Aviso: este artículo, por su crudeza, no lo recomiendo a menores de edad.
Vivimos tiempos funestos. Grecia
decae, debilitada por sus muchas heridas tras demasiados años de guerra. Generaciones
de madres han llorado a miles de hijos muertos por el hierro, burlando así las
leyes simples de la naturaleza.
Una madre no debe ver partir al
hijo a la tierra del olvido. Debe esperarlo y buscarlo en la bruma de Asfódelo.
La madre, paciente, siempre
aguarda.
Me llamo Andíocles y soy, lo
confieso, afortunado. Nací hombre y libre en la seguridad y prosperidad de
Tarento. Ni el conflicto con los Medos invasores ni las guerras posteriores entre
griegos han asolado las piedras de mi casa ni los templos que frecuento. Los
tarentinos no tomamos partido en las largas contiendas civiles, a despecho de
nuestra herencia doria.
Pero el llanto en Atenas, los
gritos de Esparta llegan lejos, al sur de la Magna Grecia. Al fin y al cabo, todos
somos griegos, hijos de Homero. Y tememos por el destino de nuestra civilización
centenaria. No se sobrevive incólume a la muerte suicida del hermano por el
hermano.
Todos los griegos, no importa la procedencia, hablamos una lengua similar, rezamos a los mismos dioses y medimos el tiempo en periodos que llamamos Olimpiadas. Son cuatro años, cuatro ciclos completos de la naturaleza en los que se suceden los juegos panhelénicos que nos unen e identifican como helenos: los juegos de Olimpia en junio del primer año, con la gloria en forma de corona de laurel. Al año siguiente se celebran dos juegos: los ístmicos en primavera, con las guirnaldas de pino, y los Nemeos en verano y su corona de apio. El tercer año los griegos somos convocados a los juegos del santuario de Delfos, los juegos Píticos; y en el cuarto y último año de nuevo los juegos istmicos y nemeos, que se celebran cada dos años. Todo gira alrededor de estas fechas; es así como medimos el tiempo de las batallas, el año en que se nace o se muere, el momento de un viaje o el recordatorio de la fecha de una boda.
Todos los griegos, no importa la procedencia, hablamos una lengua similar, rezamos a los mismos dioses y medimos el tiempo en periodos que llamamos Olimpiadas. Son cuatro años, cuatro ciclos completos de la naturaleza en los que se suceden los juegos panhelénicos que nos unen e identifican como helenos: los juegos de Olimpia en junio del primer año, con la gloria en forma de corona de laurel. Al año siguiente se celebran dos juegos: los ístmicos en primavera, con las guirnaldas de pino, y los Nemeos en verano y su corona de apio. El tercer año los griegos somos convocados a los juegos del santuario de Delfos, los juegos Píticos; y en el cuarto y último año de nuevo los juegos istmicos y nemeos, que se celebran cada dos años. Todo gira alrededor de estas fechas; es así como medimos el tiempo de las batallas, el año en que se nace o se muere, el momento de un viaje o el recordatorio de la fecha de una boda.
Y es así que ahora, en el frescor
de mi terraza, frente al mar, ya anciano, recuerdo lo que sucedió el verano del
tercer año de la 90 olimpiada. La memoria es veleidosa, cruel a menudo. Lo está
siendo hoy conmigo, atrayendo del pasado imágenes, olores y sonidos. Con la edad
uno tiende a olvidar lo inmediato, pero en cambio se recuperan recuerdos que se
creían perdidos. Es un juego cruel de Mnemosina, la diosa hija de Urano que nos
regala el idioma de los mismos dioses: la poesía.
Era verano en el tercer año de la
90 olimpiada, pues. Yo tenía 32 años y ejercía, como tantos otros tarentinos,
el oficio de comerciante. Los negocios me obligaron a viajar al Peloponeso, a
la polis de Cleonas. Hice lo que otros muchos: aproveché la tregua que precede a
la celebración de unos juegos para programar un viaje tranquilo y sin
incidentes. Eran tiempos convulsos. Cerca de mi destino, Esparta había
comenzado hostilidades contra Ellis.
Mi anfitrión insistió en
agasajarme invitándome a asistir a los juegos nemeos. Nunca he sido proclive a
las competiciones gimnásticas ni a la hípica, y mucho menos al cruel
espectáculo de la lucha. Pero por no ofender a mi cliente accedí a acudir a la
cercana Nemea. Era una oportunidad de conocer su templo dedicado a Zeus.
Poco antes de salir a los juegos
recibí la noticia de la muerte de Tucídides en Tracia. Conocía su obra sobre la
guerra entre la liga de Esparta y la de Atenas. Una guerra que continuaba, a la
que no se le veía un final claro ¿Quién escribirá sobre todo lo que sucede?
