Del monstruo
Todos tenemos el miedo inserto en
lo más profundo de nuestro genoma. El pánico a la garra, a la ponzoña del
veneno. Fuimos presa de mandíbulas poderosas y una musculatura fabulosa. Sólo
desde el logro de la tecnología nos convertimos en lo que somos: la especie más
peligrosa que ha habitado jamás este planeta.
Pero conservamos la herencia del
miedo. Anida en nuestras entrañas.
Si tuviese que elegir al
depredador más temible, el que más miedo podría causarme, creo que optaría por
el más primitivo. Elegiría a un ser poderoso e implacable, todo instinto y
fiereza, tosco y definitivo.
Elegiría a un pez, los primeros
vertebrados; escogería al primer pez con grandes mandíbulas, capaz de tragarse a un humano de un bocado. Y tendría que irme muy lejos
en el tiempo, a los mares del Devónico, hace 380 millones de años.
Lo que describo existió: un ser
monstruoso, tan grande como una casa de cuatro plantas; su cráneo deforme y
horrible está formado por duras placas de hueso de 5 centímetros de grosor. La
armadura le cubre parte del tórax, y explica que su peso supere las dos
toneladas. Es tan primitivo que no tiene dientes; no los necesita. Su mandíbula
termina en unas afiladas cuchillas hechas de esmalte, durísimas, que cortan
como tijeras. Además, su cráneo presenta una adaptación fabulosa a la mordida,
con un juego de músculos, ligamentos y articulaciones que le permiten ejercer
una presión que iguala e incluso supera la mordedura del Tiranosaurio o de los
cocodrilos; más de 5.000 newtons de potencia a disposición de un ser con un
cerebro diminuto.
Este monstruo inmenso podía
cortar el metal de un solo mordisco.
Pero el miedo que nos provoca no
se debe sólo a su tamaño, su fuerza o su innegable fealdad: era veloz, capaz de
girar la cabeza hacia arriba y deglutir presas de gran tamaño. Mordía en
décimas de segundo, creando un vacío y una succión enormes cuando abría su
inmensa boca.
Y era implacable, de una
ferocidad inimaginable. Practicaba el canibalismo y mataba por el simple hecho
de matar: se han encontrado restos de animales no digeridos, que vomitaba
hastiado de tanta comida. Era una máquina de matar inmisericorde y terrible. Un
animal primitivo que no conocía el miedo, porque era el primer superdepredador
definitivo que había poblado los mares.
Existió y se llamaba Dunkleosteus,
el mayor pez placodermo que haya existido.
Un ser de pesadilla. Un monstruo.
Del pez con pulmones
Con tal compañía, no es de
extrañar que en el devónico algunas especies exploraran la posibilidad de
colonizar tierra firme. Posiblemente los primeros fueron los artrópodos, con
los temibles “escorpiones marinos” en cabeza. Pero pronto unos peces con aletas
lobuladas se arrastraron fuera del agua.
A los peces con las aletas en
forma de lóbulos aplanados se les denomina sarcopterigios, y hubo uno muy
peculiar, el Panderichthys.
Imagine un lugar de aguas someras, y un pez de aproximadamente un metro de largo. Su cabeza es grande, parecida a la de los tetrápodos que colonizarán la tierra, aunque con una mandíbula de pez. Se le distingue un tubo vertical en lo alto por el que respira mientras se encuentra enterrado en el fango del fondo. Con el tiempo, este conducto llamado espiráculo, especialmente ancho en el Panderichthys, se transformará en el estribo, uno de los huesos del oído.
Si pudiésemos hacer una
radiografía a sus aletas musculosas y fuertes, veríamos cuatro radios distales
que nos recuerdan a dedos. No son muy funcionales para correr los 100 metros
lisos, pero es un primer indicio de una extremidad diseñada para caminar.
Por último, el Panderichthys, que
debía encontrarse en ocasiones en charchas muy poco profundas, había
desarrollado pulmones.
Era un pez capaz de respirar
aire. Increíble.
Una evolución del Panderichthys
fue el Tiktaalik, de nuevo un ser extraño; mitad pez, mitad tetrápodo.
El Tiktaalik era un pez, con
branquias, escamas y una mandíbula primitiva; y vivía en el agua. Sin embargo,
tiene una cabeza aplanada, que nos recuerda a los cocodrilos, pulmones,
costillas similares a las de los anfibios. En esta especie destaca muy
especialmente la anatomía de las aletas anteriores, con hombro, codo y muñeca.
Con una cavidad torácica similar
a la de los anfibios y unas articulaciones capaces de soportar su peso, el Tiktaalik era capaz de salvar el gran
obstáculo que presenta el paso del océano a la tierra firme: la gravedad. El no
morir aplastado por tu propio peso.
