martes, 23 de abril de 2013

Artículo publicado sobre la escucha en "Negocios y management"




La revista "Negocios y Management" acaba de publicarme un artículo sobre la escucha, y su importancia en el ámbito empresarial.

Espero que lo encuentren interesante:

Escucha y competitividad

Antonio Carrillo

lunes, 22 de abril de 2013

Mi reloj



En 1932, Berthold Brecht escribió un maravilloso poema:

"De todos los objetos, los que más amo
son los usados.
Las vasijas de cobre con abolladuras y bordes aplastados,
los cuchillos y tenedores cuyos mangos de madera
han sido cogidos por muchas manos.
Éstas son las formas
que me parecen más nobles.
 
Esas losas en torno a viejas casas,
desgastadas de haber sido pisadas tantas veces,
esas losas entre las que crece la hierba,
me parecen objetos felices.
 
Impregnados del uso de muchos,
a menudo transformados, han ido perfeccionando sus formas
y se han hecho preciosos
porque han sido apreciados muchas veces.

Me gustan incluso los fragmentos de esculturas
con los brazos cortados. Vivieron
también para mí. Cayeron porque fueron trasladadas;
si las derribaron, fue porque no estaban muy altas.

Las construcciones casi en ruinas
parecen todavía proyectos sin acabar,
grandiosos; sus bellas medidas
pueden ya imaginarse, pero aún necesitan
de nuestra comprensión. Y, además,
ya sirvieron, ya fueron superadas incluso.
Todas estas cosas me Hacen feliz."


Pocas cosas son más útiles que un poema. Tergiversa inteligente la realidad, dotándola así de sentido, escudriñando entre sus rincones aromas que creíamos olvidados.

Todo poema tiene un algo de recuerdo, un mucho de des-velo. Como leí hace poco, en versos de Igarzábal (gracias, Claudio):

"Empezá fijándote
en las cosas chiquitas
que hay a tu alrededor,
los detalles son deliciosos,
no te olvides:

que el bosque
no te tape el árbol."


Vivimos en una realidad de hormigón armado. A menudo percibo frío en cosas y seres, como si nosotros mismos, nuestra vida y nuestra aldea, fuésemos producto no de los arrebatos del alma, sino de una inmensa cadena de montaje. Siempre previsible, aséptica y segura. Albergados en hormigón, prisioneros del mismo, no nos llegan aromas ni sonidos. Y todo transcurre bajo la dictadura de la caducidad. Nunca fuimos tan jóvenes y, por consiguiente, tan inseguros. Tenemos la edad que marca la matrícula de nuestro vehículo, y todos los años sale un teléfono móvil nuevo, más grande y capaz.

Sin embargo, y al arrullo del poema...

Me gustan las cosas usadas, como a Brecht. Me hacen sentir como soy: imperfecto, diferente e imprevisible. La artesanía es una forma de sentir palpitar la vida a un ritmo más calmo, menos exacto. Ni siquiera yo soy inmortal, ni seré joven siempre, aunque lo olvide a menudo. Espero ser capaz de entenderlo antes de que sea demasiado tarde; antes de que la vida se me escape de entre las manos.

Los gitanos, decía Lorca, escriben su historia sobre las arenas de la playa. La marea las borra, es cierto; pero ello les obliga a escribir todos los días en un devenir deambulante. En eso consiste vivir: todo amanecer es distinto. 

Las cosas usadas se saben, ellas mismas, únicas e insustituibles. Están empapadas de huellas y usos, embebidas con años y acentos. Han visto muchas lluvias, siempre distintas, y ello les confiere un poso de sabiduría. Es algo difícil de explicar si no es con un poema. Pero lector: sabe que tengo razón. Usted también lo ha percibido alguna vez.

Tengo un reloj, ¿sabe? Tiene cincuenta años. Es en apariencia muy sencillo; apenas sirve para dar la hora. El mecanismo que se agita en su interior, sin embargo, es una máquina suiza de una complejidad fascinante. No funciona con pila alguna; sólo debo darle cuerda antes de dormir. Los engranajes, eslabones, joyas y espirales ocupan un mínimo espacio en su universo circular, sujeto a mi muñeca. Decenas de piezas diminutas ensambladas a base de imaginación e inventiva humana. Su sonido es rotundo; como el disparador de una vetusta máquina fotográfica.

