Dedicado a Carolina Rodrigo, duende del MOMA.
Los europeos de principios del siglo XX tenían razones para sentirse moderadamente optimistas. El último conflicto de importancia, la guerra franco-prusiana, había finalizado en 1870, y una generación desconocía el horror de la guerra (salvo excepciones, como España). Por primera vez en milenios, desde los tiempos de la pax romana, las madres y esposas dormían tranquilas: sus hijos y maridos no luchaban en tierras lejanas, en parajes sembrados de tumbas sin nombre.
Se vivía un empuje económico y tecnológico impresionante; hablamos de una época en la que los trenes y automóviles acortan distancias, en la que el hombre ha aprendido a volar, algo con lo que siempre ha soñado; domina la electricidad y vislumbra con vértigo la verdadera dimensión del universo. En Alemania se ensaya con éxito un primer estado del bienestar, en Francia se avanza en el descubrimiento de vacunas que salvarán millones de vidas y en Estados Unidos se alzan orgullosos los primeros rascacielos. Se ha explorado el planeta hasta sus últimos confines, se alcanzan los dos polos, y el futuro se adivina lleno de retos apasionantes, todos al alcance de la mano. El ser humano se cree capaz de alcanzar las estrellas, y se sabe capaz de fotografiarlas. Se instalan las primeras escaleras mecánicas, se fabrican automóviles en cadenas de montaje, en Jerez de la Frontera (donde tengo familia) se inaugura en 1890 el primer alumbrado público por electricidad de España...
El rigor victoriano parece difuminarse lentamente frente al empuje de esta ola de optimismo y modernidad. Un ejemplo lo tenemos en la moda; falta poco para que Cocó Chanel libere a la mujer del corsé. Se inventa el sujetador, las faldas se pegan al cuerpo y se acortan mostrando los tobillos; es una generación de mujeres que, por primera vez, parecen dispuestas tener voz propia. Se inician los movimientos sufragistas.
Nace un nuevo estamento social fruto del desarrollo tecnológico, la mecanización del trabajo y la potenciación del sector terciario: la clase media. Empieza a definirse un cuerpo demográfico formado por profesionales liberales, funcionarios, administrativos o técnicos cualificados que demandan servicios y ocio. La cultura, en sus más variadas manifestaciones, deja de ser un club privado con acceso restringido a la clase alta. El arte se expande voraz hacia estos estratos sociales de reciente creación. Es una sociedad de excedentes, de seguridad y bienestar. De medios de comunicación globales, de cables tendidos a lo largo del Atlántico, de cabinas telefónicas, de salas de cine.
Y, sin embargo, todo fenómeno social oculta siempre otro rostro, apenas perceptible. El hombre que viaja a velocidades inimaginables, que fabrica en cadena más y más objetos de consumo, se ve saturado por demasiados estímulos, demasiada información. Todo va demasiado rápido, apenas si se dispone de tiempo para asimilar (para incorporar a sí mismo) tanta novedad. La cultura, en concreto, se vuelve objeto de mercadeo, se homogeneíza. En palabras de Stravinski, “Sobresaturados de sonidos, las gentes caen en una suerte de embrutecimiento que les quita toda facultad de discernimiento y les vuelve indiferentes a la calidad”. La masificación sin formación implica pasividad, alienación. Humberto Eco lo expresa con crudeza: "Las persuasiones ocultas y las excitaciones subliminares de todo género, desde la política a la publicidad comercial, hacen palanca sobre la pacífica y pasiva adquisición de “buenas formas” en cuya redundancia, sin esfuerzo alguno, se apoya el hombre medio."
