martes, 29 de diciembre de 2015

La hormiga zombi


 
Soy una hormiga.
Nunca lo dije: me hubiese gustado nacer águila, o boa constrictor.
 
Pero no.
Soy una hormiga. Una de tantas.
Deambulo por la selva buscando alimento para mi colmena, por las ramas de los árboles.
Tengo amigas, colegas de trabajo. Todas hermanas. Al caer la noche nos refugiamos y contamos historias, frotándonos las antenas. Son noches de sabores y olores, de fugaces recuerdos.
Hoy me ha pasado algo extraño. De repente me sorprendí vagando sin rumbo, alejada de las sendas químicas de mi tribu. Fue un lapsus, un descuido impropio de una hormiga.
Hace tres días me expuse a las esporas de un hongo Ophiocordyceps, unilateralis, que desde entonces se está apropiando de mi cuerpo y de mi alma de hormiga. Pero esto lo desconozco.
Al fin y al cabo, sólo soy una hormiga. Y pronto dejaré de serlo.
Mañana se repetirá el comportamiento extraño. El hongo atrofiará mi sistema motor y muscular, en una invasión callada e inmisericorde.
En unas horas ya no tendré control sobre mi comportamiento. No regresaré al refugio y las convulsiones me harán caer de lo alto del árbol. Antes, mis antaño compañeras me verán pasar, ausente a todos.
Perdida incluso de mí misma.
Una hormiga zombi sin conciencia. Muerta en vida.
He caído. Cerca del suelo el aire es muy húmedo y fresco, las condiciones ideales para el hongo. El invasor, que se ha apropiado de mi ser y mis músculos, me obliga entonces a aferrarme a una hoja, a morderla con fuerza. Las hormigas infectadas siempre mordemos en dirección noroeste.
Y es al cabo de poco tiempo, justo al mediodía, que el hongo acaba con mi vida liberando un veneno.
Este ser monstruoso siempre mata al mediodía.
 
El parásito crece y asoma a través de un agujero en la parte superior de mi cabeza. Y este apéndice asqueroso liberará esporas que atacarán a otras hormigas.
Que se convertirán en zombis.


Me hubiese gustado ser águila. Y volar.


Antonio Carrillo

sábado, 5 de diciembre de 2015

Sobre la estupidez


 
 
De los males que amenazan al hombre, ninguno hay tan peligroso como la estupidez.

La estupidez es universal, contumaz y sibilina. Se oculta tras los oropeles de las palabras huecas, se camufla de rigor y de certeza. Es un enemigo silente, atrayente y melifluo.

Demuestra una constancia admirable; es una cualidad humana tan definitoria como la compasión o la curiosidad. Para entender a nuestra especie es preciso conocerla, saber de sus muchos usos, detectarla en lo cotidiano.

Permítanme un ejemplo. Hace pocos días hubo una pequeña polémica en España: dos candidatos a la presidencia del gobierno hablaron de Kant en un acto en la universidad. Uno citó mal el título de su libro “Crítica de la razón pura” y el otro confesó que no había leído nada del filósofo alemán.

En este caso, la estupidez mostró su verdadera cara en la respuesta que provocó esta anécdota, con muchos contertulios políticos escandalizados porque alguien osase confesar que no había leído a Kant

¡Pero cómo es posible no leer a Kant! ¡Atreverse a confesarlo en público!

Pues verán: Kant es una lectura minoritaria porque no es Harry Potter. Ni siquiera es Vargas Llosa o García Márquez. Tampoco es Platón y sus diálogos. A Kant lo habrán leído unas (pocas) decenas de miles de personas en España (creo que es un número muy optimista); pero, además, de los que lo han leído lo han entendido… ¿Cuántas personas?

No estoy seguro de llenar un teatro con todas las personas que han profundizado y hecho suyo el pensamiento del filósofo alemán. Porque es algo extremadamente difícil. Yo he aprobado exámenes en los que se me preguntó sobre Kant, pero he tenido que recurrir a interpretaciones y guías que me ayudaron a concretar la esencia de su pensar. Pero, realmente ¿entenderlo? O, si se quiere, ¿llegar a Kant por mí mismo y despertar su luz en mi interior sin atajos ni ayuda, enfrentándomelo a pecho descubierto? Ni en broma. Entre otras razones – y no es la menor mi evidente falta de capacidad – destaca el hecho de que no sé una palabra de alemán. Y tengo la impresión de que si no lees a Kant en su idioma algo se pierde en la traducción (interpretación) de los vocablos filosóficos más complejos.

Kant, créanme, está al alcance de muy pocos. Como lo está Heidegger. 

Señores contertulios: se puede (se debería poder) decir sin temor a burla y escarnio que no se ha leído a Kant. No pasa nada. Yo tampoco he profundizado en las ecuaciones de la Teoría de la Relatividad; no sé casi nada de química orgánica ni conozco la partitura de la Misa en Si Menor de Bach en detalle. Ni en detalle ni por encima. Sólo he escuchado – y disfrutado - la obra.

La estupidez nos hace osados, beligerantes e intransigentes. Además, oculta con su estulticia el verdadero rostro de lo que es importante. Nos confunde y distrae nuestra atención con sus artificios.