Tengo un reloj, decía. Lo heredé de mi padre. No es tan exacto como un reloj de cuarzo. Además de tomarme la molestia de darle cuerda, una vez al mes reajusto los minutos. No me importa.

Se parece a mí. A decir verdad, yo tampoco soy demasiado exacto. Mis ritmos vitales dependen de factores externos e internos, como la primavera, el ánimo, la salud o el tiempo atmosférico. Como mi reloj, a menudo necesito de un empujón para seguir en marcha; un beso del hijo cuando me cree dormido, el agradecimiento de un lector o la mirada de un amigo. El olor de la piel de mi esposa. Soy una maquinaria maravillosa, la más compleja del universo; pero tampoco funciono a pilas.

Tengo un reloj suizo de los años sesenta, insisto en ello. Mi padre me lo dio años antes de dejarme; quiso que lo disfrutara. Lo he limpiado, y le he cambiado dos veces la correa; pero no necesita apenas mantenimiento. Es robusto y fiable. Y elegante.

Me dirán: ¡claro; afortunado tú, que has heredado un reloj antiguo, un Omega chapado en oro! ¡No todo el mundo tiene tal fortuna!

Contesto: tengo un reloj vintage a cuerda, cierto, pero dos hijos.

La semana pasada pasee por unos pasadizos de la Calle Carretas, en el centro de Madrid. Hay
varios establecimientos de relojería. En uno de ellos encontré un reloj suizo Certina chapado en oro, con un maravilloso mecanismo Certina Kurth Fébres, calibre 28-10, que me permite datar el reloj hacia 1955. Es por consiguiente muy antiguo; no tiene segundero. Pero su maquinaria de 17 rubíes es extremadamente resistente y fiable. Funciona a la perfección, y lo seguirá haciendo durante otros cincuenta años.

El estado de la esfera no era bueno, por lo que lo llevé a la Antigua Relojería de la cercana Calle de la Sal; un establecimiento que lleva abierto desde 1880 y por el que suelo pasarme a curiosear. Está situado en un lugar hecho de tiempo y piedra, junto a la Plaza Mayor. Acordé con el relojero que lo sometería a un tratamiento de limpieza con ácido y encerado. Con esta actuación y un cristal nuevo, el reloj estará como para estrenarlo. Falta mucho para tenerlo listo; me han dicho que pregunte por mi reloj dentro de un mes.


Les dije que, por supuesto, no tenía prisa.

Ahora la cuestión que se estarán preguntando: ¿cuánto cuesta un capricho de este tipo?

El Certina antiguo me costó 70€, y la reparación vendrá a costar unos 80€ en total, correa de piel incluida, posiblemente menos. Esto significa que, por menos de 150€, puede llevar en la muñeca un reloj de precisión suizo perfectamente restaurado, como nuevo. Los he visto en joyerías por 1.200€. Es una barbaridad. En Carretas vi Omegas o Longines ya restaurados por 200€. En internet se encuentran ofertas por menos de 100€

Cualquier reloj con movimiento de cuarzo japonés cuesta este dinero, sino más. Un Casio, Lotus, Festina, Fossil... con un diseño elegante y resistentes al agua rondan los 250€. Con un problema añadido: hace unos meses cambié el cristal de un reloj de diseño Breil en la casa oficial, y me cobraron 70€. ¿Saben cuánto cobran en la Antigua Relojería por cambiarle el cristal a mi Omega? 10€. Los relojes de cuarzo tienen otro inconveniente: pierden la estanqueidad con el primer cambio de pilas. y las averías no suelen tener arreglo.

Omega, Longines, Certina... son máquinas precisas y preciosas. Su tratamiento de chapado en oro es cuatro veces más grueso del que se acostumbra a hacer hoy en día; será difícil que la caja pierda brillo dentro de 100 años. Conviene limpiar y engrasar el mecanismo cada cierto tiempo; fundamentalmente si el reloj pierde precisión. Pero este servicio cuesta unos 40€.


