulta sorprendente.

El aporte de la supernova explicaría la presencia de elementos radioactivos en el interior de la Tierra, lo cuales ayudan a mantener el planeta caliente y activo. Más adelante hablaremos de la  importancia de la tectónica de placas. Además, la explosión habría creado un entorno "limpio" y estable en el que desarrollarnos.

Habrán escuchado infinidad de veces que nuestra estrella es "corriente". No es cierto: el Sol es excepcionalmente brillante (el 95% de las estrellas son más tenues), pero a la vez inusualmente estable: su luminosidad ha variado poco a lo largo de su historia. Sepa que sólo un 2% de las estrellas de la galaxia tienen el tamaño y brillo adecuado para generar vida. el resto, o son muy pequeñas (la mayoría) o demasiado grandes.

Pero, además, sólo un 30% de este 2% de sistemas solares propicios para la vida está formado por estrellas únicas. El 70% restante son sistemas binarios o triples, un factor que dificulta la creación de vida.

Tenemos, por tanto, la "suerte" de vivir en un sistema solar formado por una estrella solitaria, brillante, estable y con más metales de lo que le correspondería.



Además, transitamos por una zona de la galaxia idónea para la vida, ni demasiado cerca del centro fulgurante ni lejos, en el frío erial de las zonas más exteriores. Desde hace al menos 500.000 años no sufrimos la experiencia traumática de atravesar esas nubes de gas y polvo denominadas "brazos espirales", capaces de provocar la extinción de la vida en la Tierra. En esto nos ayuda que la órbita del Sistema Solar alrededor de la galaxia es inusualmente circular, tranquila y previsible.

Estamos, pues, insertos en lo que se denomina "zona habitable" de la galaxia, apenas un 10% de la misma. Piénselo: por lógica, las civilizaciones deberíamos estar apiñadas en esta estrecha franja. Ello restringe bastante el radio de búsqueda, y hace más inexplicable que no tengamos noticias, siquiera por radio, de otras civilizaciones.

También la distancia del planeta Tierra respecto del Sol es importante. Permite que haya agua líquida en la superficie; un compuesto, el agua, que resulta ser el mejor disolvente químico para que se generen compuestos complejos a partir de maleable carbono.

El sistema solar también es extraño: inusualmente regular, con órbitas planetarias muy circulares. La existencia de Júpiter ayuda a ello, y a mantener la zona interior libre de escombros. Por lo que sabemos, y ya conocemos centenares de planetas en estrellas de nuestro entorno, la forma y dinámica de nuestro sistema planetario es bastante peculiar.

El suceso más asombroso en la creación de la Tierra fue el choque de dos planetas. Más que el choque en sí, lo fascinante es que los planetas colisionaran "de refilón", lo cual produjo el nacimiento de algo (una vez más) inusual: un sistema planetario doble, formado por la Tierra y la Luna. Si el choque hubiese sido frontal el resultado habría sido similar al del planeta Mercurio: una bola muy densa, de pequeño tamaño, y sin atmósfera.

 


La Luna, es bien sabido, resulta fundamental para la vida.

Dos planetas chocan rozándose y, en consecuencia, se inclina el eje del planeta más grande. Esto supone que haya estaciones, con fuertes variaciones climáticas al cabo del año. Además, como consecuencia del impacto el planeta giró más deprisa. Mercurio, Venus o Marte tienen días larguísimos, porque su movimiento de rotación es muy lento. La Tierra rotaba tan deprisa que, hace unos 4.000 millones de años, el día duraba apenas 2 horas. Este hecho, y el tirón gravitatorio de la enorme Luna provocan que nuestra corteza no se solidifique del todo. Vivimos en un entorno cambiante, subidos en enormes placas tectónicas que se desplazan sobre un mar de magma. Estaciones, cambios de clima, orografía diversa... todos estos factores promueven la adaptación, la evolución de la vida. La lucha por la supervivencia en un entorno inestable.