La filosofía es necesaria porque nos ayuda a profundizar en cuestiones que tienen que ver con la ética, con la estética o el conocimiento. Pero lo importante no es leer a Kant; lo esencial es utilizar todo un bagaje de siglos de reflexiones en una misma tarea: recapacitar sobre nuestra condición de ciudadanos, personas que conviven con otras. Hombres y mujeres libres que toman decisiones y deciden el rumbo de su vida. Que se equivocan, pero que pretenden ser lo que son.

Así de “sencillo”.

Y desde esta perspectiva todos, licenciados o no, más o menos instruidos, distinguimos entre cuestiones menos importantes (leer a Kant o dominar diez idiomas) y otras, estas sí, fundamentales.

La mayoría republicana del Congreso de los EEUU acaba de rechazar las medidas que defiende el presidente Obama para frenar el cambio climático. Es una expresión de la estupidez en estado puro, que nos embota la mirada y nos niega un mínimo de perspectiva.

Tengo nociones de paleoclima, pero incluso aunque no supiera nada del asunto percibo, como la mayoría, que la influencia del hombre sobre el clima es real y verificable. Pondré un ejemplo: a nadie se le ocurrió discutir sobre la necesidad de frenar la emisión de gases CFC. El agujero creciente de la capa de ozono no dejaba lugar a la interpretación. Hubo consenso porque hubo miedo.

Cuando dentro de unas décadas la subida del agua del mar afecte a los acuíferos de agua dulce de amplias regiones del planeta donde el crecimiento demográfico está incontrolado ¿creen que es un problema del que nos podremos librar mirando hacia otro lado? Porque eso es lo que estamos haciendo, mientras conducimos vehículos con un software que le permite contaminar veinte veces lo permitido.

La estupidez suele ganar la batalla. Cuenta con un poderoso aliado: nuestra falta de memoria y de perspectiva a medio plazo.

Lo único que frena la estupidez es la educación y la sensatez. Una ciudadanía informada y con criterio está vacunada contra la estulticia. Pero me temo que vivimos tiempos confusos en los valores, distraídos incluso de nosotros mismos. Frenéticamente aburridos y previsibles.

Echo en falta el matiz, el buen tino a la hora de plantearnos las cuestiones importantes, que delegamos en otros sin apenas darnos cuenta. Los debates, los diálogos, más parecen soliloquios. Por no escuchar, no nos escuchamos ni a nosotros mismos, aturdidos por el estruendo de la inmediatez.

Y la estupidez se engalana, segura de su triunfo. Osada, se apodera de tertulias y programas, y siembra la confusión por doquier. La estupidez nos tiene atrapados con bonitos lazos de seda, hipnotizados por el impulso de tener frente a la necesidad de ser. Engañados, sumisos y conformistas.

El rebaño de la masa nos dejamos conducir por veredas desgastadas, siempre las mismas sendas, asfaltadas con verdades de Perogrullo que se repiten hasta la saciedad. Una y otra vez. Los días son calcos unos de otros. La estupidez nos hace previsibles, mediocres. Apagados.  

Eso sí, envarados y dignos, políticamente correctos, mostramos nuestra preocupación por la falta de respeto hacia los maestros, nos preocupa la corrupción (siempre ajena) y el hambre en el mundo. El problema siempre son los demás.

Cuando detectemos la estupidez en nosotros mismos habremos dado un gran paso en la buena dirección. Mientras tanto, y como penitencia, propongo que todos sin excepción leamos la Crítica de la razón pura.

En alemán.

Total, nos vamos a enterar igual.

Antonio Carrillo.

jueves, 26 de noviembre de 2015

La fascinante familia Penrose


 




Nota: no se pierdan los dibujos al final; son, con diferencia, lo mejor del artículo.

En otoño de 1900 nace Roland Algernon Penrose, hijo del famoso retratista irlandés James Doyle Penrose y nieto del banquero y Barón Alexander Peckover, miembro, entre otras, de la Royal Geographical Society.

Roland heredó el carácter artístico de su padre, y dedicó su vida a la pintura, la poesía y la historia. Fue una figura clave como promotor del arte moderno en Inglaterra, fundador del Instituto de Arte Contemporáneo (ICA) y con una gran influencia en la Tate Gallery. Amigo íntimo de Picasso, Ernst, Gabo, Moore o Miró, estuvo presente cuando el genio malagueño pintó el Guernica.  Al parecer, Picasso dudaba entre dejar la obra monocroma o colorearla.

Eran, en efecto, grandes amigos. Es famosa la anécdota que protagonizaron el español y Anthony, el hijo de Penrose; el pintor jugaba con la criatura de tres años a los toros en la casa familiar, en Sussex. El niño, frustrado por no poder cornear a Picasso, que era más rápido, le mordió con todas sus fuerzas. Esta anécdota ha dado título a un reciente libro de memorias: “el niño que mordió a Picasso”.
 

Durante la Segunda Guerra Mundial Penrose salvó a muchos artistas en apuros, entre otros a Salvador Dalí. Pero su labor fundamental, como capitán de ingenieros, fue el desarrollo del arte del camuflaje. Escribió el manual definitivo sobre el camuflaje de objetivos para evitar que fuesen fotografiados o bombardeados desde el aire. Salvó miles de vidas. En sus clases a militares y expertos usaba una foto de su (bellísima) esposa, Lee Miller, tumbada desnuda y tapada sólo con una red de camuflaje. Penrose solía decir que “si el camuflaje puede ocultar los encantos de Lee, puede ocultar cualquier cosa”.
 
La reina le concedió el título de Caballero.