¿Con el mismo rigor?
Pensamientos fúnebres me
acompañaron en el breve trayecto a Nemea, por más que intenté mostrarme afable
con mi compañero. El hombre insistía en hablarme de los juegos, para él los
mejores de toda Grecia (los lugareños siempre consideran sus juegos los mejores).
Me habló de su carácter sagrado y austero, de su vinculación con la muerte. Los
jueces árbitros, los Hellanódicas, encargados de la organización y del respeto
a las normas, vestían de riguroso negro. Pensé en que su hogar, Ellis, estaba
en este momento bajo la amenaza de la violenta Esparta ¿Serían imparciales con
un gimnasta espartano?
Al poco tiempo, tras un loma,
enmarcado en un paisaje rocoso, se alzaba el templo dórico dedicado a Zeus.
Era hermoso, con seis columnas en
su frontal y trece en los laterales. Distinguí que algunos capiteles pertenecían
al estilo jónico y corintio, sin que ello perturbara la armonía del conjunto.
El templo se alzaba junto a un
gran bosque sagrado. Una arboleda de cipreses, los árboles predilectos de Hades, la larga sombra de los
muertos. Estábamos en terreno sagrado.
Agradecí que visitáramos los aposentos que un esclavo nos había reservado en el Xenon, pero mi colega no me dio tregua alguna; tenía prisa por acudir al estadio. Me habló sobre dos
grandísimos luchadores, Creugas de Epidamnos, y Damoxenos de Siracusa. Iban a
participar en el pancracio esta misma jornada.
Yo estaba horrorizado. Detesto la
violencia, y ni el pugilismo ni el pancracio son modalidades de lucha que me
interesen lo más mínimo. Resultó que mi anfitrión era un gran aficionado.
Apenas 10 minutos de camino
bastaron para llegar al estadio, donde 40.000 personas esperaban el inicio del espectáculo
sangriento. Unas trompas anunciaron el inicio del ritual, y de un largo túnel de más de 30 metros
surgieron los circunspectos Hellanódicas, con sus látigos en la mano, y tras
ellos los luchadores, hombres enormes, totalmente desnudos, dotados de una
musculatura imposible. Eran personas que habían dedicado años al entrenamiento
del cuerpo y a soportar toda clase de penalidades. Eran seres curtidos en
provocar y sufrir el dolor.
Un Hellanódica se acercó al centro
de la arena. Portaba una urna de plata. Los luchadores acudieron por turnos al
centro y sacaron de la urna una pequeña piedra rectangular con un grabado: una
letra. Las letras estaban todas repetidas dentro de la urna, y el destino decidía tu
contrincante: el luchador que saque tu misma piedra. No importa el peso, ni la
talla: un hombre de 80 kilos puede enfrentarse a otro de 120.
Van a comenzar los combates.
Comienzan los luchadores que sacaron la letra alfa. Saludan al Hellanódica que
arbitrará el combate, y escuchan de su boca las pocas normas.
El Pancracio es una lucha entre
dos hombres en la que todo está permitido. Lo único que está prohibido es meter
los dedos en los ojos para arrancarlos o morder, aunque esto último sucede a
menudo. Simplemente, dos gigantes se enfrentan en un combate atroz en el que se
busca la rendición o la muerte del contrario.
Al principio los luchadores se
estudian con cuidado, y mantienen las distancias. Se lanzan patadas. Ambos se
muestran de lado; no quieren dejar expuesta su zona más delicada: los
genitales. Si tu adversario te golpea o retuerce los testículos el dolor es
insoportable.
Las patadas dejan paso a los
puñetazos con las manos desnudas, y según se aproximan llegan los golpes brutales
con rodillas, codos o con la cabeza. Repito: todo vale.
Los combates no son breves. No
hay un tiempo para el descanso o para detener el combate. Siempre hay un
ganador. Los pancraciastas se han entrenado desde niños. Podían transcurrir horas de cruenta lucha.
La mejor manera de acabar un
combate era rompiendo una articulación, ahogando al adversario estrangulándolo
o dislocando un miembro. Había una técnica potencialmente mortal: el klimakismos.
Se atrapaba al adversario en el suelo aprisionando su abdomen con las piernas.
Por detrás se le estrangulaba con las manos. Si el rival no se rendía
levantando un dedo, moría ahogado.
También se podía provocar la
caída del contrario con una zancadilla y aplastarle la cara con el pie.
Así de sencillo.
Así de sencillo.
Los combates se sucedieron.
