Hay un
antes y un después del holocausto; como también hubo un antes y un después de
la Primera Guerra Mundial.
Cualquier
atisbo de inocencia se pudrió en las trincheras de fango y sangre, se ahogó en
las industriosas cámaras de gas. Si somos capaces de algo así, ¿cómo se explica
la propia existencia de Dios; dónde anduvo "dis-traído"? ¿Podemos
encontrarle sentido al asco por y para el hombre? ¿Hemos al menos aprendido la
lección; guardamos la memoria de tal horror? ¿Realmente tenemos conciencia de
la dimensión del mismo?
En
foros como el Museo del Holocausto de Nueva York se rescata de las turbias
aguas de Leteo testimonios, cifras e imágenes de lo que sucedió hace ochenta
años. Es mucho, demasiado tiempo.
Pero
las cifras son espantosas. El año 2.000 los investigadores del museo iniciaron
una tarea ingente: averiguar y catalogar todos los campos de concentración,
clínicas de muerte, guetos, campamentos de esclavos y burdeles nazis. Por
entonces, se estimaba que la tarea daría como resultado un número sorprendente;
al menos 7.000 hogares del horror y seis millones de muertos.
Lo que
no sabían los investigadores era que su trabajo entre las cloacas de la
condición humana florecería en cifras de espanto, difíciles de creer.
Su
trabajo, iniciado hace trece años, necesita de varios años más; en absoluto ha
acabado. Pero hace pocas semanas adelantaron algunas conclusiones. Hay noticias
que necesitan salir a la luz cuanto antes, hay tumbas de cenizas que claman por
su recuerdo. Hay verdades que uno no puede guardar para sí.
Se calcula que en la Europa de entre 1933 y 1945 existieron al menos 42.500 estercoleros humanos, lugares en los que se mataba a discapacitados mentales, gitanos u homosexuales, en un intento aberrante por "mejorar la sacrosanta raza aria". Geoffrey Megargee y Martin Dean, principales responsable de la investigación, estiman que entre 15 y 20 millones de personas fueron sometidas a tortura, explotación o muerte. Es conocida la cifra de 6 millones de judíos; pero otros tantos ciudadanos soviéticos (población civil) fueron exterminados, así como 2 millones de polacos, casi dos millones de gitanos, al menos 200.000 discapacitados y 15.000 homosexuales. En 500 lupanares repartidos por Alemania y los países ocupados las jóvenes judías más agraciadas eran sistemáticamente violadas por aguerridos miembros de las S.S. y valerosos oficiales del ejército alemán. El aborto o el asesinato de recién nacidos en los prostíbulos era una práctica habitual.
Cifras.
Frías, impersonales. Números tan vastos que adquieren la tenue condición del
anonimato. Por ello hay que ponerles nombre. Uno sólo.
Y
rostro.
Es un
niño; tan guapo que más parece una niña. Se llama Richard Frenkel.
La
fortuna quiso que naciera judío. Sus padres huyeron de Polonia cuando la sombra
nazi crecía en los albores de
los años 30. Se trasladaron a París, la ciudad de
la civilización y la cultura. Paseando por las amplias
avenidas se creerían seguros ¿Cómo podría llegar la oscuridad a Lutecia, la ciudad de la luz? Eran sastres, y prosperaron.
Imagine:
Esther es trasladada a Pithiviers, y pasa 20 días aferrada a su niño,
tranquilizándolo. Pero el 7 de agosto le arrancan al hijo de los brazos y le
obligan a subir a un tren sin retorno. El niño de dos años jadea entre llantos,
sin comprender lo que sucede; Esther lanza una carta desesperada desde la
ventana del vagón, pidiendo a unos desconocidos que cuiden de su niño.
El 10 de septiembre Richard Frenkel sube al tren 31. Cuando duerme, seguro sueña con reencontrarse con su madre. Lleva semanas sin ver una cara conocida; para un niño de dos años, no hay peor tortura. Si tiene hijos, lector, entenderá lo que digo.
Verán; que sepamos, Udo no estuvo jamás en Auschwitz. Silesia Bedzin se encontraba cerca, apenas a 40 kilómetros del campo de concentración. Udo era un buen hombre, familiar y buen vecino. Pero por su pueblo pasaron decenas de miles de judíos, y fue el encargado de implementar en su localidad las medidas con las que los nazis dieron comienzo al horror. Los judíos llevaban un emblema de color amarillo que los identificaba; los izquierdistas, de color rojo. Lila era el color de los Testigos de Jehová, marrón los gitanos y rosa los homosexuales. El negro se reservaba para los vagabundos, los alcohólicos o las personas de raza negra. Los extranjeros portaban una insignia azul, y los criminales verde. Había un total de 40 categorías, que además podían combinarse: un hombre negro, extranjero y preso político llevaría los tres colores correspondientes.
avenidas se creerían seguros ¿Cómo podría llegar la oscuridad a Lutecia, la ciudad de la luz? Eran sastres, y prosperaron.