Y, sin embargo, mayor relevancia tiene acaso la figura de su hermano mayor, Lionel Sharples Penrose, que nació en el verano de 1898.

Lionel era médico psiquiatra, genetista, matemático y aficionado al ajedrez. Jefe de investigación psiquiátrica en Ontario durante la guerra, posteriormente le ofrecieron el cargo de profesor de genética humana en el University College de Londres.

Destaca por sus investigaciones sobre las causas del Síndrome de Down; Lionel Penrose demostró, tras investigar 1.280 casos, que había una correlación entre la edad de las madres y la posibilidad de que el nasciturus naciese con este trastorno genético. Miembro de la Royal Society, le concedieron el Premio Lasker, el conocido como “Nobel de medicina de los EEUU”.


La estirpe de los Penrose continúa con los cuatro hijos de Lionel y su esposa Margaret Leathes (también licenciada en medicina). El mayor, Oliver Penrose, nace en 1929

Profesor universitario emérito en matemáticas y física, Oliver es experto en transiciones de fase en metales, mecánica estadística, la físico-química de los tensioactivos o la física de los superconductores. También tiene publicados ensayos y trabajos sobre mecánica cuántica.

Sin embargo Oliver no es el inteligente de los hermanos. Jonathan Penrose, nacido en 1933 en Colchester, es uno de los más importantes ajedrecistas británicos del siglo XX. Gran maestro, ganó el campeonato británico diez veces, entre 1958 y 1969.  Ganador de dos medallas de plata en las olimpiadas de ajedrez, su salud mental se resintió durante una tensa partida disputada en las olimpiadas de 1970. Un colapso nervioso le obligó a retirarse de los campeonatos disputados en vivo.

Optó entonces por jugar partidas de ajedrez por correspondencia. Consiguió el grado de Gran Maestro en esta modalidad y ganó el campeonato del mundo en 1989.


Su hermana Shirley, nacida en 1945 es, sin embargo, de lo más normalita. Apenas catedrática de genética del cáncer en la St George's, University de Londres; una fruslería. Miembro de la Royal College de medicina  y de la Real Sociedad de Biología, destaca por sus estudios en la susceptibilidad genética a contraer un cáncer

 

Y el caso es que he dejado al más listo para el final. Roger Penrose, otro hijo de Lionel, nació en 1931. Quiso estudiar matemáticas avanzadas, pero Lionel quería que fuese biólogo o médico. Cuando Roger se postuló como alumno en Cambridge, el padre contactó con un viejo amigo profesor de matemáticas. Quedaron en que le pondría unas pruebas tan difíciles que al pobre chaval le quitarían toda vana esperanza de ser matemático.

Sin embargo, Roger resolvió todas las pruebas.

Antes de doctorarse, Penrose había descubierto la inversa generalizada (o inversa Moore-Penrose) que, para qué engañarles, no he conseguido entender lo que es. Se doctoró con honores en 1958 con una tesis sobre tensores en geometría algebraica (tampoco lo he entendido). En 1965, siendo profesor en Cambridge, postuló junto con Stephen Hawking la existencia de una singularidad nacida del colapso de una estrella (un agujero negro). En 1967 inventó la teoría de twistores, y en 1969 conjeturó sobre que el universo nos protege de las singularidades al hacerlas invisibles (hipótesis débil de la censura). En 1971 realiza su descubrimiento más importante (aparte de la singularidad de los agujeros negros); el estudio de la geometría del espaciotiempo en un bucle gravitatorio cuántico a partir de las llamadas redes de espín.

 
Sea lo que sea esto, es un gran descubrimiento.

En 1972 lo nombraron miembro de la Royal Society.

Le concedieron el premio Wolf en física (junto a Hawking) en 1988; para entonces, ya había formulado la hipótesis fuerte de la censura. La reina lo nombró caballero en 1994. Es en la actualidad profesor emérito de matemáticas en Oxford. Es autor de varios libros de divulgación de gran éxito, entre los que me gustaría destacar “La nueva mente del emperador”, un ensayo que me causó una gran impresión de joven y en el que Penrose defiende la idea de que es imposible crear una Inteligencia Artificial fuerte. Tesis que comparto.

Su nombre, como el de Hawking, se baraja todos los años como premio Nobel de física.

Quisiera detenerme en un descubrimiento de 1974: los llamados teselados de Penrose. Si quiero hacer algo parecido a un mosaico y empleo pentágonos regulares, siempre tendré que dejar huecos. Pero en el siglo XV Kepler había postulado que se podía construir un mosaico de este tipo empleando otras figuras de relleno, y el pintor Durero ya había esbozado en el siglo XIV una solución.



Penrose desarrolló un modelo en el que se determinan tres reglas para conseguir insertar una estrella, un trozo de estrella y un diamante entre pentágonos de una manera no periódica. Diez años más tarde se encontró una estructura en la naturaleza con esta misma estructura interna: los átomos de los cuasicristales.

Este interés por las formas en principio imposibles viene de mucho antes. En 1958 Roger había publicado un artículo junto a su padre Lionel sobre “objetos imposibles”. De esa época es la conocida como “Escalera de Penrose” o la “Escalera infinita”.


Les invito a subir estos escalones. O a bajarlos. Descubrirán, con asombro, una ilusión óptica. Nunca se deja de subir, lo que es, por fuerza, imposible.

Pero sucede.