Este impulso de adaptación explica que surgiera la inteligencia. De hecho, la civilización humana se explica por la existencia de unas plantas adaptadas a los cambios climáticos y a la necesidad de proteger sus semillas frente al frío o las sequías. Sin estas plantas, los cereales, que podíamos almacenar generando excedentes de comida no perecedera, no habríamos pasado de sociedades recolectoras y cazadoras a tribus que practicaban la agricultura del neolítico. Sin el arroz, el trigo o el maíz no habríamos alzado murallas, levantado catedrales ni alcanzado los astros.

Hay otra curiosidad más: hemos tenido (de nuevo) "suerte" con las extinciones periódicas. Y no se trata de que un asteroide acabara con los dinosaurios hace (circa) 60 millones de años y permitiera que los mamíferos ocupáramos su lugar como orden dominante; es más interesante la extinción del Cámbrico, que fue más importante en términos cualitativos, ya que acabó con casi todos los filos existentes, todos ellos marinos.

Esta extinción coincide con un fenómeno climático peculiar: un enfriamiento brusco del planeta conocido como "bola de nieve". Además, por estas fechas el planeta Venus recibe un gran impacto que provoca que se funda toda su superficie. Ello explica por qué la orografía de Venus es tan llana, y su atmósfera tan densa. Si lo que chocó con Venus fue, como se supone, un cometa gigante, su "cola" pudo provocar que la atmósfera terrestre barriera billones de partículas  de cristal que reflejarían la luz solar, provocando la brusca bajada de temperatura y la extinción más significativa que ha conocido nuestro planeta. De todos modos, esta teoría es todavía objeto de mucha controversia, y en absoluto hablamos de certezas.

En todo caso, otra curiosidad más que sumar: el choque de un cuerpo gigantesco contra Venus acaba con la primera gran explosión de vida multicelular en nuestro planeta. La vida pluricelular empezó de cero, y lo que siguió fue algo completamente distinto a los trilobites.

Podríamos seguir con multitud de ejemplos, todos ellos importantes; la concentración de los continentes en el hemisferio norte, lejos del ecuador, en donde las variaciones de temperaturas a lo largo del año (estaciones) promovieron la diversidad y adaptación; la importancia para el clima que supuso que el polo sur lo ocupara un enorme continente cercado por corrientes marinas frías, la terrible explosión hace 70.000 años de un supervolcán en Toba, suceso que colocó al homo sapiens al borde de la extinción, en lo que se denomina un "cuello de botella demográfico"... Gribbin no habla de todos los factores; daría para un volumen mucho más grande. Pero la consecuencia de estos y otros condicionantes somos nosotros y nuestra tecnología.

En definitiva, la idea está clara: nuestra posición en la galaxia, las características de nuestra estrella, la posición que ocupamos en nuestro Sistema Solar y las peculiaridades del mismo, la manera como se formó la Tierra... son fenómenos todos casuales, fruto del azar, que explican que estemos aquí, ahora. No hay una intención, ni asomo de una intervención divina.

Somos hijos de la fortuna.

¿Se pueden dar esta concatenación de fenómenos en otros lugares de la galaxia? Es improbable. Sí es posible que otros fenómenos distintos diesen lugar a manifestaciones de vida muy diferentes a la nuestra ¿quién lo sabe?

Pero el libro de Gribbin es interesante, en última instancia, porque no obliga a reflexionar sobre nuestra propia importancia. Por el momento, y mientras no se demuestre lo contrario, somos los únicos embajadores de la conciencia galáctica. Vivimos en un planeta extraordinario, y es nuestra responsabilidad cuidarlo con la delicadeza que merece.

Una vez más: hemos tenido mucha "suerte".

¿Cómo justificar, entonces, el uso abusivo que estamos haciendo de los recursos, del medio ambiente? ¿Acaso tiene explicación que mancillemos esta belleza?

Hemos tenido suerte, cierto.

Pero estamos dejando de tenerla.

Antonio Carrillo