Los hombres tenemos pocos elementos para distinguirnos. No es cuestión de snobismo, sino de "ideología estética". Tengo otros relojes para acudir a la piscina, y confieso un cierto "torpe aliño indumentario". Pero escribo (mala) poesía con una preciosa pluma, a la que debo cambiar el cartucho de tinta y limpiar la boquilla de vez en cuando; y mi reloj es de cuerda.

Mi madre se lo compró a mi padre en Suiza cuando empezaron a ser novios.

A mi hijo mayor le regalaré el Certina cuando sea un hombre y comprenda su significado. Seguramente ordene grabar en la tapa algo así como "papá y mamá".

Desde entonces, y con este sencillo gesto, el reloj no tendrá precio.


Y cuando mi hijo, dentro de muchos años, se encuentre en la duermevela de su anochecer, escuchará el sonido de la maquinaria suiza desde la mesita de noche. Y quizá piense en su padre.


O mejor aún, en su propio hijo.


Que heredará un reloj usado.


Antonio Carrillo.

jueves, 18 de abril de 2013

Corregidos problemas para navegar por el blog

Hemos subsanado problemas de navegación con el explorer.

Quien sabe. Puede que fuera la última entrada.

La historia de Richard es demasiado triste e intensa.

martes, 16 de abril de 2013

La memoria del horror



Hay un antes y un después del holocausto; como también hubo un antes y un después de la Primera Guerra Mundial.

Cualquier atisbo de inocencia se pudrió en las trincheras de fango y sangre, se ahogó en las industriosas cámaras de gas. Si somos capaces de algo así, ¿cómo se explica la propia existencia de Dios; dónde anduvo "dis-traído"? ¿Podemos encontrarle sentido al asco por y para el hombre? ¿Hemos al menos aprendido la lección; guardamos la memoria de tal horror? ¿Realmente tenemos conciencia de la dimensión del mismo?

En foros como el Museo del Holocausto de Nueva York se rescata de las turbias aguas de Leteo testimonios, cifras e imágenes de lo que sucedió hace ochenta años. Es mucho, demasiado tiempo.

Pero las cifras son espantosas. El año 2.000 los investigadores del museo iniciaron una tarea ingente: averiguar y catalogar todos los campos de concentración, clínicas de muerte, guetos, campamentos de esclavos y burdeles nazis. Por entonces, se estimaba que la tarea daría como resultado un número sorprendente; al menos 7.000 hogares del horror y seis millones de muertos.
 
 

Lo que no sabían los investigadores era que su trabajo entre las cloacas de la condición humana florecería en cifras de espanto, difíciles de creer.

Su trabajo, iniciado hace trece años, necesita de varios años más; en absoluto ha acabado. Pero hace pocas semanas adelantaron algunas conclusiones. Hay noticias que necesitan salir a la luz cuanto antes, hay tumbas de cenizas que claman por su recuerdo. Hay verdades que uno no puede guardar para sí.


Se calcula que en la Europa de entre 1933 y 1945 existieron al menos 42.500 estercoleros humanos, lugares en los que se mataba a discapacitados mentales, gitanos u homosexuales, en un intento aberrante por "mejorar la sacrosanta raza aria". Geoffrey Megargee y Martin Dean, principales responsable de la investigación, estiman que entre 15 y 20 millones de personas fueron sometidas a tortura, explotación o muerte. Es conocida la cifra de 6 millones de judíos; pero otros tantos ciudadanos soviéticos (población civil) fueron exterminados, así como 2 millones de polacos, casi dos millones de gitanos, al menos 200.000 discapacitados y 15.000 homosexuales. En 500 lupanares repartidos por Alemania y los países ocupados las jóvenes judías más agraciadas eran sistemáticamente violadas por aguerridos miembros de las S.S. y valerosos oficiales del ejército alemán. El aborto o el asesinato de recién nacidos en los prostíbulos era una práctica habitual.