Por cierto, el triangulo que aparece al principio del artículo es el "triángulo de Penrose". Fíjense de nuevo en él.

Hay otro ejemplo de genio que comenzó a interesarse por los teselados, el pintor holandés Escher. Su interés por estas formas lo llevó hasta la Alhambra de Granada, donde se pueden estudiar unas formas de una complejidad increíble. En su trabajo Escher acabó profundizando en el estudio de las ilusiones ópticas.

 

 
Fíjense en este dibujo. Sigan el curso del agua ¡Es claramente horizontal! Y, sin embargo, hay una enorme cascada.

Un misterio.


Me encantaría asistir a una reunión familiar en casa de los Penrose ¿Hablarán de fútbol?

Me da que no. O quien sabe. Son una familia, con trabajos, niños, aficiones....
 
La fascinante familia Penrose

 
Antonio Carrillo.

sábado, 21 de noviembre de 2015

El milagro de la Virgen María: la Inmaculada Concepción



 
Es curiosa la manera que tiene la mente de enhebrar ideas y entrelazar pensamientos peregrinos. Ayer caminaba por la ciudad; los operarios del ayuntamiento colocaban los adornos navideños en las farolas. Y me dio por pensar.

Debía escribir algo sobre la navidad. Y pensé en los milagros que leemos en la Biblia.

 
Algunos pueden tener una explicación desde la ciencia, como la resurrección de los muertos, en realidad enfermos de catalepsia ¿Debería escribir sobre ello, y sobre la obligación reciente de realizar electroencefalogramas a los cadáveres para asegurarse de que están realmente fallecidos? ¿Cuántas personas se habrán enterrado vivas?

Más interesante incluso; pensé en los efectos que provoca la toxina del pez globo, que disminuye las constantes vitales hasta el punto confundir a un vivo con un cadáver. Es lo que sucede en Haití, con el vudú.

Escalofriante: un brujo maléfico llamado “Bokor” tiene el poder de resucitar personas y convertirlas en zombis. En realidad, estos brujos primero intoxican a la víctima con tetradotoxina, el veneno del pez globo. La familia piensa que ha fallecido, y lo entierra. Al cabo de un par de días el cruel Bokor exhuma el supuesto cadáver, y le obliga a ingerir una potente mezcla de alucinógenos que dañan irremisiblemente el cerebro; la consciencia y la memoria.

Imagine. Ha transcurrido una semana, y familia y vecinos ven aparecer aterrorizados la imagen balbuceante y trastornada de quien había sido enterrado. Un zombi. Un muerto viviente.

Pero no voy a escribir sobre esto. Me interesa otro milagro más difícil de justificar desde la ciencia. Por ejemplo, el milagro del nacimiento de Jesús.

¿Puede la ciencia explicar el embarazo de una mujer virgen?

Sí claro, me dirán muchos; por inseminación artificial. Pero, si bien la inseminación de mamíferos se conoce desde tiempos babilónicos, yo propongo escudriñar una causa de origen natural que haga posible un embarazo sin haber conocido varón.

Hay una posibilidad interesante: el hermafroditismo. Son hermafroditas las estrellas de mar, las lombrices de tierra o los caracoles. Pueden adoptar uno u otro sexo, pero la autofecundación es un fenómeno inusual (aunque no imposible).

Los médicos llaman “hermafroditismo verdadero” la condición de una persona que produce gametos femeninos y masculinos, generalmente en un ovotestis (o gónada hermafrodita). Las personas hermafroditas, ¿pueden ser fértiles? Hay más de un centenar de casos que lo confirman. Lo que no hay es ni un caso clínicamente documentado de un hermafrodita humano que se haya fecundado a sí mismo.

No estamos seguros; y a falta de pruebas creemos que no es posible.

Pero entonces, ¿es imposible que una mujer virgen se quede embarazada? Eso parece.

Sin embargo, en el mundo animal se da un fenómeno asombroso llamado “partenogénesis”. Es la reproducción a partir de células femeninas no fecundadas. Y no es un fenómeno inusual.

Casi todas las clases del filo de los cordados nos ofrecen ejemplos de partenogénesis; en reptiles como serpientes boa, salamanquesas o varanos, en aves como el gallo o la codorniz, en peces como el pez martillo o en anfibios. También hay partenogénesis en las abejas y hormigas, y en otras muchas especies de invertebrados como los fascinantes “osos de agua”, los animales más resistentes, capaces de sobrevivir incluso en el espacio exterior.

Para explicar la partenogénesis debemos entender la gametogénesis; es decir, el proceso por el cual los animales fabricamos gametos masculinos y femeninos, células haploides (con la mitad de los cromosomas) que se combinan con otras para crear un ser vivo único.

La gametogénesis femenina se llama ovogénesis. Para llegar a un óvulo fecundable haploide se parte de una célula diploide (con todos los cromosomas) que se divide en dos, con lo que se reduce el número de cromosomas a la mitad. Esta división recibe el nombre de meiosis.
 

Tenemos entonces dos células: una llamada ovocito II, más grande (el futuro óvulo) y una compañera que se llama “cuerpo polar”. Posteriormente, habrá una segunda división mieótica, por lo que tendremos cuatro células; un óvulo y tres cuerpos polares que acabarán desapareciendo, absorbidos por el organismo.

Pues bien: en ocasiones la naturaleza hace posible que el cuerpo polar fertilice el ovocito II, aportando así la mitad de cromosomas que necesita para ser diploide y viable. Es decir, una hembra gesta un ser vivo sin que intervenga un gameto masculino.