La
mañana del 17 de julio de 1942 la policía francesa (no miembros de las S.S.)
golpearon la puerta de casa. Richard debió asustarse con el ruido. Tenía 2
años. Se lo llevaron en brazos de su madre, Esther. Su prima Fanny, de 6 años,
corrió a casa del abuelo Shimon, que salió a la calle. El anciano pidió que se
lo llevarán a él y dejarán a su nieto. La policía le contestó que esperase unos
pocos días; también vendrían a por el viejo.
Así
fue.
Con el
pequeño Richard 1.800 niños judíos huérfanos de padres aguardan su destino.
Están solos.
El 10 de septiembre Richard Frenkel sube al tren 31. Cuando duerme, seguro sueña con reencontrarse con su madre. Lleva semanas sin ver una cara conocida; para un niño de dos años, no hay peor tortura. Si tiene hijos, lector, entenderá lo que digo.
Si no
los tiene, también.
Richard
llega a Auschwitz, como antes llegaron primero su padre y después su madre;
entra en una cámara para ducharse. ¿Se quitaría él solo la ropa? Estas son las tonterías en las que piensa un padre. ¿Gritaría? ¿Se agarraría al cuerpo de alguna mujer?
Es el fin. Más de cien niños mueren con él. No ha llegado a los tres años, no ha podido siquiera afianzar un idioma en su mente febril. Es demasiado pronto para merecer morir. Es demasiado pronto para tener culpa.
Con Richard morimos todos.
Es el fin. Más de cien niños mueren con él. No ha llegado a los tres años, no ha podido siquiera afianzar un idioma en su mente febril. Es demasiado pronto para merecer morir. Es demasiado pronto para tener culpa.
Con Richard morimos todos.
En esta
historia hay otro nombre. El de Udo Klausa, vecino y Administrador Civil de
Silesia Bedzin.
Él mató
a Richard.
Verán; que sepamos, Udo no estuvo jamás en Auschwitz. Silesia Bedzin se encontraba cerca, apenas a 40 kilómetros del campo de concentración. Udo era un buen hombre, familiar y buen vecino. Pero por su pueblo pasaron decenas de miles de judíos, y fue el encargado de implementar en su localidad las medidas con las que los nazis dieron comienzo al horror. Los judíos llevaban un emblema de color amarillo que los identificaba; los izquierdistas, de color rojo. Lila era el color de los Testigos de Jehová, marrón los gitanos y rosa los homosexuales. El negro se reservaba para los vagabundos, los alcohólicos o las personas de raza negra. Los extranjeros portaban una insignia azul, y los criminales verde. Había un total de 40 categorías, que además podían combinarse: un hombre negro, extranjero y preso político llevaría los tres colores correspondientes.
A Udo
Klausa no le importó que se llevaran a los judíos, homosexuales, gitanos o
extranjeros. Cuando se le preguntó, tras finalizar la guerra, adujo que, como
tantos otros alemanes, no sabía nada de lo que estaba pasando.
Mentira.
Es
mentira. 42.500 centros de retención, campos de concentración o prostíbulos son
demasiados. La sociedad civil sabía lo que estaba pasando. Es más, no hubiese
sido posible que esa maquinaria horrible de muerte y degradación funcionara sin
la intervención de personajes anónimos como Udo Klausa.
"Estas personas escaparon casi por completo de la red de
'perpetradores, víctimas y espectadores'; sin embargo, fueron funcionalmente
cruciales para la eventual posibilidad de implementar políticas de asesinato en
masa. Puede que no hayan pretendido o deseado contribuir con este resultado,
pero sin sus actitudes, mentalidades y acciones hubiese sido prácticamente
imposible que un crimen de esta envergadura se llevara a cabo de la forma en
que lo hizo. Los conceptos de perpetrador y espectador necesitan ser modificados,
expandidos, expresados con más complejidad, a medida que nuestra atención y
foco se vuelca hacia quienes estuvieron involucrados en respaldar un sistema
asesino".
Quien
así habla es Mary Fulbrook, una experta en historia alemana. Hace un año nos
presentó la historia de Udo Klausa en “A Small Town Near Auschwitz” (Un pequeño
pueblo cerca de Auschwitz). Es una historia terrible de "inocentes
espectadores".