Cifras. Frías, impersonales. Números tan vastos que adquieren la tenue condición del anonimato. Por ello hay que ponerles nombre. Uno sólo.

Y rostro.

 

Es un niño; tan guapo que más parece una niña. Se llama Richard Frenkel.

La fortuna quiso que naciera judío. Sus padres huyeron de Polonia cuando la sombra nazi crecía en los albores de

los años 30. Se trasladaron a París, la ciudad de la civilización y la cultura. Paseando por las amplias
avenidas se creerían seguros ¿Cómo podría llegar la oscuridad a Lutecia, la ciudad de la luz? Eran sastres, y prosperaron.

La mañana del 17 de julio de 1942 la policía francesa (no miembros de las S.S.) golpearon la puerta de casa. Richard debió asustarse con el ruido. Tenía 2 años. Se lo llevaron en brazos de su madre, Esther. Su prima Fanny, de 6 años, corrió a casa del abuelo Shimon, que salió a la calle. El anciano pidió que se lo llevarán a él y dejarán a su nieto. La policía le contestó que esperase unos pocos días; también vendrían a por el viejo.

Así fue.

 Imagine: Esther es trasladada a Pithiviers, y pasa 20 días aferrada a su niño, tranquilizándolo. Pero el 7 de agosto le arrancan al hijo de los brazos y le obligan a subir a un tren sin retorno. El niño de dos años jadea entre llantos, sin comprender lo que sucede; Esther lanza una carta desesperada desde la ventana del vagón, pidiendo a unos desconocidos que cuiden de su niño.
 
 

Con el pequeño Richard 1.800 niños judíos huérfanos de padres aguardan su destino. Están solos.


El 10 de septiembre Richard Frenkel sube al tren 31. Cuando duerme, seguro sueña con reencontrarse con su madre. Lleva semanas sin ver una cara conocida; para un niño de dos años, no hay peor tortura. Si tiene hijos, lector, entenderá lo que digo.

Si no los tiene, también.

Richard llega a Auschwitz, como antes llegaron primero su padre y después su madre; entra en una cámara para ducharse. ¿Se quitaría él solo la ropa? Estas son las tonterías en las que piensa un padre. ¿Gritaría? ¿Se agarraría al cuerpo de alguna mujer?

Es el fin. Más de cien niños mueren con él. No ha llegado a los tres años, no ha podido siquiera afianzar un idioma en su mente febril. Es demasiado pronto para merecer morir. Es demasiado pronto para tener culpa.

Con Richard morimos todos.

En esta historia hay otro nombre. El de Udo Klausa, vecino y Administrador Civil de Silesia Bedzin.

Él mató a Richard.

Verán; que sepamos, Udo no estuvo jamás en Auschwitz. Silesia Bedzin se encontraba cerca, apenas a 40 kilómetros del campo de concentración. Udo era un buen hombre, familiar y buen vecino. Pero por su pueblo pasaron decenas de miles de judíos, y fue el encargado de implementar en su localidad las medidas con las que los nazis dieron comienzo al horror. Los judíos llevaban un emblema de color amarillo que los identificaba; los izquierdistas, de color rojo. Lila era el color de los Testigos de Jehová, marrón los gitanos y rosa los homosexuales. El negro se reservaba para los vagabundos, los alcohólicos o las personas de raza negra. Los extranjeros portaban una insignia azul, y los criminales verde. Había un total de 40 categorías, que además podían combinarse: un hombre negro, extranjero y preso político llevaría los tres colores correspondientes.

A Udo Klausa no le importó que se llevaran a los judíos, homosexuales, gitanos o extranjeros. Cuando se le preguntó, tras finalizar la guerra, adujo que, como tantos otros alemanes, no sabía nada de lo que estaba pasando.

Mentira.

Es mentira. 42.500 centros de retención, campos de concentración o prostíbulos son demasiados. La sociedad civil sabía lo que estaba pasando. Es más, no hubiese sido posible que esa maquinaria horrible de muerte y degradación funcionara sin la intervención de personajes anónimos como Udo Klausa. 