Es la gestación de una virgen.

Ahora bien, no está demostrada la partenogénesis en mamíferos en libertad, aunque sí se ha logrado inducir este fenómeno en ratones y monos de laboratorio. En fechas tan tempranas como 1936 Gregory Goodwin Pincus logró el nacimiento de un conejo por esta técnica. De hecho, hoy en día los laboratorios emplean la partenogénesis humana como herramienta de fabricación de células madre.

Pero ¿hay algún caso en humanos, alguna pista de que sea posible que una mujer virgen se quede embarazada?

Lo cierto es que sí. En el verano de 1944, una joven enfermera alemana, de nombre Emminaire, fue a consulta porque no se encontraba bien. El diagnóstico fue claro y certero: estaba embarazada. Sin embargo, la joven de 18 años de edad juró que era virgen, que jamás había conocido varón.

A los ocho meses dio a luz a una niña, de nombre Mónica. Nadie creyó su historia.

Con el final de la Guerra, y su ciudad Hannover bajo control del ejército británico, Emminaire conoció a un soldado inglés llamado Jones con el que contrajo matrimonio. Pasado el tiempo, tras varios años sin conseguir quedarse embarazada de su marido, consultó su caso con un famoso ginecólogo londinense: Stanley Balford-Lynn.

El médico encontró pruebas de que madre e hija compartían una identidad genética similar a la de las gemelas idénticas. Entusiasmado, envió un artículo a la British Medical Journal e investigó nuevos casos susceptibles de ser partenogénesis humana. El asunto fue noticia periodística. Sin embargo, ante las burlas y el escepticismo de la comunidad científica, abandonó la investigación en 1956.
 

Por lo que he podido investigar, en 1983 los estudios sobre el tema cobraron vida gracias a un artículo de Kaufman, M.H. Early publicado en la prestigiosa Cambridge University Press, bajo el título “mammalian development: Parthenogenetic studies”. Años más tarde, el doctor M. Azim Surani, de la Universidad de Cambridge, provocó un auténtico revuelo entre los especialistas al publicar “Parthenogenesis in man” en la edición de octubre de 1995 de la revista Nature Genetics.

En este artículo se comentaba el caso de una criatura de tres años cuya genética procedía sólo y exclusivamente de su madre


Paseo por la ciudad, y las ideas deambulan ociosas. Paso de los zombis a la partenogénesis del tiburón martillo, la especie de tiburón más evolucionada. Las hembras de tiburón martillo se agrupan para protegerse de los machos. Son curiosos los Osos de agua, capaces de resistir temperaturas o radiaciones imposibles para la vida. Se los ha localizado vivos en el casco exterior de los cohetes espaciales, a su regreso del espacio. Y son feos de narices.
 

Y reflexiono sobre el mito de la virgen que engendra a un dios; uno de tantos mitos que se repiten en culturas a lo largo del planeta y de los milenios.

Lo operarios siguen colocando los adornos de navidad. Todavía no hace frío.

¿Sobre qué tema voy a escribir? No lo sé. Me detengo. Algo falla: ¿puede una mujer engendrar a un varón por partenogénesis? No lo creo. Sólo podrá engendrar niñas, porque la mujer tiene únicamente el cromosoma XX, y no el XY, como el varón. Por ello es el hombre el que siempre determina el sexo del feto. Si Jesús era varón, tuvo que intervenir un gameto (o Espíritu Santo) masculino.

El otoño siembra de hojas la acera.


Antonio Carrillo

domingo, 15 de noviembre de 2015

Respuesta al odio sembrado en Paris



Ayer pusieron bombas y dispararon en un lugar donde se interpretaba, se escuchaba y bailaba, música.

Respondemos al odio con este vídeo. Una actuación improvisada:




domingo, 8 de noviembre de 2015

La Cruz de Einstein



Hace mucho tiempo que no escribo. Pero he vuelto.


 
Estuve lejos. En este (patético) dibujo pueden verme, alejado de todo y de todos, asomado, las manos a la espalda, a un horizonte ajeno a la contaminación de las luces de ciudades y pueblos, en lo alto de una loma, junto a un árbol.
Unos cuantos detalles nos ofrecen pistas; es otoño, y he tenido que utilizar un vehículo Jeep para poder llegar a lugares recónditos y oscuros. No hay luna. Es octubre; he elegido este mes porque es el momento idóneo para vislumbrar la constelación de Pegaso. Estoy, por tanto, en el hemisferio norte. 
Till Credner, AlltheSky.com
 
Mi telescopio Celestron NexStar 8 enfoca hacia las coordenadas celestes SE 22 h 40 m 30,3 s, + 3 ° 21 '31 ". Muestra la imagen que aparece en el dibujo y que encabeza este artículo: un punto luminoso en el centro (A) enmarcado por cuatro puntos en forma de cruz: (1,2,3 y 4).

 
Esta imagen que nos regala la constelación de Pegaso es (relativamente) famosa y tiene un nombre peculiar:

La Cruz de Einstein.