De alguna manera, la sociedad busca remedio al vértigo, al miedo que le provoca el vacío laico de sólo tener. Las personas viven esclavizadas a férreas cadenas de producción que buscan eficacia, resultados. Ellas mismas se vuelven dependientes de este espejismo consumista y tecnológico. En realidad, cunde una cierta sensación de fatalismo en el plano humanístico: ¿cómo superar el sistema filosófico planteado por Kant? ¿Cómo asumir el vértigo del subconsciente freudiano? ¿Acaso se puede componer una sonata mejor que Beethoven, orquestar mejor que Mahler; qué ópera puede superar la fuerza e intensidad de Wagner? ¿Qué teatro podría competir con Shakespeare? Tenemos el cine, una música rítmica nueva que puede bailarse, la radio vendrá pronto; y la ciencia teórica nos abre una puerta a la relatividad que cambiará la percepción misma de la realidad ¿No es acaso suficiente?
No, no lo es. Mientras una mayoría se rinde a la publicidad, al consumo y la tecnología, a las "buenas formas", unos pocos protestan, se agitan incómodos, buscan alternativas desde el arte. ¿Por qué son una minoría? Porque sólo un puñado de individuos son inmunes a la manipulación social. Lo cierto es que la protesta de la mayoría, cuando regresa el fantasma de la guerra y el hambre, con más fuerza que nunca, adopta formas burdas, poco creativas. Le debemos a Filippo Tommasso Marinetti el "Manifiesto futurista", publicado en Le Figaro en 1909: una proclama en la que toma cuerpo la ideología fascista: "Nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril (...) y el puñetazo". "Queremos glorificar la guerra –única higiene del mundo– el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las cuales se muere y el desprecio de la mujer". "Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias de todo tipo, y combatir contra el moralismo, el feminismo y contra toda vileza oportunista y utilitaria".
En España se gritó impunemente: "¡que muera la inteligencia!"
El hombre medio, adocenado, se dejará llevar por corrientes totalitarias, tanto de izquierdas como de derechas, para luego volver a caer arrepentido y dócil en el cálido abrazo del capitalismo feroz, el verdadero Leteo del siglo XX. Siempre conducido, manipulado, una masa conformista y miope.
Pero lo decíamos antes: en la agitación de unos pocos sí hay arte, palpita el humanismo inconformista. ¿Son una minoría? Siempre lo han sido. Adorno afirma que la creación, hoy más que nunca, debe permanecer aislada e ininteligible. El arte nunca será fácil ni democrático; ni comprendido. La cultura no puede ser light; exige esfuerzo, concentración y tiempo. El entretenimiento puede tener fundamento en la música, la literatura o la imagen; pero una canción pop o un best-seller suelen ser efímeros, fácilmente digeribles. La minoría vanguardista que responde a este reto de búsqueda no busca reconocimiento, ni le facilita la tarea al público. A menudo son menospreciados, vilipendiados por los que exigen una digestión suave del arte. Sólo el tiempo hace justicia con ellos.
Lo que sigue son tres ejemplos de valor. Tres personas que asumieron el riesgo de ser (y crear) diferente:
1907, pintura
El 10 de diciembre de 1896, Alfred Jarry estrena la obra "Ubú rey" en el Théâtre de L'Oeuvre de París. Es una fecha importante: esa noche nace el teatro del absurdo, una manifestación surrealista que renueva no sólo el lenguaje (la obra comienza con la palabra "merdre"), sino también el vestuario, gestualidad o puesta en escena. El estreno fue un auténtico escándalo, con abucheos y vítores. Sólo se representó en dos ocasiones.
Alfred Jarry se creyó su propio personaje, y vivió una vida desordenada, frenética. Montado en bicicleta y borracho, a menudo se le veía disparar una pistola que portaba en el cinto. Cuando murió, nueve años más tarde, al preguntarle por su último deseo, pidió un mondadientes. Absurdo hasta el final.
Un joven amigo y admirador, pintor español de cierto nombre, heredará su pistola. Se muestra inquieto. Ese mismo año (1907) ha terminado una obra extraña, atrevida y desconcertante. El pintor se llama Pablo Picasso, y acaba dar las últimas pinceladas a su cuadro "Las Señoritas de Aviñón".
