Las poblaciones humanas presentan
distintos rasgos fenotípicos tales como el tono de la piel, la forma del cuerpo,
más redondo o alargado, o la cantidad de glóbulos rojos en la sangre. De este
modo el humano se adapta a distintas condiciones medioambientales, en un cambio
progresivo, gradual, que Julian Huxley denominó “clina”.
Con las lenguas sucede algo
similar: hay una variación lingüística progresiva en el tiempo y el espacio,
resultado de lo que llamamos un continuo o complejo dialectal. Tanto es así que, de la misma manera que
resulta difícil hablar de un “humano negro” prototipo, es muy complejo fijar el
arquetipo pacífico de una lengua como la española; un idioma, por razones históricas
y geográficas, constituido por múltiples dialectos, todos ellos distintos pero
igualmente merecedores de llamarse “español”.
Y, dejémoslo claro una vez más
para que no haya equívocos, no hay un español mejor que otro.
Sin embargo, considero que la fuerte
variación diatópica (por razones geográficas) supone para la lengua española un
grave riesgo de desnaturalización. Creo que hay señales de peligro que están pasando
desapercibidas. Considero, en definitiva, que todos los hispanohablantes
deberíamos reflexionar sobre la deriva errática que está tomando nuestra lengua
común.
Para entender el origen del
problema resulta imprescindible ofrecer una breve semblanza de este fenómeno de
evolución cultural que llamamos español.
Todo comienza hace dos mil años,
con tres provincias romanas en la península ibérica que presentan importantes
diferencias: la rica y fértil Bética y la prestigiosa Lusitania, ambas en el
suroeste, de donde proviene el tesoro del mineral, del aceite, el vino o la
manufactura del famoso garum; la
Tarraconensis al noreste, con menos riqueza material y un carácter más militar.
En la Tarraconensis se encuentra Asturias, el último territorio conquistado por
los romanos durante las guerras Cántabras, bajo el mando directo de Augusto. En
los distintos territorios el latín adopta vocablos y expresiones celtas, íberas
e incluso fenicias. El propio nombre “España” tiene un pasado fenicio.
Significaba “playa de conejos”.
Con el desmembramiento del impero
romano (un proceso gradual, pero que fecharemos en el 410 d.C.), y faltos de la
fuerza centrípeta y aglutinante del gobierno imperial, regiones y valles de Hispania,
ahora más aislados y bajo la dominación de invasores germanos, adoptan
dialectos romances significativamente distintos unos de otros.
Hablo, pues, de hechos históricos
y particularidades geográficas que determinarán la evolución de las distintas
hablas peninsulares. En la Bética y la Lusitania, por ejemplo, romanizadas muy
pronto durante las guerras Púnicas que enfrentaron a romanos y cartagineses,
encontramos rasgos arcaicos en su latín. Un latín que proviene del sur de Italia.
Algunos estudiosos defienden el hecho de que las diferencias léxicas y
sintácticas en España son mayores que entre los países hispanoamericanos. Y después
de lo dicho, no es de extrañar.
El mejor ejemplo lo tenemos acaso
en la belicosa Asturias.
¿Han oído hablar del Eonaviego?
Es un dialecto romance que se habla en unos pocos concejos (municipios) del
occidente asturiano, una zona con apenas 40.000 habitantes, mezcla de
asturiano-leonés, castellano y gallego. Por ejemplo, esta lengua peculiar tiene
7 vocales, como el gallego. Se habla únicamente en una zona situada junto a
Galicia, zonas del noroeste peninsular que tienen de antiguo relaciones
comerciales con la Lusitania (Portugal y parte de Extremadura) a través de la
Vía de la Plata, una de las principales vías de comunicación terrestre, que
parte de Mérida y acababa en Astorga (León); posiblemente los mismos caminos
por los que el rico estaño tartesio transitaba de norte a sur rumbo a Fenicia o
Grecia.
Un documento notarial del año
1.300, relativo al monasterio de Villanueva de Oscos, nos muestra la influencia
gallega en el Eonaviego:
“Esta doaçon uos
damos al dito moesterio por las nosas almas e de aquelos de que foy el dito
herdamento".
