sábado, 31 de enero de 2015

De cuando las cartas aprendieron a mentir


 

Un invierno de hace 100 años. El conflicto se había enquistado en un horror industrial que durará cuatro largos años. El genio humano se puso al servicio de la muerte masiva e indiscriminada del hombre por el hombre.
Una Europa civilizada, que había olvidado la guerra durante cien largos años, se embarca con entusiasmo en una absurda matanza, sin honor ni gloria posible, en un ejercicio sucio y tedioso de odio y exterminio. La barbarie regresa a los campos de Francia, agrandada con ropajes de acero y la fuerza brutal de la dinamita.
Los cuerpos caen por miles en campos sembrados de cráteres. Las ametralladoras asesinan anónimamente a cientos de metros de distancia. Quien dispara ve caer masas ingentes de hombres sin rostro que corren hacia una muerte cierta, alienados en un estruendo inimaginable.

 
En las trincheras, su único hogar, los soldados, con sus uniformes descoloridos y enfangados, ajenos a todo atisbo de gloria y honor, se aferran al recuerdo de su vida de antaño. En esta guerra nueva, sucia y tediosa, la correspondencia es un momento de evasión imprescindible para mantener un atisbo de cordura. Los mandos lo saben, y los contendientes organizan el mayor sistema de reparto de correo jamás visto. Millones de misivas se cruzan portando un mismo susurro: “sigo vivo”.

“Te echamos de menos”.

Pero nada escapa a la inmundicia de la guerra; tampoco las cartas. El alto mando de los gobiernos en conflicto crea un enorme cuerpo de censores que tienen como tarea violar la intimidad de la correspondencia y censurar todo mensaje que suene a catastrofismo o desaliento. En las cartas se tacha, se borra el dolor, el miedo, la desesperanza.
Para proteger la moral de la población las cartas aprenden a mentir.
Muchos soldados no saben escribir. Se les facilita cartas ya escritas con mensajes patrióticos que sólo deben firmar. Todo es mentira y propaganda.

 
En casa no pueden comprender el horror por el que novios, esposos o hijos están pasando. Con el tiempo, cuando los combatientes disfruten de unas semanas de permiso, volverán con el alma tan dañada que no se adaptarán al silencio de una noche tranquila ni lograrán hacerse comprender. Muchos desean volver a la trinchera. La familia se circunscribe a un escaso número de combatientes hermanados por el miedo. El batallón se convertirá en su única patria. Por ellos se lucha y muere.
Vean esta imagen, un lienzo de Singer Sargent. Una fila de soldados, hermanados por la desgracia, deambula por un horizonte de penalidades. ¿Lo ven? Están ciegos. El gas los ha cegado.

 

Todo se vuelve confuso. Cada vez es más difícil distinguir al verdadero enemigo ¿El soldado que pena en la trinchera de enfrente bajo otra bandera es mi antagonista? ¿Lo es mi general, que decide un ataque infructuoso que costará decenas de miles de vidas? Los oficiales médicos practican con los cadáveres de mis compañeros: quieren reconocer las heridas que producen las automutilaciones de los cobardes que intentan abandonar el frente de batalla. Acabarán fusilados si se descubre su engaño. Su miedo.
En este estado de odio difuso, en el que borramos toda herencia humanista, unos pocos se aferran a un mundo de ayer, cosmopolita y amable con los otros.
Gabriel Chevallier escribe en “El miedo”:

“Mi libertad sigue conmigo. Está en mi pensamiento; para mí Shakespeare es una patria y otra es Goethe. Podrá usted cambiarme la etiqueta que llevo en la frente, pero lo que no podrá es cambiar mi cerebro. Gracias a mi cerebro escapo a los destinos, a las promiscuidades, a las obligaciones que toda civilización, toda colectividad, me va a imponer. Yo me hago una patria con mis afinidades, mis preferencias, mis ideas, y eso no es posible arrebatármelo, e incluso puedo difundirlo a mi alrededor. No frecuento, en la vida, a multitudes, sino a individuos. Con cincuenta individuos escogidos en cada nación, tal vez compondría la sociedad capaz de darme las máximas satisfacciones. Mi primer bien soy yo mismo; es preferible exiliarlo que perderlo, cambiar algunas costumbres que anular mis facultades humanas. El hombre no tiene más que una patria, que es la Tierra”.

El individuo se desgañita para hacerse oír entre tanto grito. Sin embargo, la dignidad humana está herida de muerte, y acabará desangrada en los campos de exterminio de la Segunda Guerra Mundial.
Con la inocencia perdemos toda esperanza de pureza y redención. Lo que somos hoy comenzó a forjarse en las trincheras hace un siglo. Entre un cenagal de carne y sangre la civilización pierde el rumbo de la concordia.
Y estamos solos.


Antonio Carrillo.

3 comentarios:

  1. Hola, Antonio. Tus textos siempre me hacen pensar y los disfruto mucho. Ojalá que no volvamos a pasar por una guerra de esas magnitudes.

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  2. Es horrendo, pero estas cuestiones históricas han hecho girar la rueda del destino, si borráramos estos hechos de la historia donde estaríamos nosotros hoy en día? Los grandes hechos históricos que produjeron las condiciones para que mis padres se crucen son estas dos guerras, sobre todo la segunda, así que yo, un solo individuo, no puedo darme el lujo de condenarlas porque gracias a ellas estoy aquí y amo vivir, amor fatti.

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  3. Excelente texto. Habría que matizar, sin embargo, que, en 1914, la guerra en Europa no era un asunto ni mucho menos lejano. Grandes contiendas recientes por aquel entonces eran la Guerra Franco-Prusiana (1870-71), la Guerra Austro-Prusiana (1866) y la Guerra Italiana de 1859, en la que se produjo la cruenta batalla de Solferino. Saludos.

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