Picasso llevaba meses estudiando esta pintura, esbozándola. Como es costumbre en el artista, realiza múltiples bocetos en los que cambia personajes, fondos y perfila detalles. En total son más de 800 estudios. La obra no es fruto de la improvisación, pero resultó tan desconcertante que sólo se la enseñó a sus amigos más próximos, que mostraron su sorpresa. Algunos se burlaron, y una mayoría le pidió que recapacitara.
Aunque no fue entendida, esos primeros amigos se encontraban ante la primera obra cumbre del siglo XX, la joya del MOMA de Nueva York. Sin embargo, fue vendida en 1924 por poco dinero.
Les propongo algo. Observen estos dos rostros.
El primero se corresponde al rostro de una mujer íbera. Hay belleza en él, sensualidad serena y orgullo. Lo reconocemos enseguida, nos es cercano; y aunque se trate de una forma plana, sin fondo, éste se adivina.
El segundo es una máscara violenta, fracturada, situada sobre un cuerpo vuelto de espaldas, en una postura anatómicamente imposible. Y, sin embargo, no nos extraña del todo.
Hay algo atávico que nos permite encontrarle un sentido a sus ángulos oscuros, a una anatomía del rostro inadecuada. Del mismo modo que un cuadro expresionista cobra sentido desde la distancia, esta imagen bucea en nuestra psique y nos parece posible que una mujer se represente de esta manera nueva, diferente. Es un rostro turbador, el de una máscara africana congoleña.
¿Cómo es posible que en un mismo espacio se represente un rostro íbero y un esbozo de máscara africana, y que el resultado tenga un mínimo de coherencia?
Picasso nos adentra en el cubismo, un espacio inexplorado, y consigue integrar sus ángulos planos en un continuo desde la ortodoxia. Las señoritas de Aviñón muestran un tránsito desde lo conceptual a lo abstracto, de izquierda a derecha, fluyendo en un único espacio. Vistos los dos rostros por separado parecen irreconciliables; pero es Picasso, y en su obra la vanguardia más furibunda busca inspirarse en clásicos como El Greco. ¿Acaso no perciben su influencia en las figuras estilizadas y anhelantes? La ruptura no es tanta; pero cuesta percibirlo.
Este cuadro transpira inteligencia, curiosidad e intuición.
Al final de sus días, Picasso será el primer artista vivo cuya obra cuelgue de los sacrosantas paredes del Louvre, el mejor museo del mundo.
1908 Música
Un año más tarde, en la Viena de 1908, un discípulo de Mahler provoca otra sacudida en el arte, en esta ocasión en la música.
Desde el año 1600 toda la música nacía de una tonalidad, de un determinado sonido. Aunque los grandes maestros fueran capaces de abandonar esta tonalidad durante la obra, siempre se acababa con la tónica. Su fuerza de atracción era insuperable (la palabra griega "tonos" significa tensión)
En ocasiones los compositores se embarcaban en viajes arriesgados lejos de la tónica. En "la perla negra" de Bach la mano derecha alcanza unas pocas notas disonantes, extrañas. Chopin (con el último movimiento de la "sonata 35") o Liszt se atreven a jugar con los límites de la tonalidad. El cromatismo de Wagner en "Tristán e Isolda" provoca incertidumbre, y Mahler confunde al oído con el uso de la "tonalidad progresiva"; sus sinfonías (salvo la primera y sexta) comienzan y finalizan en distintas tonalidades. Ello provocó que su obra fuera, en ocasiones, objeto de una crítica feroz.
Sus alumnos Arnold Schoenberg, Berg y Webern fundaron la Segunda Escuela de Viena, y era sólo cuestión de tiempo que uno de ellos se atreviera a "atentar" contra la tonalidad. El valiente que dio ese paso fue el más brillante de los tres: Schoenberg. En 1908 estrena con gran escándalo su "cuarteto para cuerdas número 2", y ya nada será igual: en su cuarto y último movimiento no hay una armadura de clave al inicio del pentagrama. Schoenberg se adentra así en el llamado "atonalismo libre", y 300 años de discurso armónico saltan por los aires. Es curiosa la semejanza con Las señoritas de Aviñón; en ambas obras se entrelazan tradición y vanguardia en una sola pieza.