Lo que resulta más curioso es que
en la propia Asturias, unos valles más hacia el este (apenas unos kilómetros),
el idioma (y el paisaje) cambia. El asturiano-Leonés es un idioma importante en
la historia del español, porque es la monarquía asturleonesa la que inicia la
reconquista cristiana. El dialecto castellano, que acabará siendo oficial,
comparte con el asturleonés el hecho de tener 5 vocales, no 7 como el Eonaviego.
Es decir: como Don Pelayo frenó en Covadonga el año 722 la acometida de los
árabes (una zona asturleonesa y no eonaviega), usted y yo hablamos una lengua,
el español, con cinco vocales.
El Padre Nuestro, en Asturleonés
(también llamado bable), se escribe así:
Pá nuesu que tas
nel cielu, santificáu seya'l to nome. Amiye'l to reinu, fáigase la to voluntá
lo mesmo na tierra qu'en cielu. El nuesu pan de tolos díes dánoslu güei y
perdónamos les nueses ofenses lo mesmo que nós facemos colos que mos faltaren.
Y nun mos dexes cayer na tentación, y llíbramos del mal. Amén.
Lo que sigue es una historia de
siglos en absoluto lineal; en el 711 los árabes habían invadido la Península
Ibérica excepto, como dijimos, un pequeño enclave en el que se hablará el
asturleonés. Dos siglos más tarde el Reino de Asturias se extiende hacia el
oeste y se denomina Reino de León. En el 932 el llamado “Condado de Castilla”,
bajo la figura señera de Fernán González, alcanza la categoría de estado
autónomo y, un siglo más tarde, se denominará como Reino de Castilla, con su capital
en Burgos. En la riojana Sierra de la Demanda se escribirán las primeras
palabras en castellano (aunque esto plantea dudas) y, sí seguro, las primeras
en un idioma extraño que nada tiene que ver con el latín: el vascuence. La España
medieval se encuentra dividida pues en varios reinos: en los valles de los
Pirineos, por ejemplo, se mantuvo otra lengua, más cercana al catalán y al
gascón que al Asturiano, castellano o gallego: el navarroaragonés:
Pai nuestro, que yes en o zielo,
satificato siga o tuyo nombre, bienga ta nusatros o reino tuyo y se faiga la
tuya boluntá, en a tierra como en o zielo. O pan nuestro de cada diya da-lo-mos
güei, perdona las nuestras faltas como tamién nusatros perdonamos a os que mos
faltan, no mos dixes cayer en a tentazión y libera-mos d'o mal. Amén.
Los siglos transcurren y se
avanza en la reconquista, una labor de siglos. Mientras, en los territorios
dominados por los árabes de la antigua y rica Bética, los cristianos no
convertidos hablan un idioma extraño, el mozárabe, un habla romance pero fecunda
de términos provenientes del árabe y que se escribe con la grafía árabe. Cuando
los territorios antaño musulmanes pasan a ser cristianos, los hablantes
mozárabes adoptarán el idioma oficial del reino más poderoso, el castellano;
pero impregnarán el mismo de palabras procedentes del árabe; un fenómeno más
acusado cuanto más al sur se encuentren. Al español llegan palabras como tambor,
alcalde, zanahoria, jarabe, almohada, tabique, tarea, ojalá, azufre, azul,
aceite, aduana, noria, alcohol, naranja, café… todas provenientes del árabe. Con
ello el español, como lengua que se impondrá en toda la península, comienza a
tomar forma; pero se conserva una diferencia significativa entre los distintos
dialectos peninsulares.
Lo que sucede en el sur
peninsular nos importa, porque será de Andalucía o Extremadura de donde
provengan buena parte de los hispanoparlantes que pueblen las américas. Y no me
refiero tanto de la fonética, que determinará un habla distinta de la
castellana, como del léxico y, muy especialmente, de la sintaxis.