"Estas personas escaparon casi por completo de la red de 'perpetradores, víctimas y espectadores'; sin embargo, fueron funcionalmente cruciales para la eventual posibilidad de implementar políticas de asesinato en masa. Puede que no hayan pretendido o deseado contribuir con este resultado, pero sin sus actitudes, mentalidades y acciones hubiese sido prácticamente imposible que un crimen de esta envergadura se llevara a cabo de la forma en que lo hizo. Los conceptos de perpetrador y espectador necesitan ser modificados, expandidos, expresados con más complejidad, a medida que nuestra atención y foco se vuelca hacia quienes estuvieron involucrados en respaldar un sistema asesino".

 
Quien así habla es Mary Fulbrook, una experta en historia alemana. Hace un año nos presentó la historia de Udo Klausa en “A Small Town Near Auschwitz” (Un pequeño pueblo cerca de Auschwitz). Es una historia terrible de "inocentes espectadores".

Udo Klausa pensaba de sí mismo que era un hombre decente. Hitler o Himmler sólo hubo uno; pero hubo millonesde Udo Klausa. Condenarlos a todos hubiese sido imposible pero, por encima de todo, a Fulbrook le aterra que "los Udo" alemanes fuesen incapaces de reconocer su papel (fundamental) en el sistema. En definitiva, que muchos alemanes no manifestaran remordimiento por lo sucedido.
¿Conocen a Eliezer Wiesel? Es un escritor húngaro, de nacionalidad rumana. Sobrevivió a un campo de concentración nazi, y ha dedicado la vida a narrar su historia, con la intención de concienciar a las nuevas generaciones, y de que no se volviera a repetir algo parecido. Le concedieron el Premio Nobel de la Paz en 1986.

Wiesel ha profundizado en el horror como poca gente. Afirma:
 

"El opuesto del amor no es el odio, sino la indiferencia. El opuesto del arte no es la fealdad, sino la indiferencia. El opuesto de la fe no es la herejía, sino la indiferencia. Y el opuesto de la vida no es la muerte, sino la indiferencia"

 
Es de Udo Klausa de quien habla. Hanna Arendt es clara al respecto: "la indiferencia con la que los alemanes se mueven por entre las ruinas tiene su correspondencia en que nadie llora a los muertos". Hubo un pacto implícito de silencio. De olvido.

Es terrible que este proceso de indiferencia, de abandono ante el horror, se produjera antes, incluso entre las propias víctimas, incapaces de asimilar lo que sufrían. Arendt lo explica con maestría:

"El terror, como esencia de un gobierno totalitario, produce inicialmente una peculiar fuerza de atracción sobre personas modernas desarraigadas, para hacer más tarde las masas más densas y destruir todas las relaciones entre las personas. El principio es la ideología, «la coacción interna», reinterpretada y asimilada de tal forma que las personas, llenas de miedo, desesperación y abandono, son impulsadas a su propia muerte, si «uno mismo» pertenece, al fin y al cabo, a los «superfluos» o «parásitos»".


Primo Levi lo expresa con palabras terribles: "Por un momento, he olvidado quién soy y dónde estoy". Es el triunfo definitivo: el torturador te lo ha arrebatado todo, incluso la condición humana.
 
 

¿Por qué me muestro tan desalentado? Este fenómeno de "des-personalización" no se circunscribe a un pueblo y una época. Me llama la atención el ejemplo del Campo de trabajo de Sachsenhausen: el 22 y 23 de abril de 1945, soldados soviéticos y polacos liberaron a 3.000 prisioneros de este Campo cercano a Berlín. Durante los cinco años siguientes continuó funcionando, reconvertido en un "Campo especial soviético". Es un  eufemismo terrible; Sachsenhausen perduró hasta 1950 con 60.000 prisioneros malviviendo entre sus paredes, entre ellos prisioneros políticos rusos. Se calcula que 12.000 murieron por desnutrición o enfermedad. Rusia había creado los GULAG en 1930.