¿Por qué es tan especial? A es una galaxia que se encuentra a 400 millones de años luz. La imagen que vemos tiene, por tanto, 400 millones de años; lo que vemos en realidad corresponde a una edad muy temprana, el Devónico, cuando surgieron los primeros insectos.
El firmamento es una inmensa máquina del tiempo. Los cuatro puntos que rodean la galaxia A son Cuásares, y tienen 8.000 millones de años luz. Es decir, cuando salió la luz de esos Cuásares, hace 8.000 millones de años, la Tierra y el Sol no existían. Es posible que estas galaxias activas que llamamos Cuásares se hayan extinguido precisamente hoy, el 8 de noviembre de 2015. Pero si esto es cierto no lo sabremos hasta dentro de, al menos, otros 8.000 millones de años. Tan lejos estamos.
Para entonces ya no existirán ni el Sol ni la Tierra. Ni posiblemente los humanos.
Todos estos datos producen un poco de vértigo.
Pero hay algo mucho más sorprendente. El análisis de las emisiones energéticas de los Cuásares 1, 2, 3 y 4 nos releva un dato imposible: son el mismo Cuásar. El telescopio me está mostrando cuatro imágenes de un solo objeto ¿Sorprendidos?

 
Pues eso no es todo ¿En dónde se encuentra realmente el Cuásar? ¿En la zona marcada como 1, en la 2…? La respuesta es en ninguna de las cuatro. El Cuásar no está donde lo vemos. Pero entonces ¿dónde se encuentra? La respuesta de nuevo sorprende: el Cuásar (Q) está justo detrás de la galaxia. Es decir, no deberíamos verlo; A debería tapar el fotón 3 (la imagen) que se dirige en línea recta a la Tierra (T). Y los fotones 1 y 2 no se dirigen a la Tierra y, por consiguiente, no podemos verlos.
Y, sin embargo, no sólo vemos el Cuásar; vemos cuatro imágenes de un único objeto astronómico.
¿Por qué? ¿Por qué se le llama la Cruz de Einstein? ¿Qué puede explicar algo tan fascinante?
Lo explicaré en unas pocas frases.

Einstein cambió nuestra percepción del tejido del universo. Podemos imaginarnos el universo como una malla muy estirada, en la que cualquier materia o energía provocan una curvatura. A esta curvatura la denominamos gravedad.

«Spacetime curvature». CC BY-SA 3.0
 
Si lanzo una canica en la superficie de esta malla, tenderá a acercarse al objeto más masivo; cambiará su trayectoria. Cuando los objetos son muy masivos, como las galaxias, desvían la dirección de astros o partículas elementales, como los fotones. Es decir, un objeto puede desviar la luz.

 
En el ejemplo que muestro, la galaxia cambia el rumbo de F1 y F2. Una vez modificado su rumbo, ambos fotones (imágenes del Cuásar) retoman su rumbo recto, esta vez en dirección a la Tierra. Pero como nos llegan 2 (en este caso 4) fotones desde lugares distintos, nuestros telescopios nos muestran una imagen “reflejada” de un mismo cuerpo en dos lugares diferentes (Q1 y Q2).

 
A este fenómeno se lo denomina “Lente Gravitatoria”, y se descubrió por vez primera en 1979. Y es una prueba definitiva que sustenta la Teoría de la Relatividad General.
Por ello esta imagen (el objeto Q2237 + 030) tiene el apodo de la Cruz de Einstein.
 
Intentaré sorprenderles siempre que pueda. Al fin y al cabo, uno escribe lo que le gustaría leer. En esta ocasión, bastó con salir a una zona alejada, en la más absoluta oscuridad, y mirar al cielo.
 
Y ver algo que es pero no está. Al menos no donde lo vemos.
Perdón por la espera.
 
Antonio Carrillo

viernes, 11 de septiembre de 2015

Pancracio. Y un niño en la playa





Aviso: este artículo, por su crudeza, no lo recomiendo a menores de edad.

Incluso los dioses temen al destino;  a las negras Moiras de un solo ojo.


Vivimos tiempos funestos. Grecia decae, debilitada por sus muchas heridas tras demasiados años de guerra. Generaciones de madres han llorado a miles de hijos muertos por el hierro, burlando así las leyes simples de la naturaleza.
Una madre no debe ver partir al hijo a la tierra del olvido. Debe esperarlo y buscarlo en la bruma de Asfódelo.
La madre, paciente, siempre aguarda.
Me llamo Andíocles y soy, lo confieso, afortunado. Nací hombre y libre en la seguridad y prosperidad de Tarento. Ni el conflicto con los Medos invasores ni las guerras posteriores entre griegos han asolado las piedras de mi casa ni los templos que frecuento. Los tarentinos no tomamos partido en las largas contiendas civiles, a despecho de nuestra herencia doria.
Pero el llanto en Atenas, los gritos de Esparta llegan lejos, al sur de la Magna Grecia. Al fin y al cabo, todos somos griegos, hijos de Homero. Y tememos por el destino de nuestra civilización centenaria. No se sobrevive incólume a la muerte suicida del hermano por el hermano.