¿Qué impulsó a Schoenberg a realizar algo tan atrevido? La obra tiene una intensidad tremenda, y en los textos (es inusual, pero los dos últimos movimientos incluyen una pieza para soprano) se puede escuchar frases como: "los árboles y caminos que amaba se desvanecen". Schoenberg era un hombre culto, sensible, y pasaba por una situación personal terrible: su esposa Mathilde lo engañaba, y el asunto fue de dominio público cuando abandonó a su marido y sus hijos. Sin embargo, la obra lleva como dedicatoria "a mi esposa".
Schoenberg, al igual que Picasso o Stravinsky, era un estudioso y un profundo conocedor de su arte. Lo demuestra el que pocos años más tarde publicara uno de los mejores tratados de armonía jamás escritos. Admiraba la música del XVII y XVIII. Pero sentía un impulso irrefrenable a liberar la melodía del compás y tono. Su música buscaba provocar una incertidumbre en el oyente, que a menudo se pierde sin la referencia de la tónica. No hay un grado armónico, no hay una "dominante"; ni tan siquiera contamos con la ayuda de una "nota sensible" que nos empuje hacia un centro tonal que calme tanta tensión.
Tal música, tal ejercicio de libertad (y en el caso del dodecafonismo, de rigor técnico) es, por decirlo con franqueza, insoportable si no se tienen grandes conocimientos musicales o una sensibilidad muy acendrada hacia lo contemporáneo. La música clásica moderna está al alcance de muy pocos; la gente no conoce ni una sola pieza atonal, pero cualquiera reconoce el "Concierto de Aranjuez" ¿Por qué?
Nuestro cerebro reconoce las armonías como propias, es capaz de anticiparse a un sonido; la estructura musical tiene una lógica que compartimos y necesitamos. Cuando falta, cuando el sonido se desestructura, lo que nuestra cloquea percibe es caótico, desorganizado. Por eso - lo confieso - no me gusta el sonido de Schoenberg, me exige demasiado; prefiero mil veces solazarme con el "Stabat Mater" de Poulenc, un autor denostado y calificado a menudo como mediocre. Su música me provoca emociones que nada tienen que ver con la desazón que sobreviene con la música de Stockhausen, Stravinski, Boulez o Holler. Les adjunto el video de la primera parte:
Y, sin embargo, reconozco que el problema es sólo mío. Quiero decir: Schoenberg no es un fraude ni estaba equivocado; el tiempo le ha dado la razón. El problema radica en mi imposibilidad técnica para entender la profundidad estética, la belleza interna que sin duda manifiesta su obra. No me gusta lo que no entiendo, y es importante en este punto ser humildes: es una lástima que, por desconocimiento, no pueda disfrutar de la música que se compone en la actualidad, pero jamás patearía ni silbaría en un concierto simplemente porque no entiendo lo que oigo. Envidio de veras a las pocas personas que conozco capaces de disfrutar de Mozart y de Berg por igual; maestros como Gordon Burt, cuyo íntimo conocimiento de la música le permite tales prodigios.
¿Les suena elitista lo que digo? Lo es ¿Cuánta gente creen capaz de comprender en profundidad la obra de Kant? Mucha menos de lo que pudiera parecer. Hay licenciados en filosofía que sólo alcanzan los estratos más externos de su pensamiento. Profundizar en Kant está al alcance de unos (muy) pocos. Schoenberg dejó dicho que “el arte es un mensaje para la humanidad, aunque no siempre está hecho para que lo entiendan todos”. Me sumo a esta declaración de principios; puede que no entienda a Schoenberg, pero su música, el avance que representa su investigación y su obra, representa un patrimonio del que me siento orgulloso. El que sea más o menos conocida no importa lo más mínimo.