En los territorios que se
mantuvieron durante siglos bajo dominio árabe las tres religiones y culturas
“del Libro”, árabes, cristianos y judíos, convivieron en relativa paz. Ello
supuso, como ya he dicho, que el habla cristiana (romance), con su latín
antiguo, se enriqueciese de vocablos árabes. La variedad léxica del sur es, en
efecto, sorprendente. Permítanme, en este sentido, que ofrezca un ejemplo: mi
madre era de Jerez de la Frontera y mi padre de San Fernando; ambas poblaciones
de la provincia andaluza de Cádiz. A pesar de pertenecer a una misma provincia
y de la poca distancia, a menudo mis progenitores empleaban palabras distintas
para definir un mismo objeto. Por ejemplo: el juguete infantil volador que yo
llamaba “cometa” (como en casi toda España), mi padre lo llamaba “barrilete”
(como en zonas de Argentina, Cuba o Uruguay). Mi madre, sin embargo, lo conocía
como “Pandorga” (al igual que en Paraguay).
La pregunta surge: De todas las acepciones
propuestas, ¿cuál es la correcta?
La respuesta es: todas.
Sin embargo, esta pluralidad
léxica, que considero un ejemplo de riqueza y diversidad cultural, sí plantea
un problema a la hora de tener que escoger un término que pueda reconocerse
universalmente por todos los hispanohablantes. Y volvemos al meollo del
problema; si tengo que escribir un texto que se entienda en Asturias, Madrid,
Andalucía, México, Uruguay o Panamá ¿Qué palabra empleo?
Porque, además, el léxico puede
dar lugar a malentendidos. De nuevo abuso de una experiencia personal: hace
casi 20 años me encontraba en un bar barcelonés, confieso que a horas
intempestivas, acompañado por unos colegas de curso y conferencias. Uno de mis
amigos, algo embriagado, hombre por lo demás de edad y ánimo sereno,
catedrático reconocido de Derecho Laboral en su patria centroamericana, se
animó a comentar en alto:
“Pues yo ahora me comería unas
pollitas”
En su español americano, el verbo
“comer” significaba algo así como “tendría una aventura amorosa con..” (por
decirlo suavemente), y con “pollitas” decía “jovencitas”.
Todavía recuerdo el silencio
incómodo en el bar.
También caben interpretaciones en
sentido contrario: en España el verbo “coger” es sinónimo de agarrar, pero en buena
parte de América resulta inadecuado su uso por razones de sobra conocidas. Por
lo tanto, si voy a escribir un texto que va a ser leído en América, mejor haría
en emplear un sinónimo para no herir susceptibilidades
Pero, lo decía, no sólo es el
léxico. La Andalucía medieval, muy especialmente durante la época de esplendor
Omeya, era refugio de sabios y pensadores, la reserva intelectual del occidente
europeo. El contraste entre los reinos cristianos, rústicos y batalladores, y
la cosmopolita y sabia Córdoba de Abderramán III era, simplemente, tremendo.
Hablamos de un lugar en donde no sólo florecían la matemática, la filosofía,
las ciencias de la naturaleza o la astronomía. Más importante incluso: el
pueblo participaba de esta fuerza cultural que se manifestaba, por ejemplo, en
frecuentes concursos públicos de poesía. El público jaleaba al ganador con gritos de “Alá”,
que con el tiempo hemos convertido en “Olé”.
La reconquista sirvió para que
los vencedores del norte adoptaran costumbres más refinadas, embebidos de la
riqueza del sur. Pero, además, se mantuvo en territorios más meridionales un
gusto por el habla más rica en matices. Lo diré sin ambages: en Andalucía se
pronuncia pésimamente el castellano si nos basamos en la ortodoxia fonética,
pero es un castellano fecundo, exuberante. Por desgracia, se confunde
“pronunciar” el castellano con “estructurarlo”, “construirlo”. Curiosamente,
Lorca, Machado, Alberti, Juan Ramón Jiménez, Góngora, Bécquer, Cernuda,
Zambrano, Francisco Ayala, Giner de los Ríos, Emilio Lledó, Madariaga, Muñoz
Seca, Pemán, Nebrija… y tantos otros estudiosos y escritores. Todos ellos eran
andaluces.
Y de esta habla rica es de donde
proviene un español, el americano, que a su vez se enriquece de los vocablos
precolombinos y de una dispersión geográfica increíble que genera múltiples
dialectos.