 ¿Qué pueblo está libre de pecado? Los EEUU liberaron dos bombas atómicas sobre población civil con la guerra ya ganada; y, mucho más cerca en el tiempo, los Jemeres Rojos o las guerras étnicas africanas han reproducido el oprobio del odio del hombre contra el hombre.

Richard murió en vano. No aprendimos la lección. Los genocidios en la antigua Yugoslavia son crímenes contra la humanidad. Contra Richard, contra mí o usted.

Richard murió solo, sin el consuelo de la mano de su madre. Se le negó todo por judío. Por diferente.

Por miedo, ignorancia o estulticia moral; lo mismo da. 

Richard somos todos. Pero también somos Udo Klausa, que tuvo una larga vida.

 Pero ¿saben?, permítanme un atisbo de dignidad: prefiero morir con dos años que ser un octogenario sordo a la conciencia y la memoria.

Prefiero ser Richard a Udo, aunque me vaya la vida en ello.

Y para ser Richard sólo hay una opción: no olvidar.

Antonio Carrillo

domingo, 7 de abril de 2013

El crisol de los sueños

 

En el crisol de los sueños, Dios creó la vida.

Se afanaba en un equilibrio sutil; plantas, bacterias y animales se agitaban en un todo coherente, de una belleza sobrecogedora. El artesano de la vida cerraba los ojos y dejaba que su intuición insuflara armonía donde antes gobernaba el caos.

No era sencillo, siquiera para Dios. La vida es traviesa, juguetea con el orden, improvisa alegre una sinfonía de colores y sonidos ingobernables. Es difícil mantener sujeta tanta curiosidad.

En el crepúsculo de la jornada, tras un arduo trabajo, Dios se asomó satisfecho a contemplar su obra. Entonces, de su frente cayó una solitaria gota de sudor.

Dios retrocedió, apenado. En el crisol de los sueños, de su cansancio, surgió la breve figura de un animal, desnudo de pelo, que sudaba.

Este nuevo e inesperado ser no quiso bailar la tenue danza de la vida.

Solo, confuso, ajeno a lo que le rodeaba, el hombre se distrajo de toda la belleza que lo envolvía y se afanó en encontrar, allá en lo alto, la mirada de Dios.

Pero Dios ya no estaba.

Desde muy lejos, tan sólo llegó el rumor de su voz, apagada por el cansancio y la tristeza:
 

              -  "Qué he hecho".

 
Antonio Carrillo

miércoles, 3 de abril de 2013

Cuesta creerlo...



Dedicado a mi hijo Jacobo; mi mayor fan.


... pero un humilde ciudadano de Lepe fue rey de Inglaterra.


Juan de Lepe, marinero y bufón del monarca inglés Enrique VII, le ganó en una partida de naipes el derecho a gobernar un único día. Lo aprovechó bien, se enriqueció y volvió feliz a tierras Onubenses.

Este hecho, sin dudas sorprendente, está fehacientemente documentado. En Inglaterra llaman a Juan "The little King of England". Pero no siempre se puede uno fiar de lo que le cuentan.

 

 
Por ejemplo, los guías de la sala de conciertos de la Filarmónica de Berlín, profesionales por lo demás serios y formales como corresponde a tan egregio lugar, cuentan de un día en el que el flauta titular de la orquesta enfermó bruscamente, y fue sustituido por un colega a pocas horas del concierto. Sea por la falta de ensayos, o por ver en el atril la figura epatante del director Kárajan, lo cierto es que el músico tocó de espanto. Vamos, que no acertó una nota. Y, para más inri, en la obra el flauta tenía un protagonismo inusual; el pobre hombre no podía pasar desapercibido. Finalmente, del patio de butacas llegó fuerte un grito exasperado, impropio del celebérrimo estoicismo alemán:
 
"¡flautista, hijo de puta!"

Cuentan los guías que Kárajan interrumpió bruscamente el concierto y, dándose la vuelta, se dirigió a un público expectante, rompiendo con voz y mirada fiera un silencio atronador:

"¿Se puede saber quien ha llamado flautista a este hijo de puta?"