Costaba limpiar la sangre de los combatientes. En un momento dado mi colega dio
un salto: la fortuna nos había deparado lo que tanto había deseado: asistir al
enfrentamiento entre dos dioses de la arena: Creugas y Damoxenos.
Por entonces yo estaba hastiado
de tanta sangre derramada. Transcurrió una hora en la que ambos contendientes
se repartieron todo tipo de golpes. Pasadas tres horas, las hemorragias
internas en el rostro los hacían irreconocibles: máscaras grotescas, hinchadas y
amoratadas, de lo que antes era un rostro humano. Apenas si podían ver, y
apoyaban la cabeza el uno en el otro absolutamente exhaustos, con golpes cada
vez más débiles.
Comenzó a anochecer.
Se escuchó el sonido del látigo
del Hellanódica. El sol desaparecía, y era el momento del klimax. Así se llama
a la forma como se determina el ganador de un combate cuando las fuerzas están igualadas
y la luz mengua. El árbitro sortea quien dará el primer golpe.
El klimax consiste en que un
luchador exige a otro que adopte una determinada postura y se quede
completamente quieto. Entonces puede golpearlo una sola vez sin que el
adversario oponga resistencia.
Si el contrario resiste el golpe,
tiene la oportunidad a su vez de golpear al otro. Los pancraciastas se golpean
por turnos hasta que uno prevalece.
El sorteo favoreció al luchador
de Epidamnos, Creugas. Solicitó a Damoxenos que se mantuviese erguido, con
ambos brazos pegados al cuerpo. Entonces, con el descanso de unos minutos,
golpeó con todas sus fuerzas el rostro del contrario. Desde mi asiento creí oír
el sonido de los huesos de la cara.
Pero Damoxenos aguantó el golpe.
Era su turno.
Ordenó a Creugas que levantase su
brazo izquierdo y le mostrara todo su costado. Entonces, con una fuerza descomunal,
Damoxenos hundió su mano abierta con los dedos extendidos por debajo de las
costillas, hendiendo piel y carne y profundizando con insistencia, hasta dejar
la cavidad abdominal al aire.
A Creugas se le desparramaron los
intestinos y falleció en el acto.
El estadio entero comenzó a
rugir. Yo aparté la mirada.
Desde donde estaba podía ver la
imagen en penumbra de los cipreses, largos y calmados. Ajenos. Frente al bullicio del
estadio, los árboles parecían rendir tributo a un caído más. Impasibles al cómo
y a la gloria, ellos simplemente indicaban con su mirada el camino a lo alto.
"Descalificado". Mi
socio, eufórico, me agitaba el brazo. Los Hellanódicas habían descalificado a
Damoxenos por cometer una ilegalidad. No por acabar con una vida; eso era lo de
menos. Pero cuando profundizó en el cuerpo de Creugas lo hizo en lo que los
árbitros consideraron que era más de un golpe. ¿Me daba cuenta? ¡Éramos
afortunados! Habíamos asistido a un combate que pasaría a la historia.
Yo sólo quería volver a casa con
mi mujer y mis tres hijos.
El hogar en el sur de la península itálica recibió a un viajero
cansado y triste. Mirando a mi hija pensaba ¿qué herencia deja Grecia a la
posteridad? ¿El pancracio? ¿Tucídides? En mi tierra había florecido la
filosofía, con nombres como Empédocles, Parménides o Pitágoras. En los teatros
de toda Grecia se representaban todos los días obras de Sófocles, Aristófanes o
Eurípides.
Justo un año después de mi viaje
a Nemea recibí otra noticia devastadora: Atenas había obligado a suicidarse a
Sócrates. Al hombre que preguntaba. Que buscaba la verdad. Le acusaron de corromper a la juventud.
Tuve entonces plena conciencia de
que Grecia moría. Su herencia perduraría, estaba seguro. Pero no supimos optar
por la amabilidad. Tratamos a las mujeres y los esclavos como fardos andantes y educamos a
nuestros hijos en la violencia. Es pronto, imagino. Es demasiado pronto para la
compasión.
Usted lector, acaso de un futuro
muy lejano ¿Ha llegado por fin a una era de clemencia? ¿Hay dignidad en su
polis, en su mundo? ¿Sigue reinando la frialdad de la guerra?
La pregunta en pergamino, perdida
para todos, encuentra respuesta en el cuerpo de un niño muerto en una playa.
Vestido con cariño por su madre, arrebatado por el mar de los brazos de su
padre.
Nota: el escultor italiano
Antonio Canova inmortalizó a Creugas y Damoxenos en dos estatuas que hoy se pueden
observar en los Museos Vaticanos.
Antonio Carrillo
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