Pero volvamos al término “cometa”,
y en concreto a la palabra “barrilete” que empleaba mi madre en Jerez y
Chipiona. En el extremo occidental de la provincia de Cádiz significa “cometa”,
así como en Argentina, Cuba y Uruguay, en estos dos últimos países con la
particularidad de que su forma debe ser hexagonal y más alta que ancha. Sin
embargo en México, el país con un mayor número de hablantes del idioma español,
“barrilete” significa aprendiz, especialmente de los abogados. En el resto de
Iberoamérica y en España al que aprende el oficio de un abogado se le denomina
de otra manera: “pasante”.
Y de nuevo un problema: “pasante”
en México define a un licenciado que está preparando su tesis doctoral. En el resto de la comunidad hispanohablante
sería un “doctorando”, aunque en países como Chile, Bolivia o el propio México
existe la palabra “tesista”.
Es un laberinto que se adivina
interminable.
Si voy a escribir un texto que
sea entendible para toda la comunidad hispanohablante, tendré que elegir unos
términos y prescindir de otros. ¿Qué criterio elijo?
Para contestar a esta pregunta,
lo primero que debo preguntarme es si hay un diccionario que sea referencia
absoluta sobre la terminología del español. Y no es una pregunta absurda,
porque de hecho hay más de un diccionario “oficial”. Me explico: la Academia
Nacional de Letras de Uruguay, a quien compete la defensa del idioma oficial en
el país sudamericano, publicó en el año 2011 el “Diccionario del Español del
Uruguay”. Hay más de 10.000 voces o acepciones propias de los uruguayos y que “no
son empleadas en el español estándar”.
¿Un ejemplo? “Auxiliar” en
Uruguay es como se define a la rueda de repuesto de un automóvil.
Por cierto, ¿”Automóvil”, “coche”,
“vehículo”, “turismo” o “carro”? ¿”Autobús”, “Guagua”, “autocar”, “ómnibus “o “camión”?
Hay también diccionarios del
español de Honduras, de México o Argentina, por ejemplo, pero no todos
redactados por las Academias de la Lengua.
Pues bien, en mi opinión sí hay
un diccionario de referencia de la lengua española; es el Diccionario de la
Lengua Española que edita la Real Academia Española en colaboración con la
Asociación de Academias de la Lengua Española. Su carácter panhispánico e
integrador se refleja en la intervención activa de la Asociación de Academias
de la Lengua Española, y tiene su refrendo en la incorporación de nuevos americanismos
usados en al menos tres países. También se han introducido guineanismos, de tal
manera que en la edición vigesimotercera, recién editada, hemos pasado de
88.431 entradas a 93.111.
No sólo se citan expresamente a
todas las Academias de la Lengua Española; además, el Diccionario tiene como
denominación “Diccionario de la Lengua Española”, no de España o de la lengua
de España. Es una obra de todos y para todos. Como dice la propia Academia, el
Diccionario es uno de los principales instrumentos de que dispone para seguir
velando por la esencial unidad de la lengua española.
Pues bien, mi recomendación sería que, en aras
de acordar un español estándar, utilizásemos el diccionario de la RAE como
guía. Siempre que una palabra aparezca como un localismo, ya sea canario,
andaluz, cubano o guineano, parece conveniente optar – siempre que sea posible –
por un sinónimo más extendido y entendible por la generalidad de hablantes.
Otra pista nos la ofrece el diccionario, cuando una entrada remite directamente
a otra que resulta ser un sinónimo, y en donde sí se define su significado.
De lo que hablo es de (y sólo de)
utilizar un español estándar en escuelas, traducciones o comunicaciones que
afecten a más de una región, de tal manera que fijemos unas normas de uso común
y que faciliten lo que es la esencia de todo lenguaje: su carácter de
herramienta de comunicación. Porque, y cito textual lo que expresa la
Asociación de Academias (todas las Academias de español): “si no existiera ese
conjunto de preferencias comunes, y cada hablante emplease sistemáticamente
opciones particulares, la comunicación se haría difícil y, en último extremo,
imposible”. Más claro incluso: “La norma surge, pues, del uso comúnmente aceptado
y se impone a él, no por decisión o capricho de ninguna autoridad lingüística, sino
porque asegura la existencia de un código compartido que preserva la eficacia
de la lengua como instrumento de comunicación”.