 



Uno podría verse tentado a no creer que algo así es posible; pero, como se suele decir, a menudo la realidad supera a la ficción. Pondré un ejemplo: el tercer emperador de la dinastía Qing, de nombre Shunzi, promulgó una ley inaudita; prohibió expresamente que las mujeres chinas alimentaran a sus padres con pedazos de su propio cuerpo. Acababa con una antigua tradición según la cual las hijas, con este sacrificio atroz, lograban curarlos de las peores enfermedades. Que algo así sucediera en un país tan avanzado como la China del siglo XVII resulta difícil de entender. Mujeres que se automutilan y cocinan su propia carne, que luego sirven a sus progenitores enfermos ¿Se lo imaginan?

 


El Quijote aconsejaba al viajero hacer lo que veredes; claro que, en ocasiones, tal consejo resulta difícil de llevar a la práctica. Así, y según una vetusta Ley inglesa en vigor (no derogada), todos los varones mayores de 14 años están obligados a practicar el tiro con arco al menos dos veces por semana. Este aprendizaje, establece la norma, se somete a la supervisión del clérigo de la parroquia. Sin embargo, he vivido un año en Londres y puedo testificar que los hombres ingleses no abarrotan las explanadas de Hyde Park armados de arcos, flechas o ballestas. Tampoco he observado a los ministros de la iglesia anglicana ejercer de entrenadores de tan sano divertimiento.

No imagino a mi amigo Peter Maude, antropólogo y periodista de la BBC, mejorando la puntería en el cuidado y florido jardín de su casa. Lo he visto a menudo con un saxofón, tocando jazz, pero nunca con un arco.





Sin embargo, nunca está de más conocer la idiosincracia de los pueblos que se visitan. En Grecia, por ejemplo, se escupe tres veces ante un bebé especialmente rollizo y hermoso, como símbolo de buena suerte. Una madre desconocedora de tal hábito puede ofenderse ante gesto tan noble. Y, sin embargo, es tan habitual que, por ejemplo, durante la ceremonia del bautismo los padrinos, y el mismo sacerdote, escupen tres veces para alejar a los demonios. (Seamos justos: hacen el gesto y reproducen el sonido, pero no suelen adornar templos, calles ni rostros con salivazos).

 

Hemos citado a varios clérigos involucrados en prácticas inusuales e impropias. Un ejemplo paradigmático de desatino eclesiástico lo tenemos en los sucesos acaecidos con el Papa Formoso I. Este pontífice fue acusado de perjurio por su sucesor, Esteban VI. Claro que, para entonces, el pobre Formosio llevaba nueve meses enterrado. Esto no fue óbice ni detuvo el ansia de justicia de Esteban, que ordenó exhumar el cadáver, engalanar la momia con las vestimentas papales y juzgarla en acto público. Formosio (lo que quedaba de él), que optó por una callada defensa, fue declarado culpable. Era de esperar. Lo despojaron entonces de sus ricas vestimentas, le amputaron los esqueléticos dedos de la mano derecha (para que no pudiese dar mas bendiciones) y, con el tiempo, arrojaron su cuerpo al Tiber. Un pescador rescató su cadáver, y hoy descansa en el Vaticano.

Cuesta creer una historia así; pero es que el animal humano, en su costumbre y naturaleza, resulta, a menudo, imprevisible de tan variado. El ejemplo más extremo de naturaleza fascinante lo tenemos quizás en Adam Rainer, un austríaco nacido a inicios del siglo XX.

 


Adam fue un enano gigante.

Verán, con 21 años Rainer padecía de enanismo, y sólo alcanzaba la estatura de 1,18 metros. Pero entonces, y sin que se conozcan las causas, Adam comenzó a crecer, y 10 años después medía 2.18 metros ¡había crecido un metro en 10 años! Cuando murió, en 1950, medía 2,34.

Aparece, claro está, en el libro Guinness de los récords como la persona adulta cuya estatura más ha variado.

Cuesta creerlo, una vez más. Pero es cierto.

La vida está repleta de asombros. Sólo por eso, Jacobo, merece la pena vivirla con los ojos bien abiertos.

Porque sólo se vive una vez.

Antonio Carrillo