El enemigo del arte es, en ocasiones, el propio artista, cuya búsqueda puede conducirlo al absurdo. Malevich creó en 1918 un cuadro denominado "Cuadrado blanco sobre fondo blanco", que se puede observar en la exposición permanente del MOMA. Es un lienzo blanco en el que aparece torcido un cuadrado blanco; nada más (y nada menos, me dirá un estudioso del arte moderno). Duchamp colocó un urinario en un museo de arte, y demostró que el marco en el que se expone la obra afecta a la esencia y percepción de la misma. En música, el mejor ejemplo nos lo ofrece John Cage. En 1952 compuso la obra titulada "4’ 33”. La partitura es una sucesión de símbolos de silencios. David Tudor, un famoso pianista, tuvo los redaños de interpretarla; imagínese la escena: el pianista aparece en el auditorio, saluda, se sienta frente al piano y se queda sin tocarlo exactamente 4 minutos y 33 segundos. Transcurrido ese tiempo, se levanta y vuelve a saludar.
¿Es esto arte? Por supuesto, es algo sujeto a debate. En la actualidad hay un intento de consensuar lo que es vanguardia y lo que es chabacanería. Pero es muy complicado definirse ¿Quién se atreve a patalear primero? La semana pasada vi en una exposición la obra de un artista reconocido. Consistía en tres vitrinas. En la primera había un folio de papel, y un letrero en el que ponía: "folio de papel". La segunda contenía un folio algo arrugado. En el cartel se leía "folio semiarrugado". Creo que se lo esperan: la tercera presentaba un folio arrugado en forma de bola. No hay sorpresas, el cartel ponía "folio arrugado".
De nuevo, ¿es esto arte? Debe serlo; no ha salido barato, y lo ha pagado un organismo público. Pero el asunto me plantea dudas. No por estar en una vitrina es arte ¿O sí? Hace tres años un periódico publicó el resultado de un curioso experimento. Situaron a Joshua Bell, uno de los mejores violinistas del mundo, y a su Stradivarius (de nombre Gibson ex Huberman) valorado en 3,5 millones de euros, en el metro de Nueva York. El joven maestro estuvo tocando vestido con vaqueros durante casi una hora, y únicamente recaudó 32 dólares y 17 céntimos. No se detuvo a escucharlo prácticamente nadie. Su técnica prodigiosa pasó desapercibida entre la vorágine de gente camino del trabajo ¿No les sorprende? Me pregunto ¿qué sucedería si colgara enmarcado un dibujo de mi hijo de cuatro años en un museo de arte moderno? ¿Protestaría la gente por la engañifa? ¿Pasaría desapercibido?
No me atrevo a apostar.
1909 Arquitectura
Pero es momento de acabar: un año más, 1909, y otra obra única.
En el distrito berlinés de Moabit, nos detenemos a contemplar una fábrica. Se trata de la Fábrica de Turbinas AEG, obra de Peters Behrens.
Con el cambio de siglo, la arquitectura sufre una convulsión tanto en sus concepciones como en sus objetivos. El Modernismo había dejado una herencia en forma de adornos y ornamentos que atentaban contra el racionalismo y la funcionalidad del edificio en sí. Se intenta por tanto eliminar todo lo que no sea esencia (funcional), y surgen lemas como "la forma sigue a la función" o "menos es más".
El pragmatismo y la funcionalidad no están reñidos con la estética. Pero si se diseña un edificio, primero se debe analizar en profundidad su uso, sacar el máximo provecho del espacio y la luz; se debe responder con inteligencia a los retos que la tecnología y los hábitos de vida plantean: Le Corbusier, por ejemplo, alzará las viviendas sobre pivotes para así dejar espacio al automóvil, una presencia cada vez más importante. Otro asunto que conviene destacar es el uso de materiales constructivos antes denostados, como el hormigón armado o el acero, con una significación estética que los dignifica. Si ambos están en la esencia misma del edificio, ¿por qué ocultarlos? Y, finalmente, la arquitectura abordará los proyectos como una entidad completa que engloba el edificio en sí y sus elementos accesorios: mobiliario, complementos, etc. Entramos en una era de arquitectos diseñadores, que pretenden tener un control absoluto sobre todos los elementos estéticos de la obra.