Todos los griegos, no importa la procedencia, hablamos una lengua similar, rezamos a los mismos dioses y medimos el tiempo en periodos que llamamos Olimpiadas. Son cuatro años, cuatro ciclos completos de la naturaleza en los que se suceden los juegos panhelénicos que nos unen e identifican como helenos: los juegos de Olimpia en junio del primer año, con la gloria en forma de corona de laurel. Al año siguiente se celebran dos juegos: los ístmicos en primavera, con las guirnaldas de pino, y los Nemeos en verano y su corona de apio. El tercer año los griegos somos convocados a los juegos del santuario de Delfos, los juegos Píticos; y en el cuarto y último año de nuevo los juegos istmicos y nemeos, que se celebran cada dos años. Todo gira alrededor de estas fechas; es así como medimos el tiempo de las batallas, el año en que se nace o se muere, el momento de un viaje o el recordatorio de la fecha de una boda.
Y es así que ahora, en el frescor de mi terraza, frente al mar, ya anciano, recuerdo lo que sucedió el verano del tercer año de la 90 olimpiada. La memoria es veleidosa, cruel a menudo. Lo está siendo hoy conmigo, atrayendo del pasado imágenes, olores y sonidos. Con la edad uno tiende a olvidar lo inmediato, pero en cambio se recuperan recuerdos que se creían perdidos. Es un juego cruel de Mnemosina, la diosa hija de Urano que nos regala el idioma de los mismos dioses: la poesía.