Como el español se habla en más
de veinte países, es inevitable que haya normas y usos diversos. No hablo de
que todos hablemos igual. Más bien hablo de “una expresión culta de nivel
formal, extraordinariamente homogénea en todo el ámbito hispano, con
variaciones mínimas entre las diferentes zonas, casi siempre de tipo fónico y
léxico” (De nuevo la Asociación de Academias). Es la lengua de las escuelas, de
los ensayos y libros científicos, de las traducciones dirigida a lectores de
todo el mundo.
Pero esta homogenización de la
que habla la Asociación de Academias de la lengua española corre serio peligro.
No tanto porque en ocasiones se discuta la primacía de la RAE y su diccionario
(que también), sino por la intromisión de extranjerismos que afectan no sólo al
léxico, sino a la sintaxis. El español que se habla en los EUU difiere del que
se enseña en las escuelas, pero corremos el riesgo de que su influencia viaje
como una ponzoña a través de modismos ajenos al español culto.
¿Se han fijado? Hay una Academia
Norteamericana de la Lengua Española. Pero no la hay de la lengua inglesa ¿Por
qué? No hay Academias de la Lengua Inglesa en ningún país del mundo. Tampoco la
cultura anglosajona sabe de Documentos de Identidad, ni su ordenamiento
jurídico se basa en Códigos escritos, sino en la jurisprudencia. Es otra
cultura, distinta a la nuestra. Y, créanme, en su seno el español estándar
corre peligro.
Para un idioma un siglo, dos, no
es nada. Pero bastan esos 200 años para que cambien sus estructuras,
adentrándose, en palabras del hispanista Günther Haensch, en una senda
peligrosa. Ya tenemos, al menos, tres españoles estándar: el ibérico, el
rioplatense y el mexicano.
Nos entendemos, cierto, y estamos
a tiempo de tomar conciencia del problema. Pero observo una tendencia clara al
abandono, a una falta de rigor. Y hablo de España, en donde el español se
empobrece por decenios, con una juventud cuyo conocimiento de la sintaxis es
deficiente y su vocabulario paupérrimo.
Pensemos en términos de “activo
económico”. Un mismo idioma derriba fronteras y fomenta el intercambio. Nos
hace más ricos e influyentes. ¿Vamos a descuidar un recurso tan increíble?
¿Permitiremos que se asiente la frase “vacunar la carpeta” (vacuum the carpet)
como “aspirar la alfombra”?
Sería una lástima, porque “alfombra”
es una palabra de origen árabe. Forma parte de nuestra historia común, de nuestra
identidad como hispanohablantes.
Es una hermosa palabra, que nos
pertenece a todos.
Antonio Carrillo
Hola Antonio, muy buen artículo, como siempre. Tan solo quería comentar que precisamente hoy, en Toulouse hablaba con un doctorando colombiano y le comenté mi extrañeza ante su español neutro. Efectivamente, estaba despojado de todo americanismo. Dialogando sobre el tema llegamos a la conclusión de que ambos, inconscientemente, habíamos suprimido todo regionalismo. Así yo evitaba los aragonesismos, las expresiones marcadamente españolas o regionales y él hacía lo mismo. En realidad nos habíamos adaptado a la función comunicativa de nuestro contexto situacional: intercambio de información muy precisa. Nuestras conversaciones precisan un español claro, conciso, sin ambigüedades y que fluya. Por lo tanto, sin saberlo, ambos habíamos eliminado el léxico no estándar y adoptado un español neutro. Eso sí, ambos somos muy curiosos y hoy supe que "ir de culo" en ciertas zonas de Colombia se dice "de culo para el estanco" (estanco = el fondo).
ResponderEliminarAh, Don Pelayo...parece ser que es puro mito ;-) (así como el Cid)
Un cordial saludo y gracias por estas entradas tan interesantes.