La Fábrica de Turbinas AEG es un primer intento de plasmar este nuevo concepto de la arquitectura, un esfuerzo por crear arte aplicado, además, a algo tan humilde como una nave industrial. No había precedentes: un artista iba a hacer historia diseñando una fábrica. Pero además de ser magnífico en su forma y acabado, el edificio aportaría luz, ventilación, ergonomía y espacio. Es la esencia misma del movimiento racionalista, del cual Behrens fue un precursor: la fábrica no sólo es bella y armoniosa en su sencillez; además aporta unas soluciones que mejoran las condiciones de trabajo en su interior.
Unos pilares de hierro, roblonados en los encuentros, enmarcan vanos en forma de paredes de cristal translúcido que permiten la entrada de luz natural a un espacio interior diáfano y enorme: 127 metros. Se asemeja a un templo clásico. Funcional pero cuidado hasta el mínimo detalle, el arquitecto se define como creador y firma un espacio imponente. ¿Por qué una fábrica no puede ser bella, además de funcional? Behrens diseño la papelería, mobiliario, productos industriales, anuncios, accesorios…
Peters Behrens, un nombre desconocido para una mayoría. Pero déjenme decirles algo: en su estudio aprenden el oficio cuatro jóvenes arquitectos, Walter Gropius, Mies van der Rohe, Adolf Meyer y Le Corbusier.
El germen de la arquitectura del siglo XX se encuentra en una fábrica de turbinas, casi oculta entre árboles, al norte de Berlín.
Tres años consecutivos, tres formas de ser diferente, tres nombres: Picasso, Schoenberg y Behrens.
Tres dentelladas a la mediocridad.
Antonio Carrillo.
¡Espléndido recorrido transversal por el origen de la Cultura de Vanguardia!
ResponderEliminarLo pensé. pero el ejemplo que buscaba de vanguardia se ajustaba mejor a la obra de Behrens; entre otras razones por su influencia en los arquitectos que protagonizaron el siglo XX. Además, su obra me permitía jugar con ese continuo temporal de tres años.
ResponderEliminarGaudí era... inclasificable. Quien ha estado frente a su Sagrada Familia, algo percibe. Pero no es del XIX, XX ni XXI. Es intemporal.
Si buscáramos profundizar en el tema, el artículo sería inmenso - ya son grandes de por sí - y habría que remontarse a... ¿el Bosco?
Un saludo
He completado la entrada con imágenes nuevas y un video que espero os guste.
ResponderEliminarJusto debajo de la imagen de Schoenberg, escribiendo al piano, al final del párrafo. Recomiendo leer por qué Poulenc escribió esta obra y algo sobre la Virgen de Rocafort en el sur de Francia
Eliminar¡Ahhh, mi amigo Antonio!, ¡Cuan orgulloso estoy de tenerte!. Te quiero hermano. Leyendo el inicio de tu artículo, y de lleno en estos tiempos de "Neomodernidad", no puedo dejar de sentir un escalofrio por la enorme similitud que percibo entre la Europa de los 30 del siglo pasado con ésta, nuestra "querida Europa". Desgraciadamente pienso que como pasa en el arte (y por eso es tan grande)la esencia y la memoria del hombre tambien es atemporal, y eso nos condena a estrellarnos una y otra vez.
ResponderEliminarRamón
Soy un hombre afortunado.
Eliminar"un barco frágil de papel
parece a ves la amistad,
pero jamás puede con él
la más violenta tempestad.
Porque ese barco de papel
tiene aferrado a su timón
por capitán, y timonel,
un corazón.
Amigo mío si esta copla, como el viento,
A donde quieras escucharla te reclama
serás plural, porque lo exige el sentimiento,
cuando se lleva a los amigos
en el alma."
A. Cortez.