Es fácil de imaginar: el Tiktaalik
era un depredador grande, que podía alcanzar los dos metros y medio de
envergadura, armado con dientes afilados. Seguramente esperaría emboscado bajo
el agua junto a la orilla, observando con sus ojos situados en la parte
superior de la cabeza. Podía hacer algo que ningún pez es capaz de realizar:
podía levantar su cabeza y moverla independientemente del resto del cuerpo.
En su anatomía también destaca la
pelvis, con una articulación de la cadera que supone un salto evolutivo. Este
animal, a pesar de su tamaño, era capaz de propulsarse fuera del agua a gran
velocidad y atrapar a presas en la orilla. Sin embargo, no viviría mucho tiempo
fuera del agua: el Sol provocaría una rápida deshidratación de sus tejidos.
Habrá que esperar a que los reptiles desarrollen una dura piel queratina para
que este problema se resuelva.
Un asombro final
Aquí debería acabar el artículo, con la remembranza de esos
primeros pasos sobre la tierra, con unos peces asombrosos, poseedores de
branquias y pulmones.
Pero no.
Estamos en una zona pantanosa, afluente del río Congo, en el
oeste de África. Nos hayamos en plena estación seca, y los acuíferos están
secos. La tierra cuarteada espera el agua de la estación lluviosa, dentro de
unos meses.
Aparentemente, nada vive bajo tierra.
Un agujero nos ofrece una pista de que algo se oculta bajo
la tierra resquebrajada. Escavamos, y encontramos una especie de gran capullo.
En su interior, enroscado en sí mismo, hay un pez. Un pez que ha creado un
agujero que rezuma agua gracias a una mucosidad que ha producido y que mantiene húmeda
su piel; un hábitat diminuto en forma de costra, con un exterior endurecido que
evita la evaporación de la humedad.
Y este pez increíble, aletargado en su descanso veraniego, sobrevive respirando aire gracias a sus pulmones.
Y este pez increíble, aletargado en su descanso veraniego, sobrevive respirando aire gracias a sus pulmones.
Estamos en el año 2014 y hemos encontrado un ejemplar de Protopterus
annectens, un pez con branquias y pulmones. Un dipnoo. Un fósil viviente. Un sarcopterigios
que camina. Un pez que prefiere pasear por el fondo de un estanque o incluso
que puede recorrer cortas distancias en tierra firme, respirando (en realidad
tragando aire) por la boca.
Este animal de 120 centímetros tiene dos corrientes
sanguíneas separadas, una evolución que comenzó con el Panderichthys. La
circulación pulmonar exige de un corazón con una apariencia diferente al de los
peces, con una forma de S que nos recuerda a las salamandras, y tabiques que separan
la parte derecha e izquierda. Sin embargo, en los dipnoos (peces pulmonados) no
hay corazones con cuatro cámaras, como en los amniotes.
Tener el privilegio de poder ver a este ser fascinante
caminando, alternando las extremidades y respirando aire, es un privilegio
increíble que me sorprende no sea de dominio público y objeto de más interés.
En estos seres que llevan 350 millones de años viviendo sobre este planeta nos
podemos ver como lo que somos: animales cordados que una vez salieron de los
océanos, respiraron aire y caminaron sobre cuatro extremidades. Uno especie se
irguió hace unos 6 millones de años, y acabó enviando sondas a lo más profundo
del espacio.
Pero todo comienza así, con el andar vacilante de un pez con
pulmones ¿No les maravilla? ¿No les asombra poder verlo?
Y hay otras especies de dipnoos, en América y
Australia.
Una vez más, la realidad nos presenta asombros difíciles de
creer.
Antonio Carrillo
Me llamó la atención la introducción fuera del blog, porque estoy trabajando en ello. Después leí el blog y comparto ese asombro. Que las ballenas procedan de una especie tipo lobo o que todos los vertebrados de un pequeño pez, primero con espina dorsal, son conocimientos que, como los que se han explicitado aquí y como se postula en dicha introducción, deberían formar parte del acervo popular. Efectivamente, creo que estamos todavía en una etapa infantil. Todo se andará. El otro día, delante del televisor, pensaba que una señal de ese avance y desarrollo será cuando la gente demande programas culturales en lugar de los actuales. Día a día son más frecuentes y cada vez será más raro que, aunque sea por casualidad al cambiar de canal, todo el mundo haya visto alguno de estos documentales o programas de divulgación. Confío en que cada vez más gente se quede enganchada a este tipo de programas y que, aunque sea poco a poco, vayan comprobando que enriquecen más y se vayan convirtiendo en una costumbre.
ResponderEliminargracias por publicar esta información.
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