Era verano en el tercer año de la 90 olimpiada, pues. Yo tenía 32 años y ejercía, como tantos otros tarentinos, el oficio de comerciante. Los negocios me obligaron a viajar al Peloponeso, a la polis de Cleonas. Hice lo que otros muchos: aproveché la tregua que precede a la celebración de unos juegos para programar un viaje tranquilo y sin incidentes. Eran tiempos convulsos. Cerca de mi destino, Esparta había comenzado hostilidades contra Ellis.
Mi anfitrión insistió en agasajarme invitándome a asistir a los juegos nemeos. Nunca he sido proclive a las competiciones gimnásticas ni a la hípica, y mucho menos al cruel espectáculo de la lucha. Pero por no ofender a mi cliente accedí a acudir a la cercana Nemea. Era una oportunidad de conocer su templo dedicado a Zeus.
Poco antes de salir a los juegos recibí la noticia de la muerte de Tucídides en Tracia. Conocía su obra sobre la guerra entre la liga de Esparta y la de Atenas. Una guerra que continuaba, a la que no se le veía un final claro ¿Quién escribirá sobre todo lo que sucede? ¿Con el mismo rigor?
Pensamientos fúnebres me acompañaron en el breve trayecto a Nemea, por más que intenté mostrarme afable con mi compañero. El hombre insistía en hablarme de los juegos, para él los mejores de toda Grecia (los lugareños siempre consideran sus juegos los mejores). Me habló de su carácter sagrado y austero, de su vinculación con la muerte. Los jueces árbitros, los Hellanódicas, encargados de la organización y del respeto a las normas, vestían de riguroso negro. Pensé en que su hogar, Ellis, estaba en este momento bajo la amenaza de la violenta Esparta ¿Serían imparciales con un gimnasta espartano?
Al poco tiempo, tras un loma, enmarcado en un paisaje rocoso, se alzaba el templo dórico dedicado a Zeus.
Era hermoso, con seis columnas en su frontal y trece en los laterales. Distinguí que algunos capiteles pertenecían al estilo jónico y corintio, sin que ello perturbara la armonía del conjunto.
El templo se alzaba junto a un gran bosque sagrado. Una arboleda de cipreses, los árboles predilectos de Hades, la larga sombra de los muertos. Estábamos en terreno sagrado.
Agradecí que visitáramos los aposentos que un esclavo nos había reservado en el Xenon, pero mi colega no me dio tregua alguna; tenía prisa por acudir al estadio. Me habló sobre dos grandísimos luchadores, Creugas de Epidamnos, y Damoxenos de Siracusa. Iban a participar en el pancracio esta misma jornada.
Yo estaba horrorizado. Detesto la violencia, y ni el pugilismo ni el pancracio son modalidades de lucha que me interesen lo más mínimo. Resultó que mi anfitrión era un gran aficionado.
Apenas 10 minutos de camino bastaron para llegar al estadio, donde 40.000 personas esperaban el inicio del espectáculo sangriento. Unas trompas anunciaron el inicio del ritual, y de un largo túnel de más de 30 metros surgieron los circunspectos Hellanódicas, con sus látigos en la mano, y tras ellos los luchadores, hombres enormes, totalmente desnudos, dotados de una musculatura imposible. Eran personas que habían dedicado años al entrenamiento del cuerpo y a soportar toda clase de penalidades. Eran seres curtidos en provocar y sufrir el dolor.
Un Hellanódica se acercó al centro de la arena. Portaba una urna de plata. Los luchadores acudieron por turnos al centro y sacaron de la urna una pequeña piedra rectangular con un grabado: una letra. Las letras estaban todas repetidas dentro de la urna, y el destino decidía tu contrincante: el luchador que saque tu misma piedra. No importa el peso, ni la talla: un hombre de 80 kilos puede enfrentarse a otro de 120.
Van a comenzar los combates. Comienzan los luchadores que sacaron la letra alfa. Saludan al Hellanódica que arbitrará el combate, y escuchan de su boca las pocas normas.
El Pancracio es una lucha entre dos hombres en la que todo está permitido. Lo único que está prohibido es meter los dedos en los ojos para arrancarlos o morder, aunque esto último sucede a menudo. Simplemente, dos gigantes se enfrentan en un combate atroz en el que se busca la rendición o la muerte del contrario.
Al principio los luchadores se estudian con cuidado, y mantienen las distancias. Se lanzan patadas. Ambos se muestran de lado; no quieren dejar expuesta su zona más delicada: los genitales. Si tu adversario te golpea o retuerce los testículos el dolor es insoportable.
Las patadas dejan paso a los puñetazos con las manos desnudas, y según se aproximan llegan los golpes brutales con rodillas, codos o con la cabeza. Repito: todo vale.
Los combates no son breves. No hay un tiempo para el descanso o para detener el combate. Siempre hay un ganador. Los pancraciastas se han entrenado desde niños. Podían transcurrir horas de cruenta lucha.
La mejor manera de acabar un combate era rompiendo una articulación, ahogando al adversario estrangulándolo o dislocando un miembro. Había una técnica potencialmente mortal: el klimakismos. Se atrapaba al adversario en el suelo aprisionando su abdomen con las piernas. Por detrás se le estrangulaba con las manos. Si el rival no se rendía levantando un dedo, moría ahogado.
También se podía provocar la caída del contrario con una zancadilla y aplastarle la cara con el pie.
Así de sencillo.
Los combates se sucedieron. Costaba limpiar la sangre de los combatientes. En un momento dado mi colega dio un salto: la fortuna nos había deparado lo que tanto había deseado: asistir al enfrentamiento entre dos dioses de la arena: Creugas y Damoxenos.
Por entonces yo estaba hastiado de tanta sangre derramada. Transcurrió una hora en la que ambos contendientes se repartieron todo tipo de golpes. Pasadas tres horas, las hemorragias internas en el rostro los hacían irreconocibles: máscaras grotescas, hinchadas y amoratadas, de lo que antes era un rostro humano. Apenas si podían ver, y apoyaban la cabeza el uno en el otro absolutamente exhaustos, con golpes cada vez más débiles.
Comenzó a anochecer.
Se escuchó el sonido del látigo del Hellanódica. El sol desaparecía, y era el momento del klimax. Así se llama a la forma como se determina el ganador de un combate cuando las fuerzas están igualadas y la luz mengua. El árbitro sortea quien dará el primer golpe.
El klimax consiste en que un luchador exige a otro que adopte una determinada postura y se quede completamente quieto. Entonces puede golpearlo una sola vez sin que el adversario oponga resistencia.
Si el contrario resiste el golpe, tiene la oportunidad a su vez de golpear al otro. Los pancraciastas se golpean por turnos hasta que uno prevalece.
El sorteo favoreció al luchador de Epidamnos, Creugas. Solicitó a Damoxenos que se mantuviese erguido, con ambos brazos pegados al cuerpo. Entonces, con el descanso de unos minutos, golpeó con todas sus fuerzas el rostro del contrario. Desde mi asiento creí oír el sonido de los huesos de la cara.
Pero Damoxenos aguantó el golpe. Era su turno.
Ordenó a Creugas que levantase su brazo izquierdo y le mostrara todo su costado. Entonces, con una fuerza descomunal, Damoxenos hundió su mano abierta con los dedos extendidos por debajo de las costillas, hendiendo piel y carne y profundizando con insistencia, hasta dejar la cavidad abdominal al aire.
A Creugas se le desparramaron los intestinos y falleció en el acto.
El estadio entero comenzó a rugir. Yo aparté la mirada.
Desde donde estaba podía ver la imagen en penumbra de los cipreses, largos y calmados. Ajenos. Frente al bullicio del estadio, los árboles parecían rendir tributo a un caído más. Impasibles al cómo y a la gloria, ellos simplemente indicaban con su mirada el camino a lo alto.
"Descalificado". Mi socio, eufórico, me agitaba el brazo. Los Hellanódicas habían descalificado a Damoxenos por cometer una ilegalidad. No por acabar con una vida; eso era lo de menos. Pero cuando profundizó en el cuerpo de Creugas lo hizo en lo que los árbitros consideraron que era más de un golpe. ¿Me daba cuenta? ¡Éramos afortunados! Habíamos asistido a un combate que pasaría a la historia.
Yo sólo quería volver a casa con mi mujer y mis tres hijos.
El hogar en el sur de la península itálica recibió a un viajero cansado y triste. Mirando a mi hija pensaba ¿qué herencia deja Grecia a la posteridad? ¿El pancracio? ¿Tucídides? En mi tierra había florecido la filosofía, con nombres como Empédocles, Parménides o Pitágoras. En los teatros de toda Grecia se representaban todos los días obras de Sófocles, Aristófanes o Eurípides.
Justo un año después de mi viaje a Nemea recibí otra noticia devastadora: Atenas había obligado a suicidarse a Sócrates. Al hombre que preguntaba. Que buscaba la verdad. Le acusaron de corromper a la juventud.
Tuve entonces plena conciencia de que Grecia moría. Su herencia perduraría, estaba seguro. Pero no supimos optar por la amabilidad. Tratamos a las mujeres y los esclavos como fardos andantes y educamos a nuestros hijos en la violencia. Es pronto, imagino. Es demasiado pronto para la compasión.
Usted lector, acaso de un futuro muy lejano ¿Ha llegado por fin a una era de clemencia? ¿Hay dignidad en su polis, en su mundo? ¿Sigue reinando la frialdad de la guerra?
La pregunta en pergamino, perdida para todos, encuentra respuesta en el cuerpo de un niño muerto en una playa. Vestido con cariño por su madre, arrebatado por el mar de los brazos de su padre.


Nota: el escultor italiano Antonio Canova inmortalizó a Creugas y Damoxenos en dos estatuas que hoy se pueden observar en los Museos Vaticanos.


Antonio Carrillo