Un invierno de hace 100 años. El
conflicto se había enquistado en un horror industrial que durará cuatro largos
años. El genio humano se puso al servicio de la muerte masiva e indiscriminada
del hombre por el hombre.
Una Europa civilizada, que había
olvidado la guerra durante cien largos años, se embarca con entusiasmo en una
absurda matanza, sin honor ni gloria posible, en un ejercicio sucio y tedioso
de odio y exterminio. La barbarie regresa a los campos de Francia, agrandada
con ropajes de acero y la fuerza brutal de la dinamita.
Los cuerpos caen por miles en
campos sembrados de cráteres. Las ametralladoras asesinan anónimamente a
cientos de metros de distancia. Quien dispara ve caer masas ingentes de hombres
sin rostro que corren hacia una muerte cierta, alienados en un estruendo
inimaginable.
En las trincheras, su único
hogar, los soldados, con sus uniformes descoloridos y enfangados, ajenos a todo
atisbo de gloria y honor, se aferran al recuerdo de su vida de antaño. En esta
guerra nueva, sucia y tediosa, la correspondencia es un momento de evasión
imprescindible para mantener un atisbo de cordura. Los mandos lo saben, y los
contendientes organizan el mayor sistema de reparto de correo jamás visto.
Millones de misivas se cruzan portando un mismo susurro: “sigo vivo”.
“Te echamos de menos”.
Pero nada escapa a la inmundicia
de la guerra; tampoco las cartas. El alto mando de los gobiernos en conflicto
crea un enorme cuerpo de censores que tienen como tarea violar la intimidad de
la correspondencia y censurar todo mensaje que suene a catastrofismo o
desaliento. En las cartas se tacha, se borra el dolor, el miedo, la
desesperanza.
Para proteger la moral de la
población las cartas aprenden a mentir.
Muchos soldados no saben
escribir. Se les facilita cartas ya escritas con mensajes patrióticos que sólo
deben firmar. Todo es mentira y propaganda.
En casa no pueden comprender el
horror por el que novios, esposos o hijos están pasando. Con el tiempo, cuando
los combatientes disfruten de unas semanas de permiso, volverán con el alma tan
dañada que no se adaptarán al silencio de una noche tranquila ni lograrán
hacerse comprender. Muchos desean volver a la trinchera. La familia se
circunscribe a un escaso número de combatientes hermanados por el miedo. El
batallón se convertirá en su única patria. Por ellos se lucha y muere.
Vean esta imagen, un lienzo de
Singer Sargent. Una fila de soldados, hermanados por la desgracia, deambula por
un horizonte de penalidades. ¿Lo ven? Están ciegos. El gas los ha cegado.
Todo se vuelve confuso. Cada vez
es más difícil distinguir al verdadero enemigo ¿El soldado que pena en la
trinchera de enfrente bajo otra bandera es mi antagonista? ¿Lo es mi general,
que decide un ataque infructuoso que costará decenas de miles de vidas? Los oficiales
médicos practican con los cadáveres de mis compañeros: quieren reconocer las
heridas que producen las automutilaciones de los cobardes que intentan
abandonar el frente de batalla. Acabarán fusilados si se descubre su engaño. Su
miedo.
En este estado de odio difuso, en
el que borramos toda herencia humanista, unos pocos se aferran a un mundo de
ayer, cosmopolita y amable con los otros.
Gabriel Chevallier escribe en “El
miedo”:
“Mi libertad sigue conmigo. Está
en mi pensamiento; para mí Shakespeare es una patria y otra es Goethe. Podrá
usted cambiarme la etiqueta que llevo en la frente, pero lo que no podrá es
cambiar mi cerebro. Gracias a mi cerebro escapo a los destinos, a las
promiscuidades, a las obligaciones que toda civilización, toda colectividad, me
va a imponer. Yo me hago una patria con mis afinidades, mis preferencias, mis
ideas, y eso no es posible arrebatármelo, e incluso puedo difundirlo a mi alrededor.
No frecuento, en la vida, a multitudes, sino a individuos. Con cincuenta
individuos escogidos en cada nación, tal vez compondría la sociedad capaz de
darme las máximas satisfacciones. Mi primer bien soy yo mismo; es preferible
exiliarlo que perderlo, cambiar algunas costumbres que anular mis facultades
humanas. El hombre no tiene más que una patria, que es la Tierra”.
El individuo se desgañita para hacerse
oír entre tanto grito. Sin embargo, la dignidad humana está herida de muerte, y
acabará desangrada en los campos de exterminio de la Segunda Guerra Mundial.
Con la inocencia perdemos toda
esperanza de pureza y redención. Lo que somos hoy comenzó a forjarse en las
trincheras hace un siglo. Entre un cenagal de carne y sangre la civilización
pierde el rumbo de la concordia.
Y estamos solos.
Antonio Carrillo.