Udo
Klausa pensaba de sí mismo que era un hombre decente. Hitler o Himmler sólo
hubo uno; pero hubo millonesde Udo Klausa. Condenarlos a todos hubiese sido imposible pero, por encima de todo, a Fulbrook le aterra que "los Udo" alemanes fuesen incapaces de reconocer su papel (fundamental) en el sistema. En definitiva, que muchos alemanes no manifestaran remordimiento por lo sucedido.
¿Qué
pueblo está libre de pecado? Los EEUU liberaron dos bombas atómicas sobre
población civil con la guerra ya ganada; y, mucho más cerca en el tiempo, los
Jemeres Rojos o las guerras étnicas africanas han reproducido el oprobio del
odio del hombre contra el hombre.
Pero
¿saben?, permítanme un atisbo de dignidad: prefiero morir con dos años que ser
un octogenario sordo a la conciencia y la memoria.
¿Conocen
a Eliezer Wiesel? Es un escritor húngaro, de nacionalidad rumana. Sobrevivió a
un campo de concentración nazi, y ha dedicado la vida a narrar su historia, con
la intención de concienciar a las nuevas generaciones, y de que no se volviera
a repetir algo parecido. Le concedieron el Premio Nobel de la Paz en 1986.
Wiesel
ha profundizado en el horror como poca gente. Afirma:
"El opuesto del amor no es el odio,
sino la indiferencia. El opuesto del arte no es la fealdad, sino la
indiferencia. El opuesto de la fe no es la herejía, sino la indiferencia. Y el
opuesto de la vida no es la muerte, sino la indiferencia"
Es de
Udo Klausa de quien habla. Hanna Arendt es clara al respecto: "la
indiferencia con la que los alemanes se mueven por entre las ruinas tiene su
correspondencia en que nadie llora a los muertos". Hubo un pacto implícito
de silencio. De olvido.
Es
terrible que este proceso de indiferencia, de abandono ante el horror, se
produjera antes, incluso entre las propias víctimas, incapaces de asimilar lo
que sufrían. Arendt lo explica con maestría:
"El terror, como esencia de un
gobierno totalitario, produce inicialmente una peculiar fuerza de atracción
sobre personas modernas desarraigadas, para hacer más tarde las masas más
densas y destruir todas las relaciones entre las personas. El principio es la
ideología, «la coacción interna», reinterpretada y asimilada de tal forma que
las personas, llenas de miedo, desesperación y abandono, son impulsadas a su propia
muerte, si «uno mismo» pertenece, al fin y al cabo, a los «superfluos» o
«parásitos»".
Primo
Levi lo expresa con palabras terribles: "Por
un momento, he olvidado quién soy y dónde estoy". Es el triunfo
definitivo: el torturador te lo ha arrebatado todo, incluso la condición
humana.
¿Por
qué me muestro tan desalentado? Este fenómeno de
"des-personalización" no se circunscribe a un pueblo y una época. Me
llama la atención el ejemplo del Campo de trabajo de Sachsenhausen: el 22 y 23
de abril de 1945, soldados soviéticos y polacos liberaron a 3.000 prisioneros
de este Campo cercano a Berlín. Durante los cinco años siguientes continuó
funcionando, reconvertido en un "Campo especial soviético". Es
un eufemismo terrible; Sachsenhausen
perduró hasta 1950 con 60.000 prisioneros malviviendo entre sus paredes, entre
ellos prisioneros políticos rusos. Se calcula que 12.000 murieron por
desnutrición o enfermedad. Rusia había creado los GULAG en 1930.
Richard
murió en vano. No aprendimos la lección. Los genocidios en la antigua
Yugoslavia son crímenes contra la humanidad. Contra Richard, contra mí o usted.
Richard
murió solo, sin el consuelo de la mano de su madre. Se le negó todo por judío.
Por diferente.
Por
miedo, ignorancia o estulticia moral; lo mismo da.
Richard
somos todos. Pero también somos Udo Klausa, que tuvo una larga vida.
Prefiero
ser Richard a Udo, aunque me vaya la vida en ello.
Y para
ser Richard sólo hay una opción: no olvidar.
Antonio
Carrillo
Magnifico, Antonio, magnifico. Hace poco traduje varias cuartillas del ruso al español sobre el tema y te manifiesto que me daba horror hacerlo. Olvidar no debemos, luchar por nuestros hijos.
ResponderEliminarHace tiempo que conocía la historia de Richard Frenkel. Una historia terrible y demoledora como otras muchas que ocurrieron en aquellos tiempos convulsos en los que millones de inocentes perdieron la vida y la esperanza.
ResponderEliminarTienes razón Antonio, hay cosas que nunca debemos olvidar, jamás.
Al volver a recordar a Richard, he sentido lo mismo que sentí por primera vez al saber su historia, horror e impotencia.
Gracias por mantener vivo su recuerdo.
Luly